Sexualidad y violencia

Text
From the series: ConeXiones
Read preview
Mark as finished
How to read the book after purchase
Font:Smaller АаLarger Aa

III

…no hay más que eso, el lazo social.

Jacques Lacan

En sus cuatro discursos, Lacan desplegó las diferentes modalidades que concebía de la relación con el Otro, que representan diferentes formas de lazo social. Entre ellos, el discurso del amo es el que proporciona sustento a las instituciones, promueve las identificaciones y las diferencias, funda los grupos, homogeneizando y segregando los goces. Decir lazo social no significa, por tanto, aludir a la sintonía armoniosa y al amor como afecto, sino también al odio y la ambivalencia de sentimientos, a fenómenos de identificación colectiva como el que Freud estudia en Psicología de las masas y análisis del yo, pero también a la violencia y la guerra. Como señala Christiane Alberti, cuando Lacan habla del lazo social es para llamar la atención de que no se trata solo de un fenómeno de palabra, sino que son cuerpos hablantes los que están concernidos; un discurso que hace lazo y que permite mantener a los cuerpos juntos, allí donde su goce genera segregación. El lazo social atravesado por la violencia funciona como regulador de las relaciones entre individuos y grupos, refuerza la estratificación —la jerarquía establecida entre las clases y sectores sociales— o lucha por subvertirla. Esto se observa claramente entre aquellos colectivos más castigados por la desigualdad, donde la pretensión del amo de erigirse en una suerte de «padre social» ha fracasado, y los excluidos se identifican con el síntoma desarrollando una especie de comunitarismo identitario que desafía las imposiciones de la moral y las reglas de juego del poder, exhibiendo su marginalidad como un atributo. Los habitantes de las favelas brasileñas, los ranchitos colombianos o las villas miseria argentinas, no se articulan a través de significantes y mediaciones simbólicas como la ley, sino que las relaciones dentro del grupo y de este con el mundo exterior opera en forma de una altísima «condensación de goce» cuyas consecuencias —frecuentemente trágicas— son asumidas como normales, como un riesgo inherente a su posición de sujetos.

Hay situaciones en las que la violencia se presenta directa, brutalmente, y hay estados de violencia que en ocasiones preceden o anuncian el desencadenamiento de la violencia abierta, hasta ese instante latente. Cuando se instala con carácter estable lo que vulgarmente se define como un «clima de violencia», generalmente esto da cuenta de un malestar social que puede desembocar en un estallido, a menos que el poder que representa el amo y los grupos que se enfrentan a él consigan reformular la funcionalidad de los lazos sociales hasta entonces vigentes. En determinadas circunstancias el grado de violencia latente se conjuga en términos de pactos no escritos entre quienes —al menos formalmente— representan el poder coactivo del Estado, y ciertos colectivos, en algunos casos organizados y en otros informales, cuya mera existencia constituye un desafío al orden social y sin embargo es tolerada en la medida en que sus acciones no traspasen ciertos límites. Un ejemplo es el fenómeno del funk brasileño, la música que nació en las favelas de Rio de Janeiro a finales de los años ochenta y que se ha extendido a San Pablo, donde reina en el barrio irónicamente bautizado como Paraisópolis, donde se dan cita negros y blancos pobres para bailar y escuchar las canciones con letras provocadoras en las que se glorifica a los narcotraficantes y se insulta a la policía. No se paga entrada, se mercadea y consume abiertamente marihuana y cocaína, y la policía se mantiene alejada aunque ocasionalmente interviene para hacer ver que no ha perdido por completo el control de la situación. En los hechos funciona como un caos organizado donde el verdadero control lo ejerce el autodenominado Primer Comando de la Capital, considerado el mayor grupo criminal de América Latina, con vínculos con la Camorra napolitana y la N´drangheta calabresa. Se calcula que el PCC tiene unos 35 000 miembros —se llaman hermanos entre sí— organizados en una estructura muy jerarquizada, con sus propios «tribunales de justicia» para imponer su ley tanto entre sus miembros como contra quienes les disputan su territorio. La represión violenta y sistemática de las manifestaciones culturales de origen africano, localizadas principalmente en las zonas habitadas por negros y blancos pobres, son parte de una política de Estado en Brasil tendente a contener dentro de ciertos límites las periódicas explosiones de protesta social a fin evitar su deriva violenta. Paradójicamente, durante la pandemia del Covid-19 que arrasó —literalmente— el país durante el año 2020, ante la inopia de las autoridades estatales y federales, fue el PCC quien se ocupó de disciplinar a la población a fin de evitar una mayor extensión del virus, tanto en las favelas de San Pablo como en Rio de Janeiro. Un fenómeno similar se ha dado en El Salvador —uno de los países más violentos del mundo—, donde son las maras las que imponen su autoridad de facto para que la gente no se exponga rompiendo el confinamiento en un país que cerrará el año 2020 con 20 muertos cada 100 000 habitantes. No son los únicos países donde son los criminales quienes aseguran un orden que les garantiza que su clientela no se pierda por culpa del virus.

