Campo de los almendros

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–¿Qué otra cosa hiciste tú?

Van llegando al Carmen.

–«El pueblo, paciencia inmensa y fuerza sin límites», dijo Robespierre –redarguye don Juanito.

–Los alientos, el ardor, el entusiasmo eran los mismos en 1936 que en 1792. El deseo y la resolución. Pero no el armamento. Los franceses eran más que sus invasores –como nosotros– pero sus armas eran iguales. El hombre vencido por su obra.

Están parados en la puerta del Museo. La voz aflautada de Juanito Valcárcel se crece en los agudos.

–Mira, en 1792 el Mercure de France decía: «Ni un regimiento de línea con el cual se pueda contar. Voluntarios de nuevo cuño que la táctica alemana sorprenderá más que a frailes a quien adoctrinar o a aristócratas maltratados. Ni un oficial de alta graduación de cierta reputación; los generales, sargentos cuya mayoría no han visto jamás un mapa; cuerpos enteros sin oficiales, otros mandados por oficiales de complemento cuya inexperiencia y rango precedente desacreditan la influencia.»

–Pero nosotros vencimos en Madrid, en Barcelona, aquí. En cambio, los franceses, en el 93, cosecharon derrotas. Las derrotas, al principio, son buenas.

–El primero de agosto de 1793, Carnot proclamó: «Todo ciudadano poseedor de un fusil que no marche a la frontera o no ceda su arma a un voluntario es declarado infamed, traidor a la patria y digno de la pena de muerte.»

–Sí: «Todas las armas al frente.»75

–Pero nosotros guardamos las más en la retaguardia, por lo que pudiera suceder.

–Y sucedió.

–Si hubiésemos tenido disciplinae

–La disciplina es hija de las armas empleadas. Cuando se tardaba tres minutos en cargar un fusil, había que acostumbrar a los soldados enemigos a disparar mientras los otros recargaban. De ese automatismo nació la admiración de los militares por la infantería prusiana. Pero ¿ahora? ¿Cuando dos hombres se bastan para manejar una ametralladora?

–Lo malo es que aceptamos la táctica del enemigo cuando debíamos de haberle impuesto la nuestra.

–¿Cuál?

–No lo sé. Pero debía de haber una; no dimos con ella.

Villegas no contesta. Oye, entiende, pero piensa en lo que va a hacer; no lo sabe.

–La disciplina, lo que se entiende peyorativamente por tal, nace de una necesidad de militar: la obediencia. La disciplina no es solo automatismo en busca del mejor aprovechamiento de la energía humana, o mejor dicho, si la disciplina es eso, la nuestra debía haber tenido en cuenta que nuestro ejército era revolucionario y no empeñarnos en formar un ejército espejo del de los fascistas. Los guerrilleros, los dinamiteros nos probaron que teníamos medios de los que los otros no disponían. Nos faltó el jefe genial. «Los pueblos no hacen guerras largas», escribía en el 93 uno de los comisarios del pueblo (título un tanto más bonito que este absurdo de comisario político). ¿No lo crees?

Villegas se encoge de hombros. Lo mismo le da. Lo que quiere es dejar los chorizos en su despacho. Echa a andar.

–«Obra siempre en masa y a la ofensiva.» Carnot sabía que su gente se desbandaba, que para sentirse fuerte necesitaban atacar: «Entretener una disciplina severa y no minuciosa.» La nuestra no era severa ni minuciosa. Espérame, no vayas tan aprisa. «Tener siempre las tropas alentadas a punto», es decir, nada de quedarse, nada de trincheras; nada de frentes, fuera el de Aragón o el de Extremadura. Nada de charlar o de jugar al fútbol con el enemigo. Ya sé, ya sé. Pero déjame acabar. «Empeñar en toda ocasión el combate a la bayoneta y perseguir al enemigo hasta su completa destrucción.» Jugarse, en todo momento, el todo por el todo. Claro que los armamentos y la situación eran distintos, pero no tanto.

Todo al trote: paso y discurso. Entran en el despacho. Villegas se arrellana en su sillón directorial.

–¡Qué lástima que no fueras general en jefe!

