Campo de los almendros

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Aub partía, en suma, del principio de que necesitaba reunir una pluralidad de testimonios, recoger la mayor diversidad posible de versiones sobre los mismos hechos. Por eso, decía en Buñuel, novela: «Para mí, novelista que voy buscando la verdad a través de la literatura, las reacciones personales son de gran importancia: dibujan mis personajes y, a través de ellos, un mundo» (1985b: 15). Y luego añadía: «Porque si nadie sabe cómo es uno, menos los demás. Tal vez, sin embargo, confrontando testimonios de lo que creen los otros, podamos aproximarnos al “dibujo” de quien sea…» (1985b: 16). En consecuencia, llegaba a esta conclusión sobre Buñuel, novela, que es igualmente aplicable a Campo de los almendros:

Este libro es, pues, un plagio de la Historia tal como la vieron otros, y de la vida según la interpretación de muchos. […] Si lo he subtitulado novela es porque, a pesar de todo, quiero estar lo más cerca posible de la verdad. Las anécdotas, los cuentos, lo inventado acerca de un personaje o un hecho son mucho mejores para conocerlo que los documentos (1985b: 17-19).9

Hay que distinguir, pues lo hace Max Aub, entre la subjetividad suya, o si se prefiere del narrador, y la de los hombres y mujeres que pueblan la narración con sus voces, una «encarnación subjetiva» de la que –como dice Javier Quiñones– «da testimonio el novelista». Lo cual –añade Quiñones en su introducción a Enero sin nombre– confiere «valor atemporal a las novelas y relatos del Laberinto mágico, permitiendo que, leídos muchos años después de sucedidos los acontecimientos, sigan teniendo vigencia y actualidad, en tanto que son reflejo de unos hombres que viven una tragedia histórica» (1995b: 21).

Salta así a un primer plano la espinosa cuestión de la objetividad y la subjetividad del discurso histórico o novelístico. Hayden White, que se ha ocupado del tema desde ambas perspectivas, dice: «La “subjetividad” del discurso viene dada por la presencia, implícita o explícita, de un “yo” que puede definirse “solo como la persona que mantiene el discurso”. Por contrapartida, la objetividad de la narrativa se define por la ausencia de toda referencia al narrador» (1992: 19). El propio Hayden White concluye que, si se consiguiera que los acontecimientos hablasen por sí mismos, sin necesidad de un mediador, entonces, y solo entonces, se evitaría el problema de la subjetividad y por otro lado desaparecería el conflicto entre lo imaginario y lo real (1992: 18-20).

El melodrama, entendiendo por tal el relato de las pasiones que en la vida privada atrapan a los individuos y los llevan y traen por un laberinto a menudo incontrolable, es otro de los ingredientes de la novela aubiana. Pero el melodrama está en Aub siempre en función del laberinto de la historia, de una historia que en los Campos tiene todos los elementos propios de una tragedia. El melodrama es, pues, un género que en los Campos está siempre subordinado a la tragedia.

Hay, para ello, varias explicaciones. Una, la presenta Aub, si bien de manera indirecta, cuando en su prólogo a La Numancia recordaba que, para Azorín en esa tragedia, «mezcla primorosa, exquisita, de lo real y lo alegórico»,

se revela un conocimiento profundo del corazón humano. Hay en estas escenas tragedia de un pueblo y tragedia individual. Se llega, en la primera, a lo más sublime a que el genio humano ha llegado. Y se llega en la segunda a situaciones de tal hondura, de tal delicadeza, que el lector se estremece todo. No se puede ahondar más ni en el arte, ni en la vida (Aub, 1967b: 154).10

Ricard Blasco, en la presentación del libro de relatos Cuentos sobre Albatera, de Jorge Campos, venía a coincidir con Azorín y, por tanto, con esa conjunción por la que abogaban Cervantes y Aub: «Ya es sabido que el creador artístico no es un historiador, ni tiene por qué serlo, aunque se inspire en acontecimientos que luego serán historia. Suyo es el privilegio de transmitirnos vibraciones humanas, no precisiones documentales» (1985: 10).

El «estremecimiento» o las «vibraciones humanas», a que aluden Azorín y Ricard Blasco, los transmite el narrador a través de los avatares que experimentan los personajes, con unos deseos y pasiones que los empujan a laberintos personales de los que, las más de las veces, tampoco hay –como en los históricos– una salida. La pareja Vicente Dalmases y Asunción Meliá, dos de los protagonistas de Campo de los almendros, es el ejemplo más cumplido y descollante.