Lo que ocurre dentro de las siempre saturadas prisiones latinoamericanas es otro ejemplo de hasta qué punto los lazos sociales que vinculan —aún a su pesar— a guardianes y presos, obedecen a un acuerdo recíproco de no agresión, a pesar de que periódicamente sobrevienen estallidos de una violencia salvaje en los que las principales víctimas son los internos, sea porque se matan entre sí o sea porque se amotinan y son reprimidos por los carceleros. Como en todo universo concentracionario, la prisión se rige por sus propias leyes, que los funcionarios por un lado y los presos organizados con sus propios líderes por otro, se ocupan de hacer cumplir, hasta el punto de que entre los muros de muchas de estas prisiones hay un espacio en el patio controlado por los internos que funciona como una pequeña ciudad donde muchos presos conviven con sus mujeres e hijos pequeños, disponiendo de tiendas bien surtidas donde se mercadea con toda clase de sustancias, se ejerce la prostitución sin cortapisas y los jefes de cada banda negocian el reparto de poder interno. El enorme crecimiento de las Iglesias evangélicas y la gran influencia que han adquirido en Latinoamérica, desplazando en muchos países a la Iglesia católica, se hace sentir también en las prisiones, donde predicadores de estos credos han tomado prácticamente el relevo de los guardianes. En Brasil, algunos gobiernos estatales han cedido el control de algunos centros penitenciarios en los que, aunque la dirección oficial la lleva un funcionario, la relación directa con los presos está a cargo de pastores que predican el Evangelio al tiempo que organizan talleres de trabajo con la mano de obra reclusa, convirtiendo la cárcel en una fábrica que produce beneficios económicos. El Panóptico proyectado a finales del siglo XVIII por Jeremy Bentham, que propuso al gobierno británico que le dejasen organizar el funcionamiento de las prisiones prometiendo que, además de seguras serían muy rentables, hecho realidad. En Argentina los predicadores evangélicos también han implantado su influencia en algunos centros penitenciarios, compartiendo espacio con las transas carcelarias que regulan las relaciones entre los internos y de estos con los guardias.

La violencia como instrumento funcional a los lazos sociales es tan antigua como las sociedades humanas. Se trata de un fenómeno que exige revisar el concepto de convivencia, que en demasiadas ocasiones se identifica con una paz social que nunca ha existido. La convivencia no tiene que ser necesariamente armónica, aunque el uso de este concepto —al que se atribuye un efecto taumatúrgico en consonancia con la buena conciencia impuesta por el discurso del amo— es tan discutible como el de la socorrida tolerancia. Como destaca el historiador británico J. H. Elliott,

La violencia era sin duda una forma de vida normal a comienzos de la Edad Moderna y se consideraba la guerra como una institución aceptada, más que como una desgraciada aberración de un largo ciclo de paz. Fueron la imposibilidad de resolver los problemas económicos y sociales creados por la superpoblación, junto con el colapso del consenso religioso de Europa y la fortuita debilidad de muchas monarquías, los factores que habían creado una situación en la que el Estado no era ya capaz de cumplir la función que se esperaba de él de reducir la violencia a unos niveles aceptados27.

