Campo de los almendros

Text
Author:
Read preview
Mark as finished
How to read the book after purchase
Font:Smaller АаLarger Aa

Gran gustador de zarzuelas y de toda clase de alimentos, gordo, ojos de buey, oportuno en réplica, cazurro, dañó con su clarividencia, aplicado más a su gusto personal que al servicio público, no a su medro. Le perdió, como a tantos, el desprecio. Profundamente burgués, hijo de su siglo y no, como quería, de su etiqueta socialista. En esta diferencia entre su marbete y su verdadero pensamiento radicó parte de su impotencia, empeñándose en lo contrario. Díjose disciplinado para centrar las discordias de los demás capitostes de su partido. Así vino a reñir con todos los sobresalientes, más si crecidos a su sombra.

Quien tonto o envidioso hace daño, puede, naturalmente, ganar el olvido. Prieto, que oye gemir el viento en las Antípodas, quedará durante algún tiempo en el de las memorias como uno de los políticos españoles más funestos de nuestro tiempo.33

–¿Qué te parece?

–Bien. Pero ¿a qué viene esto ahora?

–Viniendo de Madrid, ¿lo preguntas?

–Precisamente por eso. No porque Prieto no se merezca eso y más. Lo que te sabe mal es que no se haya publicado no por lo que dice sino por el cómo. Y no creo que se trate de un capítulo de novela.

–Ve a saber.

Clemencia sale con unos huevos fritos.

–Ya era hora –suspira Julián Templado, ya sentado en la mesa.

–¿Tú lo has leído? –pregunta al médico–. ¿Qué te pareció?

–Bien.

Solo le echó la vista por encima, pero no quiere discutir sino comer.

–Tú no te muevas –le dice Clemencia a Vicente–. Ahora te traigo más agua caliente.

–¿Y ese muchacho que estaba contigo ahí afuera? –pregunta Vicente.

–Volvió a Valencia. Viene todos los días. Bueno, venía. Le traía las pruebas del periódico al coronel de la Iglesia, que era, hasta la semana pasada, jefe del Estado Mayor.

–A lo mejor conoce a Asunción.

–Pues sí –dice Clemencia–. No se me ocurrió. A veces parece una tonta...

–¿Cómo se llama?

–Rafael, no sé qué.

–Rafael Saavedra.

–Es un chico estupendo.

–Me ha estado contando cómo se libró de ir a filas.

–¿No está?

–Sí, y no. Le dieron por inútil total. Por eso trabaja en el periódico.

Templado hace una pausa, no solo para masticar:

–Trabajaba.

–Entonces, ¿a qué viene?

–A ver a los amigos.

–¿No hace nada?

–Oír la radio de Burgos, a la hora de los partes, por encargo del Partido –dice Clemencia–. Es la única manera de enterarse de lo que pasa.

–¿Y qué pasa?

–Nada.

(El 19 de Julio de 1936, Rafael Saavedra cumplió dieciochoa años. En la Central de Milicias, bastó su carnet de la FUE. Le dieron un brazalete, un fusil, sin municiones, y le mandaron vigilar el paso a nivel del camino del Grao.

Vivía en casa de su tía, en la calle de Caballeros. Era una costumbre: pasar la Feria en Valencia, antes de ir a reunirse con sus padres, en Zarauz, en agosto. Quiso volver a Madrid la noche misma de la sublevación, pero no hubo trenes: la guarnición de Albacete se había sublevado. Solo pudo hacerlo los primeros días de agosto. Madrid, ardido, le dejó estupefacto y entusiasmado.

Cuando llamaron a su quinta se presentó en la Caja de Recluta correspondiente; a su sorpresa, le dieron por inútil total: «por tracoma.»34 Su tía Manuela, hermana de su padre, se asustó; fueron a ver a un oculista:

–No, nada en absoluto. ¡Qué barbaridad! ¿Quién le ha dicho eso?

–Pues, mire.

–Muchacho, ¡menuda suerte!, hay quien pagaría montones de dinero por tener uno igual.

Rafael no supo qué hacer.

–No seas tonto, aprovéchate –le dijo su tía.

