La naturaleza de las falacias

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From the series: Derecho y Argumentación #17
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7 Suponga que nuestro imaginario profesor de Lengua de 1º C interpela a un alumno después de un examen: “Ud. ha copiado, seguro. ¿Y lo niega? Venga, demuéstreme que no lo ha hecho”. La máxima citada sanciona el carácter ilegítimo de las demandas de prueba de este género que traspasan al imputado la obligación contraída justamente por quien hace la imputación. A lo que en este caso habría que añadir lo difícil que le resultaría al acusado probar un “hecho negativo” de este tipo.

8 Recordemos este texto publicitario del antiguo Fiat 500: «Cómo encontrar el amor gracias al Cinquecento. El Cinquecento consume poco. Por lo tanto, harás economías. Luego, tendrás dinero. Así que podrás jugártelo. Luego, podrás perderlo. Así que serás desgraciado en el juego. Luego, afortunado en el amor. En conclusión, lo que necesitas es un Cinquecento». ¿Es efectivamente un argumento o se trata más bien de una parodia urdida por la secuencia de las premisas y las conclusiones al hilo de los correspondientes marcadores ilativos?

9 Vid. El libro de las argucias. Relatos árabes. Recopilación de René R. Khawm. Barcelona: Paidós, 1992; t. II, Califas, visires y jueces, c. viii, pp. 293-294.

10 Recordemos una anécdota que se contaba del antiguo fabulista Esopo. Siendo niño, era tartamudo y tenía serías dificultades para expresarse oralmente. Estaba, junto con otros siervos jóvenes, al servicio de un agricultor que poseía una frondosa y fértil higuera. Un buen día, la higuera amaneció limpia de higos. El dueño preguntó quién había sido el ladrón comilón y los compañeros de Esopo, que se habían atracado de higos la noche anterior y conocían su defecto, no dudaron en señalarle con el dedo: “Él ha sido”. Esopo negaba con la cabeza, pero enrojecía de impotencia al no poder defenderse: no le salían las palabras. Al fin se le ocurrió pedir por señas que todos los siervos, él mismo incluido, bebieran una especie de leche agria que provocaba vómitos. Cuando todos vomitaron, los restos de higos denunciaron a los granujas, de modo que Esopo se vio libre de la imputación al mostrar su inocencia. Entendido así el recurso gestual de Esopo, ¿no tuvo valor argumentativo? ¿No fue una defensa convincente y efectiva?

En relación con el caso de la argumentación fílmica, puede verse Jesús Alcolea (2009), “Visual arguments in film”, Argumentation, 23/2: 259-275.

11 La figura apareció en L’Illustration en febrero de 1909, con el rótulo: “El hombre de La Chapelle-aux-Saints: una reconstrucción exacta del hombre de las cavernas prehistórico cuyo cráneo fue hallado en el Departamento de Corrèze”. Fue reproducida en Illustrated London News el 27 de febrero de 1909, pp. 312-3, bajo el título: “Un ancestro: el hombre de hace veinte mil años”. Para más detalles, puede verse Cameron Shelley (1996).

12 Se publicó en Illustrated London News el 27 de mayo de 1911, p. 779.

13 Recuerdo que al hablar de “argumentación visual” en este caso no me he referido a una argumentación visual monomodal, solo gráfica —aunque podría haberla como puede haber argumentos únicamente lingüísticos—, sino a una argumentación visual polimodal, en la que pueden concurrir soportes y medios discursivos de diversos tipos (sin ir más lejos, visuales y lingüísticos o incluso gestuales en el ejemplo anterior de Esopo, vid. supra, nota 11).

14 Pueden verse otras muestras de esta campaña publicitaria de Reynolds, y detalles sobre su contexto, en Frans H. van Eemeren, Rob Grootendorst, Sally Jackson y Scott Jacobs (1997), “Argumentación”, recogido en T. A. van Dijk, comp. El discurso como estructura y proceso, Barcelona: Gedisa, 2008 3ª reimp., pp. 320-328. El propósito de salvar la cara o de presentar una buena imagen de la compañía ha sido especialmente destacado por E. Gamer (2000), “Comments in ‘Rhetorical Analysis within a Pragma-Dialectical Framework’”, Argumentation, 14: 307-314.

15 El anuncio es una espléndida muestra de la moderna tendencia publicitaria que trata de “vender” una buena imagen social o incluso ética de la marca, antes que, o incluso al margen de, la venta de sus productos.

