Letras viajeras

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Calaceite, Donoso y el boom latinoamericano

En 2005 apareció un libro, que pasó inadvertido, titulado Tinta y piedra. Llevaba como subtítulo Calaceite, el pueblo donde convivieron los autores del Boom. Su autor, director de la película Morente. El barbero de Picasso, es Emilio Ruiz Barrachina. Se trata de un emocionante recorrido por este maravilloso, casi mágico pueblo aragonés, situado en la comarca del Matarraña. Su autor nos cuenta su deambular, a lo largo de cinco días, por la localidad y sus alrededores y recupera su peculiar historia cultural. Allá, en el límite entre Aragón (Teruel) y Cataluña (Tarragona) se levanta un auténtico monumento de piedra dorada. Muros centenarios, calles estrechas que ascienden sobre firmes de adoquines, blasones, pequeños jardines ocultos tras altas tapias también de piedra, arcos ojivales, un bosque de caserones ancestrales, construidos entre los siglos XIII y XVI, llevan al viajero que intente adentrarse en su interior a una realidad que parece detenida en otra época. Calaceite, tierra seca y de mediodías calurosos en verano; tierra fría, de hielos afilados y cierzo, es un pueblo casi irreal de tan bien conservado.

Pero el encanto de Calaceite no sólo se encuentra en su arquitectura, ni en los alrededores, esa comarca rara e híbrida del río Matarraña, sino en determinados habitantes. Pocos saben que allí vivieron, durante dos años y en un refugio de libros y amistades, de pasión por sus paisajes y escritura, el gran narrador chileno José Donoso y su mujer Pilar Serrano. Su vida allí, iniciada tras una invitación del traductor al francés de El obsceno pájaro de la noche, convirtió Calaceite, en las décadas de los 70 y 80 del pasado siglo, en un foco de intensa actividad cultural: atrajo la presencia, unas veces fugaz y otras con vocación de continuidad, de los escritores, españoles e hispanoamericanos, que comenzaban a consolidarse en aquellos años. Vargas Llosa, García Márquez o Carlos Fuentes protagonizaron veladas, que imaginamos intensas y emocionantes, al calor de la chimenea de la casa (piedra y madera) de José Donoso. Jorge Edwards, Bryce Echenique, Luis Buñuel, Carlos Barral, junto con poetas como Ana María Moix, artistas plásticos como la ceramista Natacha Seseña o el pintor Albert Ràfols-Casamada... De esa experiencia dejó constancia el propio José Donoso en su Historia personal del “boom”, fechado en Calaceite en 1971. Y Pilar Serrano, en El “boom” doméstico.

Imaginemos los inviernos de Calaceite, los encuentros de aquellos intelectuales, la vida de una niña llamada Pilar Donoso, alejada del mundanal ruido y descubriendo un mundo rural y extraño. Imaginemos la soledad de sus calles azotadas por el cierzo. Y viajemos a tan evocador lugar con las palabras viajeras. Con las de Pilar Donoso, que así empieza su evocación:

“Por navidades hace mucho frío en Calaceite, el pueblito del Bajo Aragón en España donde vivimos varios años Pepe, mi marido, nuestra hija Pilarcita, nuestro perro “Peregrine” y yo, amén de tres gatos que allí acogimos. Aquel año 1971 el cierzo (viento helado de la región) soplaba con particular encono. La gente del pueblo, acostumbrada a pasar frío en sus antiquísimas casonas de piedra, lo soportaba sin mayores comentarios, preparándose para celebrar las fiestas de fin de año”.

Y así comienza el relato de Emilio Ruiz Barrachina en Tinta y piedra:

“Aparece Calaceite, difuminado, borroso, detrás de la lluvia. Desde la carretera nadie imagina, de no conocerlo, el pueblo escondido en la falda del otero. Es un cuento de hadas amarillas, sus casas de piedra, la historia oculta en las juntas perfectas de los sillares.”

Y allí está, viva todavía y ocupada por otras gentes, la casa que compró y habitó el escritor chileno. Mejor dicho, las casas: porque, tal y como nos cuenta Ruiz Barrachina en su libro, Donoso compró, por 100.000 pesetas, tres casas de piedra que convirtió en su hogar durante dos años. En esa casa, hoy vive Jane, una mujer inglesa que fue diseñadora de modas y que un buen día se enamoró de Calaceite y decidió, en 1984, trasladar su vida a ese lugar mágico.

Del libro surgió un magnífico documental. En él se da cuenta de lo que fue la vida cultural y literaria (también su cotidianidad) en aquel tiempo. Su título, Calaceite: tinta y piedra, donde el viaje con las palabras se complementa con el viaje a través de las imágenes.