Lo hizo solo a medias, más por la novia que por otra cosa. Se puso a corregir pruebas de El Mono Azul,35 que todo lo que fuera letra le interesaba. Hacía versos, que no enseñaba a nadie, con bastante sentido común para saber que eran malos. Sin embargo, publicó algún que otro romancillo, escondido en la cuarta plana.

–Inútil total...

–¡Bah! –dijo el médico–. Entre mis compañeros, bueno, eso de compañeros es un decir, hubo, había, hay muchos saboteadores. Nunca salieron tantos inútiles como entonces.

–¡Pero, tracoma!

–Ve a saber. Lo más probable es que te confundieran con otro.

–¿Usted cree?

–Claro. Al fin y al cabo, Rafael Saavedra no es llamarse Margarita Nelken.36 ¿Saavedra? A lo mejor te creyeron hijo de un ortopedista de la calle de la Montera, que conozco. No que fuera carca del todo, pero tiene un hijo de tu edad.

–¿Y se llama Rafael?

–No lo sé. Pero puede ser. Andará por el frente y su padre cagando puñetas acerca de lo informales que pudieron ser algunos amigos suyos, médicos de la Caja en la que te presentaste.)37

Madrileño –por equivocación– de un mes; hace veinticinco años, doña Mariana Rodríguez de Ferrís se empeñó en acompañar a su legítimo, fabricante de calzado, de Almansa, en busca del arreglo de un asunto bancario de cierta importancia. Ninguno de sus partos anteriores –seis– había fallado en cuanto a la fecha, aunque sí al sexo, que todas fueron hembras. Sea por lo que fuera – alumbramiento tal vez prematuro– la criatura nació escuálida, calidad, si lo es, que no perdió en todos los años de su vida enfermiza sin que los médicos acertaran nunca a definir las razones de su evidente debilidad. Paco –por su padrino, alcalde de la ciudad– trajo siempre mal color, haciendo temer algún asalto repentino a su quebrada salud que todas las mujeres de su familia reputaban, por adelantado, mortal de necesidad. Mariana, Ángela, María, Carmen, Julia y Adriana, sus hermanas, formaban una valla infranqueable para las posibles corrientes de aire, los microbios, el frío y el calor. Paco Ferrís no tuvo, hasta los diez años, más horizontes que faldas. Su educación fue –como puede suponerse– casera; ¿quién iba a atreverse a sugerir que se le enviara a un colegio? Confiado a doña Josefa Angulo, ancha «maestra nacional» que cuidó mucho, ante las instancias de los progenitores de no «cargarle las meninges» lo que hubiera sido difícil dadas las limitadas dotes de la profesora en quien lo más visible era una dentadura postiza, casi toda de oro, en la que invirtió el caudal de la menguada herencia de sus progenitores, merceros de poco. Así le llegó al jovenzuelo la edad del bachillerato, con sus consiguientes problemas.

–Que estudie «libre». (Es decir, en casa.)

–Y que se examine en Murcia. (Que tenía la reputación de manga ancha.)

–Sí, «libre», pero en los Salesianos, como externo.

–¡Estás loco, Julio! ¿Cómo vamos a dejar que salga el chico de casa? Se perdería. No tienes corazón. Quieres matarme.

Don Julio Ferrís tenía corazón, y grande, aunque no le sirviera para gran cosa.

La única que estaba de acuerdo en que su hermano saliera de la casa era Adriana, que se las prometía felices de benjamina.

Don Claudio Moreno, el médico de la familia –alto, calvo, bigotón, cuello de celuloide, tan gran fumador como chamelista–, no daba opinión, partidario como lo era de que «la naturaleza es la mejor medicina». Don Santiago Abascal, competidor comercial y amigo, fue tajante:

–Dejen al chico; que vea mundo. Si no, el día de mañana, ¿cómo va a manejar la fábrica?

El padrino había muerto, de apoplejía; la madrina había sido doña Mariana. A su director espiritual, don José López Becerra, no muy bien visto de la familia por su abolengo liberal, le tenía sin cuidado:

–Todo tiene su lado bueno y su lado malo –dictaminaba.