16 “Sinister interests” es una expresión consagrada del estudio de las falacias políticas emprendido por The Book of Fallacies de Jeremy Bentham (1824, edic. de O. Bingham); véase infra Parte II, texto 6.

17 Recordemos la observación de John Stuart Mill (1859, 1869): «Permítaseme que haga una observación: lo que yo considero presunción de infalibilidad no consiste en sentirse seguro de una doctrina, sea cual sea, sino en la posibilidad de decidir en nombre de otros acerca de una cuestión, sin escuchar lo que pueda alegarse en contra», Sobre la libertad, Madrid: Edaf, 2004, cap. II, p. 78.

18 Procedía de una famosa alocución radiofónica del general De Gaulle: «Quoi qu’il arrive, la flamme de la résistence française ne doit pas s’éteindre et ne s’éteindra pas» (18 de junio, 1940).

19 Puede verse la presentación comprensiva de Douglas Walton, Chris Reed y Fabrizio Macagno (2008) Argumentation schemes. Cambridge. Cambridge University Press.

20 Baltasar Gracián (1647), Oráculo manual y arte de prudencia, aforismo 25. En la edición a cargo de L. Sánchez Laílla, Obras completas, Madrid: Espasa Calpe, 2001, p. 212.

Capítulo 2

Una brújula para orientarnos por el terreno

«El término ‘falacia’ no es un término preciso. Una razón es su ambigüedad. Puede referirse a: (a) un tipo de error en un argumento, o (b) un tipo de error en el razonamiento (incluyendo argumentos, definiciones, explicaciones y otras cosas por el estilo), o (c) una creencia falsa, o (d) la causa de cualquiera de los errores anteriores, incluidas las que comúnmente se conocen como “técnicas retóricas”».

Bradley Dowden, “Fallacies”,

Internet Encyclopedia of Philosophy < http://www.ip.utm.edu >-

Por desgracia, nuestros problemas de orientación con la fauna de las falacias no se limitan a los provocados por la presencia de remedos y de muestras artificiales o disecadas en su hábitat discursivo, y por el riesgo de que se confundan con ejemplares vivos o —digamos— “naturales” hasta suplantarlos en las “granjas” escolares. También tienen que ver con nuestros propios modos de discriminar y designar toda suerte de ejemplares y, en general, con la denominación misma de falacia, como ya hemos tenido ocasión de observar en el capítulo anterior y Dowden declara en el texto arriba citado. Más aún, el propio texto de Dowden sigue siendo vago o impreciso en otros sentidos, por ejemplo, en el de no recoger expresamente un aspecto y una dimensión determinantes del carácter falaz del tipo de error que aquí nos importa: no se trata solo de un fallo, un defecto o una equivocación de carácter discursivo o cognitivo; consiste además en un proceder incorrecto o ilegítimo y por lo tanto envuelve una dimensión normativa. Pues bien, con miras a procurarnos una especie de brújula conceptual para orientarnos por este terreno, podemos partir de las nociones siguientes.

1. A QUÉ LLAMAMOS ARGUMENTACIÓN FALAZ

Nuestros usos cotidianos de los términos ‘falaz’ y ‘falacia’ abundan en su significado crítico o peyorativo: insisten en la idea de que una falacia es algo en lo que se incurre o algo que se comete, sea un engaño o sea algo censurable hecho por alguien con la intención de engañar. Efectivamente, en los diccionarios acreditados del español actual, el denominador común de las acepciones de “falacia” y “falaz” es el significado de engaño y engañoso1. Son calificaciones que pueden aplicarse a muy diversas cosas: argumentos, actitudes, maniobras y otras varias suertes de actividades, tramas y enredos. Aquí vamos a atenernos a las actividades discursivas: solo éstas resultarán falaces. Ahora bien, dentro del terreno discursivo, la imputación de ‘falaz’ o de ‘falacia’ también puede aplicarse a diversos actos o productos como proposiciones (e.g. “el tópico de que los españoles son ingobernables es una falacia”), preguntas (e.g. “la cuestión capciosa «¿Ha dejado usted de robar?» es una conocida falacia”) o argumentos (e. g. “no vale oponer a quien se declara en favor del suicidio un argumento falaz del tenor de «Si defiendes el suicidio, ¿por qué no te tiras por la ventana?»”). Para colmo, no olvidemos que en el capítulo anterior hemos visto incluso representaciones o imágenes falaces.