–Búrlate, pero el valor es, en gran parte, reflejo adquirido; luego nació la táctica que hizo posible a Napoleón. Sus adversarios no se dieron cuenta hasta el 8 o el 9. Los soldados revolucionarios no aguantaban impávidos el fuego regular y acompasado de la línea enemiga, pero sabían lanzarse ciegos a un asalto, rehacerse, andar en invierno, en contra de todas las reglas hasta entonces observadas. Nació la guerra de movimiento. Razón de nuestro éxito en Teruel y razón de nuestra derrota en los mismos lugares, después. Y nuestro aguantar en el Ebro –como un ejército regular– desencadenó la derrota de hoy. Necesitábamos movimiento, movimientos, aunque fuese para atrás. ¿Qué prometía Napoleón a los suyos? En la campaña de Italia, en 1796: ¡Gloria! ¡Tierras! ¡Dineros! «Para vosotros los desheredados, los desarrapados.» ¿Y nosotros? ¡Disciplina y Frente Popular!, y pena de muerte al ladrón. Y aquí estamos, frente al paredón.

Vicente Dalmases entró en el cuarto de Bonifacio Álvarez (una sencilla cama de hierro, una mesilla de noche, una esterilla, un lavabo, una silla, unas zapatillas, una cómoda).

–Así que, ¿hemos perdido?

–No se puede ganar en todas partes.

–¿Dónde hemos ganado?

–En China.

–Mejor hubiese sido ganar aquí, aunque perdiéramos allá.

–Lo que importa es la causa general de la revolución.

¿Miente? No. Es así. Repite lo que le enseñan, aunque no se lo crea. Ha tragado muchas víboras en los años que lleva en el Partido y lo seguirá haciendo, porque está convencido de que no hay otro camino. ¿Se lo ordenan? Lo hace. La salvación no está en lo individual: se prohíbe pensar. No hace falta, como le dijo Uribe:

–¿Para qué quieres meterte en líos? La táctica es la táctica, y si en Moscú han resuelto una cosa sus razones tendrán.

–No comprendo cómo se ha perdido Madrid; cómo Casado y Besteiro, casi sin fuerzas, han podido vencer.

–Para no hacer estallar el Frente Popular –contesta, como le han dicho.

–¿Más de lo que lo está?

–Pero la culpa no es nuestra.

–¿Qué vas a hacer?

–Organizar la evacuación de la mejor manera posible. Estos hijos de puta no han hecho nada, no han preparado nada, no han previsto nada.76

–Que la organice Domínguez, que para eso lo han mandado.

–Lo que tenemos que hacer es organizar la evacuación de los nuestros.

–¿En qué quedamos?

–Nunca has comprendido la diferencia entre táctica y estrategia.

Es verdad.

–Por de pronto hay que contar con los camiones necesarios para llevar la gente a Alicante.

–No será muy difícil.

–Hacer los itinerarios precisos, señalar las horas exactas, los lugares de reunión, avisar a la gente.

–Bien.

–No te lo pintes tan fácil, camarada, ninguno duerme en su casa, ninguno debe dormir en su casa, a menos de tener un escondite seguro, sino pasar las noches en sitios distintos. Y nada de fichas o de listas, ni de direcciones.

–Como si volviéramos a la clandestinidad.

–Ya hemos vuelto. Y tú me vas a ayudar.

–Asunción me espera en Alicante.

–Ya la encontrarás. Por ahora, te necesitamos aquí.

–Está bien.

–¿No la puedes avisar?

–Si dan con ella, sí.

–Haz lo posible.

–Descuida.

Se lo promete a él mismo. No esperaba el refuerzo que significa para él Vicente Dalmases; al verle entrar decidió aprovechar su probada efectividad.

Calles, paseos, avenidas. Tiendas abiertas, con pocos géneros, otras –más– cerradas. Los bombardeos han deshecho a medias las casas cercanas al puerto: las del Parque de Canalejas, las del Paseo de los Mártires y del Postiguet, las del paseo de Gomís. Asunción va del Gobierno Civil al Militar; del local de la UGT al de algunas Federaciones.77 Busca, indaga y pregunta con precaución y en vano. Nadie sabe nada de Vicente; ni siquiera le conocen.

–Este llega de Madrid.

–Este acaba de llegar.

–No sé.

–No se sabe.

