La violencia como marco interpretativo de la investigación literaria

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2.2 Heteronomía y anomia

Además de la convivencia de interpretaciones ontológicas y estéticas, recientemente observamos una diversificación del pensamiento en cuanto a las razones y las metas de la violencia. En un prólogo a una colección de ensayos sobre literatura y violencia, Jacques Leenhardt resume la visión de la violencia de la escuela francesa de ciencias sociales:

Ainda que pareça paradoxal, apenas as sociedades totalitárias não conhecem a noção de violência: elas não têm mais do que dissidentes, feiticeiras e loucos, de um lado; casas de correção, inquisições e hospitais psiquiátricos, de outro. Elas só reconhecem a posição que ocupa o poder. Por conseguinte, àquilo que nós […] chamamos de violência, elas conferem nomes que marcam a estranheza essencial do gesto heteronómico, a ruptura neste gesto das próprias regras da sociedade tal como a concebem. (Leenhardt 1990: 14)

Para el sociólogo, el uso de la violencia como marco interpretativo es un gesto libertador: permite visibilizar todas las acciones que, por “heterónomas” son reprimidas y ocultadas por los poderes totalitarios. En esta presentación perviven dos definiciones clásicas francesas. Está la visión de Michel Foucault, para quien la violencia es un ejercicio de dominio sobre el otro que le quita la posibilidad de reaccionar, o sea su libertad y su integridad (cito el resumen que hace Capote Díaz 2016: 18 de Foucault 1971). Frente al poder que puede admitir la respuesta o la resistencia, “las relaciones de violencia actúan directamente sobre el cuerpo y lo destruyen” (Temelli 2012: 7). En la misma época maduran las ideas de René Girard (1972), para quien las instituciones se construyen sobre una reinterpretación de las luchas violentas y un reglamento de la agresividad convertida en sacrificio del chivo expiatorio; la victimización producida por la violencia es, según Girard, la más antigua forma para ejercer un control social sobre el cuerpo y la voluntad del otro (cf. Andrist 2017: ix). En ambos modelos, como en el breve comentario de Leenhardt, la literatura ocupa un lugar ambiguo, entre legitimación de las instituciones y reivindicación de una posible heteronomía:

Todo discurso sobre a violência é, portanto, por essência, ambivalente: visa reduzi-la, recorrendo a uma ordem presente, ou justificá-la, recorrendo a uma ordem futura. Invoca o não -social que é toda violência para defender um social existente ou remeter a um ordem social que se anuncia, mas, em ambos os casos, manifesta uma tensão que se abre sobre uma desordem e inicia, em consequência, um relato. (Leenhardt 1990: 15)

El resultado son dos relatos contrapuestos sobre la violencia, el conservador y el revolucionario. Esta disyuntiva determina la postura del autor como la del “intelectual armado” del tiempo de la Guerra Fría (según el término de Teresa Basile, 2015). También permanece vigente en la crítica actual, como por ejemplo en la denuncia del “sentido común hegemónico que estigmatiza de patológico todo lo que irrumpe con violencia desde fuera de su dominio social”, sentido común ilustrado, según los autores, por la novela peruana Abril rojo (2006), que propaga el “fantasma de un mundo andino supuestamente ‘estancado’ en un tiempo arcaico” (Ubilluz/Hibbett/Vich 2009: 11–12 y 247–260). La contribución de Gabriel Baltodano a nuestro libro profundizará justamente en este tema a través de una lectura comparada con Cualquier forma de morir (2006), novela negra del mismo año, que trata del narcotráfico en México.

Efectivamente, frente a las categorías arraigadas en los conflictos de los años setenta, la violentología de las últimas dos décadas destaca los fenómenos de una agresividad normalizada o generalizada, sin dirección o ‘programa’, para la que los modelos de una violencia heteronómica ya no se pueden aplicar con la misma facilidad. Ana María Amar Sánchez y Luis F. Avilés señalan ya “en trabajos más recientes, la atención a nuevas configuraciones de la violencia, sin dirección” (2015: 11; cursiva de las autoras). Encontramos por un lado, la duda sobre las causas de la violencia, por otra la incertidumbre sobre sus metas. Ambas aperturas de la interpretación se producen en conjunto con un cambio del marco mismo, y una revisión de los vínculos entre violencia y poder será abordada más en detalle por el capítulo de Ana Miranda incluido en el presente volumen.