Por otro lado, en ese vasto campo vienen a cruzarse y solaparse, amén de conchabarse, falsedades y falacias. Pero unas y otras son errores de muy distinto tipo: la falsedad tiene que ver con la falta de veracidad, en un sentido subjetivo, o con la falta de verdad, en un sentido objetivo; en el primer caso, lo que uno dice no se ajusta a lo que él efectivamente cree; en el segundo caso, lo que uno dice con referencia a algo no se ajusta a lo que esto efectivamente es. En cambio, el error del discurso falaz consiste en otra especie de incorrección o engaño que no es propia de unas meras declaraciones o proposiciones —lugares para la verdad o la falta de verdad—, sino peculiar de las tramas argumentativas de proposiciones y, en general, de las composiciones discursivas que tratan de dar cuenta y razón de algo a alguien con el fin de ganar su asentimiento —aunque para ello puedan envolver, como ya he sugerido, mentiras o falsedades—. Así pues, también supondremos que los términos ‘falaz’ o ‘falacia’ se aplican ante todo a ciertos discursos que cabe considerar “casos paradigmáticos”2, a saber: aquellos que son o al menos pretenden ser argumentos. Por derivación, podremos considerar falaces otras unidades discursivas (proposiciones, preguntas, etc.) en la medida en que forman parte sustancial de una argumentación o contribuyen a unos propósitos argumentativos.

 

Recordemos, por ejemplo, una encendida y despiadada soflama que Francisco Rico —académico de la Lengua y colaborador de El País— dirigió desde la tribuna de opinión del periódico (11/01/2011) contra la recién aprobada ley antitabaco, a la que tildaba de “ley contra los fumadores”. El artículo terminaba con la apostilla: “PS. En mi vida he fumado un solo cigarrillo”. Esta declaración levantó una nube de protestas contra la impostura de un Francisco Rico que había sido y seguía siendo fumador habitual. Pues bien, ¿constituye un remate argumentativo de la diatriba de Rico contra la ley, según entendieron la mayoría de los lectores del artículo? ¿O, más bien, representa una especie de juego irónico o de guiño para los conocedores de la vida y costumbres de Rico, una licencia retórica en suma? En el primer caso, podría oficiar como una especie de prevención frente al reparo de que sus ataques a la ley venían dictados por sus intereses de fumador y como una prueba adicional de la plausibilidad y neutralidad de las críticas vertidas en el artículo. En el segundo caso, no pasaría de ser una broma quizás poco afortunada en el marco de una tribuna de opinión de un periódico de información. En el primer caso, se trataría de una apostilla falaz a la que cabría acusar de falsedad o engaño en tal sentido. En el segundo caso, se prestaría más bien a una crítica estilística y a una sanción moral o deontológica. (Por lo demás, dada la ambigüedad quizás deliberada en que se movía esta nota final de Rico, no es extraño que se viera acusada y juzgada en todos estos sentidos). El ejemplo muestra, por otra parte, y una vez más, que no siempre será inequívoca la condición falaz o, siquiera, argumentativa del caso planteado.

Pero sigamos. Pasándonos de generosos, podríamos reconocer incluso ciertos procedimientos generadores de falacias o ciertas maniobras que producen unos efectos nocivos similares sobre la interacción discursiva en un marco argumentativo —así se habla, por ejemplo, de “maniobras falaces” de distracción o de dilación en una discusión o en un debate parlamentario—. Ahora bien, sea como fuere, convengamos en que las falacias tienen lugar de modo distintivo en un contexto argumentativo o con un propósito argumentativo. En suma, para empezar, vamos a considerar falaces ciertas argumentaciones o argumentos, incluidos los seudo-argumentos que traten de pasar por argumentos genuinos en un determinado contexto discursivo. Y por extensión también podrían considerarse falaces los elementos discursivos en la medida en que formaran parte de una argumentación o pretendieran tener valor o propósito argumentativo, como la apostilla antes examinada en la interpretación mayoritaria de sus lectores.