Se entera, a retazos, de que el 22 cuerpo de Ejército sigue dominado por los comunistas, de que Checa y Vega están presos, de que el general Escobar acabó con los comunistas en Ciudad Real,78 de que nadie sabe lo que va a pasar. Se le acaba el poco dinero que ha traído, al comprar unas alpargatas. Le dan de comer en un Instituto para Obreros al saber su condición de maestra en otro similar.

¿Dónde dormir? Por el paseo de Méndez Núñez lee el letrero de un tranvía: «Muchamiel».79 Le vuelve un confuso recuerdo de su infancia: Muchamiel. Muchamiel. El nombre se le quedó grabado. Le gustaba –y le gusta– la miel, los caramelos de miel. Lo oyó en casa. Su padre. De boca de su padre. El pelo rubio, casi albino del cogote de su padre, su acento catalán. Muchamiel. Amparo, la asesina. Su padre, muerto. Luis Romero, asesino.80 ¿Dónde estará Vicente? Y si, de pronto, se le apareciera ahí, frente a ella, frente al banco del paseo en el que, cansada, indecisa, desesperada, se ha dejado caer. Su padre, tan dicharachero. Muchamiel. Rimaba además con algo. ¿Con qué? No podía ser más que con algo relacionado con su condición de tranviario. El tranvía de Muchamiel. Un compañero. Un compañero que estuvo en casa por motivos sindicales. De apellido que rimaba con Muchamiel. Guillermo Tell. Lo mejor, por si acaso, es preguntar dónde está el apartadero. La plaza de Santa Teresa. Cartel: a la Cruz de Piedra, 15 cts.; Condomina, 20 cts... Un «tranviero».

–Perdone, compañero.

 

–Dime.

–Estoy buscando a un tranviario de la línea de Muchamiel, que era directivo del sindicato hace todavía tres o cuatro años y cuyo apellido acaba también en miel o algo así.

–¿De dónde eres?

–De Valencia. Mi padre era del gremio.

–A quien buscas es a Héctor Buñuel.

–Ese mismo. ¿Dónde vive?

–Allá por San Juan.

–¿Cómo voy?

–En el tranvía de Muchamiel. Allí, frente a la parada de San Juan, preguntas. Vive al lado. Espera cerca de media hora. Por lo menos tiene algo a que agarrarse. Treinta céntimos hasta San Juan. El Hospital Militar; a lo lejos, la Plaza de Toros, la calle de Sevilla; allí arriba, el Castillo. Al llegar a la Santa Faz quiere bajar.81

–No, todavía no.

Un monte, la ladera, casas elegantes. Las calles de los ricos.

–San Juan.

Pregunta. Da. Lo reconoce en seguida. Él se acuerda.

–¿Y tu padre? Hace mucho que no sé de él. ¿Y su mujer?

¿Qué contestar? Cualquier cosa, menos la verdad. No por su padre, por el engaño.

–Murió.

–¿Amparo?

–Mi padre.

–¿Y Amparo?

–No sé.

–¿Y cuándo murió?

–Los primeros días de la guerra.

–No sabes cuánto lo siento. Le tenía en mucho. Era un hombre, un hombre de verdad.

Oyen: la mujer y seis hijos pequeños, atentos, de pronto, a la palabra muerte.

–Todo son desgracias –dice la cónyuge.

–¿Y tú qué haces en Alicante?

–Buscar a mi marido.

–¡Tan joven y ya casada!

–No soy tan joven.

–¿Cuándo te casaste?

–Hace dos años.

–¿Y tu marido?

–Estaba en Madrid. Me llamó por teléfono, me dijo que nos reuniríamos aquí. No le encuentro.

–¿Comunista?

Asunción duda un momento, fía en la amistad.

–Sí.

–Pues, no sé. Vino Etelvino Vega a hacerse cargo de la provincia y le detuvieron.

–Creo que ya lo han soltado.

–No lo sé. No quiero enterarme de nada.

–Si no molesto.

–¡A qué santo! Y aunque no fuera así, basta que seas la hija de Meliá.

La mujer añade: –Que en paz descanse.

Asunción se quedó en San Juan. A la mañana siguiente, después de ayudar a Verónica en el barrido de la casa y en el lavado somero y vestido de los más pequeños, regresó a la ciudad.

–Al fin y al cabo nadie me conoce.

–¿Tú también eres comunista?

–Sí.

–¡Mare meua! No lo entiendo.

–Su marido...