El cine es otra de las bases que sustenta el discurso narrativo de Campo de los almendros. De hecho, el término campo remite, aunque no únicamente, al cine. En un artículo sobre Malraux, decía que el cine había sustituido «el escenario de un teatro por el “campo”, el espacio limitado por la pantalla, el campo donde el actor entra, de donde sale, y que el director escoge, en lugar de ser prisionero de él» (1989: 308). Los Campos aubianos son eso, un escenario más amplio que el de un teatro. Pero el escenario de cada Campo tiene la limitación espacio-temporal que impone el narrador al calificar cada Campo con distintos apelativos: cerrado, abierto, de sangre, del Moro, de los almendros, francés

Los Campos son novelas muy cinematográficas. Sobre todo porque el principio que los anima es la acelerada sucesión –en Campo de los almendros más que en ningún otro Campo– de escenas.

El diálogo, que desempeña una función decisiva en la estructura narrativa aubiana, lo relacionaba Aub a la vez con el teatro y con el cine. Pero esa relación se fue progresivamente decantando cada vez más del lado del cine (Aub, 1989: 308). De uno u otro modo, el diálogo, sobre todo en Campo de los almendros, se constituye –como dice Manuel Tuñón de Lara– en la «columna vertebral de todo el relato, y no ya, como aditamento o como sustentáculo; el diálogo deja de ser arbotante del edificio, para llegar a ser la nervatura de su bóveda» (2001: 52).

La escena, otro de los elementos fundamentales de la novela aubiana, entronca también con el teatro y con el cine. Los Campos, y de modo particular Campo de los almendros, son obra de aluvión, de acumulación de escenas que se suceden ante la mirada extática del lector. Que las escenas en Campo de los almendros son más cinematográficas que propiamente novelescas lo evidencia que apenas haya descripciones de los personajes porque estos hablan y actúan como si estuvieran físicamente presentes en el celuloide. Esa presencia hace superflua su descripción.

Hay que tener también en cuenta que la proliferación ininterrumpida de escenas requiere una técnica especial de ilación o soldadura, que se consigue con la llamada técnica de montaje. De ahí el interés de estos comentarios de Aub, aplicables particularmente a Campo de los almendros:

Encontramos en Joyce, en Kafka, en Faulkner, una sucesión de primeros planos mezclados con una serie de flash-backs; en Dos Passos un montaje continuo de escenas muy cortas. Los planos medios y los primeros planos han dado, en la novela moderna, una importancia creciente al silencio. Los silencios y las pausas son mucho más frecuentes en las narraciones actuales que en el siglo XIX. Su resonancia trágica es mayor gracias al cine (1989: 308-309).

La alusión a «los silencios y las pausas» explica la continua presencia de espacios en blanco entre las múltiples escenas que pueblan Campo de los almendros. En las «Páginas azules», las pausas a veces están para separar frases muy cortas, incluso de uno o dos renglones. Pero las pausas que separan también –y sobre todo– juntan, porque esos espacios en blanco, esos silencios, funcionan como la soldadura que une las ideas, la ilación del pensamiento. Las pausas son un mecanismo cuya función permite el fluir de conceptos que, como la acción del resto de la novela, están unidos a cal y canto, constituyen una indisoluble trabazón. Las pausas permiten, en suma, el montaje de la novela.

Campo de los almendros es una novela perfectamente construida. En ella nada falta ni nada sobra. Tal es la labor arquitectónica, la fluida trabazón entre las partes, los capítulos y las escenas, que casi no se nota, casi puede pasar desapercibido todo ese mayúsculo esfuerzo, ese extraordinario logro. Tuñón de Lara, en su varias veces citado prólogo/introducción a El laberinto mágico, decía de Campo de los almendros:

Novela o lo que sea. En todo caso, ninguna narración hay más estructurada tras un aparente desorden. El desorden no es sino consciente –y pálido– trasunto de la realidad humana que trata –con éxito– de interpretar. Al terminar de leer este Campo no sólo se tiene la cabal impresión de haber vivido aquellos días de la Historia de España, sino también de haber captado sus grandes lineamientos más allá de cada una de sus múltiples historias y circunstancias personales, de las innumerables piezas cuya ensambladura constituye el acabado edificio de esta novela (2001: 116-117).