Corazón de roble II: de Soria a San Esteban

Quedó atrás la ciudad de Soria en el viaje que Ernesto Escapa nos cuenta en su hermoso libro Corazón de roble (Gadir, 2011), que ya conocemos bien. Y quedaron atrás Duruelo, Vinuesa, y la Laguna Negra, el escenario trágico de la historia que Antonio Machado narra y poetiza en La tierra de Alvargonzález, ese estremecedor poema integrado en su libro Campos de Castilla. También quedaron atrás Covaleda, y los pinares interminables a los que cantaran Gerardo Diego y José García Nieto. Avanzamos, con Escapa, hacia el límite de Soria con Burgos acompañando al Duero en su último tramo como río soriano, paseamos Berlanga (“Calles recogidas y tiradas de soportales apeados sobre viejos troncos de enebro dan paso al recinto singular de su Plaza Mayor, una de las estancias más equilibradas y hermosas del urbanismo castellano”, leemos en Corazón de roble) y, cuando queda atrás, nos asomamos a pueblos pequeños, casi aldeas, en los que siempre nos sorprende una vida cotidiana que difícilmente podríamos asumir los bichos capitalinos: muchas veces, cuando en tren o en coche, he pasado cerca de esos pueblos desconocidos, he intentado ubicar mi vida allí, pensar en qué ocuparía el tiempo, cómo contemplaría la existencia, y siempre me ha invadido una extraña sensación de quietud, de serenidad. También, todo hay que decirlo, un incierto vértigo hecho del miedo a la soledad, a la rutina, a un mundo pequeño aunque apacible. Eso nos ocurre, incluso en la lectura, con nombres como Matute de Almazán, Tejerizas, Matamalo, Alcubilla del Marqués, Pedraja de San Esteban...

Tierras de pinar y tierras de trigo. Ermitas románicas que, sin esperarlo, se asoman a nuestro interior como invitaciones al retiro o a la meditación. A un lado queda La Rasa, donde nació el sindicalista Marcelino Camacho, ciudad que fue núcleo ferroviario en la edad de oro de las locomotoras de carbón y los vagones de tercera (“siempre sobre la madera / de mi vagón de tercera”, escribió don Antonio), y a otro Ucero, y el cañón del Río Lobos, y el Burgo de Osma con su catedral, agregación de piedra y de siglos “desde sus vestigios románicos hasta el esplendor neoclásico”.

San Esteban de Gormaz es, tal vez, la ciudad más integrada con el Duero de todas las que Escapa describe en Corazón de roble. Sus iglesias románicas, de una pureza extrema (San Miguel, Santa María del Rivero) se complementan con el Parque del Románico, en el Molino de los Ojos, en plena ribera del Duero, un lugar casi mágico, como extraído de algún libro de cuentos de la Europa central, acostumbrada a convivir, desde el principio de los tiempos, con los ríos. Así describe Escapa ese lugar: “Al otro lado del río se van las casas de campo con sus embarcaderos y los jardines que se derraman en el Duero. Este paraje de los Ojos solía pasar inadvertido a los visitantes del Duero soriano por su apartamiento de las rutas convencionales”. Pues bien, como este lugar, parte de la ciudad de San Esteban de Gormaz, son muchos los rincones desconocidos que suelen ocultarse, casi siempre, a la mirada del viajero. En Corazón de roble los conocemos a fondo, incluso en su temblor más íntimo. Gracias a la palabra. A la literatura que viaja y nos hace viajar. ¿Es así o no?

John Dos Passos, de Nueva York a La Mancha profunda

¿Imaginamos a John Dos Passos, el autor de la mítica novela Manhattan Transfer, la epopeya de la Nueva York de los años veinte del pasado siglo, viajando por la Castilla profunda, deteniéndose en fondas, cantinas y aldehuelas que pudo visitar Don Quijote? No es fácil imaginarlo, es verdad. Pero ahí estuvo. Vivió en España una temporada, en los “felices veinte” (los años de El Gran Gatsby de Scott Fitzerald) y pateó el territorio que separa Madrid de Toledo. Aquella experiencia lo llevó a escribir una sucesión de estampas periodísticas. Tales estampas fueron recogidas en un libro titulado Rocinante vuelve al camino, reeditado, en español, hace nueve años.

