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El pecoso y los comanches

Mabel E. Cason


Gral. José de San Martín 4555, B1604CDG Florida Oeste, Buenos Aires, Rep. Argentina.

Índice de contenido

Tapa

Prefacio

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Encuentra las siete diferencias

Encuentra los diez elementos que no son de la epoca

Sopa de letras

El pecoso y los comanches

Mabel E. Cason

Título del original en inglés: Spotted Boy and the Comanches, Pacific Press Publishing Association, Nampa, Idaho, EE.UU., 1963.

Dirección: Stella M. Romero

Traducción: Benjamín Gómez

Diseño de tapa: Romina Genski

Diseño del interior: Giannina Osorio

Ilustración del interior y de tapa: Walter Laruccia

Libro de edición argentina

IMPRESO EN LA ARGENTINA - Printed in Argentina

Primera edición, e - Book

MMXXI

Es propiedad. Copyright de la edición en inglés © 1963 Pacific Press® Publishing Association, Nampa, Idaho, USA. Esta edición en castellano se publica con permiso de los dueños del copyright. Todos los derechos reservados.

© 2014, 2021 Asociación Casa Editora Sudamericana.

Queda hecho el depósito que marca la ley 11.723.

ISBN 978-987-798-333-3


Cason, Mabel E.,El pecoso y los comanches / Cason, Mabel E. / Ilustrado por Walter Laruccia. - 1ª ed . - Florida : Asociación Casa Editora Sudamericana, 2021.Libro digital, EPUBArchivo Digital: onlineTraducción de: Benjamín Gómez.ISBN 978-987-798-333-31. Narrativa Infantil y Juvenil Estadounidense. 2. Relatos. I. Laruccia, Walter, ilus. II. Benjamín Gómez, , trad. III. Título.CDD 813.9283

Publicado el 06 de enero de 2021 por la Asociación Casa Editora Sudamericana (Gral. José de San Martín 4555, B1604CDG Florida Oeste, Buenos Aires).

Tel. (54-11) 5544-4848 (Opción 1) / Fax (54) 0800-122-ACES (2237)

E-mail: ventasweb@aces.com.ar

Website: editorialaces.com

Prohibida la reproducción total o parcial de esta publicación (texto, imágenes y diseño), su manipulación informática y transmisión ya sea electrónica, mecánica, por fotocopia u otros medios, sin permiso previo del editor.

Prefacio

Desde siempre, el hombre se ha interesado por lo que le sucede al hombre. Nada ejerce una seducción mayor que lo sucedido a Fulano en una ocasión realmente extraordinaria. El interés con que se sigue la trama argumental, la atención que se le presta a la intervención de cada uno de los personajes, la definición de situaciones y el movimiento propio y necesario de lo que conforma un suceso llamativo abren un campo magnífico para “enseñar deleitando”.

Aun cuando el contenido y la forma de El pecoso y los comanches, historia basada en hechos reales, se haya adaptado a la mentalidad de los menores, no dudamos de que grandes y chicos disfrutarán por igual de los apasionantes momentos que, desde su título, promete este relato.

Capítulo 1


La potranquita

El viejo Thad Conway se acomodó en la mecedora de la galería para evocar mejor los sucesos y las gentes de tiempos idos. Parecía que su memoria recordaba con más claridad lo que había ocurrido en su niñez que lo sucedido ayer.

Rememoró el día en que su padre le trajo la potranquita. Toda la familia se había reunido en torno al carro en que el jefe de la casa y Travis, de 16 años, acababan de llegar. Habían ido a Waco a efectuar la compra de provisiones para el año. Trajeron harina blanca y harina de maíz, porotos, fruta seca y manteca. También esa vez volvieron con un rifle nuevo y gran cantidad de municiones, y piezas de tela estampada para su madre y para confeccionar camisas de verano para él, Travis y su padre, como también otros géneros más fuertes para pantalones de montar y camisas de trabajo.

Sobre el carro, venía además una cocina nueva de hierro, para que su madre la cambiara por el fogón que había usado desde que con su padre se establecieron en la región central de Texas y comenzaron con la hacienda. Thad nunca olvidó cómo su madre, con los ojos brillándole de lágrimas de alegría, pasaba sus dedos sobre la pulida negrura de la cocina. Él también se había sentido feliz.