En este sentido, también será bueno recordar que nuestro término falacia proviene del étimo latino fallo, fallĕre, un verbo con dos acepciones de especial interés: 1/ engañar o inducir a error; 2/ fallar, incumplir, defraudar. Siguiendo ambas líneas de significado, entenderé por falaz el discurso que pasa, o se quiere hacer pasar, por una buena argumentación —o al menos por mejor de lo que es—, y en esa medida se presta o induce a error pues en realidad se trata de un seudo argumento o de una argumentación fallida o fraudulenta. El fraude no solo consiste en frustrar las expectativas generadas por su aparición o uso en un marco argumentativo, de modo que las razones aducidas para asumir la proposición o la propuesta que se pretende justificar no tienen realmente la fuerza o la virtud pretendida, sino que además puede responder a una intención o una estrategia deliberadamente engañosas. En todo caso, representa una quiebra o un abuso de la confianza discursiva, comunicativa y cognitiva sobre la que descansan nuestras prácticas argumentativas. A estos rasgos básicos o primordiales, las falacias conocidas suelen añadir otros característicos. Son dignos de mención tres en particular: su empleo extendido o relativamente frecuente, su atractivo suasorio o su poder de captación, su uso táctico como recursos capciosos de persuasión o inducción de creencias y actitudes en quien reciba el discurso.

De todo ello se desprende la ejemplaridad que se atribuye a la detección, catalogación, análisis y resolución crítica de las falacias. Pero, por otro lado, y más allá de estos servicios críticos, la consideración de las falacias también puede suministrarnos hoy noticias y sugerencias de interés en la perspectiva de una teoría general de la argumentación. Este papel de síntoma y de espejo del estado del campo de la argumentación, al que no suelen prestar atención los libros de falacias, será debidamente atendido y aprovechado más adelante —vid. Parte III, capítulo 3—. De momento, sigamos buscando y precisando algunos conceptos básicos para continuar avanzando en la exploración del terreno.

2. SOFISMAS Y PARALOGISMOS

En el campo de las falacias también se ha hablado desde antiguo de ‘sofismas’ y de ‘paralogismos’: un sofisma es un ardid o una argucia deliberadamente engañosa, mientras que un paralogismo es más bien un error o un fallo involuntario de razonamiento. Hay quienes, en la actualidad, han considerado esta distinción como una referencia intencional o psicológica, irrelevante a la hora de examinar un argumento3. Pero creo que resulta tan pertinente en el presente contexto como lo es en un contexto jurídico la existente entre dolo y culpa —pongamos por caso entre el asesinato y el homicidio involuntario—, a la hora de calificar y juzgar un acto delictivo. En todo caso, espero mostrar en lo que sigue el interés de la distinción y de la interrelación de sofismas y paralogismos para la teoría de la argumentación y, en particular, para la conceptualización de las falacias. Vayan por delante algunos ejemplos representativos.

Como muestra inicial de sofisma puede valer un argumento que Jaime Balmes aducía en El Criterio para justificar la pretensión del cristianismo de ser una doctrina verdadera: lo es efectivamente en razón de los milagros. He aquí el argumento:

«¿De qué medio se valieron los propagadores del cristianismo? De la predicación y del ejemplo, confirmados por milagros. Estos milagros, la crítica más escrupulosa no puede rechazarlos; que, si los rechaza, poco importa, pues entonces confiesa el mayor de los milagros, que es la conversión del mundo sin milagros» (cap. XXI, § 11; edic. BAC, t. III, p. 696)4.

De forma más nítida y terminante el argumento comparece como ejemplo de dilema en una nota que trata de compendiar la lógica escolástica en el capítulo dedicado al “Raciocinio” en ese mismo libro:

«El dilema es una argumentación fundada en una proposición disyuntiva que por todos los extremos hiere al adversario. O el cristianismo se difundió con milagros o sin milagros; si con milagros, el cristianismo es verdadero; si sin milagros, el cristianismo es verdadero también, pues se difundió con un gran milagro, que es el de difundirse sin milagros» (cap. XV, § 5; edic. cit., p. 648).

La pretendida prueba resulta no solo fallida, al descansar en una base acrítica como la milagrería, sino fraudulenta en la medida en que trata de enmascarar su carácter de petición de principio mediante una apelación aparentemente paradójica, pero en realidad equívoca a los “milagros” —a la milagrosa difusión de difundirse sin milagros—.