El análisis de Peter Waldmann (2002), que determina la “anomia” como “la restricción, debilidad o incluso la ausencia de normas sociales” (Michael 2018: 145), introduce un paradigma claramente distinto de los modelos “heteronómicos” que trataban la violencia como la manifestación de un conflicto de órdenes, o del combate entre la represión y la resistencia. Este nuevo paradigma, prolongado más tarde en la idea común de “estados fallidos” o de “violencia difusa” (Santos/Barreira 2016; cit. en Michael 2018: 145), permite en el campo de los estudios literarios el artículo fundamental de Werner Mackenbach y Alexandra Ortiz Wallner (2008) sobre la “deformación” de la violencia en la nueva narrativa centroamericana. Frente a la la “normalización de la violencia en la vida cotidiana” (Mackenbach/Ortiz Wallner 2008: 81), los relatos abandonan “la restricción de representaciones ligadas exclusivamente a proyectos políticos y revolucionarios, así como en nombre de utopías sociales” (2008: 93), o sea, dejan de explicar las causas de la violencia en el marco de los grandes relatos hegemónicos y anti-hegemónicos.

Una transformación semejante se produce con respecto a las metas de la violencia. En las teorías clásicas que hemos citado, la violencia desempeña un papel funcional y sirve para el establecimiento o el mantenimiento del poder. De ahí que “toda violencia que se genere o propague fuera de esas coordenadas y funciones es considerada cuando menos –si es que no se la ignora por completo– una exteriorización un tanto retrasada, patológica o misteriosa” (Buschmann/López de Abiada 2010: 17). Esto cambia cuando la violentología de Jan Philipp Reemtsma introduce la idea de “violencia autotélica” que “es la destrucción per se, gratuita, destruir por destruir” (Buschmann/López de Abiada 2010: 19). La perturbación frente a esta forma suscita respuestas críticas que intentan justamente explicar su existencia por una función social o brindarle una dimensión ética, si no la trata –en el marco de modelos heteronómicos– como transgresión. Albrecht Buschmann y José Manuel López de Abiada hacen hincapié en la realidad de este fenómeno y en el concepto de “violencia autotélica” que permite “nombrar y calibrar con mayor claridad y rigor científico la parte de la acción de novelas o películas que tematizan guerras civiles, el mundo de las drogas, asesinatos en serie o genocidios” (Buschmann/López de Abiada 2010: 20).

2.3 Acción y estructura

La apertura conceptual que tuvo quizás más consecuencias para los estudios literarios se fragua ya en los años setenta, con las ideas de una violencia que se produce fuera de la acción, como sometimiento u opresión imperceptible de los grupos subalternos de la sociedad. La “violencia cultural” descrita por Johan Galtung y la “violencia simbólica” denunciada por Pierre Bourdieu son inherentes al estado de las cosas. No se expresan como transgresión, sino como dominio institucionalizado de un grupo sobre otros. Esto es lo propio

de los poderes instituidos; la violencia de los órganos burocráticos, de los Estados, del Servicio Público. Se trata de la violencia invisible, violencia institucional o estado de violencia, esto es, una condición continua, estructural y rebatible. (Muniz Sodré 2001: 18, cit. en Martínez Bardal 2014: 95)

Desde luego, acción y estructura forman un conjunto de fenómenos que solamente las categorías de la crítica pretenden desentramar. Como comenta Sergio Rojas en una entrevista reciente, el crítico debe “pensar la violencia no solo como lo que el victimario inflige a la víctima, sino como aquello a partir de lo cual llega a naturalizarse un orden de víctimas y victimarios” (Pesce 2018: 163).

Por lo tanto, hay numerosas transiciones entre la violencia directa y la violencia estructural, en la realidad como en la literatura; la ficción, capaz de representar acontecimientos violentos por su aspecto narrativo, de acción, puede al mismo tiempo visibilizar, en el aspecto simbólico del lenguaje, las estructuras violentas que el poder hegemónico se empeña en ocultar.