Dos Passos habla con taberneros, con viajantes de comercio, con arrieros, con “el panadero de Almorox”, conoce a Pastora Imperio o a Vicente Blasco Ibáñez, asiste a conferencias, entre ellas una, que relata en el libro, de Valle-Inclán, o es testigo del entierro de Galdós: “La calle de enfrente era un lento río de gente silenciosa que marchaba arrastrando los pies, pies con botas de charol y botines, pies con zapatos cuadrados, zapatos puntiagudos, alpargatas”. ¿No es magistral el viaje que realiza por la distinta condición social de los asistentes al entierro con sólo echar una mirada a sus pies, a su calzado?

Pero más allá de esas anécdotas, lo que verdaderamente importa es que leer Rocinante vuelve al camino es hacer un doble viaje: en el tiempo, porque retrocedemos, con la palabra de Dos Passos y con nuestra imaginación, a una España detenida todavía en el siglo XIX; en el espacio, porque podemos vivir la realidad de entonces de pueblos y aldeas, o de ciudades como Madrid y Toledo, entre otras, y compararla con la del siglo XX. A ese doble viaje se añade otro: el que inevitablemente hacemos a la mente de un intelectual norteamericano comprometido con la literatura y, también, con la sociedad de su tiempo, pero profundamente interesado en lo que él llama la “esencia nacional” de España. Hacemos nuestra su mirada, respiramos el polvo del camino, olemos y saboreamos los platos de la época, conversamos con cuantos personajes le salen al encuentro y nos acercamos a espacios urbanos que conocemos gracias a otros escritores: el Madrid suburbial de Baroja o el institucionista de la Residencia de Estudiantes y Giner de los Ríos, la afilada y espiritual ciudad de Toledo filtrada por la mirada de El Greco, la Argamasilla quijotesca y cervantina, la Castilla de Machado o los parajes de Cataluña en los poemas de Joan Maragall. De la cosmopolita Nueva York a La Mancha más castiza y cereal. De la modernidad de los rascacielos al adobe y la piedra de los pueblos castellanos.

 

Leamos dos fragmentos de este singularísimo (y extraño) libro viajero. El primero refleja una mirada al río Manzanares:

“Desde la ribera opuesta del Manzanares, un mermado arroyo que corre casi oculto por los tendederos donde flotan las ropas interiores de todo Madrid, puede uno, desde algunos sitios, ver aún la silueta de la ciudad tal como Goya la dibujó repetidas veces: montones de casas desconchadas sobre una colina chata hacia San Francisco el Grande; más allá, la ondulante línea del cielo con cúpulas y campanarios barrocos, irguiéndose entre las súbitas luces y sombras de las nubes”.

El segundo, al final de su viaje a pie desde la capital, nos lleva a una panorámica de Toledo:

“En la cumbre, una venta con mulas atadas a los muros, y allá en lo hondo, el Tajo y el gran puente de Toledo. // Contra el anfiteatro gris y ocre se destacaban, a la luz naranja del sol poniente, lienzos de muralla, rematados por almenas y torres cuadradas. Cúpulas y agujas recubiertas de pizarra descollaban sobre los tejados amarillos que, en confuso montón, caían desde los puntos más altos y se derramaban fuera de las murallas en dirección al río, hasta tocar los estribos de donde arrancaba el enorme arco del puente”.

Estos son sólo unos apuntes de ese fascinante viaje. Para vivirlo a fondo no hay más que leer el libro. Buena lectura... y mejor viaje.

Con Azorín, en Riofrío de Ávila

“En el otoño se celebra en Madrid la feria de los libros. En el otoño... han pasado los días ardientes del verano. Ha quedado un cielo azul ─un poco pálido─ y un ambiente gratamente fresco. Los higos comienzan a amarillear. Se recogen las frutas que en las anchas cámaras campesinas, allá en los pueblos, allá en las llanuras y montañas, han de esperar el invierno colgadas con vencejos de largas cañas colocadas en blandos lechos de paja”.

Así inicia Azorín una pequeña joya literaria hoy inexplicablemente descatalogada y sólo encontrable en las librerías de viejo (o por Internet). El libro es, sin ninguna duda, un libro viajero. Su título, evocador: Un pueblecito. Riofrío de Ávila. Azorín, el escritor de palabra nítida, frase contenida e indagación en el alma del paisaje, nos invita a viajar en y con él. Es un viaje peculiar, puesto que se inicia en la feria del libro viejo (supongo que se refiere a la Cuesta de Moyano) de Madrid, en otoño, y culmina en un pueblecito cercano a la ciudad de Ávila, Riofrío, gracias a una suerte de incunable de título extenso e irreproducible que encuentra en uno de sus tenderetes y del que es autor un tal Jacinto Bejarano Galavis y Nidos. El incunable es, de por sí, un viaje. Aunque el título es duro de pelar, sí reproduzco un par de frases que nos pone en ambiente y que se puede leer en su portada: “Se tienen los coloquios al fuego de la chimenea en las noches de invierno. Los interlocutores son el cura, cirujano, sacristán, procurador y el tío Cacharro”. Se trata de un cúmulo de reflexiones, evocaciones, recorridos, descripciones de ambientes y de experiencias realizados por el referido Bejarano Galavis con el citado pueblo como protagonista.