–De la UGT y gracias. No hablamos nunca de esas cosas. Bastante tiene con conseguir comida para toda esta tropa.

Las indicaciones que le dio Héctor Buñuel no le sirvieron de gran cosa. Nadie conocía a Vicente.

–¿No podría hablar por teléfono con Valencia?

–Claro que sí.

–Es que no tengo dinero.

–¡Hija! Haberlo dicho antes.

Habló con su tía, en casa de Valcárcel. Así supo que Vicente estaba en Valencia.

–Dile que no se venga. Regreso hoy mismo.

No había trenes. Tomó un autobús, hasta Denia. Pero al llegar a Villajoyosa un bombardeo de la carretera les obligó a regresar; parte a pie, parte en carro. Volvió a obtener comunicación en la madrugada siguiente. Contestó Vicente, que había dormido aquella noche en casa del chamarilero.

(¿Qué quiere decir «le dio un vuelco el corazón» o «no caberle el corazón en el pecho» o «reventar el corazón en el pecho»? Lo supo.)

–No te muevas de ahí. Iré.

–¿Cuándo?

–No lo sé. Pronto.

–¿Cuándo?

–Dentro de tres o cuatro días.

–¿Tanto?

–Sí.

–¿Por qué?

–No te lo puedo decir. Pero ¡espérame! ¿Dónde estás?

–Ahora, en Teléfonos. Pero vivo en San Juan. En casa de un compañero de mi padre. ¿Dónde nos encontraremos?

–En el puerto.

–Lo bombardean casi todos los días.

–No te preocupes. Allí nos encontraremos.

–¿Dónde?

–En el Puerto. No es tan grande.

–¿Le conoces?

–No.

–Pues es muy grande.

–¿Como el de Valencia?

–No. Más chico.

–¿Entonces? Ya nos encontraremos, mi vida.

–¿Dónde?

–En la puerta.

–¿En cuál?

–En la principal, digo.

–¿Cuándo?

–No te lo puedo decir. No lo sé exactamente. Cuando lleguen unos barcos.

–Todos los días llega alguno.

–Lo más probable es que sea... No lo sé.

–¿No te sería posible venir a buscarme?

–¿Dónde?

–En el 13 de la calle de Canalejas, en San Juan.

–Es mejor en el Puerto. Tendré que ir allá derecho. Llámame pasado mañana o el otro, a esta hora. Procuraré estar aquí y, tal vez te pueda decir algo más.

–¿Cómo estás?

–Bien. ¿Y tú?

–Bien, también. No sabes las ganas que tengo de verte.

–No tantas como yo.

–Van seis minutos y necesitamos la línea, compañero.

Cortaron.

¡Habían hablado! ¡Oh, luz del teléfono! ¡Prodigio de la voz en un hilo! ¡Atadura celeste! ¡Música mejor que todas! ¡Nunca tan contenta desde hacía siglos! Desterrada la tristeza, confortado el corazón a pesar de las impresiones, se siente llena de savia. ¡Qué armonía en el frescor del aire húmedo del mar! Baja antes de llegar a San Juan y echa a andar por una ladera pedregosa plantada de almendros cuyas hojillas verdes empiezan a nacer. Contentarse con la voz amada, ronca de la emoción. ¡Oh sosiego! La carretera, allá arriba con sus coches metiendo ruido se le convierten en sostén lejano. Descansa. Muchamiel. Sí, miel en los labios todavía, de los oídos, caída del cielo.

No le duró el contento, pero fue. Aúnf le bullían los pies cuando Héctor le dijo que, según le habían dicho en la Agrupación nada tenía remedio y que la quinta columna hacía acto de presencia descarada por las calles de Alicante.

V

–¡Señor Director, señor! Le han estado llamando y llamando del Hotel Victoria.

–Pues ya volverán a hacerlo.

No tardaron ni cinco minutos. Era Tula, tal como suponía.

–¿Qué sabe de Alberto, de Alberto Chuliá?

–Regresó a Alicante.

Hubo un corto silencio.

–¿Necesita usted algo?

–No, gracias.

–Estoy a sus órdenes.

–¿Sabe de algún sitio donde se pueda todavía comer decentemente? Lo que dan en el hotel es pura bazofia.

–¿Quiere comer conmigo?