–¿Tú qué prefieres? –se le ocurrió preguntarle la hermana mayor, que era práctica y ya empezaba a llevar el peso de la casa.

–¿Yo? –respondió estupefacto el niño, al que nunca pedían parecer–. ¿Yo? No sé.

Con tal que le dejaran jugar con las muñecas de sus hermanas, sus soldados de plomo y libros de estampas lo demás no contaba. Le gustaba quedarse quieto.

–Este va a salir romancero –decía Feli, la criada de más edad–. Déjenlo que vea algo más que las enaguas de todas vosotras, pobrecito mío.

Aunque parezca mentira, el criterio criaderil se impuso y el niño fue a los Salesianos. Abrió los ojos y no entendió nada. Fue pésimo estudiante. Nadie le pidió cuenta de sus suspensos, como no fuera él mismo. Luego fue aprobando, dándose cuenta de que si se empezaba podía aprender sin dificultad, como no fueran las matemáticas que le repelían porque sí.

Mejoró su salud; aunque siguió pequeño, seco y enjuto dio en ocuparse de su aspecto, sobre todo de su pelo que tenía abundante y ondulado. Amigos no tuvo, conocidos pocos, y la pubertad, como es de suponer con estos antecedentes, le cogió desprevenido.

La natural endeblez, su aspecto doliente, su falta de fuerzas –la gimnasia le fue perdonada–, su apartamiento de los juegos violentos, su gusto por la literatura, le hicieron pronto blanco de las burlas de los más musculosos. No faltaron motes denigrantes ni profesor que se interesara por él. El alias de Mariconcete llegó a oídos de su padre.

–¿Sabes cómo te llaman?

–Sí.

–¿Y?

–No me importa.

–¿Cómo que no te importa?

–Todos son unos imbéciles. Este es el problema, papá. No es que haya mucha gente sino muchos idiotas. Cada día más.

El buen señor se quedó sin habla. Cuando se recobró:

 

–Pero, a ti, ¿no te gustan las mujeres? (Paco Ferrís había cumplido los dieciséis años.)

–¡Cómo no! Si no he visto otra cosa en casa...

–No te lo pregunto en este sentido.

–¿En cuál pues?

–En el natural.

–No me parece una conversación para un padre y un hijo.

Don Julián miró a su retoño con la boca entreabierta y salió de su despacho.

–Me preocupa el chico –dijo a su cónyuge.

–¿Por qué?

–No nos haya salido rana.

–¿Qué quieres decir?

–Nada.

–Tú siempre preferiste a las chicas.

–Esas, por lo menos no presentan problemas.

–¡Cómo se ve que no las tienes que soportar!

Ya se habían casado la segunda y la tercera. La mayor parecía llamada a vestir santos.

–¡De todo ha de haber! –se consolaba, muy a medias, la buena señora.

–Sí, pero de eso no.

–No lo entiendo, Julio.

–Ni falta que hace.

–A grosero no te gana nadie.

Don Julio hizo partícipe de sus congojas al médico.

–Deje, deje que obre la naturaleza –concluyó don Claudio.

–¿Y si lo hace en sentido contrario?

–Mire, don Julio, si así fuera, tampoco contra eso se puede hacer nada.

–Entonces, ¿qué? ¿Le parece a usted justo que uno se esfuerce toda la vida, que trabaje como un negro durante treinta o cuarenta años, que le haga uno siete hijos a su mujer, que levante un negocio más o menos boyante para que, al fin y al cabo, me salga rana mi único hijo, mi sucesor natural?

–Un momento: primero, no he dicho que sea justo; segundo, ¿quién le asegura a usted que el chico sea pederasta? ¿Que es menudito? ¿Que no le gustan los ejercicios violentos? ¿Y qué?

–Tampoco le entran las matemáticas.

–No veo la relación.

–Yo sí: los números son cosa de hombres.

–A lo mejor hará un excelente abogado. Y en cuanto al negocio, le sobrarán yernos.

–¡Qué yernos ni qué ocho cuartos! No es lo mismo. Yo siempre había pensado...