Los títulos de algunos de los apartados y capítulos nos ilustran respecto al contenido: “Entre montañas”, “Lejos del mundo”; “Las estaciones del año”; “Pastores y labradores”, “Las mulas”, “Estampas finas”... Es decir, una visita por una realidad pequeña, próxima y, a la vez y tal y como reza en el título de uno de los apartados, lejos del mundo. El incunable está impreso, según nos cuenta Azorín, en 1791, lo que al aliciente que supone meternos en las largas conversaciones frente al fuego de la chimenea sobre la vida cotidiana del pueblecito, aporta un factor complementario: la realidad cotidiana no es la de principios del siglo XX (el presente de la obra de Azorín es, sin embargo, de 1916), sino la de finales del siglo XVIII.·Entre reflexiones sobre Blanchard, Rousseau, Mérimée, Juan Valera o Nietzsche, el escritor de Monóvar nos va conduciendo por sus viejas páginas como si fuéramos caminantes que respiramos las calles del pueblo, nos detenemos ante sus animales, compartimos con cirujano, cura y demás notables de la localidad, la conversación frente al fuego, salimos a hablar con pastores y labradores y establecemos una inevitable comparación entre la vida allí , sumida en el mundo rural, y el mundo urbano: no ya el que vivía Azorín a principios del siglo pasado, sino el que vivimos hoy, en la segunda década del siglo XXI. El río, la iglesia, la sabiduría innata e intuitiva de los lugareños, las mulas, los toros, la nieve y la lluvia son aspectos de esa realidad que Bejarano Galavís no pasa por alto y que Azorín recrea con devoción y destreza (ese lenguaje de frase corta e incisiva en el que los objetos y paisajes se huelen y se tocan): “Las estaciones del año en Riofrío no son lo mismo que en París o en Madrid.”, escribe, y se pregunta: “¿Hay estaciones del año en las grandes ciudades?”. Y su pregunta no es vana: la proximidad hombre y naturaleza que se da en un pueblo como Riofrío nos permite experimentarlas en toda su profundidad, algo que es improbable o mucho más difícil en las grandes urbes.

Un maravilloso libro que desde hace más de treinta años está pidiendo una nueva edición y un maravilloso viaje cuyo comienzo podemos imaginar en las siguientes palabras del alicantino: “Nuestro autor”, se refiere a Jacinto Bejarano, “ahora en estos días en que escribe su obra, se halla en un pueblecito, casi una aldea, de la tierra de Ávila. Se halla el pueblecito en lo hondo de un barranco y el sol apenas traspasa las altas montañas y desliza sus luces hasta la techumbre de las casas”. El final está en el epílogo, estructurado muy al estilo de determinados pasajes de su libro Castilla, que divide en dos apartados: el primero, fechado en 1789, al despedirse de Bejarano y del pueblo: “No tiene más consuelo que la lectura y sus paseos solitarios por el campo; charlas también con los labriegos”; el segundo, en 1916, momento en el que el narrador recapitula sobre el libro leído y sobre el que él mismo da por terminado: “En distintas ocasiones, mientras redactábamos estas páginas, hemos estado a punto de hacer el viaje a Riofrío de Ávila. No quedará ya en aquel pueblecito ni rastro de Bejarano Galavis... (...) El viaje se ha quedado sin hacer. Pero con la imaginación hemos corrido de Madrid a Ávila y de Ávila a Riofrío. Con la imaginación hemos entrado en la vieja ciudad; luego nos hemos aposentado en la fondita que está delante de la catedral...”. Escritor y lector han viajado, es verdad, con la imaginación. Pero... ¿hubiera sido posible ese viaje sin las palabras de Bejarano en el libro encontrado en la feria del libro viejo? ¿Y sin las de Azorín al escribir Un pueblecito. Riofrío de Ávila? Por supuesto que no. Pues eso: nunca tuvo más sentido el título de este libro. ¿Es o no así?

Los foramontanos de Víctor de la Serna

“Era una emigración en masa de gentes de las estribaciones orientales de los Picos de Europa, donde están las Mazcuerras, hacia Bricia, Campóo y Saldaña. Bajan de Cabuérniga y Cabezón por la Braña del Portillo, hasta el nacimiento del Ebro, pasan cerca de Reinosa, y al penetrar en la llanura, se convierten en foramontanos”.