Los Tratados de Westfalia, firmados a lo largo del año 1648, pusieron fin a las llamadas «guerras de religión» durante las cuales se cometieron tal cúmulo de atrocidades que, por lo que concierne a Francia, Diderot escribió que la mitad de la nación se bañaba piadosamente en la sangre de la otra mitad. Westfalia significó la fundación de los Estados laicos, la separación de poderes entre el Emperador y el Pontífice simbolizado en el axioma cuius regio, eius religió por el que los súbditos estaban obligados a profesar la fe de sus respectivos monarcas. Otro historiador, en este caso norteamericano, David Nirenberg, ha estudiado en profundidad las relaciones existentes entre las minorías judía y musulmana en un contexto mayoritariamente cristiano, como el imperante en la Corona de Aragón en el siglo XIV, mostrando cómo la violencia intracomunitaria y extracomunitaria cumplía una función estabilizadora que garantizaba la convivencia entre los grupos bajo el control del poder político, que cumplía una función arbitral28. En su obra canónica, René Girard ha explicado muy bien la relación entre la violencia y lo sagrado en las sociedades primitivas, y la función del sacrificio en aras de atemperar las consecuencias de la violencia descontrolada recurriendo al desplazamiento como medio de evitar el encadenamiento interminable de venganzas personales; la catarsis sacrificial tiene como objetivo impedir la propagación desordenada de la violencia a cambio de soportarla en cierto grado, porque

 

[…] solo es posible engañar a la violencia en la medida de que no se la prive de cualquier salida, o se le ofrezca algo que llevarse a la boca29.

Tanto la agresividad como la violencia son fenómenos transversales y transclínicos, lo que significa que sus protagonistas tienen orígenes sociales muy variados, y sus acciones pueden encuadrarse en el marco de las diversas estructuras psicopatológicas.

Reducir la violencia a unos niveles aceptables implica la existencia de una autoridad que cumpla una función arbitral entre los grupos enfrentados, de tal modo que excluya las guerras de exterminio, porque la guerra total, en cuanto persigue la aniquilación del enemigo, es la antítesis del lazo social, que solo se sostiene en base a la alteridad. No hay lazo posible sin el Otro.

De los tres elementos fundamentales, que según Max Weber, distinguen al Estado Moderno, dos muestran signos de estar en retroceso: la centralización del poder y el monopolio de la fuerza, mientras que el tercero, la burocracia como cuerpo técnico profesionalizado imprescindible para que la maquinaria funcione, no deja de crecer. La centralización supuso el fin de la fragmentación territorial y la consiguiente pérdida de poder de los señores feudales, debilitados al mismo tiempo por la desaparición de los ejércitos privados con los que se enfrentaban unos a otros, obligados a fundirse en una única fuerza armada bajo el mando de quien estuviera al frente del Estado. También está en crisis el concepto de soberanía, cuyos principios teóricos surgieron finales del siglo XVI y comienzos del XVII gracias a pensadores como Hobbes y Locke en Inglaterra y Bodin y Leyseau en Francia, naciones cuya unidad estaba ya consolidada, y que a partir de los Tratados de Westfalia se incorporó como una propiedad más del Estado Moderno. Desplegándose en dos direcciones complementarias, hacia dentro del Estado manteniendo el poder unificado y centralizado, y hacia el exterior, para regular las relaciones con las demás naciones; la noción de soberanía incorporada por el constitucionalismo liberal como residenciada en la voluntad de los ciudadanos, quienes la ejercen a través de sus representantes, choca con la complejidad de sociedades plurales en las que se cuestiona cada vez más la eficacia de los mecanismos de representación. La multiplicidad de asociaciones y grupos existentes en la sociedad civil en las que los sujetos se anudan a través de lazos sociales muy diversos —un hecho que en sí mismo habla de su vitalidad—, potenciados por las posibilidades de comunicación e intercambio que ofrecen las redes, ha transformado la relación entre la ciudadanía y el poder convirtiendo el sistema político en una poliarquía, lo que supone una recolocación de las identidades y una modificación de la relación entre la sociedad política y la sociedad civil que conduce a una construcción transversal de la subjetividad. Ya no es posible en un régimen democrático tomar las decisiones que conciernen a asuntos importantes como si se tratara de un ukase, un decreto real al que los sujetos han de obedecer porque así lo ha decidido la autoridad, por legítima que sea, como se ha demostrado a lo largo del último decenio en diferentes países donde ciertas decisiones gubernamentales han sido y son cuestionadas por la vía de los hechos, al margen de las instituciones.