–Ahí está lo malo, mi querido don Julio; no hay que pensar, usted deje que las cosas lleven su curso.

–Sí, ya sé: la naturaleza.

–Usted lo ha dicho.

–¿Y si la naturaleza hace que a mi único hijo le guste...?

–Lo mejor es verlo.

–¡Don Claudio!

–No hago chistes. El chico, de hecho, no ha salido a la calle. ¿Quiere un consejo?

–Ya era hora.

–Mándele a Madrid.

–¿Solo?

–Claro. Lo que sea sonará. Y tenga confianza. Con todo, a mí me parece que no hay nada, por lo menos físicamente, que lleve al chico por malos caminos.

Así fue Paco Ferrís no a Madrid, que doña Mariana desde aquel parto, que siempre tuvo por prematuro, tenía en horror, sino a Valencia, a acabar el bachillerato. Allí tenía la buena señora a su hermano, relativamente bien casado –en un puño– que acogió, sin grandes entusiasmos, al sobrino.

Don Germán regentabab un negocio de exportación de naranjas; las tierras eran de su mujer. Su única preocupación era la temperatura, para que no se helara la cosecha de las navel, allá por los Valles, en las cercanías de Sagunto. Doña Amparo vivía bajo el manto de la virgen de su advocación, rogándole que el termómetro no bajara a los extremos que temía su legítimo que, del frío, se ponía imposible física y moralmente, hasta el extremo de atreverse a plantarle cara.

–O se ocupa uno del sexo o de política.

–¿Y la literatura?

–Depende de lo uno o de lo otro.

–¿No de los dos?

–Eso se queda para los dioses.

–Entonces, tú.

–¿Yo?

Dionisio Velázquez se quedó mirando a Paco Ferrís e hizo un gesto vago. Dionisio quería ser pintor y lo que más le molestaba, además del hígado –de cuando en cuando– era su apellido, que no tardó en suprimir; firmó Dionisio, a secas.

–¿A ti no te importa la política?

Eran los últimos tiempos de la dictadura de Primo de Rivera.

–Ni un comino.

–Pero ¿los demás?

–No existen.

Paco se había unido, al año de estar en Valencia, con un grupo de jóvenes todos algo mayores que él. No mucho: Dionisio tenía veintidós años; Alberto Domínguez, veintitrés; Emilio Ferrer, veintiuno; Blas Ortega, veinte; Vicente Dalmases, los mismos. Hablaban de música, de literatura, de pintura; en general mal, pero ardidos. Alberto era escultor; Emilio, poeta; Blas, crítico de arte; Vicente estudiaba comercio.38 Ninguno de ellos había salido del terruño natal como no fuese para asomarse, unos días, a Barcelona o a Madrid. A pesar de no tener conocimiento directo de las corrientes imperantes en Europa sino a través de revistas y periódicos no muy especializados, la emprendieron contra sus mayores ayudados por un periodista de La Voz de Valencia y el cónsul paraguayo que había estado, poco, en París.39 En general, nadie les hacía caso, pero ellos se creían el ombligo del mundo y Paco estaba seguro de haber encontrado, por fin, su vocación; sería escritor, cosa que ocultó cuidadosamente a la familia.

Dionisio, a pesar del padrinazgo de Federico Ramírez, el periodista y de Carlos María de Alfaro, el cónsul, dominaba la tertulia. Era, de lejos, el más inteligente sin contar sus posibles que ayudaban no poco al respecto. Él, es decir su padre, registrador de la propiedad, pagó los seis números de una revista, Huerta,40 que no mereció honores y con razón, ni en Madrid ni en Barcelona. Allí publicó Francisco Ferrís por primera vez, un poema en prosa, que mandó a su hermana mayor con la obligación –¿hasta qué punto sincera?– de no enseñárselo a nadie; Mariana, con buen criterio, la respetó.

Contribuían al descrédito de que gozaba el grupo en la ciudad las nefandas relaciones de Dionisio con Blas, que no ocultaban a quien quisiera tomarse el menor trabajo de enterarse. Entre otras cosas porque les parecía natural y a Dionisio evidente prueba de superioridad.