Waco distaba 190 km, y el viaje de su padre y Travis había durado tres semanas. Lo primero que vieron los ojos de Thad cuando el carro entró en el patio fue lo que venía atado a la zaga.

–¡Pero, papi! –exclamó–. ¿Dónde conseguiste ese animal tan miserable?

Era el espécimen equino más lastimoso que había visto alguna vez. Thad sentía un gran afecto por los caballos, pero, aparte de eso, un caballo era de suma importancia para un muchacho, hombre o mujer en la frontera occidental de Texas en 1863.

–¡Mira, si apenas puede tenerse en pie!

Cuando le acarició la nariz barrosa, la potranquita meneó su cabeza suavemente y luego dirigió hacia él sus ojos tiernos. Ese gesto le ganó el corazón a Thad, en cuyos ojos asomaron lágrimas de compasión. Pero solo asomaron, porque un muchacho como él no podía llorar. Tenía doce años.

En el anca izquierda, el animal mostraba una cicatriz blanquecina que parecía una tijera abierta. Thad creyó que se trataba de la marca, pero cuando la examinó de cerca vio que era el rastro de una vieja herida. Sin embargo, a él le serviría de marca para reconocer a su potranquita. Ya podía hablar de “su” potranquita, porque su padre le había dicho: “Es tuya, hijo”.

–Parece muerta de hambre –comentó Thad.

–La tenían los indios –explicó Travis–. La conseguimos de algunos rangers (guardianes de recorrida) que andaban de este lado de Waco. Poco antes habían tenido una escaramuza con los comanches. Cuando los indios se retiraban, los rangers los siguieron un trecho y encontraron a esta potranquita. Los comanches la habían abandonado porque estaba rendida, luego de haberla exigido como lo hacen los indios.

–Me imagino que la habrían robado a pobladores blancos –agregó Thad.

–Por supuesto –convino Travis–. Quizás a algunos de esos españoles que viven en México. Pudieron haber matado a la familia también.

–Uno de los rangers le tuvo lástima, y le dio agua y algo de comer –terció el padre–, pero no podía cuidarla, de modo que la trajimos nosotros.

–¿Cuánto le diste por ella? –preguntó Reed, hermano mayor de Thad y ranger de Texas, como Thad esperaba serlo un día.

En esos días estaba en casa reponiéndose de un brazo enfermo. Había recibido una herida de flecha en una lucha con los comanches, poco tiempo antes.

–El ranger estaba en la herrería cuando lo encontramos, y nos dijo que podíamos llevárnosla por el precio de una herrada.

–¡Cincuenta centavos! –y Reed y su madre rieron juntos–. Me imagino lo que te habrá costado desprenderte de ese dinero. Y ¿qué fue lo que te indujo a comprarla? –inquirió Reed.

–El hombre me dijo que era mansa y pensé que a Thad le gustaría tenerla. Él siente tanto apego por los animales...

–Estos caballitos españoles son como el alambre: duros y flexibles –señaló Travis–, aunque no sean de mucho cuerpo. Por otra parte, este animal tendrá tres o cuatro años, a lo sumo.

Thad observó más de cerca a la potranca, y vio que las crines y la cola, llenas de abrojos, podrían llegar a ser largas y gruesas si se las rasqueteaba.

El cuero le quedaría negro y lustroso luego de que se le sanaran las mataduras, engordara un poco y estuviese limpia. Se encariñó con la potranca desde aquel mismo instante.

Empleó el resto de la tarde en rasquetearla y curarle la piel. Luego la cepilló hasta dejarla lustrosa. A la potranca le agradaban esas atenciones. Thad la mimaba y le hablaba despacio al oído, y ella parecía gustar tanto del muchacho como él de ella.

Whizzer, el perro de Thad, sabueso amarillento, grande y viejo, de incierto linaje, contemplaba echado los arrumacos. Thad debía mimarlo también a él de vez en cuando, para que no se pusiera celoso.

Esa noche, hasta la hora de ir a dormir, la familia estuvo gastándole chistes al padre por la ocurrencia de comprar la potranca.

–Bueno, se pondrá linda cuando Thad la cuide –se defendía él–. Hay quienes dicen que los caballos españoles tienen sangre de árabes. Por eso los ojos son tan grandes; los ollares, tan anchos; y los tobillos, tan delgados.

–Está bien; será una cosita interesante esta potranca –dijo la madre.