Ambrosio Villegas se deja llevar por la curiosidad. Avisa a Paca que no irá a casa y a Alfredo que le prepare lo que pueda.

–Me queda un conejo.

Si no consigue lo que los demás no tienen, Alfredo no está contento; cazador furtivo, contrabandista, estraperlista, acaparador; todo en pequeña escala, que le basta para darse gusto.

–Ya decía yo que por qué me había dejado tanto dinero ese hijo del demonio.

El reservado es cochambroso, pintado de rojo oscuro, descascarillado; las sillas son feas pero cómodas, aunque un poco bajas por lo alto de la mesa; el mantel casi limpio, el vino de primera, los mejillones a punto, el conejo con patatas, suave y aromático.

–Hace años que no comía.

–Pues no lo parece.

–Conejo.

–¿No le gusta?

–Comí demasiados.

–¿Dónde?

Tula hace un gesto vago para cambiar la conversación.1

–No había más que un sitio en el avión.

–¿Y para eso me deja en Valencia? Habrá más aviones. Digo.

–¿Qué piensa hacer?

–Volver a París. No crea que me gusta, pero esto ya no está para nada. Me embaucó con un viaje a Marruecos. No lo hice por él sino por el tiempo. París, en esta época, es un asco. Sin contar que no me gusta.

–¿Qué le gusta?

Tula duda, se alza de hombros. Luego, condescendiente:

–Barcelona.

–¿Catalana?

–Claro.

Comen, beben, fuman. (Tula tiene cigarrillos franceses.)

–Esto se ha acabado.

–Esto y todo. Ningún hombre vale la pena que se haga ni esto por él. Todos sois unos cerdos, y perdone.

–Desde luego, no nos podemos comparar con las mujeres.

–No es necesario que lo diga en guasa. Nada tenéis que ver con nosotras. Un perro y una perra tienen muchas cosas en común. Un hombre y una mujer, no.

–La especialización; que empezó hace mucho más tiempo de lo que supone la gente.

–Usted parece inteligente.

–Favor que me hace.

–No se haga ilusiones: no sirve para nada.

Rectifica.

–El hacerse ilusiones.

–No me hago ilusiones.

–¿Ni de acostarse conmigo?

–No se me había ocurrido.

–Pues, ocúrrasele. Estoy a su disposición.

–¿Para vengarse de Alberto?

–No sea necio. No me acuerdo ya ni del santo de su nombre. No: he comido a gusto y no me vendría mal rematarlo como se debe.

Fueron al hotel.

–Creo que los hombres se perecen por ser malos y no pasan de bajos, orgullosos o crueles.

–¿Qué diferencia hay entre bajo, orgulloso, cruel y, supongo, envidioso, brutal, malo?

–La maldad debiera englobar todos los vicios y aun algo más y no hay hombre que no se salve por algo: ahí les duele.

–Y las mujeres, ¿no?

–Ojalá.

Ambrosio se da cuenta de que debe haber algo oscuro en la vida de Tula.2 No tiene ninguna gana de averiguarlo, sin contar que se le está haciendo tarde para la tertulia.

–¿Qué dicen en París de lo nuestro?

–Están hasta aquí –señala su garganta–, deseando que se acabe lo antes posible. Nunca habían visto tantos españoles juntos y en su cabeza no nos diferencian de los gitanos. Aquí, bien; allá somos gentes de mal vivir. Por lo menos para los franceses que trato.

–Me tengo que marchar.

–Me ha dado gusto conocerte. Por lo menos no te haces ilusiones ni alardeas.

–Algo es algo.

–No empieces: es mal camino.

–¿Así que me tengo que resignar a ser hombre?

–¿Qué remedio te queda?

–¿De veras no quieres nada?

–No. ¿Qué me puedes ofrecer que no tenga? Un Goya, un Velázquez no me vas a dar... En cuanto a lo demás, yo lo tuve, en su punto y ahora. Así que... arrivederci.

Cuando salió Villegas, Tula llamó al portero del hotel.

–Búscame un coche.

–No hay. Todo está socializado.

–Donde hay dinero, hay.

–No se puede.

–¿Cuánto?

–Le digo que no puede ser.

–¿Cuánto?

El montón de billetes asombra al mal uniformado.

Vicente fue a ver a Bonifacio Álvarez.

–Hablé con Asunción.