Dionisio Velázquez se interesó en seguida por Paco Ferrís. Lo citaba en cafés apartados donde podía darse el gusto de pontificar. Quiso formar al almanseño. Dejábale este, más curioso que convencido. Sin embargo, lo marcó indeleblemente, propicias la edad y la ocasión.

–Intentar ayudar no tiene sentido. A nadie. Cada quién va a lo suyo, aunque no quiera. Así, ¿quién puede remediar a quién? Como no sea económicamente... Es decir, con algo que no tiene que ver con la vida, dar algo que sirva al prójimo para que este haga lo que le parezca mejor. Cualquier otro apoyo carece de sentido. Dios inventó el dinero para eso. Es lo único que sirve para salvar almas ajenas. No protestes: nadie colabora. ¿O conoces alguien que haya agradecido un favor? La filantropía es una mierda; la caridad, un insulto; dar lo superfluo –veinte céntimos o un libro repetido– es deshacerse de lo que sobra, de un lastre, de lo que no vale. O por el placer de dar –el propio gusto–, de regalar, de gozar entregando, una copulita barata. Todos los plazos están vencidos. Entiende: «No hay plazo que no se cumpla»,41 tontería: todo es después, todo fue ya antes, no se hace nada gratuitamente. Nada. ¿Me comprendes? Todo lo rige el interés propio, así sea el ajeno. Siempre se obra por algo. No se suicida uno por nada. Uno manda; siempre se es dueño –poseedor– de algo; la miseria absoluta no existe. Siempre se puede matar, por ejemplo, que es otra manera de dar. ¿Qué diferencia hay entre dar y quitar? ¿Quién agradece de veras un favor? Solo los que pueden devolvértelo con creces. El agradecimiento, de quien da, nunca de quien recibe. Las dádivas solo engendran la envidia. No hablo de las palabras, máscaras que plagan nuestro laberinto. Las sacamos y las agitamos en la punta de unos palos, moviéndolas a distancia. El hombre si no es esclavo es desagradecido. Al fin y al cabo, la libertad es ingratitud o no es libertad. La libertad consiste en hablar y obrar mal para con quien se portó bien contigo. Lo contrario no tiene sentido. Libre, el que se desgaja de sus padres, de sus maestros, de su familia. El agradecimiento es esclavitud. Por eso inventó Dios el dinero, fuente la más corriente de la libertad. Por eso existe tan gran admiración por lo que llaman «espíritus independientes», es decir, los más desagradecidos. La gratitud, la lealtad, son obligaciones tan pesadas que hunden al hombre al fondo de lo vulgar. Vuélvelo: la ingratitud, el desagradecimiento, el olvido, la deslealtad son las bases de la grandeza humana, lo firme de la historia, lo que queda; y no hay progreso. El hombre solo va hacia adelante despreciando lo que antecede, entre otras cosas porque, de todos modos, ahí queda. Para subir hay que pisotear lo anterior, alzarse a costa de lo que sea. No es fácil, porque, además, si lo haces conscientemente, sabes que los que te siguen –a quienes aun sin querer haces favores por el solo hecho de vivir–, a su vez te han de machacar. El mundo es una enorme montaña de fino polvo en la que los que no se ahogan por impotencia, desde que tienen uso de razón, no tienen sino un leve respiro antes de hundirse en lo que hundieron. El interés del mundo reside en la superposición de una maquinaria desconocida –que no sabes si funciona o si lo hace bien o mal– hecha de nuestros pensamientos heteróclitos, arbitrarios, extravagantes, desproporcionados, generalmente monstruosos, muchas veces ridículos, siempre mágicos. La idea de progreso –que envenena al mundo desde hace siglos– es la imagen misma del desagradecer: querer más a costa de los demás, aunque estos, a su vez, «progresen». Todos quieren ganar –lo que sea–. ¿Quién no se naturaliza desnaturalizándose?