Esa denominación, foramontanos, transcrita de los Anales del historiador Pérez de Urbel por Alfonso de la Serna en la nota preliminar, es el apoyo esencial a la trama que se desarrollará, en forma de libro viajero, en Nuevo viaje de España. La ruta de los foramontanos, de su progenitor Víctor de la Serna. Un libro extraño ─al que accedí gracias a la información de mi buen amigo Pepo Paz─ que nos envuelve, que nos lleva por caminos y parajes, a veces conocidos y a veces ignotos, que se despliegan en esa España en transición que enlaza Cantabria con la alta Castilla, una Castilla que en el tiempo en que Víctor de la Serna escribió sus distintos capítulos, a principios de la década de los cincuenta del pasado siglo, tenía por nombre, no sé si por capricho del franquismo, Castilla la Vieja. El libro se publicó por vez primera en 1955 y su contenido procedía de una colección de artículos que Víctor de la Serna elaboró, para el diario ABC, durante 1953 y 1954. La edición que manejo es, sin embargo, de 1998, y forma parte de una colección lamentablemente desaparecida, “Andar y ver”, que para la editorial Maeva dirigía Luis Carandell.

Estamos ante el viaje reposado, el viaje lleno de anécdotas en el que, gracias a la palabra, se mezclan paisajes, gastronomía, reflexiones sobre la vida y sobre la muerte, y sobre todo, nos adentramos en lugares que el lenguaje literario convierte en mágicos. Víctor de la Serna desciende desde el norte marino a la Castilla profunda, desde los valles empozados en humedales eternos y en cortinas de niebla de Asturias o Cantabria, a las llanuras de horizontes ilimitados y cielos de un azul insobornable, de Palencia o Burgos. Las aldeas insignificantes, la Castilla navegable en busca de un mar imposible, las cumbres que toman por nombre Picos y por apellido el asturiano Bulnes, las industrias elementales perdidas en cualquier vallecillo de León o de la Palencia norteña, los viejos seminarios, los monasterios, los ríos de montaña (Nalón, Narcea, Pigüeña) y los gigantescos e inabarcables Duero o Ebro. Víctor de la Serna proyecta sobre las tierras y las gentes de esa España híbrida la mirada del periodista, sin duda. Pero también la del escritor que es capaz de captar el más profundo temblor en un paisaje (“el chopo sale a dar sombra a los caminantes desde los bordes de las carreteras, y no es destrozón como su compañero de camino, el olmo, que se mete a veces hasta las casas y las tira”) o la cotidianidad en movimiento que, a veces, nos pasa inadvertida (“A nuestra espalda ululan las sirenas de las fábricas de Palencia. Es la hora del descanso. Las carreteras empiezan a desflecarse en bicicletas. Los obreros vuelven a los pueblos cercanos. ¡Es el vivir!”).

“El bosque de las martas”, “El área de las sacras piedras”, “Vergel bajo la lluvia”, así titula De la Serna algunos de los capítulos del libro. Son puertas, invitaciones a sumergirnos en los territorios que en ellos se contienen. De Astorga a Valdeón, de Liébana a Bedoya. De Avilés a las “urbes” de León o Palencia. Los foramontanos fueron la emigración fundacional de la vieja Castilla, según Víctor de la Serna. Una Castilla que tuvo como puerto de mar, en aquellos años cincuenta, el de Santander, la sexta provincia de aquella región de vocación imperial.

Llanuras, montes, bosques y mar encuentran su complemento en las gentes que allí viven, que se cuelan en cada capítulo contempladas en su faenar de cada día: campesinos, ganaderos, comerciantes, obreros (en bicicleta), dependientes y dependientas de pequeñas tiendas... Que, además, testimonian un país y una época: la España de los años cincuenta del siglo XX. Un país en blanco y negro, sombrío, en el que, a veces, asoma una brizna de modernidad. Leamos una muestra: “Por ahí ─escribe Víctor de la Serna─ rifan Vespas. En Panes rifan novillas: una novilla suiza de un año, linda como una porcelana”. La Vespa, importada del neorrealismo italiano. La novilla suiza, del primer aliento europeísta surgido en el corazón de la dictadura de Franco.

El Nuevo viaje de España es un libro a leer. A viajar. Buscadlo en Internet porque está descatalogado desde hace trece años. Y si algún editor lee estas palabras, que se atreva a reeditarlo, que no duele.

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