–Supongo que no le habrás dicho nada.

–Nada, ¿de qué?

–De lo que estás haciendo.

–¿Qué te has creído?

–No sería la primera vez.

–No te entiendo.

–Pues no estaría mal que te enteraras de una vez. ¿O no recuerdas por qué te fuiste al frente en agosto del 36?3

Rejalgar.

–¿Está aquí?

–No. En Alicante. Ya que tú no pudiste... Hondo reproche en el tono.

–¿Querías que llamara a los nuestros, en la cárcel?

Una ligera pausa.

–¿Está bien?

–Sí.

–¿Ya tienes listo todo lo que se te ha encargado?

–En lo que cabe, sí.

–Entonces, que empiecen a avisar a la gente de la hora y los sitios convenidos; desde mañana a las cuatro de la tarde. Supongo que los camiones podrán hacer dos viajes y otros dos, pasado mañana. Te irás en el último.

–¿Y tú?

–Yo, me quedo.

–¿Cómo que te quedas?

–Alguno, algunos, tienen que hacerlo, ¿no? ¿O crees que vamos a abandonarlo todo?

No le dice que ha insistido con Pedro Checa para que se le designe. No le dice nada. Solo las últimas órdenes:

–Si todavía hay controles, pasáis como sea. Dos, armados, en la parte delantera, otros dos detrás, y bombas de mano. En el puerto te pones en relación en seguida con los responsables del Partido para el embarque.

–¿Y después?

–Eso es cosa tuya. Para ti, al llegar al Puerto con los designados para los doce camiones, ha concluido tu misión. Salud.

 

–Salud.

Se estrechan la mano. No llegan al abrazo. Se miran.

–Hasta pronto.

No lo creen.

–Vienen barcos por vosotros, de Marsella y de Orán.4

Lo primero que hizo Tula al llegar a Alicante fue dar, a la vuelta de una esquina, con el Cadillac que Chuliá había usado, y a dos de sus acompañantes cambalacheándolo con el dueño de una tienda de ropas, a medio cerrar. Le dijo al chófer que la acompañaba que se esperara. Bajó.

–¿Dónde dejaron al general?

–En el aeropuerto. Nos regaló el coche.

–Podía hacerlo. Era suyo. ¿No les dijo nada?

–No. Que dejáramos a la chica en el Gobierno Civil.

–¿Qué chica?

–Una que trajimos de Valencia.

–¿Joven?

–Sí, rubia.

–Es lo único que faltaba. ¡Hijo de su madre!

–No creo que sea lo que se figura. Buscaba a un hombre. Comunista para más señas.

–¿Qué sabes tú lo que yo me figuro?

Volvió a su coche.

–Vamos a Air France.5

–Quiero un pasaje para París.

El hombre la miró con guasa, le contestó, en serio:

–No hay aviones.

–Algún día habrá.

–Quién sabe cuándo.

–Cuando los haya.

–Pueden tardar quince días, un mes, dos.

–Lo que sea.

–Tendrá que pagar el pasaje en francos.

–¿Le es lo mismo en dólares?

–Desde luego. ¿Tiene visado?

–Mírelo.

–¿Dónde la avisamos?

–Ya iré llamando por teléfono.

Se hizo llevar al Hotel Victoria. Media hora después empezó un bombardeo. Bajó despavorida al sótano. Al cesar la alarma –todavía el polvo por el aire y las ambulancias corriendo a todo meter por las calles–, se fue a la calle de Torrijos y llamó a una casa de un solo piso. Se asomó Concha. La proxeneta se quedó de piedra.6

–¿Qué vienes a hacer aquí?

–A vivir. Por lo menos a estar lejos del puerto.

–Estoy sola.

–Pues tendrás compañía.

–¡Si tengo la casa cerrada!

–Te alquilaré la habitación. ¿No ves que el mundo está al revés? Dinero no me falta. Y no me hables de hombres: tute, café y coñac.

–De todo hay. Ahora bajo.