Entre las muestras de paralogismos merecen citarse las que Carlos Vaz Ferreira ha diagnosticado como falacias de falsa oposición. Dice a este respecto:

«Es una de las falacias más comunes, y por la cual se gasta en pura pérdida la mayor parte del trabajo pensante de la humanidad, la que consiste en tomar por contradictorio lo que no es contradictorio; en crear falsos dilemas, falsas oposiciones. Dentro de esta falacia, la muy común que consiste en tomar lo complementario por contradictorio no es más que un caso particular de ella, pero un caso prácticamente muy importante»5.

A su juicio, estas falacias son paralogismos o estados de confusión en los que se incurre por inadvertencia, aunque no sean errores ocasionales sino más bien sistemáticos e incluso fuentes de error, con serias repercusiones tanto en el orden del pensamiento como en el terreno de la acción6. En la Lógica viva presenta tres variedades principales: una, muy genérica, consiste en tomar por opuestos contradictorios dos extremos que son contrarios o simplemente dispares pero no irreconciliables; las otras dos, más específicas, son el falso dilema de juzgar excluyentes entre sí los casos complementarios, y el empeño en tratar como incompatibles los factores o elementos concurrentes en un caso complejo; todas ellas suelen discurrir con miras a primar uno de los casos o elementos considerados y descartar todos los demás. Aunque Vaz no lo mencione por atenerse a las muestras de su entorno, uno de los ejemplos más brillantes de contraposición sesgada y forzada es precisamente el constituido por una de las argumentaciones que se suponen “fundacionales” en la historia de la filosofía occidental. Me refiero a los primeros versos de la revelación de la diosa en el Poema de Parménides (s. V a.n.e.).

Recordemos que, a juicio de Parménides o a tenor de lo que la diosa declara, sólo cabe concebir dos caminos de investigación acerca del ser: (i) que es y no es posible que no sea, i.e. la vía de la verdad bien redonda, y (ii) que no es y es necesario que no sea, i. e. la vía de lo absolutamente incognoscible e inescrutable (28 B 2, 3-5). Por consiguiente, no queda sino un único camino pensable o practicable, que es y no es posible que no sea (28 B 8 1-2).

Pero, ni que decir tiene que, entre los dos extremos contrapuestos, caben efectivamente otros casos no considerados, como el de que no es necesario que algo sea y el de que no es necesario que algo no sea; casos que abren, en suma, la vía de la contingencia frente a las dos vías anteriores de la necesidad de ser y la necesidad de no ser. Así pues, lejos de ser contradictorios los extremos iniciales de lo que es y lo que no es, se limitan a resultar —dentro de su imprecisión— contrarios y, en definitiva, no llegan a determinar esa suerte de silogismo disyuntivo que el Poema pretende: no establecen la disyunción excluyente sobre la que Parménides quiere sentar, dada la imposibilidad absoluta del no ser, la imperiosa necesidad del ser7.

Ahora bien, la distinción entre sofismas y paralogismos tampoco ha de tomarse como una demarcación neta y tajante en todos los casos —salvo que la hagamos recaer en ese mismo vicio de la “falsa oposición”—. Hay argumentos en los que no sería fácil dictaminar si hay dolo, es decir sofisma, o simple culpa, es decir paralogismo, y aún son más frecuentes las situaciones en las que casos de uno y otro tipo se entretejen en la trama de un proceso discursivo falaz. Veamos alguna muestra de estas complicaciones.

Consideremos la argumentación siguiente, esgrimida con la pretensión de establecer precisamente la necesidad de argumentar:

«Que argumentar es una capacidad inherente al ser humano es algo sobre lo que no hay duda alguna. Es más, si alguien no estuviese totalmente convencido de ello, no tendría más remedio que ofrecer razones para, así, poner en claro que su opinión está bien fundamentada, y tratar, por tanto, de convencer al resto de la validez de su posición; se vería, por tanto, inevitablemente condenado a argumentar para justificar y fundamentar su posición. El ser humano asienta su vida, pues, en su capacidad argumentativa»8.