–¡Cosita! –gritó Thad al tiempo que saltaba de su silla–. ¡Ese es el nombre que le voy a poner: Cosita!

–Había olvidado decirte algo, Thad –intervino el padre–. El que me la vendió me dijo que puede olfatear a los indios a más distancia de lo que un galgo puede hacerlo con una liebre. Así que, cuando te alejes de casa préstale atención, y te hará saber si anda cerca algún indio.

Los padres de Thad habían nacido en Misuri, que por aquellos días era la frontera del país, pero descendían de esas familias infatigables que continuamente se desplazaban hacia el oeste con la esperanza de encontrar mejores oportunidades. Así fue como el país se engrandeció.

Como se sabe, México y Texas pertenecían a España. Luego, cuando México se rebeló contra la tutela española en 1821, arrastró consigo a Texas. Moisés Austin obtuvo permiso del nuevo gobernador mexicano en Texas para introducir trescientas familias de pobladores de los Estados Unidos, a través del río Sabino. Poco tiempo después murió, pero su hijo, Esteban F. Austin, siguió adelante con los planes. Los dos abuelos de Thad, el abuelo Wilson y el abuelo Conway, vinieron con aquellos primeros pobladores de Texas y establecieron sus hogares a orillas del río Brazos. Allí crecieron juntos Luisa Wilson y Sansón Conway, que luego se casaron. Desde el día en que habían llegado a Texas, ambas familias y sus vecinos habían combatido a los comanches.

Después de que hubieron nacido sus dos primeros hijos, Sansón y Luisa sintieron los mismos impulsos que sus antepasados, y se trasladaron más hacia el oeste, hasta la misma frontera de la civilización, en Brown County. Allí fundaron su hacienda a la vera del Pecan Bayou, arroyo que serpenteaba entre altas márgenes, perpetuamente sombreadas por olmos enormes y árboles de pacana.

Eso ocurría en 1851 y los comanches, que constantemente eran empujados hacia el oeste, desde entonces habían estado provocando dificultades. El robo de caballos era la actividad más frecuente para perjudicar a los pobladores blancos, pero también acompañaban esas fechorías con incendios y muertes. De vez en cuando, cometían algún rapto.

“Durante dos años después de que nos establecimos aquí –solía escuchar decir Thad a su madre–, no vi ninguna mujer blanca. Había unos pocos hombres solteros, pero ninguna mujer en la frontera. Me sentí feliz cuando los esposos Clark se mudaron a tres kilómetros arroyo arriba”. Por supuesto que pronto se hizo amiga de la señora de Clark, amistad que duró mientras vivieron.

La charla junto al fuego o en la galería de la hacienda con frecuencia se refería a los comanches y sus andanzas. A veces, se comentaba la guerra entre Estados de la Unión que se desarrollaba lejos de las fronteras de Texas, que en ese tiempo ya pertenecía a los Estados Unidos. Todo poblador apto de la frontera occidental era indispensable para la protección contra las incursiones de los comanches.

Una tarde de primavera en que la brisa del golfo lejano soplaba suave y el frío ya había pasado, Reed advirtió:

–Cualquier noche de luna vendrán los comanches por aquí. Yo debo tomar servicio con los rangers mañana, pero ustedes estarán seguros con Atkins, Weaver y Bynum. Mamá, Travis y Thad estarán bastante bien con un rifle.

–¿Dónde piensas que se esconden cuando no andan de correrías? –preguntó Thad.

–Ellos lo saben muy bien, muchacho –repuso Reed–. El Gobierno les ha dado tierras al otro lado del río Rojo.

–¿Es eso lo que tú llamas “territorio indio”?–insistió Thad.

–Eso es –respondió su hermano–. El Gobierno les da alimento y ropas, si se quedan allí, y la mayoría de las tribus están satisfechas. Pero los comanches son una manada salvaje. Cuando el tiempo es bueno, se vienen al oeste de Texas y roban a los pobladores a lo largo de los arroyos.

–Por eso no nos molestan en invierno –sugirió Thad.

–Así es. Se cree que el viejo Nube Amarilla es el jefe de la banda que incursiona en esta parte del país. Los rangers han estado vigilando sus movimientos en el oeste, desde hace un tiempo.

–Si tú los encontraras, ¿les quitarías algunos de los caballos que nos han robado? –inquirió Thad.