Durante mi reciente visita al Aula Capitular del monasterio de Santo Domingo, donde se conserva el doble sepulcro de la familia Boyl, el guía, don Diego Peña, me llevó a la Capilla de los Reyes. Gracias a su iniciativa tuve la inesperada oportunidad de contemplar su impresionante bóveda, obra del arquitecto Francisco Valdomar. Sí, una impresionante bóveda; y también sorprendente, única. Un conjunto de nervaduras sin nervios, esa bóveda se asemeja, con sus complicadas y desnudas aristas, al portentoso tallado de un diamante. Un conjunto de nervaduras sin nervios, como las escenas –pensé– de Campo de los almendros, que están soldadas sin que se noten las soldaduras. Me distrajo de mis pensamientos este comentario de don Diego Penã: «Sin los gruesos muros de la capilla, sin su imponente sillería, no podría haber construido Valdomar esa portentosa bóveda, sus nervaduras sin nervios». «Ah, me dije, también como Campo de los almendros, una novela que está apoyada, construida, sobre las sillerías de los Campos que la preceden».

 

Una novela como Campo de los almendros no se puede improvisar. Por la acumulación que en ella hay de experiencia personal y de investigación de fuentes; y por lo que en ella hay de dominio del arte de narrar. Además, es el resultado de un proyecto que se fue desarrollando y cumpliendo a medida que su autor, con el paso de los años, fue componiendo las novelas de El laberinto mágico, ciclo que, tras casi tres décadas –Campo cerrado, la primera, data de 1939–, completaba, en 1966, Campo de los almendros.

Aub era consciente de que en este último Campo había dado cuanto podía dar de sí. Llegado aquí se había quedado sin fuerzas ni ganas de continuar con el tema. Hasta el extremo de que dijo, en las «Páginas azules» de este Campo, que no volvería a escribir en adelante sobre la Guerra Civil: «El autor se despide, supone que para siempre, de la Guerra Civil Española. Lo que quisiera es volver algún día a pisar el suelo de las ciudades que conocía hace medio siglo. Pero no le dejan porque ha intentado contar a su modo –¿cómo si no?– la verdad».

Otra cosa era dejar de escribir sobre España. Eso no pudo evitarlo. Porque era su laberinto, el lugar de sus demonios personales, y el de una parte de España, la que fue vencida. Viene aquí muy a propósito este pasaje de Campo de los almendros:

Templado: –¿Saldremos de este laberinto?

Cuarteto: –¿Qué laberinto?

Templado: –Este en el que estamos metidos.

Cuartero: –Nunca. Porque España es el laberinto. Nos basta para vivir que nos traigan un número decente de jóvenes, cada año, como holocausto.

Templado: –Entonces no somos el laberinto sino el monstruo perdido.

Cuartero: –Estamos en el laberinto, si prefieres.

Con anterioridad, mucho antes de que compusiera este Campo, había escrito en uno de sus cuadernos de notas: «¿Por qué me acogí al título de Laberinto Mágico? Tal vez porque no sabía cómo salir de él. Todas las explicaciones que saldrán de Alicante son a posteriori».11

Todas las explicaciones habían de salir de Alicante; es decir, de Campo de los almendros. Porque en este Campo iba a concentrarse todo Max Aub y toda una España. E iba a ser a posteriori, por la fecha en que publicaba este Campo, casi treinta años después de terminada la guerra. Mucho tiempo parecerá y, sin embargo, ese y más tiempo era necesario para comprender, o empezar a comprender, la tragedia de la Guerra Civil.

En Alicante, en la reconstrucción literaria de lo sucedido en aquella exigua explanada,12 iban a volver a encontrarse, arremolinándose en el duermevela de una interminable y siempre presente pesadilla, todas las vivencias personales y colectivas, todas las esperanzas puestas en la República, todas las luchas para evitar el epílogo final: la derrota, la cárcel, los fusilamientos, el exilio…13 El pasado y el presente iban, gracias a la escritura, a poder mirarse, reflejando en sus espejos la realidad del ayer y lo que de ella quedaba –quizás por defecto: narrar siempre es una limitación–14 en las páginas de la novela.

El final de Campo de los almendros –que, como enseguida se verá, ha tenido, durante el proceso de escritura, varias versiones– está directamente relacionado con el comienzo de Campo cerrado. Un mismo hilo une así a ambos Campos y, por extensión, a todos los demás. Como corresponde, en suma, a una tal macroestructura novelística.