La centralidad de la violencia política en los textos literarios puede ampliarse y promover el examen y la discusión de otros tipos de violencia y de otros núcleos problemáticos como la heterogeneidad cultural, los procesos de modernización, la constitución de estados nacionales, la construcción de identidades, los antagonismos sociales, las (dis)continuidades del sistema colonial […]. (Amar Sánchez/Aviles 2015: 10)

Esta doble dimensión de la literatura –representación de actos violentos y de “violencia del lenguaje” (Amar Sánchez/Avilés 2015: 18)– llega a ser el centro de la crítica de las últimas dos décadas. Ya en el artículo de Kohut (2002) hay una referencia explícita al término de Galtung. De forma programática, los volúmenes coordinados en 2016 por Maya Aguiluz Ibargüen y en 2018 por Julia Borst, Joachim Michael y Markus Klaus Schäffauer tratan la teoría del noruego junto con los conceptos de Bourdieu. Este último desempeña un papel importante en los libros de Ryukichi Terao (2005), Nadine Haas (2013) y Adelso Yánez Leal (2013), como así también en la colección de ensayos coordinada por Ana María Zubieta (2014). En el marco de nuestro propio libro, los capítulos de Santiago Navarro Pastor y de José Pablo Rojas son buenos ejemplos para el manejo de estas categorías en la crítica y la continuidad entre la violencia directa y la violencia simbólica en la literatura contemporánea.

 

Aun cuando no haya una referencia explícita a la idea de una violencia estructural, los trabajos recientes se destacan por la atención a estos fenómenos culturales, muy poco advertidos en la época del ‘boom’. Por ejemplo, la mirada a la opresión de la mujer en la sociedad colombiana (Capote Díaz 2016: 23) completa la imagen del conflicto armado. En general, los estudios de género aportan una nueva sensibilidad frente a la discriminación de grupos sociales mediante la construcción cultural y hasta por una legislación desigual que puede propiciar actos violentos (Varela Olea 2010). Su vigencia para los estudios literarios está estrechamente vinculada con la historia de unas vanguardias o revoluciones que se definen como ‘masculinas’ (Ehrlicher/Siebenpfeiffer 2002: 8–9; Rodríguez 2016). Estas construcciones de una masculinidad hegemónica y sus vínculos con la violencia física serán el tema del capítulo que brindó a nuestro libro Miroslava Arely Rosales Vásquez.

Otro tema de triste actualidad es la opresión de comunidades étnicas determinadas, que puede acabar convirtiéndose en guerra civil y genocidio.1 Carlos Humberto Celi Hidalgo comenta a este respecto que “las nociones de construcción de ciudadanía que devienen en ciudadanías étnicas que persisten en afirmar esquemas biopolíticos de inferiorización” (Celi Hidalgo 2016: 187). El borrado simbólico de la identidad y la exclusión de los sistemas de atención social son formas de violencia estructural cuyos efectos sobre el cuerpo y el bienestar de las minorías no se pueden negar.

De la misma forma que la discriminación facilita las violencias físicas, estas últimas pueden solidificarse y permanecer. La duración del conflicto en Colombia, las políticas represivas contra las comunidades indígenas en varios otros estados latinoamericanos no se pueden analizar como una “realidad provisoria” o como una excepción, sino que representan la regla de un conflicto normalizado, fijado en estructuras duraderas, fortalecidas por redes de influencia nacionales y transnacionales y por los hábitos de la corrupción (Vélez Rendón 2003: 39). Incluso un fenómeno tan excepcional como la emigración y la expulsión de migrantes tiende a convertirse en una realidad estable, cuyas formas institucionales son analizadas, en el presente libro, por la contribución de Lizbeth Gramajo. La imagen de nuestra portada, extraída de sus investigaciones, muestra la representación pictórica del itinerario migratorio con sus riesgos y las formas de violencia que los refugiados encuentran en su camino. El uso del mural para esta representación, y el contexto en que se encuentra esta imagen son un buen ejemplo de la dimensión estructural contenida en los circuitos de personas desplazadas.