–Mira, muchacho –continuó su hermano–, para cuando nosotros nos topemos con los ladrones de caballos, ya los habrán llevado a Nuevo México y los habrán vendido a los comancheros. Los comancheros los venden en México, y allí nuestras marcas no valen nada. Los caballos están perdidos, y quizá sea mejor así.

Al llegar el verano de 1863, comenzaron las incursiones. La familia Fairless, que vivía junto a un arroyo a 25 km de distancia, fue barrida, con la excepción de un muchacho de catorce años que se hallaba fuera del hogar en la ocasión. Para el 1º de julio, los comanches habían llegado dos veces hasta la hacienda de los Conway, robando caballos en las dos oportunidades. Parecía que un miembro de la banda le había tomado afecto a Cosita, porque en las dos ocasiones estuvo entre los animales robados.

El perro de Thad y los de Travis habían despertado a la familia las dos veces, antes de que los indios se alejaran con unas pocas cabezas de ganado, pero Cosita había sido robada primero. Las dos veces había vuelto luego de una semana o dos, extenuada, sedienta y con hambre, y con la boca llagada y sangrante por el tipo de rienda que usaban los indios.

–Tengo el presentimiento –dijo el padre– de que esos ladrones deben ser muchachos, quizás adolescentes, y a uno de ellos le gusta mucho tu pony.

Nadie conocía mejor que Sansón Conway las costumbres de los comanches, por lo que Thad pensó que así debía ser.

Siguió cuidando de su potranca hasta que su pelaje fue negro y reluciente, y la crin y la cola estuvieron largas y suaves como la cabellera de una mujer. No extrañaba que un muchacho indio la codiciara.

Después de que la hubieron robado la segunda vez, Thad la sujetó cerca de la ventana de la pieza en que él dormía. Usó una fuerte cadena para atarla a un cerco de troncos gruesos. Así, pensaba él, le resultará difícil a cualquiera robarla.

Una semana después, en noche de luna, a la madrugada, Thad oyó que Cosita resoplaba asustada. Pateaba el cerco y los perros ladraban furiosamente. Thad tomó su rifle y saltó de la cama.

–¡Trav, Trav! –gritó–. ¡Vienen a llevarse a Cosita! –y corrió a la ventana.

Los perros ladraban ahora en dirección a los graneros y los corrales que estaban cerca del arroyo. La potranca resoplaba y tiraba de la cadena.

Thad salió para seguir a Travis, cuando vio que Atkins y Weaver venían corriendo del galpón y se dirigían hacia donde ladraban los perros. Entonces prefirió cerciorarse de que Cosita se hallara bien y fue a verla.

Cinco flechas estaban incrustadas en el cuerpo del animal. Su padre las extrajo. Él no había ido tras los otros porque pensó: “Estos indios pueden tendernos una trampa, atrayendo lejos a los perros para que los sigamos, mientras otros atacarán la casa”.

Cuando vio lo que había sucedido con la potranca, dijo:

–Creo que los comanches se quieren salir con la suya; ya que Cosita no puede ser de ellos, no quieren que sea de nadie.

–Papá –preguntó Thad con marcada ansiedad–, ¿crees que se va a morir por los flechazos?

–No, hijo –lo tranquilizó su padre, mientras terminaba de sacarle una del lomo–, no creo que las heridas sean de gravedad. Está perdiendo un poco de sangre pero no sufrirá malos efectos. De una cosa estoy seguro: ninguna flecha le ha tocado partes vitales.

Volvían ya los que habían ido a los corrales.

–Se fueron –dijo Atkins–. Apostaría a que se trataba de una pareja de muchachos que querían llevarse a la potranca.

En esos lejanos días, Brown Country, en Texas, era un hermoso lugar para vivir a pesar de los peligros, pero nadie pensaba demasiado en eso, excepto en el verano, cuando los comanches estaban activos.

En la primavera, con las flores tapizando el pasto por kilómetros y kilómetros, y el aire lleno de perfume, Thad salía a galopar montado en Cosita. Siempre llevaba el rifle a cualquier lugar que fuera, invierno y verano, y su madre constantemente le recordaba que no saliera sin el arma. Parecería extraño el consejo de una madre para un niño de doce años. Pero nadie se atrevía a salir sin tomar esa precaución. Nunca se sabía cuándo podían aparecer los indios.