Pero ahora, llegados a este punto, el énfasis ha de ponerse en el significado que tiene el final del ciclo, ya que, en palabras de Hayden White: «El cierre en los relatos históricos es una imposición del significado moral de lo narrado».15

Previamente, conviene detenernos brevemente en el manuscrito de Campo de los almendros. En él, lo primero que descubrimos es que, si bien en la primera versión estaba previsto ese engarce con Campo cerrado, no lo estaba con la claridad y contundencia con que aparece en la versión corregida, la definitiva, que es la por todos conocida porque es la publicada en la primera y subsiguientes ediciones de Campos de los almendros. Compárense, pues, las dos versiones:


Primera versión Asunción, vestida de hombre, no llegó nunca a la cárcel de Alicante. Escapó antes, encontró a Monse y regresó –por Venta la Encina, en tren, sin mayores dificultades– a Valencia. Fue en seguida a ver a su tía, en casa de don Juanito, Exclamaciones, en todos tonos, lloros, suspiros, retahila de reprensiones rompiéndose el pecho, que ya no son del caso. No le fue difícil a Concha esconder a su sobrina en el piso alto; nadie sabía sino ella atender a la impedida. A los cuatro meses, debido al hambre –no había casi nada de comer por entonces, en Valencia–, la infeliz niña murió. Entre Concha y Asunción la metieron en una maleta grande (no pesaba la difunta ni veinte kilos); de madrugada, como si fueran a la estación, dejaron abandonado el cadáver. No estaban los periódicos para asuntos de ese género: acababa de declararse la guerra entre Alemania, Francia e Inglaterra, por la invasión de Polonia. Asunción ocupó –para lo que fuera– el lugar de la impedida. Vicente estaba en Albatera. En noviembre le trasladaron a Madrid. Don Blas, arrellanado en un sillón del casino de Viver, habla con el tío Cola. –A ver si este año hay toros… –Me parece todavía pronto para hablar de eso. Primeros de septiembre y el aire frío bajando por el Ragudo; más arriba las estrellas de monte, tachas del viento y el ruido del agua viva por la tierra: fuentes, manantiales, acequias. Versión definitiva Asunción, vestida de hombre, no llegó nunca a la cárcel de Alicante. Escapó antes, encontró a Monse y regresó –por Venta la Encina, en tren, sin mayores dificultades– a Valencia. Fue en seguida a ver a su tía, en casa de don Juanito. Exclamaciones, en todos tonos, lloros, suspiros, retahíla de reprensiones rompiéndose el pecho, que ya no son del caso. No le fue difícil a Concha esconder a su sobrina en el piso alto; nadie sino ella atendía a la imposibilitada. A los cuatro meses, debido al hambre –no había casi nada de comer por entonces, en Valencia–, la infeliz murió. Entre Concha y Asunción la metieron en una maleta grande (no pesaba la difunta ni veinte kilos); de madrugada, como si fueran a la estación, dejaron abandonado el cadáver. No estaban los periódicos para asuntos de ese género: más podía la guerra entre Alemania, Francia e Inglaterra, olvidada ya Polonia. Asunción ocupó –para lo que fuera– el lugar de la impedida. De tarde en tarde llegaba alguna noticia indirecta de Vicente. –¿Qué vamos a hacer? –pregunta la obesa. –Esperar. –¿Qué? –No lo sé –dice Asunción, perdida la mirada. Se ha acostumbrado al sillón de la muerta. Don Blas, arrellanado en un sillón del casino de Viver, habla con el tío Cola. –A ver si este año ya hay toros… –Me parece todavía pronto para hablar de eso. Primeros de septiembre y el aire frío bajando por el Ragudo; más arriba las estrellas del monte y, a ras de tierra, el ruido del agua viva: fuentes, manantiales, acequias. Hacia abajo, caído hacia la mar, por Jérica y Segorbe, Algar, Estivella, Sagunto, El Puig; cuesta arriba, por Sarrión, el áspero, desnudo camino de Teruel. Hay quien dice que ha visto a Rafael López Serrador, guerrillero, por el monte…

Campo de los almendros termina, como no podía ser de otro modo, donde había empezado el Laberinto: en el espacio mítico de la infancia de Max: Viver y sus pinares. Pero, en la versión definitiva, a ese final se le añaden unas palabras sobre Rafael López Serrador, que ni siquiera aparece mencionado en la primera versión. Esas palabras, de un lado, permiten sellar mejor el engarce entre Campo de los almendros y Campo cerrado, que en la primera versión quedaba un tanto diluido; y, de otro, declaran y celebran el mito de la invulnerabilidad de los ideales republicanos.