El papel imprescindible de la literatura a la hora de mostrar la “presencia velada de la violencia cotidiana normalizada en las relaciones sociales y las vidas de los personajes” (Mackenbach/Ortiz Wallner 2008: 85) ha sido relacionado por Mackenbach y Ortiz Wallner con una “violencia presente en el lenguaje y las estructuras narrativas” (2008: 85). Un ejemplo clarísimo para la pertinencia de esta discusión en el campo de la poética es el concepto de “violencia estética” acuñado por la socióloga Esther Pineda para denunciar “ciertos discursos sobre el canon de belleza” que tienen un impacto directo en la imagen del cuerpo, en las emociones y pensamiento de sus receptores (Quijano/Vizcarra 2015: 15). La literatura, además de ser un lugar donde estas estructuras sociales, naturalizadas por el lenguaje, se pueden transmitir o discutir, contribuye por su propia dimensión estética a la construcción de estructuras semejantes: pensemos en la imagen –física, social– del autor promocionada por las editoriales o los escritores mismos, o la del lector, explícita en las estrategias de publicidad, implícita en los medios de comunicación elegidos para dirigirse al público. Véase para esto el capítulo de Laura Codaro en el libro presente. También emergieron nuevas ocasiones para abrir estas estructuras mediante formas de puesta en escena interactivas y permitir una discusión: ha sido desde algún tiempo el empeño fructífero y verdaderamente admirable de las bibliotecas de barrio, y sigue siendo la promesa –o, mejor dicho, la ideología– de los social media.

En resumen, la categoría de violencia en los estudios literarios recientes debe explicar fenómenos bastante diversos: entre ontología y estética, heteronomía y anomia, acciones y estructuras se abre el panorama de una “cultura fracturada por la violencia” (Ortiz Wallner 2004: 226; cit. en Haas 2013: 21). ¿Cómo dividir este campo pluridimensional?

3. Dividir el campo de la violencia

La primera división que se opera es de orden geográfico. Aunque el tema de la violencia es un lugar de encuentro para investigadores de todo el mundo, hay relativamente pocos estudios que se atreven a establecer comparaciones –salvo, desde luego, en la tradición de la literatura comparada (p.e. Lowe 1982, Ahrens/Herrera-Sobek 2005). El proyecto de investigación de Markus Klaus Schäffauer y Joachim Michael sobre África y América, del que emergen varias publicaciones en los últimos diez años (p.e. Borst/Michael/Schäffauer 2018), anticipa en Alemania el actual reparto geopolítico de los estudios literarios, que se institucionaliza luego con los centros y proyectos de investigación sobre el Sur Global (por ejemplo el Global South Studies Center de la Universidad de Colonia).

Al mismo tiempo, con la ampliación de la categoría de violencia, resulta cada vez más difícil circunscribir el tema geográficamente. Hasta cierto punto, la atención centrada en las guerras civiles y dictaduras permite localizar el fenómeno violento (p.e. Tittler 1989, Foster 1995; Vivanco Roca Rey 2013). En cambio, en las zonas de homicidios vinculados con el narcotráfico o la guerra civil, las redes de la violencia van más allá de los contextos regionales y no se pueden vincular con lugares específicos. No obstante, la crítica se centra principalmente en Colombia (cf. López Bernasocchi 2010; López de Abiada 2010; Ospina 2010; Rueda 2011; Lienhard 2015; Adriaensen/Kunz 2016; De la Cruz Lichet/Ponce 2018) y el “espacio anómico” (Quijano/Vizcarra 2015: 21) de la frontera norte de México. Es todavía más complicado proponer una ubicación o división espacial cuando consideramos “la violencia cotidiana normalizada en las relaciones sociales y las vidas de los personajes” (Mackenbach/Ortiz Wallner 2008: 85) y las formas de violencia cultural o simbólica: estas no se proyectan sobre determinados territorios nacionales sino que se manifiestan como estructuras transnacionales y muchas veces –cuando hablamos de la discriminación de género, por ejemplo– globales.

Las migraciones y los medios de comunicación tienden a matizar la oposición tradicional entre campo y ciudad (cf. Spiller/Schreijäck 2019). Celina Manzoni ha destacado la importancia de los ‘no lugares’ (Marc Augé), de la errancia en la ficción reciente: formas por las que la violencia se imprime en el espacio y desestabiliza sus fronteras (Manzoni 2015: 111–112). Por cierto, la literatura de la violencia cambia también la topografía, y sobre todo las proporciones del mundo que representa:

En principio, una paradoja se establece de inmediato: lo que es afuera y suburbano se convierte, en la obra literaria, en centro ígneo donde confluyen todas las coordenadas de la imaginación y la palabra. Y la paradoja llega hasta tal punto que, en esta narrativa, la violencia marginal se vuelve vasta representación de la realidad nacional. Representación a la vez cabal y fragmentada a través de espacios literarios donde la muerte es lo único real. (Montoya 2000, 50)