La casa es de tres pisos, de berroqueña y ladrillo, rejas abombadas y floridas de hierro colado, no faltan florones y archivoltas, el zócalo –que fue brillante– marcado con tiza o alquitrán: «Viva la URSS», «Frente popular» y, repetidas y ya semiborradas, «UHP».7 De las dovelas de arco pende un farolón historiado, las ménsulas de los balcones tienen estrellas y flores; el zaguán es ancho y limpio con lugar para un coche. La casa, que debió de construirse en el primer decenio del siglo mientras Blasco Ibáñez y Rodrigo Soriano andaban a estacazos por las calles,8 da una impresión inequívoca de seguridad burguesa. Los dueños, como es costumbre, deben vivir en el principal; no es así, allí vivió don Carlos Dalmases, registrador de la propiedad; en las tres habitaciones que, del lado derecho, dan a la calle de Isabel la Católica, tuvo establecido su despacho y en todas las demás –pasan de diez, para ser exactos: once–, nacieron sus nueve hijos.9 En veintiocho años de matrimonio no está mal, teniendo en cuenta que un número igual de retoños murieron al nacer o un poco antes o después.

Frente por frente se alza la iglesia de Jesús y María,10 toda ella de cemento, gótico industrial, mocha de una torre, que, por lo visto, la caridad feligresa no dio para más, el pórtico sin acabar. Los altares dorados brillaron a la luz de velas artificiales y los santos, faltos de llamas y su bailar, dieron una apariencia todavía más falsa, como si acabaran de salir, casi por su pie, de un escaparate de la calle de la Paz. Ahora las puertas, de madera clara, están cerradas.

Ambrosio Villegas vive en el segundo derecha. Al entrar se le enfrenta Pepa:

–¿A que no sabes quién está aquí?

Tras ella aparece Luis González Moreno. Villegas no se extraña.

–Me alegro de verte.

–Yo, no.

Villegas comprende perfectamente la intención de las palabras de su viejo amigo.

–¿De dónde llegas?

–De Madrid.

–¿A qué vienes?

–A cenar con vosotros.

–Vamos allá. ¿Cómo estás?

–Hecho polvo.

–Explícanos.

–¿Que os explique qué?

–Lo que ha pasado.

González Moreno hace un gesto vago: ¿qué más da? Se sientan, esperando las lentejas a las que Paca, por la llegada de Luis, va a añadir un par de chorizos; luego sacará la malta con leche y el pan negro.

–Dejando aparte el mundo y el destino, a mi ver todo empezó en diciembre del año pasado, cuando destituyeron a Fernando Piñuela de su cargo de Comisario General del Ejército del Centro.11 En Madrid no les importó la ofensiva contra Cataluña. Le oí entonces decir a un jefe militar socialista: «¡En estas condiciones no vale la pena seguir luchando!» No dejaba de tener razón; pero no por eso sino porque teníamos doscientas piezas de artillería y ellos seiscientas; cincuenta tanques contra cientos de ellos. ¿O crees que los comunistas creían ganada la guerra y querían asegurarse posiciones? ¿O que ellos solos la podían llevar adelante? Cuentos. En enero, se reunieron, en Barcelona, la UGT y la CNT para tratar de la defensa de Cataluña y lo único que resolvieron fue pedir al Gobierno el aumento de las raciones de alimentos... Negrín estaba seguro, todavía entonces, de que se podían formar treinta batallones de doscientos hombres, resueltos, escogidos por los partidos y las organizaciones. Todo quedó en palabras. Santillán12 le pidió los mandos exclusivos para levantar cinco mil hombres de la CNT. Negrín accedió. Y, ¡ni uno! Pero cuando, el 23 de enero, se dio la orden de evacuación, salieron cien mil.13 Entonces fui a buscar a Fernando Vázquez, que vivía en un chalé en las afueras. Todo eran, por allí, soldados que habían abandonado el frente, dispuestos a no volver; sin fuerzas siquiera para seguir huyendo. ¡Y cómo ametrallaron las columnas en retirada! Como le dijo Azaña a uno de los suyos: «Me doy cuenta de que me he equivocado. España es otra cosa, lo que hemos odiado siempre, desde la Contrarreforma. No hay nada que hacer.»14 En la forma estaba de acuerdo con Casado; en el fondo, más deshecho.

Ambrosio escucha con asombro a su viejo compañero de niñez. No es que la propaganda de la radio y de los periódicos le tuviera engañado, sino que correspondía a su sentimiento: a pesar de los reveses jamás quiso suponer que la guerra se pudiera perder.

–¿Crees que estaban conchabados?

–¿Quiénes?