Solían reunirse los jóvenes en el estudio de Dionisio, tendido de seda negra, atravesado por un biombo filipino, dos camas turcas, alfombras persas, mesas bajas, dizque chinas y un piano en el que Blas tocaba, como Dios le daba a entender, algunas piezas de Debussy y Ravel. Ferrís, que era negado para la música, mostró entusiasmo por la Pavana y La catedral sumergida. Dionisio solía vestirse con un precioso kimono negro bordado con flores brillantes, doradas, rosas y verdes, que había sustraído a su madre. Contra lo que pudiera suponerse eran sobrios, dejando aparte el sudamericano que solía emborracharse, a solas, en su casa, cada noche con tal de no oír a su mujer, por no hablar de su gusto natural por el whisky.

Los primeros escarceos amorosos de Paco Ferrís fueron con una criada de sus tíos, sin mayores dificultades; debido al dinero no hubo favor que no tuviese, aunque bajo, su precio. No pasaron de roces, masturbaciones entre los pechos de la doméstica, que los tenía abundantes, y tentarrujeos repetidos. Así descubrió el hombrecillo cosas insospechadas. Por ejemplo: la menstruación de la que no tenía cabal idea y que le produjo auténtica repugnancia debido, entre otras cosas, al poco cuidado de la Rosario que se contentaba con llevar, esos días luneros, unas enaguas de tela de saco que lavaba con frecuencia. Ni qué decir tiene que de coito ni se hablaba ya que quedaba, para la moza, reservado para uno de su pueblo el día que coyundeara. Paco llegó a preguntarse, en serio, si le gustaban las mujeres. Dionisio le dio a leer algunos relatos eróticos que le produjeron mayor confusión.

Publicó por entonces el doctor Marañón su Evolución de la sexualidad y los estados intersexuales que pasaron a ser la Biblia del pintor, que tenía nociones de Sade, Gide y algunos surrealistas.42

–Si todos tenemos dos sexos, más o menos desarrollados, no veo por qué constreñirnos a uno solo. Es una aberración. De ahí la superioridad de los griegos. No seas tonto. Un hombre bien vale una mujer y el tacto, bien amaestrado, se satisface tanto con uno como con otro. La inversión – ¿qué tal sonaría esta palabrita a nuestros padres?– es absolutamente natural. No es vicio. Viciosos o viciosas, como quieras llamarlo, solo pueden serlo las mujeres. Es el único remedio que les queda aun a las más inteligentes, como lo ha visto muy bien Marañón: o se quedan bobas con la maternidad, o imbéciles e insatisfechas con la infecundidad. Que el homosexualismo está mal visto no es más que la prueba de que la humanidad es incapaz, desde hace siglos, de dar un paso adelante. Si no por la misma razón debieran perseguir a los calvos o a los zurdos.

–Yo soy zurdo –dijo Paco, sonriendo.

–Comprendes, lo que cambia es la forma, en el fondo todo sigue igual desde el principio de los principios. Siempre hubo hombres, mujeres, hombres-mujeres, mujeres-hombres: imbéciles, inteligentes, imbéciles-inteligentes, inteligentes-imbéciles. Tú y yo nos vamos a entender muy bien.

 

–Nos entendemos muy bien: es decir, hasta cierto punto, del que no se puede pasar.

–Ya veremos –dijo Dionisio.

Lo intentó. A Paco Ferrís no le produjo ninguna impresión. Blas sintió unos celos feroces. Paco le miró con sorpresa:

–Si le da gusto, ¿a mí que más me da?

–Pero tú... –le gritó descompuesto el afeminado.

–¿Yo? A mí no me interesa.

Surgió Clemencia, ya en Madrid; que Paco decidió estudiar Filosofía y Letras, cosa que no podía hacer en Valencia. Dionisio le dio cartas para varios amigos suyos, pintores en su mayoría. A Paco Ferrís le hicieron poca gracia y ligó más a gusto con algunos escritores que se solían reunir en la Granja del Henar: Sénder, Sánchez Ventura, Díaz Fernández, Arderiús.43 Allí conoció a Clemencia Velasco. Grande, gorda, fea, joven, como es natural en total ruptura de bando con su familia palentina. Le gustaba montar a caballo, la esgrima, escribir versos al estilo popular de Gil Vicente según la forma –que en otros venía a fórmula– en que lo hacían García Lorca y Rafael Alberti. «No es mala del todo», decían sus mejores amigos. Publicaba aquí y allá sus cancioncillas. Diose cuenta rápidamente de la situación (Paco trajo a la reunión a un joven pintor, Santiago Marco, que todos sabían invertido) y decidió obrar con la prisa que las circunstancias reclamaban, por lo menos para ella.