También había serpientes y osos. En invierno, podía presentarse un lobo vagabundo. Un ternero o un potrillo tenían poco que hacer si los atacaba un lobo, así que a los lobos se los mataba en cualquier parte.


Capítulo 2


¡Silba una flecha!

La señora de Conway servía el almuerzo de nabos con carne de búfalo asada y porotos, mientras Thad llevaba los platos a la mesa, juntamente con jarras de leche y mantequilla, cuando oyeron que el padre entraba cabalgando en el patio.

–Alguien viene con papá –dijo Thad–, y no es Trav ni ninguno de los peones.

–Me pregunto, entonces, quién será –agregó la madre al tiempo que sacaba una hornada de galletas de su cocina nueva.

Momentos después, su esposo entraba en la cocina, acompañado por un hombre y un niño. El muchacho, oscuro, delgado y serio, parecía ser uno o dos años mayor que Thad. Se mostraba algo vergonzoso.

–Luisa –dijo Conway padre–, saluda a nuestro vecino, el Sr. Wiley Branson.

Thad miró al muchacho, que también le clavó la vista. Pero, ninguno habló.

–Este es mi hijo Beauford –dijo Branson–; Beau, para abreviar.

Ambos muchachos hicieron leves inclinaciones de cabeza a modo de saludo y luego se dijeron “¿Cómo te va?”

Los Conway habían tenido noticias de que una nueva familia se había instalado en un lugar de la zona sur, a unos veinte kilómetros, y estaban ansiosos de conocerlos. La señora de Conway y Ellie de Clark ya habían conversado sobre la visita que le harían a la nueva vecina. En esos díasy en esos lugares, las mujeres eran contadísimas, aunque un buen número de familias se había trasladado a la región. Pero se hallaban muy distantes entre sí y muchos “ranchos” o haciendas habían sido establecidos por hombres solos. Así que, las mujeres suspiraban por visitarse una o dos veces al año. Estaban a la caza de cualquier excusa (válida, por cierto) para lograr que los hombres las acompañaran. A los hombres no les agradaba dejar que las mujeres fueran solas, por causa de los indios. Había también algunos hombres blancos en la región que no eran de mucha confianza. Esa era todavía una tierra sin ley, y con mayor razón desde que los soldados habían sido llamados a combatir en la guerra.

Los Branson, padre e hijo, se sentaron para almorzar con los Conway y los peones. Travis y Ben Atkins llegaron de los corrales justo cuando comenzaba la comida.

–Así que, por lo que veo, ha estado en una cacería de búfalos –comentó Branson al padre de Thad–. ¿Tuvieron que ir muy lejos?

–Tanto como un día de viaje en carreta–respondió Conway–. Hacía muchos años que no los encontrábamos tan cerca.

Esa parte del país aún estaba densamente arbolada, con bosques tan grandes que podían ocultar al rebaño más crecido de bisontes. Pero Sansón Conway y sus hijos habían estado en la llanura una semana antes y habían vuelto con el carro lleno de carne de búfalo.

Thad nunca olvidaría los detalles del día en que los Branson comieron en su casa. Fue un día importante para él, mucho más de lo que en ese momento le pareció, pues conoció a los dos primeros miembros de la familia Branson.

Wiley y su hijo Beau partieron luego de almorzar.

–Tan pronto como puedan, vayan todos a visitarnos –invitó Wiley mientras iniciaban el viaje–. Marcela se siente muy sola. Nunca antes estuvo tan lejos de sus parientes, y eso no le está sentando demasiado bien. Su gente está toda en Kentucky, excepto una hermana que vive en San Antonio.

–Iré con Ellie de Clark en cuanto puedan acompañarnos los hombres –prometió la señora de Conway.

–Y ven tú también –le dijo Beau a Thad.

Aunque había hablado poco durante la visita, Thad se sentía a gusto con el nuevo vecinito.

Con su cabello revuelto como una enramada, el rostro cubierto de pecas como un huevo de pavo, y su temperamento vivaz y alegre, Thad estaba contento con su amigo de tez oscura, tranquilo y de buena presencia. Thad nunca había gozado de la compañía de niños o niñas de su edad, y Beau le había dicho que en casa tenía dos hermanas. Una era casi de la misma edad que Thad, que contaba doce años, y la otra tenía nueve.

–No podías pasarme por alto –respondió Thad a la invitación de Beau–. Estaré muy contento de conocer a tus hermanas.