En la actualidad, en muchos países del mundo, tanto en Occidente como en otras latitudes, asistimos a un retroceso de los poderes centralizados, en una relación de constante tensión con las resistencias con las que esos poderes resisten el embate. Francia —un paradigma de verticalidad política y administrativa— representa un ejemplo de hasta qué punto el empuje de movilizaciones ciudadanas que rápidamente se transforman en protesta social, sin que obedezcan a un liderazgo individualizado o se identifiquen con una determinada ideología, más allá de un vago libertarismo, pueden de pronto transformar el panorama político. El sindicalismo francés, con una larga tradición de lucha y una gran capacidad organizativa se vio sorprendido por una movilización inorgánica, sin una dirección, capaz de alcanzar una masa crítica que ponga contra las cuerdas al poder, como se ha comprobado con los llamados chalecos amarillos. Algo similar ocurrió en Chile cuando las calles fueron ocupadas durante meses por multitudes indignadas por el aumento de la desigualdad y la tenacidad del gobierno de derechas en mantener la política económica diseñada durante la dictadura de Pinochet. Estos movimientos han podido gestarse y manifestarse gracias a la presencia de dos factores: en primer lugar, la magnitud de la precarización y pérdida de calidad de vida de ciertos colectivos sociales que, sin adscribirse a una clase social determinada y gracias precisamente a esa transversalidad, arrastran a otros grupos que suman sus propias reivindicaciones a las que dieron origen a la protesta; y en segundo lugar, el papel alcanzado por la utilización extensiva de las redes sociales, tanto para compartir las respectivas demandas como para convocar las manifestaciones en las calles con apenas minutos de antelación. El descontento por las malas condiciones de vida en los barrios periféricos de París y otras ciudades francesas —la malaise des banlieues— desató en el año 2005 una violencia destructiva espontánea por parte de sus habitantes, en su mayoría migrantes o descendientes de migrantes, centrada en la quema de vehículos y ataques a edificios públicos que la policía sofocó sin contemplaciones con una violencia represiva aún mayor.

Aunque aquellos acontecimientos no tenían en común más que el rechazo a unas condiciones de vida insoportables, y su carácter espontáneo e inorgánico, junto a ciertas medidas paliativas adoptadas por la Administración, hicieron de ellos un episodio pasajero. Muy diferente es la naturaleza de la protesta iniciada por los «chalecos amarillos», que pese a no disponer de una organización ni de una dirección unificada, ha conseguido estar presente en las calles de las principales ciudades y muchos pueblos de Francia —cuya violencia también se ha cebado en la destrucción de mobiliario urbano, transportes públicos y privados, tiendas y escaparates—, y que finalmente ha conseguido integrarse en un gigantesco movimiento huelguístico pacífico cuyo detonante fue el intento gubernamental de modificar el régimen de pensiones, en el que participan cientos de miles de trabajadores, incluidos sectores importantes de las clases medias. Su tenacidad reivindicativa ha hecho retroceder al gobierno, que ha aparcado la reforma, al menos momentáneamente, aunque el presidente Macron ha insistido en que no renunciará a imponerla30. También en Chile el actual Gobierno de la derecha ha debido replantearse su política social —en especial con una mejora de las pensiones y la revisión del coste de los estudios universitarios— y forzado a prometer una investigación de los brutales excesos represivos que han dejado muertos y cientos de heridos, algunos de ellos gravemente mutilados, además de las agresiones sexuales protagonizadas por los Carabineros —una fuerza policial militarizada— contra manifestantes detenidos, mientras está en marcha el proceso de reforma de la Constitución heredada del pinochetismo.

Aunque aún es pronto para comprobar el grado de profundidad que sin duda tendrán los efectos sociales y políticos —además de los económicos— desatados por la pandemia del Covid-19 que comenzó a finales del año 2019 y que el mundo continúa padeciendo, nadie debería sorprenderse si en muchos países la movilización de colectivos de humillados y ofendidos por la precariedad y la desigualdad, por la exclusión, el paro o sencillamente la pérdida de calidad de vida extraigan la conclusión de que la única vía para forzar al poder a reformular el contrato social es el empleo de la violencia. De hecho, se constata una multiplicación de la violencia como instrumento de acción política en muchos países que, sin estar en guerra —como sí lo están Siria, Yemen o Libia— grupos sociales muy diversos llevan adelante sus reivindicaciones políticas, sociales y económicas desafiando las prohibiciones y la represión policial, desde Hong Kong hasta el Líbano, que está cada vez más cerca de convertirse en un Estado fallido. Ante el empuje de lo que Jacques-Alain Miller ha denominado la hipermodernidad, donde el goce ha reemplazado al ideal, parece que aún existen quienes se resisten a que sus vidas sean dirigidas con los criterios de la biopolítica y el neoliberalismo. Si bien no parece probable que se plantee algo similar a una situación revolucionaria o prerevolucionaria en los términos que la caracterizaba Lenin a comienzos del siglo XX, siempre hay que tener presente que cuando una protesta social que ha alcanzado una masa crítica se solapa con una crisis política, las consecuencias sistémicas pueden quedar fuera de control.