Pero no acaba esto aquí. Porque la versión corregida y definitiva, que en un primer momento iba a ser la versión canónica, dejó de serlo al tener Max Aub la afortunada ocurrencia de añadirle una «Addenda», que había sido previamente publicada, en Cuadernos Americanos, con el título «La Virgen de los Desamparados» (1966).

Esta «Addenda» complementa el anterior final. Pues si ese final cerraba la macroestructura de los Campos, un monumento literario-arquitectónico en memoria de los vencidos, la «Addenda» es la inscripción que, como un rezo, figura grabada en los mausoleos.

Los desamparados son los derrotados. Lo son doblemente: por haber sido desterrados para siempre a la memoria de sus heridas y por haber sido borrados de la Historia.

El narrador necesitaba, por tanto, sacar a la luz pública lo que uno de sus personajes de este Campo le dice en el puerto de Alicante a su hijo:

–Estos que ves ahora deshechos, maltrechos, furiosos, aplanados, sin afeitar, sin lavar, cochinos, sudados, cansados, mordiéndose, hechos un asco, destrozados, son, sin embargo, no lo olvides, hijo, no lo olvides nunca pase lo que pase, son lo mejor de España, los únicos que, de verdad, se han alzado, sin nada, con sus manos, contra el fascismo, contra los militares, contra los poderosos, por la sola justicia; cada uno a su modo, a su manera, como han podido, sin que les importara su comodidad, su familia, su dinero. Estos que ves, españoles rotos, derrotados, hacinados, heridos, soñolientos, medio muertos, esperanzados todavía en escapar, son, no lo olvides, lo mejor del mundo. No es hermoso. Pero es lo mejor del mundo. No lo olvides nunca, hijo, no lo olvides.

Pero Aub se inclinaba más por el diálogo que por el monólogo. De ahí que introdujera algunos matices, relativizando la rotundidad de esa prédica, en los Campos y en los demás escritos de El laberinto mágico.

Volveré en seguida a esta cuestión.

Antes, he de mencionar que, de vuelta nuevamente al manuscrito de Campo de los almendros, se comprueba que también la primera parte de este Campo tiene un doble comienzo. La primera versión empezaba en la escena segunda: «No he muerto. La guerra ha terminado…». La escena anterior, en la que se relata la tertulia en la Academia de San Carlos, es un añadido posterior. La función de este añadido no es fácil de dilucidar. Pero no parece errado concluir que ese añadido hace menos evidente el machihembrado entre Campo de los almendros y Campo del Moro. La tertulia en la Academia remite sobre todo a otros Campos, pues los personajes que participan en ella no han sido tan directamente protagonistas de Campo del Moro como Vicente y Asunción, que llevan el peso de lo narrado en ese Campo y también en la escena segunda de Campo de los almendros, la que previamente era la primera. Por otra parte, en la primera versión, esa escena segunda iba precedida de la fecha: «18 de marzo de 1939», que quitó Max Aub en la versión definitiva. Esa fecha remitía también muy directamente a Campo del Moro.

Hay más. Los contertulios de Ambrosio Villegas, en esa primera escena, son intelectuales de la clase media, preocupados por el arte y la literatura. No son grandes intelectuales, no son luminarias. Son eso, pequeños intelectuales de la clase media. Como Vicente Dalmases. Como la inmensa mayoría de los personajes del resto de los Campos. Y como el propio Max Aub. Los Campos son sobre todo la narración, en clave novelescohistórico-sociológica, de las aspiraciones de esa clase de modernizar el país. Las continuas diatribas de Max con prietistas, anarquistas y comunistas se explica, al menos en parte, por el reformismo pequeño-burgués de raigambre krausista, un krausismo imbricado en un socialismo mucho más cercano a Negrín que a Besteiro y totalmente alejado –faltaría más– de Indalecio Prieto. Pero a Besteiro, a quien nunca perdonó Max haber protagonizado con casado el golpe del 5 de marzo de 1939, lo llegó a considerar recién proclamada la República una opción que no se supo –o no se pudo– aprovechar. Alto fue el precio que hubo que pagar por ese error de cálculo, imputable en buena parte –que cada palo aguante su vela, pensaba Aub– al Partido Socialista. En «Balance de un mundo perdido», decía Aub:

 

La Segunda República Española fue una mezcla de buena fe, equívocos y equivocaciones, justificables las últimas por las ilusiones que, de buenas a primeras, envolvieron a los mejores. Las rencillas internas del Partido Socialista impidieron llevar a la Presidencia de la República a Julián Besteiro, el hombre más indicado entonces para dirigirla, episodio que tal vez le llevó [el 5 de marzo de 1939] a rematarla. Alzaron en su lugar a un orador del régimen monárquico, gran propietario andaluz, aficionado de raíz a la cacería, gérmenes que pudieron más que su indisputada honradez.

Desde el primer día, la reacción, derrotada en las urnas, hizo naturalmente los esfuerzos necesarios para recobrar el poder. Fracasado, ya en 1932, el primer intento del general Sanjurjo, en Sevilla – como había de ser por capital de Andalucía, reino de los mayores latifundistas–, la benevolencia liberal de Manuel Azaña le perdonó la vida –cauce de cientos de miles de muertes–, fundado en las ilusiones decimonónicas del 14 de abril (1967a: 131).

Esas «ilusiones decimonónicas» eran, en suma, las de Aub y de la clase media ilustrada y progresista, que como Antonio Machado tenía en las venas «sus gotas de sangre jacobina». Admiraban al pueblo, estaban con el pueblo, se sentían solidarios con el pueblo, pero el protagonismo es en los Campos suyo. Por eso, el pueblo apenas aparece en los Campos. Bueno, sí aparece, pero como telón de fondo. Los Campos son fundamentalmente protagonizados por Dalmases, Templado, Cuartero, Rivadavia, Ferrís, por los intelectuales de la Alianza, por los jóvenes universitarios de la FUE… Clase media entregada, sin el más mínimo quebranto de ánimo, a la causa popular. Pero, insisto, no pertenecían a esa clase por la que, sin el menor género de duda, sentían el mayor respeto. Era el pueblo el punto de referencia fundamental de sus ilusiones ilustrado-progresistas. Las palabras con las que termina «Balance de un mundo perdido» son muy elocuentes: «¡Qué pueblo! –exclamábamos [en abril de 1931]–. ¡Qué pueblo! En ello no nos equivocábamos: lo demostró cinco años más tarde. Los errores fueron otros» (1967a: 133).

El atributo mayor de Aub y de su Laberinto no es, por tanto, el monólogo, el canto a las virtudes –a veces lo hay, como aquí: «¡Qué pueblo!», o como más arriba, la prédica del padre–, sino la capacidad de análisis, de denuncia y también de autocrítica.

Campo de los almendros, como el resto del Laberinto, es un antídoto contra la amnesia histórica.

Y lo es no solamente por los temas de que se ocupa, sino también –y acaso sobre todo– porque no renuncia a ser, con todo lo que ello implica –hasta aquí se ha intentado un acercamiento a tan compleja cuestión– una obra artística.

Ediciones de Campo de los almendros

1968, Campo de los almendros, México, Joaquín Mortiz.

1981, El laberinto mágico VI. Campo de los almendros, Madrid, Alfaguara.

1998, Campo de los almendros, Madrid, Alfaguara.

2000, Campo de los almendros, ed. Francisco Caudet, Madrid, Castalia.

2002, Campo de los almendros, ed. Francisco Caudet, en Obras completas de Max Aub, Joan Oleza (dir.), vol. III-B: El laberinto mágico II, Valencia, Biblioteca Valenciana / Institució Alfons el Magnànim.

2004, Campo de los almendros, Madrid, Punto de Lectura.

2019, Campo de los almendros. El laberinto mágico, vol. 6. pról. de Gerard Malgat, Granada, Cuadernos del Vigía.

Nota a la edición

Luis Llorens Marzo y Francisco Caudet

Tomamos como base de nuestra edición la primera edición publicada en México por Mortiz [1968], la única publicada en vida del autor y por lo tanto con una considerable garantía respecto a su corrección. La siguiente edición en salir a la luz es la de Alfaguara [1981], con abundantes erratas y supresiones, algunas de las cuales fueron subsanadas por Francisco Caudet en la edición que preparó para Castalia [2000]. Posteriormente se han publicado ediciones comerciales en Punto de Lectura [2004] y Cuadernos del Vigía [2019]. Desde aquí nuestro agradecimiento a la generosa colaboración de Pepi Badía, Alejandro García y Míriam Civera en el cotejo de las ediciones.