En aquellos días, la manera más segura de ir a cualquier lugar era hacerlo cabalgando, a menos que se optara por caminar, pero nadie se inclinaba por esto último. Todo el mundo andaba a caballo, hasta las mujeres como Luisa de Conway. Había cabalgado toda su vida y montaba tan bien como cualquier hombre.

Luisa y Ellie comenzaron a urgir a sus esposos para que las acompañaran a realizar una visita a los Branson, pero los hombres parecían no tener apuro. Thad estaba tan ansioso como las señoras de realizar ese viaje. Finalmente, su madre comunicó:

–Sansón, dentro de una semana iré con Ellie a pasar el día con la señora de Branson. Si ustedes, los hombres, desean venir con nosotras, serán bienvenidos; de lo contrario, llevaremos a Thad para que nos proteja.

Desde ese momento, Thad estuvo seguro de que el viaje se realizaría, porque cuando su madre llamaba a su padre por el nombre era porque estaba completamente decidida. El padre también lo sabía. En realidad, la cosa no era para hacer tanto barullo, porque tanto Luisa como Ellie manejaban un arma como podía hacerlo cualquier hombre o muchacho del campo.

Así, cierto amanecer de primavera, cuando los pájaros llenaban el aire con sus cantos, Ellie se unió a Thad y su madre en la puerta de la hacienda. Ellie montaba un caballito fuerte y de pelo suave que tenía una franja negra desde la crin hasta la cola. Venía con dos niños pequeños, sentados uno delante de ella; y el otro, atrás.

Luisa montaba el caballo de Travis, al que llamaban Avispa Azul, animal fuerte y activo que detectaba la presencia de indios a más distancia que cualquier perro. Thad cabalgaba sobre Cosita, que también era buena para husmear indios. Tomaron la huella marcada por la hacienda a la vera del arroyo y siguieron viaje.

Se dirigieron hacia el sur a través de praderas onduladas, sobre las que se recortaban, a la distancia, los perfiles de unos cerros azulados. El aire estaba impregnado del perfume dulzón de las florecillas silvestres que por kilómetros y kilómetros alfombraban el suelo de azul, dando la impresión de que se reflejaba el cielo. En otras lomadas, había grandes manchas amarillentas, formadas por miles de flores de ese color que se mecían airosas sobre sus largos tallos. Parecía una tierra inmensa y vacía, pero para Thad estaba llena de maravillas y sorpresas.

El sol subió alto y dejó caer sus rayos sobre las cabezas de los viajeros, pero pronto la huella se internó bajo la sombreada frescura de los árboles que bordeaban el arroyo. Por fin vieron un grupo de carretas en una vuelta del riacho, y a los vacunos de Branson que pastaban aquí y allá.

La señora de Branson las estaba aguardando, pues unos días antes Ben Atkins y Travis habían pasado por allí, avisándole de los planes de Luisa.

–¡M-m-m, comida! –exclamó Thad cuando percibió el olor de lo que se guisaba en el fogón al aire libre.

Una mujer de color, cincuentona y regordeta, atendía la cocina. Era la tía Dulcie, esposa del tío Wash. Ambos trabajaban para la familia Branson. Thad había visto al tío Wash una vez que arreaba ganado con otros hombres.

–Ya hace bastante tiempo que desayunamos –afirmó Thad mientras se aproximaban–, y me estoy muriendo de hambre.

Veinte kilómetros de cabalgata le habían abierto el apetito.

Deberías esperar por lo menos tres horas, Thad –le recordó su madre–. Apenas son las nueve de la mañana.

–Todavía vivimos en las carretas –se disculpó la señora de Branson, pero señaló hacia donde los hombres habían puesto los fundamentos para la casa y había una chimenea de piedra a medio construir.

Marcela de Branson era una mujer menuda y amigable, de ojos oscuros y llenos de vivacidad. Tenía el cabello ondulado recogido en un moño sobre el cuello. Hablaba queda pero rápidamente, con un acento fluido y suave que Thad no había oído nunca antes. Después supo por qué su manera de hablar era distinta de la de Ben Atkins, aunque ambos eran de Kentucky. La señora de Branson había sido maestra de escuela antes de casarse y cuidaba mucho su inglés. La mayoría de la gente de la región central de Texas no se tomaba esa molestia por aquellos días. Thad notó que el cuello blanco del vestido azul de la señora estaba asegurado por un prendedor con una hermosa piedra. En el borde inferior, tenía grabada la letra M.