– Azaña y Casado.15

–¡No, hombre! Ni pensarlo. ¿Sabes cómo llamaron a las quintas de la movilización general de última hora, los de más de cuarenta años?

No.

–Las quintas del colorín-colorado. Por aquello de: este cuento se ha acabado.

–Aquí, no.

–Ni en Madrid. Allí no se pensó nunca que podían rendirse. Pero los dirigentes estaban dispuestos a poner fin a la guerra, como fuera.16 Nunca vi tanto odio ni tanto resentimiento. Dejando aparte que la vuelta de Negrín, la llegada de los jefes comunistas derrotados en Cataluña produjo un verdadero malestar.17 Al fin y al cabo ellos, los que estaban en Madrid, llevaban treinta meses sosteniéndose frente al enemigo; a los que volvieron de Francia les hicieron el vacío. Añade que los anarquistas vieron la posibilidad de que había llegado la suya. Para los libertarios no cuenta el tiempo sino la ocasión.18 Fue Melchor Rodríguez el que le propuso a Casado que un nuevo Frente Popular se hiciera cargo del Gobierno.19 Sin contar que desde hacía tiempo Besteiro y Casado estaban en relación con el Gobierno inglés para descabellarnos. Luego vino la dimisión de Azaña, el reconocimiento de Franco por Inglaterra y Francia.20 Es posible, aunque parezca mentira, que Casado creyera en la palabra de Franco.21 «O todos nos salvamos o todos nos hundimos en la exterminación y en el oprobio» –había dicho Negrín–,22 y el Consejo de Defensa se impuso –fueron sus palabras– «como primera y última, como única tarea, convertir en realidad estas palabras». Creo que fue San Andrés el que leyó eso.23 Las remachó Casado diciendo: «El pueblo español no abandonará las armas mientras no tenga la garantía de una paz sin crímenes.»24 Empezó la rebatiña por los puestos; así el padre Benito –Feliciano Benito, el que detuvo al gobierno de Largo Caballero en Tarancón, el 36–, ha llegado a Comisario del Ejército del Centro... Tan orondo.25

–Te paso los comentarios. ¿Y estos últimos días?

–Una mañana se le presentó a Casado el coronel de artillería Cendaños, o Centaños, no sé exactamente:26 jefe de la Maestranza de Artillería: –A sus órdenes. Le habló de algo relacionado con su especialidad, y de pronto, le espetó: –Mi coronel: soy el representante del general Franco. La cara que pondría casado... Que, además, estaba hecho físicamente polvo.27 El artillero iba con otro y le advirtieron, después de felicitarlo, que solo tenían la misión de buscar un acuerdo para la rendición incondicional.28 Casado hizo el paripé de exclamar que estaba dispuesto a luchar hasta el final. Cendaños, muy seguro de sí, le alargó un documento con las condiciones.29 Lo de las condiciones es una manera de hablar. Como es natural, Franco se negaba a entablar conversación alguna. A pesar de todo, el tira y afloja entre Madrid y Burgos ha durado una semana. Los militares –y la Junta– pensaron en organizar la evacuación de la población civil de Madrid, en retirar el ejército del Centro por el Tajo. Pero, en fin, como era de esperar, no decidieron nada. De todos modos se hizo un plan que debía de haberse puesto en práctica ayer. Creo que el 19, Cendaños le comunicó que el generalísimo accedería a negociar únicamente para disponer los detalles de la rendición, y no con él sino con militares que no pasaran de coroneles; Garijo y Ortega fueron a Burgos el 23.30 Los que los esperaban ni quisieron escucharlos –los recibieron de muy mala manera, sin salir del aeropuerto–, les alargaron un documento para que se lo dieran a Casado exigiendo la entrega de nuestra aviación para anteayer.31 Como puedes suponer, al enterarse, lo que hicieron los pilotos fue irse volando a Francia o Argelia.32 Garijo y Ortega volvieron a Burgos hace 48 horas, pidiendo un plazo de veinticinco días para que nos marcháramos –los que quisiéramos o pudiéramos– en barcos ingleses y franceses. Volvieron con el rabo entre las piernas. Ayer habló por teléfono Casado con Burgos y Franco le hizo contestar que hoy empezaría el avance por todos los frentes. Ayer, a mediodía, entraron en Pozoblanco.33 Ya no hay frentes.

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