El argumento cuenta, en principio, con la ventaja de partir de una creencia común o, por lo menos, ampliamente difundida en el sentido de lo que Aristóteles llamaba éndoxon, i. e. algo que estima plausible todo el mundo o la mayoría de gente o los entendidos, a saber: la creencia en que argumentar es propio del ser humano9. Siendo así, la carga de la prueba podría recaer sobre el que ponga en cuestión este sentir común. Ahora bien, la tesis de que argumentar es una capacidad inherente y, más aún, inevitable porque solo puede cuestionarse argumentando, no deja de envolver una petición de principio. De entrada, cabe argüir que no consiste tanto en una capacidad inherente como en una habilidad tal vez distintiva, pero en todo caso adquirida, como el lenguaje, por ejemplo, y seguramente ligada a determinadas prácticas lingüísticas —recordemos los célebres casos de niños “salvajes” crecidos sin contacto ni comunicación humana, que luego se ven seriamente limitados, cuando no imposibilitados, en el ejercicio de sus “capacidades lingüísticas”—. En segundo lugar, tampoco es cierto que, si alguien cuestiona la necesidad de argumentar, se ve “invariablemente condenado” a hacerlo, a argumentar, para justificar su posición: por un lado, puede adoptar esa posición escéptica sin justificarla; por otro lado, la necesidad o el compromiso de argumentar solo se vuelven imperiosos una vez que está decidido el jugar a este juego; salvo circularidad, no son autofundantes ni autocomprensivos10. En cualquier caso, para terminar, la aserción final acerca del asentamiento de la vida del ser humano en su capacidad argumentativa resulta a todas luces una extrapolación tan infundada como desmedida, a pesar del marcador ilativo “pues” que trata de presentarla como recapitulación y consecuencia. Conforme a este análisis, la parte primera, destinada a establecer de modo concluyente la necesidad de argumentar, representa un paralogismo. Es un tipo de confusión no infrecuente en filosofía, propiciada por el uso y abuso de los que se han venido a llamar argumentos performativos, es decir: argumentos cuya conclusión no cabe negar sin caer en una contradicción, ni cabe establecer deductivamente sin caer en una petición de principio; son argumentos típicamente llamados a sentar tesis trascendentales. En cambio, la segunda parte, que se cierra con una especie de conclusión infundada pese a su aparente cogencia consecutiva y recapitulativa, podría considerarse engañosa o especiosa y, en esa medida, representaría un sofisma.

 

Algo más complicados y no menos ilustrativos pueden ser otros casos en los que sofismas y paralogismos se anudan y combinan como ingredientes interactivos dentro de un mismo proceso discursivo, por ejemplo, en el curso de una discusión. Valga como muestra el caso imaginario siguiente, que ya he utilizado en otras ocasiones11.

Manuel y Emi, marido y mujer, llevan discutiendo desde hace unos días el tipo de Centro al que van a enviar a su hijo para cursar la enseñanza secundaria. Manuel, que prefiere un colegio privado y confesional, ha puesto de relieve el peso de razones como la existencia de buenas instalaciones (laboratorios, aulas de informática, zonas deportivas, etc.), el seguimiento personal de cada alumno, la información puntual a los padres sobre cualquier contingencia, la seguridad, el trato con otros muchachos de buena familia. Emi, por su parte, prefiere una enseñanza pública y, dentro de lo que cabe, laica, impartida por profesores especializados que han superado pruebas de acreditación oficial de sus conocimientos, en un ambiente que al parecer fomenta la asunción personal de responsabilidades por parte de los estudiantes. La discusión ha llegado a un punto muerto en el que las diferencias sobre las prioridades en la formación del hijo y sobre el peso relativo de las razones enfrentadas se manifiestan difícilmente salvables.

«- ¿Y si preguntáramos al niño? -sugiere Emi.

– Te contestará lo de siempre, que él irá donde vayan sus amigos; no nos sirve -descarta Manuel para adoptar luego un aire de abatimiento y cansancio-. Insisto en que debemos llevarlo al colegio San Tal. Bueno, ya sé que no te convencen el ideario y algunas otras cosas. Pero, como ya te he dicho, me parecen cuestiones menores. Venga, Emi, apiádate de mí. Me gustaría que resolviéramos este asunto ya. El tiempo apremia y yo, por lo menos, no puedo seguir dando vueltas a un problema que no me deja ni dormir: te confieso que me tiene bastante inquieto y apurado, la verdad.

– Pero, Manuel -opone débilmente Emi-, no te pongas así. A mí también me preocupa, ¿sabes? Es una cuestión importante que no conviene decidir a la ligera, sin discusión, por las buenas.

– Ni por agotamiento, Emi. Si llevamos días discutiendo ... Yo, por lo menos, me siento abrumado y agotado, me tienes vencido.