Los sucesos que han conmocionado a los Estados Unidos y a buena parte del resto del mundo después del asesinato de George Floyd, un ciudadano negro de 46 años, por policías blancos en Minneapolis el 25 de mayo de 2020, constituyen un buen ejemplo del carácter explosivo que puede alcanzar una acumulación de agravios que, en el caso de la comunidad afroamericana se remonta hasta el año 1619, cuando desembarcaron en Norteamérica los primeros esclavos.

El movimiento «Black Lives Matter» —Las vidas negras importan— surgió en los Estados Unidos en 2013 en ocasión del asesinato del joven negro Trayvon Martin por el policía blanco George Zimmerman, que fue absuelto del crimen. Alicia Garza, una de sus fundadoras, lo define como una reacción a la forma en la que los ciudadanos negros son privados sistemáticamente en su país de sus derechos humanos básicos y de su dignidad, empezando por su propia vida a manos de la violencia institucional representada por agentes de policía blancos. Black Lives Matter es tributario de los movimientos precedentes, desde el Black Power hasta la Asociación Pro Derechos de los Afroamericanos y la cruzada iniciada por el reverendo Martin Luther King, un movimiento transversal en el que confluyen la protesta social que generó «Occupy Wall Street» y la lucha feminista de «MeToo». La circunstancia de que al asesinato de Floyd le siguieran más muertes de ciudadanos negros a manos de policías blancos en diversas ciudades de los EE UU no solo ha potenciado las protestas en ese país —cuyos cimientos originarios se basan en la esclavitud y el exterminio sistemático de la población nativa—, sino que las mismas se han extendido por muchos otros países en forma de inmensa ola antirracista. La diferencia con los demás países es que el racismo no es un fenómeno coyuntural en EE UU, sino estructural, por lo que la derrota de los Estados esclavistas en la Guerra Civil que acabó en 1865 no modificó sustancialmente la situación económica, social y política de los negros norteamericanos, como ha quedado registrado en la mejor literatura norteamericana desde Walt Whitman y Henry David Thoreau —ambos activos abolicionistas—, y continuando en el siglo XX con Upton Sinclair, William Faulkner, Tennesse Williams, John Dos Passos, F. Scott Fitzgerald, Sinclair Lewis, John Steinbeck, Carson Mc Cullers, Harper Lee y Ernest Hemingway. Y, obviamente, también entre los escritores negros como Richard Wright, James Baldwin, Ralph Ellison, Toni Morris, Alice Walker y Colson Whitehead, ganador de dos Premios Pulitzer consecutivos en 2017 y 2020. Todos ellos, y muchos otros, han dejado en sus textos testimonios más o menos explícitos de la discriminación racial que les fue impuesta a los negros norteamericanos. El historiador Philip Jenkins, en su Breve historia de los Estados Unidos, relata las restricciones impuestas para impedir el sufragio negro, complementadas a comienzos del siglo XX con las llamadas «leyes Jim Crow», que establecieron la segregación racial formal y completa en todos los servicios públicos, y los años que van desde 1890 a 1925 fueron el momento álgido de la aplicación de la «Ley de Lynch». Recién a partir de 1964, con la Ley de Derechos Civiles del presidente Lyndon Johnson, quedó prohibida la discriminación en los transportes públicos y el empleo, aunque las limitaciones legales que impedían la participación política de los negros se mantuvieron hasta la aprobación, un año después, de la Ley federal sobre el Derecho al Voto. Y como quiera que las leyes electorales son competencia de cada Estado de la Unión, después de las elecciones del 3 de noviembre de 2020 en varios de los antiguos feudos esclavistas, como Georgia, se están modificando los requisitos para votar en desmedro de los derechos de las minorías.

 

Pese a las incertezas del futuro inmediato, es muy pertinente la reflexión que en forma de interrogante se ha formulado Olivia Muñoz-Rojas,

¿Estamos ante la aceptación cultural de la violencia colectiva como elemento latente que contribuye a garantizar el equilibrio de poder entre la mayoría social y la minoría que gobierna?31

You have finished the free preview. Would you like to read more?