Al igual que hicimos en la edición de Campo de sangre, hemos regularizado aquellos aspectos tipográficos en los que el autor vacila: uso de signos de apertura y cierre de exclamación e interrogación, puntuación ante estos, uso de guiones largos parentéticos, sangrías y espaciados antes y después de citas de otros autores, etc. Igualmente hemos normalizado la ortografía, en aquellos casos en que la RAE no permite alternancia, y la transcripción del valenciano según las normas de Castellón.

De Campo de los almendros también se conserva en la FMA abundante material correspondiente a su «estadio preparatorio» (notas, proyectos, borradores...), la mayoría desgajes de otros proyectos creativos, como ya explicamos en el «Estudio introductorio» de Campo de sangre. Pero en la FMA también se encuentran el manuscrito definitivo de la novela (FMA-21/1) y la copia mecanoscrita de este. Desgraciadamente, se trata de material de consulta exclusivamente, por lo que, al no haber podido disponer de una reproducción de este, ha quedado al margen de nuestra edición crítica. De las variantes más significativas hemos dado cuenta en notas a pie de página.

Bibliografía

Fondos documentales de la fundación Max Aub [FMA] utilizados

1. FMA - Archivo Biblioteca Max Aub. Diputación de Valencia, Inventario de Fondos Archivísticos, Bibliográficos y Artísticos de Max Aub: MANUSCRITO (citación: caja-manuscrito)

Caja 4 - ms. 7; ms. 8; ms. 9

Caja 5 - ms. 20

Caja 6 - ms. 8

Caja 13 - ms. 19

Caja 21 - ms. 1. Campo de los almendros

2. FMA - Archivo Biblioteca Max Aub

Caja 22-3/7. Informe Lafuente. Diez folios mecanoscritos en tinta roja. Fuente para Campo de los almendros.

Caja 22-3/8. «Informe de lo ocurrido en el puerto de Alicante en los días 28, 29, 30 y 31 de marzo de 1939». Informe Lafuente. Juez de instrucción de la Audiencia de Valencia.

3. Epistolario de Max Aub [EMA] (citación: caja-carpeta)

Aub y Manuel Tuñón de Lara, 14-47

Falta el epistolario de Paul Kohler, 8-8

Obras citadas de Max Aub

1929, Geografía, Madrid, Cuadernos Literarios.

1944, Morir por cerrar los ojos, México, Tezontle.

1945, Discurso de la novela española contemporánea, México, El Colegio de México.

1947, «No basta la nostalgia», UltraMar: Revista Mensual de Cultura 1, junio, pp. 16-17.

1961, El remate. Sala de espera, México, Distribuciones Avándaro.

1966, «La Virgen de los Desamparados», Cuadernos Americanos, vol. XXV, n.º 4, julio-agosto, pp. 241-245.

1967a, Hablo como hombre, México, Joaquín Mortiz.

1967b, Pruebas, Madrid, Ciencia Nueva.

1967c, Morir por cerrar los ojos, ed. Ricardo Doménech, Barcelona, Aymá.

1970, Novelas escogidas, ed. Manuel Tuñón de Lara, México, Aguilar.

1979a, Campo francés, Madrid, Alfaguara.

1979b, La verdadera historia de la muerte del general Franco, Barcelona, Seix Barral.

1985a, La calle de Valverde, ed. José A. Pérez Bowie, Madrid, Cátedra.

1985b, Buñuel, novela, ed. Federico Álvarez, Madrid, Aguilar.

1989, «André Malraux y el cine», Archivos de la Filmoteca 3, septiembre-noviembre, pp. 308-311.

1993, Las buenas intenciones, Madrid, Alianza.

1995a, La gallina ciega. Diario español, ed. Manuel Aznar Soler, Barcelona, Alba.

1995b, Enero sin nombre, ed. Javier Quiñones, Barcelona, Alba.

1998a, Diarios (1939-1972), ed. Manuel Aznar Soler, Barcelona, Alba.

1998b, Antología traducida, ed. Pasqual Mas i Usó, Segorbe, Fundación Max Aub.