– Pero preferiría convencerte -Emi mira a su marido, cabizbajo y hundido en el fondo del sofá, y se entrega a un sentimiento de lástima; le pasa la mano por los cuatro pelos lacios de la cabeza-. Venga, Manuel, anímate. En fin, quizás durante un curso podríamos probar con tu santo colegio ...

– ¡Claro que sí, Emi! -Manuel vuelve a la vida-. Tienes toda la razón: a fin de cuentas, un curso no es más que un curso. ¿Vale, entonces? ¿Sí? Pues, no se hable más, mañana inscribo al niño en el colegio».

Esta escena se presta, desde luego, a más de una interpretación. Pero como se trata de un ejemplo, la interpretación que voy a destacar es la siguiente. Manuel ha desistido de convencer a Emi con razones, pero no renuncia a la consecución de su objetivo y ensaya otra estrategia: la de dejar que a ella misma la venzan sus emociones. Para esto tiene que propiciar el estado de ánimo oportuno y un medio eficaz de lograr esa finalidad instrumental será cargar la suerte sobre el aspecto más interpersonal y emotivo de la interacción discursiva. El primer paso de Manuel en esta dirección es la inserción de una apelación a la benevolencia: «Venga, Emi, apiádate de mí»; otro paso más decidido, en el que viene envuelto el reclamo de que urge una resolución, es una apelación de Manuel ad hominem, la apelación a sí mismo: «Me gustaría», «no puedo seguir» «te confieso». Emi trata de evitar este deslizamiento; se resiste a dejarse caer en las redes que tienden esos sofismas de falta de pertinencia para el punto en discusión. Pero Manuel presiona en la misma línea hasta el punto de inducir la impresión de darse por vencido. Emi cede: su resistencia intelectual está debilitada por sus deseos de no mantener ni aumentar el malestar de que da muestras su marido; además, por un lado, quiere estar a la altura de la bondad de Manuel que parece ponerse en sus manos, agotado; y, por otro lado, la presión moral del estado de postración que presenta su marido deviene irresistible. La mejor solución será una salida de compromiso capaz de salvar tanto su buena conciencia, con una concesión provisional, como sus buenos sentimientos, y Emi concede «podríamos probar durante un curso». Manuel, súbitamente redivivo, se apresura a darle la razón, «¡Claro que sí! Tienes toda la razón», y corrobora tan buena idea con un tópico tranquilizador y ambiguo —las tautologías valen para todo—: «un curso no es más que un curso». A Manuel solo le resta aprovechar la ocasión para fijar el acuerdo: ha conseguido no solo vencer la oposición de Emi y doblegar su voluntad —él no parece preocuparse tanto como ella de llegar a un convencimiento por razones—, sino que sea la propia Emi la que al final ha propuesto la solución que le conviene. Según esta reconstrucción, Manuel se ha valido de diversas estratagemas al servicio de la estrategia falaz de inducir a Emi a llegar a ese acuerdo. Para empezar (pasemos por alto su rápido descarte de la complicación que supondría contar con la opinión del niño), ha desviado el curso de la discusión hacia otro terreno, su propio y personal terreno. Luego, en este campo propicio, ha hecho las apelaciones oportunas para atraer la atención de Emi hacia unos aspectos colaterales pero con la fuerza suficiente para dirimir el punto principal; incluso, consciente del talante y la disposición de Emi, ha jugado la baza de declararse “vencido”. El éxito ha venido a coronar la efectividad de su estrategia inhibitoria de la oposición de Emi. Manuel no se ha interesado por la transparencia de sus movimientos y desplazamientos, no ha sido franco para declarar: «como nos separan diferencias sustanciales que ahora no podemos superar, dejemos la discusión para otro momento, o pasemos a considerar otros aspectos de la cuestión si los consideramos pertinentes»; ni Emi ha hecho gran cosa para prevenir o remediar la confusión y la desviación resultantes. Manuel tampoco se ha preocupado de que la interacción fuera simétrica, sino que, al contrario, él mismo y su abatimiento se han erigido en el principal y decisivo punto de referencia: ha tendido una red en la que Emi se ha visto atrapada, con sus opciones limitadas al plano emotivo y personal —las de aumentar o atenuar el estado de malestar manifestado por su marido— y orientadas hacia una solución sesgada de compromiso. ¿Por qué no probar el primer año, si «un curso no es más que un curso», en un colegio público?