Tenía algún dinero que, a la fuerza de la ley, siendo medio huérfana, le enviaba su familia. Poco, pero suficiente para vivir en un pisillo de la calle de Velázquez –que había sido parte de la portería–, que no arreglaba de ninguna manera porque entre otras cosas no le importaba demasiado la limpieza ni la buena vida.

–Sí, cómo no, engordo como una vaca.

Se había acostumbrado a tomar solo cafés con leche; eso sí, a todas horas. Lo que le gustaba era Paco, por inteligente, chiquito, grácil.

–Tamarrizquito, ven aquí –le decía.

Un sofá, una mesa coja, dos sillas, un armario que nunca pudo cerrarse del todo, una palangana en un tocador con laja de mármol blanco bien rota en medio, formaban su mobiliario. Tres platos, dos vasos y otras tantas, o tan pocas, cacerolas; un cazo, unas botellas, en la cocina, y dos trapos cochinos que hacían juego con un par de toallas; era todo.

Su ajuar se componía de tres trajes y dos pares de zapatos. Muchos libros –en francés, en inglés– por todas partes y párese de contar porque la alfombra hacía tiempo que había dejado de merecer su nombre, desflecada y con agujeros que dejaban al descubierto unas duelas en las que sobresalían carcomidos nudos de las más diversas formas.

Clemencia atrajo a Paco sin complicaciones ni contemplaciones y el joven escritor vio de pronto el cielo abierto –es una imagen–, un poco en forma de avalancha, de golfo, de prado de altas hierbas. Clemencia fue madre, amante, esposa, hija, tía, sobrina, madrina, cocinera –mala, pero cocinera–. Lo envolvió en algodones y hasta aprendió a hacer huevos fritos como le gustaban al mancebo: muy hechos.

La guerra los llevó de la mano a la Alianza de Intelectuales Antifascistas.44 De ahí pasó Paco Ferrís a la 11.ª división, con Herrera Petere y su mujer –una niña rubia, preciosa–, Juan Paredes, Miguel Hernández, Martínez de León, el dibujante de toros, tan chirigotero. Hacían, entre todos, el periódico de la división.45 Se reunían en una casa de la calle de Lista –frente al edificio que albergaba la jefatura del V Cuerpo de Ejército, mandado por Modesto–.46 Los cuarteles estaban en la Ciudad Lineal.47 Por ahí aparecían, de cuando en cuando, Rafael Alberti y María Teresa León, su mujer, que hacían teatro en el de la Zarzuela.

A principios de 1938, la 11.ª pasó a Cataluña; no Paco Ferrís, por entonces enfermo de pulmonía. Fueron algunos a despedirse de él en el hospital con un cordial y rutinario:

–No tardes.

Ninguno pensaba que no se volverían a ver. Los «nacionales», el cuerpo de ejército legionario que mandaba el general Gambara, alcanzaron el 7 de abril el vértice Tornell desde el que divisaron al Mediterráneo, donde llegaron el 15. Quedó España más partida.48 Ese mismo día sacó Clemencia a Ferrís del hospital y se lo llevó a su cuchitril. Un mes después lo destinaron al Comisariado del Ejército de Levante. Así fue Ferrís a parar a Náquera, a las órdenes de Carranque, comisario político y ayudante de Ortega, Comisario General del Ejército. Clemencia se le reunió a los dos días; no se fiaba de nada ni de nadie. La vida era tranquila, la comida suficiente, el tiempo espléndido. Ferrís se repuso totalmente y pensó en empezar a escribir una novela.

Una mañana de noviembre de 1938 se presentó su tío, Gonzalo Muñoz. Encontró la casa, se quedó sorprendido al ver a Clemencia, a la que confundió con una posible sirvienta. La mujer se dio cuenta, le dio cuerda, más o menos divertida.