Por lo tanto, no deberíamos asumir de forma automática que obras individuales, La virgen de los sicarios (1994), por ejemplo, una de las novelas más citadas a este propósito, proporciona ni una imagen adecuada de lo que es la violencia en Colombia, ni un prototipo de la narrativa colombiana contemporánea. De hecho, el marco interpretativo elegido por algunos de los comentarios más destacados de esta obra, como los de Herlinghaus (2009) o los contenidos en el volumen editado por Teresa Basile (2015), queda contextualizado en el género discursivo y no en el espacio urbano elegido como escenario de ficción.

Por cierto, el género literario como marco interpretativo no está menos contrastado que la división por países y el contexto geográfico. Podemos observar que, al mismo tiempo que el concepto de la violencia se amplía también lo hace el concepto de “narrativa”. Pasa de la definición de un conjunto de textos pertenecientes a la “narrativa de la violencia” (Liano 1997) al substrato simbólico de aquel fenómeno multiforme que describimos en el apartado anterior. Por lo tanto, Oswaldo Estrada utiliza

“narrativas” en el sentido más amplio de la palabra, en tanto todas ellas “narran”, desde diversos géneros, situaciones históricas y posicionamientos ideológicos, múltiples historias de violencia, episodios traumáticos, catástrofes personales o comunitarias. (2015: 19)

Por un lado, se perfilan géneros muy específicos, en los que la violencia forma parte de la definición: el narcocorrido o la “sicaresca”1, la novela negra y la novela neopolicial (cf. Forero Quintero 2010; Adriaensen/Grinberg Pla 2012). Por otro lado, se abre un panorama de medios estéticos en transformación continua: teleseries, adaptaciones cinematográficas y películas originales, notas rojas y ficciones apoyadas en ellas (Quijano/Vizcarra 2015).

Más allá de estas diferenciaciones, parece que lo fundamental es contar: dar una forma narrativa a la violencia parece una necesidad más que una elección. El historiador Michael Riekenberg explica el vínculo antropológico de la narración con la violencia:

En ese momento de contracción, la violencia no es significativa porque se reduce a sí misma y la persona se queda sin habla. En consecuencia, quien quiera describir la violencia misma habla de algo que no posee ningún significado. Por eso, en la historiografía tampoco podemos decir absolutamente nada de ella. La violencia solo se reviste de significado cuando las personas la narran y así se la muestran a sí mismos y a otras personas. La narración es un proceso opuesto a la contracción. Supone un desarrollo en el tiempo, más allá del momento puntual. La narración genera algo que en la violencia en sí no es importante, es decir, un antes y un después y a través de estos, también un porqué y un para qué. (2015: 21)

En otras palabras, la representación cultural de la violencia reviste siempre la forma de una historia. La literatura y los géneros narrativos serán, entonces, una puesta en escena de estas historias, o sea, representaciones de segundo grado, y los estudios literarios aparecen, por lo tanto, como un tercer grado. En cada nivel, las formas narrativas confieren una realidad simbólica a la violencia, mientras la interpretan y la proyectan en espacios o géneros determinados. Martin Lienhard recuerda que

[n]o se trata, ni mucho menos, de negar la realidad de los hechos a menudo sangrientos que configuran lo que llamamos “violencia urbana”, sino de dejar claro que esta, en rigor, es una “construcción social”: un concepto creado colectivamente por medio del discurso. En esta construcción intervienen, en particular, el discurso oficial, los diferentes discursos partidistas, el discurso policial, la investigación social y cultural, la prensa, la televisión, el cine (documental y de ficción), el show business musical. Sea desde posiciones críticas o, al contrario, cercanas a las de la cultura de masas, la literatura también contribuye a configurar la “violencia urbana” en el imaginario social. (2015: 16–17)

Aunque desde un punto de vista funcional se entiende la necesidad de transformar la violencia de esta forma, los propios textos literarios plantean los límites de la representación (cf. Martínez Rubio 2017) y la responsabilidad del escritor ante este fenómeno (cf. Lespada 2015). Esta responsabilidad es compartida por el crítico, que debe comentar la violencia sin contribuir a la producción o reproducción de ella (Haas 2013: 8).