Además de Beau, había en la familia otro niño de tres años llamado Stevie, de cabellos rubios y ojos castaños, como su madre. Parecía ser el mimado de toda la familia, especialmente de su hermana mayor y de la tía Dulcie.

Para Thad, los miembros más atractivos de la familia eran Melissa y Cecilia, a quienes llamaban “Lissy” y “Celie”. Eran dos niñas tan hermosas como Thad no había visto nunca y, pensaba él, nunca volvería a ver. Admitía que su trato con niñas era francamente escaso porque, fuera de las de Morton, que eran varios años mayores que él y vivían a más de veinte kilómetros hacia el norte, y algunas primas que había conocido en un viaje a Fort Worth, nunca había visto otras.

Él era un muchacho rudo de la frontera, criado en una hacienda, pero que gustaba de lo que fuera bello. Le costaba quitar los ojos de encima de las dos muchachas: Melissa, de cabello oscuro y ensortijado; y Cecilia, de cabello color de miel y ojos castaño oscuro. Sus vestidos eran iguales, con una diferencia de color: el de Celie era de una tela a rayas rosadas y blancas mientras que en el de Lissy las rayas eran azules y blancas.

–Vamos al arroyo, que te voy a mostrar algo–invitó Beau.

Pero antes Melissa trajo algunas galletitas para todos.

–Tía Dulcie dice que esto sostendrá el estómago hasta la hora del almuerzo –dijo.

Thad estaba seguro de que eso no le arruinaría el almuerzo, así que, masticando a dos carrillos siguió a los otros hacia unos cobertizos que el padre había levantado a poca distancia de las barrancas del arroyo.

Bajaron por una senda que atravesaba espesas formaciones de arbustos hasta que llegaron al arroyo, donde unos árboles enormes crecían entre ambas riberas. Allí había un remanso, formado en un sitio hondo que habían cavado los desagües de las lluvias de primavera. Un gigantesco álamo americano se inclinaba sobre el remanso, sombreando el lugar. En la orilla opuesta, otros árboles proyectaban sus ramas sobre el arroyo, entrelazándolas con las de este lado.

Era un paraje solitario y misterioso. Thad pensó que se trataba de un magnífico lugar para que un muchacho tuviera su escondite secreto, y eso era precisamente lo que Beau y sus hermanas habían hecho. Cuando Thad fue conducido a través de los tupidos arbustos, vio una senda apenas visible que corría por una de las barrancas, justo encima del remanso. Beau levantó una cortina de plantas silvestres y dejó al descubierto la entrada de una cueva.

Entraron y Beau dejó caer la cortina; todo quedó negro. Nadie habría sospechado la existencia de esa cueva porque estaba completamente fuera de la vista.

En un lado de la pared de la cueva, había cavado un estante. En él se veían algunas velas, y Beau encendió una. En el estante también había unas cuantas cajas de hojalata que llamaron la atención de Thad.

–¿Qué es eso? –preguntó.

–Es nuestra despensa –explicó Melissa–. Beau también nos deja jugar aquí; este es nuestro fuerte. Cuando jugamos a los indios, venimos a escondernos aquí.

–¿Qué tienen guardado en la despensa? –inquirió Thad.

Melissa abrió las cajas una por una. La primera contenía algunos trozos de carne desecada. Podía conservarse por mucho tiempo si no había humedad. En otra había bizcochos y trozos de pan. En la siguiente, el contenido era de duraznos y manzanas secos; y en la última, de varias clases de galletitas. Melissa aún tenía dos de las galletitas que había traído de las carretas; y Celie, una. Las pusieron en la última caja y tomaron algunas de las que allí habían estado guardadas.

–Estas las puse aquí la semana pasada –explicó Melissa–. Las comeremos ahora y guardaremos las nuevas para la próxima vez.

Thad rio.

–Nunca he visto ardillas tan buenas para almacenar provisiones –dijo.

Luego jugaron a los indios y a los pobladores hasta que oyeron que la señora de Branson los llamaba para almorzar. Thad nunca se había divertido tanto. Luego de la comida, Melissa, que a pesar de su aspecto delicado era bastante retozona, invitó a los demás:

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181 p. 36 illustrations
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9789877983333
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