–¿No está?

–¿Quién?

El bueno del tío se quedó en el aire, no sabía qué palabra emplear. Por fin se decidió:

–El señor... Paco Ferrís. Es mi sobrino.

Que Paco tuviera familia a mano asombró a Clemencia y más que se tratara de aquel tío ordinario. Él nunca le había hablado de su pasado ni ella indagó. Entre otras cosas porque le tenía absolutamente sin cuidado.

–No. ¿Qué quería?

–Verle, claro.

–Está en el Estado Mayor.

Gonzalo le daba vueltas a su sombrero.

–¿Está bien?

–Sí.

–¿Del todo?

–Sí. Salió hecho un pimpollo.

–Salió... ¿de qué?

–De una pulmonía.

–Ah. ¿Y ya está bien?

–Completamente.

–¿Y qué hace?

–Está en el Comisariado.

–Ya me enteré. Por eso vine.

–Ah.

–¿Y dónde está el Estado Mayor?

–No se lo puedo decir.

–Usted... ¿le atiende?

–En lo que puedo.

–Me alegro.

Ferrís, al poco de llegar a Madrid y liarse con Clemencia, rompió todo vínculo familiar, entre otras cosas –aunque no lo pensara– porque no lo necesitaba ya económicamente. Su amantísima le proveía de lo necesario y sus colaboraciones en revistas y periódicos (así las firmara con muy variados nombres para resguardar el suyo, llamado a altos destinos) le daban para no quedar mal en el café. Había decidido que nada tenía que ver con la industria zapatera, con Almansa, sus padres, sus hermanas, la historia, el pasado. Para ser escritor, y bueno, tenía que surgir de la nada. Añadíase el desprecio: había dado –iba de descubrimiento en descubrimiento– en que era inteligente. Clemencia le empujaba hacia las cimas. Leía mucho de lo que se tenía por mejor y no se asombraba; esto –se decía– lo podía haber escrito yo. Lo malo que, cuando se enfrentaba a las cuartillas –como no fuera para algo preciso y urgente–, no se le ocurría nada de provecho. Partía del supuesto, para él esencial, de que la literatura era expresión de disconformidad entre el mundo y el escritor. La cuestión era averiguar en qué consistía, y, aunque lo tenía en la mente y aun en el pecho, no daba con ella.

–Metieron a tu tía en la cárcel.

–Por algo sería.

–Nada serio: la acusan de guardar billetes de numeración atrasada.

–Como recomienda la radio de Burgos.

–No lo sé. Tal vez.

–¿Entonces?

Con un voluntario tono hiriente en la pregunta.

–¿No puedes hacer nada?

–No puedo. Y aunque pudiera no lo haría.

El pobre hombre no sabía qué decir y menos qué pensar.

–Mire: a mí no me importan nada ni usted ni su mujer. Además, no se preocupe, no le va a pasar nada. Ya no fusilan a nadie. La van a soltar.

–¿Estás seguro?

–Absolutamente. No nosotros: ellos.

–¿Quiénes ellos?

–Los de Burgos. Hemos perdido. No me diga que no lo sabe.

–Puedes venir a casa cuando quieras. Allí nadie te molestará.

–No pienso hacerlo.

–No creas que hagamos responsable a nadie de lo que le pasó a tu padre.

Ferrís no aguantó más:

–Váyase y déjeme en paz.

A su padre, a los seis meses de guerra, lo habían paseado, en Albacete, donde se creía seguro en casa de un amigo. Paco Ferrís se enteró mucho más tarde y quiso adargarse pensando que no le importaba. Llegó a echarse la culpa de tanto distanciarse del asunto: ¿qué tengo que ver?, nadie me dijo nada. ¿Qué podía hacer? ¿Qué podía haber hecho? No hubiese hecho nada. Se lo merecía. ¿Se lo merecía? De derechas, desde luego, ¿qué más?, ¿qué le importaba?, ¿no había roto con su familia? No tenía nada que ver con el pasado. Ni con el futuro.

Al llegar Templado a Náquera, tuvieron grandes conversaciones. Se conocían de Madrid. El médico se extrañó: