El judaísmo y la literatura occidental

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El judaísmo y la literatura occidental
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Índice

  Prólogo

  Introducción

  La cultura árabe-judía de la Edad Media

  El pensamiento judío sale del gueto y se integra a la vida cultural

  Identidad o asimilación en el contexto de la guerra y el exterminio

  La experiencia del holocausto: del duelo a la sátira. Literatura de posguerra en Europa occidental

  Dificultades de la integración de los judíos de Europa oriental

  Los judíos vistos por los gentiles

  Literatura yiddish. Asimilación de culturas más fuertes en una forma particular y propia de expresión

  Ciudadanos de una nueva nación: literatura judía estadounidense

  Diferentes culturas, una misma lengua: literatura moderna de Israel

  Literatura judía de América Latina: de la llegada a la tierra prometida al desapego de las tradiciones

  Una breve reflexión final

  Bibliografía

Wolfgang Vogt Profesor e investigador de la Universidad de Guadalajara. Realizó estudios de filología española e hispanoamericana en España, Francia y Alemania, donde obtuvo su doctorado por la Universidad de Bonn. Destaca su labor como periodista cultural, crítico literario, narrador y traductor. Es autor de más de 20 libros. Como narrador ha escrito varias novelas, de las que sobresale Posguerra, obra que describe la vida en la provincia alemana después de 1945.


Prólogo
Joshua Kullock

1 El exilio.

Probablemente todo empezó con el exilio.

O, tal vez, mejor sea usar el plural y hablar de exilios.

2 El primero de los destierros tuvo su momento más álgido en el año 586 antes de la era común, cuando los ejércitos comandados por Nabucodonosor destruyeron Jerusalem y enviaron a un porcentaje importante del pueblo de Israel a Babilonia. Allí, despojados de la propia geografía, los judíos tuvieron que enfrentarse a dilemas teológicos y de pertenencia que hasta ese momento no habían surgido.

Acostumbrados a vivir durante siglos en un mismo lugar y sumergidos en la creencia de la monolatría, es decir, el reconocimiento de la existencia de múltiples divinidades mientras se afirma que sólo uno de ellos es merecedor de alabanzas, los judíos de antaño promovían una creencia localista según la cual el Ds de los judíos se asentaba en la tierra de los judíos.

¿Qué hacer ahora, se preguntaban los líderes de aquellos tiempos turbulentos, cuando los babilonios nos deportan a miles de kilómetros de distancia? ¿Cómo lograr continuar vinculados a un Ds territorial cuando el reino de Judá ha quedado tan lejos de nosotros?

Las respuestas a estos interrogantes se tradujeron en dos grandes decisiones, ambas relacionadas entre sí: en el ámbito teológico se produjo un importante cambio del relato. Poco a poco, Ds pasó a ser un Ser universal, llegando a responder y a acompañar a Su pueblo en el exilio. La territorialidad de Ds fue perdiendo fuerza, dando lugar a visiones proféticas que hablaban de un alcance trascendente de la presencia divina.

Por otro lado, fue en este primer exilio que el Pentateuco fue canonizado. En un contexto de crisis e incertidumbre, los escribas del pueblo dieron forma y edición a los primeros cinco libros de la Biblia hebrea, preservando en él tanto las ideas y relatos antiguos como las nuevas reflexiones que se sucedieron con la nueva coyuntura. Contar con un libro consagrado fue uno de los caminos elegidos para contener a un pueblo que había sido golpeado por una tragedia nunca antes vista, y para resguardar la cohesión social tan necesaria en la diáspora.

Este primer texto canonizado fue transformado en el corazón de Israel, en el registro humano del encuentro entre Ds y el pueblo. Tal es así, que en uno de los primeros actos rituales que se realizaron al reinaugurar el Templo de Jerusalem setenta años después de la destrucción babilónica, los líderes de aquel entonces instituyeron la lectura pública de aquel libro sagrado que habría de mantener unido al pueblo desde esos días y en el futuro venidero. No sólo era fundamental que la comunidad escuchara las palabras consagradas: también era de vital importancia que pudieran anclar su ser nacional en los relatos, leyes y costumbres que el texto atesoraba.

3 Casi seiscientos años duró el Segundo Templo de Jerusalem en pie.

Sin embargo, en el año 70 de la era común, las legiones romanas de Vespasiano primero y su hijo Tito después volvieron a asediar la ciudad y a quemarla hasta sus cimientos. El centro neurálgico de la vida judía colapsó, y los judíos tuvieron que encontrar nuevas respuestas frente a los escenarios adversos.

Un relato talmúdico condensa de alguna manera las difíciles decisiones que se tomaron en aquel momento. Mientras que un grupo sostenía la pureza ritual de los sacrificios negándose a ofrendar un animal defectuoso en nombre del César, y otro grupo estaba dispuesto a pelear contra los romanos incluso a costa de perderlo todo, hubo un hombre en Jerusalem que eligió hacer las cosas de otra manera. Casi lindando con el relato de ciencia ficción, el Talmud nos cuenta que Raban Iojanan ben Zakai, uno de los sabios más importantes de aquel entonces, logró presentarse frente a Vespasiano, y le comunicó que habría de transformarse en el próximo emperador de Roma. Cuando esto sucede, y casi sin poder creer lo que acaba de ocurrir, el militar romano otorga misericordiosamente a Iojanan la posibilidad de recibir algo a cambio de su don cuasi profético. El sabio no duda: “Dame [la ciudad de] Iavne y a sus sabios.”1

Optar por una ciudad pequeña y marginal no sólo era reconocer que el destino de la capital estaba sellado. Iavne —también conocida como Jamnia— será el lugar del renacer judío, en donde lo importante no pasará por las paredes y los sacrificios, sino por el estudio, la instrucción y el amor por la tradición y por los libros. Serán estos sabios, alumnos de Raban Iojanan, quienes a la postre se volverán los líderes del pueblo y los autores, gestores y editores de textos como la Mishna (siglo iii) y el Talmud, tanto en su versión israelí (siglo v) como en su versión babilónica (siglo vi).

La decisión del sabio Iojanan es, posiblemente, la muestra más cabal de la centralidad de los cambios adaptativos para la supervivencia de los movimientos culturales. Si la apuesta hubiera sido por Jerusalem, su Templo y sus paredes, el judaísmo llevaría años extinguido. Gracias a la sabiduría de este pequeño grupo liderado por Ben Zakai, la tradición judía lidió con el exilio haciendo del libro su Tabernáculo, su propia patria portátil, su pasaporte durante siglos de desplazamientos.

Pero la historia no termina aquí. La crisis de existencia sufrida por los judíos con la destrucción del Segundo Templo se agudizó 65 años más tarde, cuando tras la fallida revuelta organizada por Raban Iojanan ben Zakai, el pueblo terminó por perder de una buena vez la autonomía política en su propia tierra. Gradualmente, el centro del judaísmo pasó a estar en la Mesopotamia babilónica, para atomizarse definitivamente algunos siglos más tarde. Ya entrados en la Edad Media, podemos ver que los judíos se encuentran dispersos por toda Europa, África del Norte y partes de Asia. Aun así, a pesar de las distancias, el pueblo logra mantener su cohesión arraigado en sus costumbres y tradiciones, transitando por el mundo a partir de libros consagrados y el amor a la palabra, tanto escrita como oral.

Casi dos mil años habrán de pasar para que parte del pueblo judío vuelva a reencontrarse con la responsabilidad que implica contar con autonomía de gobierno.

4 Encontrar el propio ser en el exilio puede ser una tarea complicada.

Construir la identidad personal y comunitaria en una coyuntura diaspórica puede resultar agotador y, a veces, frustrante. Hacer del libro una patria portátil no deja de acarrear toda clase de desafíos que parecen multiplicarse a lo largo de la historia.

5 En la tensión entre el ser exiliado y el anhelo de aquello que anuda en el origen y destino común, se encontró el pueblo durante generaciones. Y tal vez hayan sido los escritores quienes mejor hayan podido expresar dicha sensación de ambigüedad a la hora de construir la identidad particular. “Como resultado de la catástrofe histórica en la cual Tito de Roma destruyó Jerusalem e Israel fue exiliado de su tierra” —pronunció Shmuel Iosef Agnon al recibir el Premio Nobel de literatura en 1966— “yo nací en una de las ciudades del exilio. Pero siempre me consideré a mí mismo como si hubiera nacido en Jerusalem.”2

Despojados de un terruño en común, de esa Jerusalem que durante siglos permaneció en el ámbito de lo estrictamente simbólico, la posibilidad de abrazar los libros se volvió el elemento en el cual el pueblo se movía y asentaba. Tal es así que en el Talmud se compara la Torá —la Biblia hebrea y la enseñanza judía en general— con el agua que los peces necesitan para vivir y continuar.3 En el exilio el libro se convirtió, citando al poeta Edmond Jabès, “no sólo en el lugar donde [el judío] puede encontrarse a sí mismo con mayor facilidad, sino también en el sitio donde puede encontrar su verdad.”4

 

No obstante, la verdad que pueda encontrarse siempre será parcial, subjetiva y limitada. Estas verdades que se ocultan y se manifiestan en la prosa y la poesía serán siempre un recorte, y como tal deben ser entendidas. Ya que estas verdades son en realidad el fiel reflejo de las identidades de sus autores: quebradizas, complejas y personales.

Son verdades que nacen de una continua revisión y discusión, tanto interna como entre pares. En el alma del pueblo de Israel anida la necesidad de argumentar y debatir. La forma clásica de estudio en el judaísmo requiere de aprender los textos en pareja, y buscar en grupo nuevos aprendizajes. En palabras del escritor israelí Amos Oz: “El judaísmo e Israel siempre han cultivado una cultura de la duda y la argumentación, un juego abierto de interpretaciones, contra-interpretaciones, reinterpretaciones, interpretaciones opuestas. Desde sus principios, la civilización judía ha sido conocida por su capacidad de argumentación.”5

6 Es importante entender que las identidades son estructuras dinámicas que cambian constantemente. La máxima de Heráclito que nos recuerda que una persona jamás se baña en el mismo río dos veces, viene a enseñarnos que aquella persona que busca refrescarse en el agua ya no es quien alguna vez ha sido. Vivimos cambiando. Influenciamos el contexto en el cual nos encontramos, y somos inexorablemente influenciados por las ideas, personas y eventos que suceden a nuestro alrededor. En consecuencia, reificar la identidad y entenderla como un objeto fijo, pasivo, estático y monolítico puede que nos lleve a conclusiones incorrectas. El diálogo que podremos encontrar en autores judíos que hablan del judaísmo o de las prácticas judías de la sociedad que describen en sus obras, es justamente eso: un diálogo personal y subjetivo entre el escritor, su propia biografía, y el contexto en el cual se encuentra inmerso. Incluso si se dedicara a describir tiempos lejanos y tierras distantes, el autor no puede escindirse de su propio ser, y siempre habrá de mirar el mundo desde sus circunstancias particulares.

George Steiner dice: “Las relaciones de un judío con su identidad pueden ser tan opacas, tan tensas y tan repletas de ambigüedades históricas, sociales y psicológicas que definen, si se permite que la definición incluya lo indecible, la condición misma de la judeidad.”6

Pero sólo las identidades son múltiples, variopintas y fragmentarias. También el judaísmo lo es. Pensar el judaísmo en tanto monolito es desconocer el judaísmo, es abordarlo equivocadamente. Por el contrario, el judaísmo debe ser entendido como una “civilización,” palabra que usó Amos Oz en el discurso citado anteriormente.

¿Qué es lo que queremos decir al afirmar que el judaísmo es una civilización? Responde el rabino Mordejai Kaplan:

El término “civilización” se aplica corrientemente al conjunto de conocimientos, artes, oficios, instrumentos, literaturas, leyes, religiones y filosofías que se hallan entre el hombre y la naturaleza exterior, y que le sirven de baluarte contra la hostilidad de las fuerzas que de otro modo lo destruirían. Si contemplamos la forma en que ese conjunto de elementos obra en el proceso de la vida, nos daremos cuenta de que no funciona como un todo, sino en bloques. Cada bloque de ese conjunto es una civilización, marcadamente diferenciada de cualquiera de las otras […] El judaísmo no es más que una unidad en el conjunto de civilizaciones nacionales que guían a la humanidad hacia su destino espiritual. Ha funcionado como civilización durante todo el curso de su trayectoria, y es únicamente en esa calidad como puede funcionar en el futuro.7

El judaísmo, por tanto, no puede reducirse a su arista religiosa. Aquí nos encontramos con múltiples vectores, con una cantidad de puertas de entrada que van desde el idioma, el folclor, la cultura, la herencia histórica, el ritual, la religión e incluso la comida. Y, en este sentido, cada persona se relaciona con esta civilización —siempre dinámica y en constante cambio— de maneras distintas. Es por eso que esta relación tan particular manifiesta por momentos un fuerte sentido de crisis de la existencia. Citando nuevamente a Steiner: “Para un judío, la conciencia de sí mismo, un acto equilibrador difícil de realizar o mantener, comporta el destierro o, mejor dicho, un esfuerzo, con frecuencia desesperado, por hallar alguna manera de regresar a su hogar.”8

Otra vez el exilio, pero esta vez desde otro lugar.

7 El advenimiento de la modernidad posiblemente haya exacerbado esta situación de desplazamiento existencial. El surgimiento del individuo, la salida de los guetos y la posibilidad de acceder a nuevas ofertas culturales hizo que la sensación de ambigüedad de los judíos para con su judaísmo se potenciara. En este sentido, por ejemplo, en una carta fechada en junio de 1921, Franz Kafka le confesaba a su amigo Max Brod que los escritos judeo-alemanes se asemejaban a perros cuyas “patitas traseras quedaban atascadas en el judaísmo de sus padres mientras sus patas delanteras no podían encontrar asidero en tierras nuevas.”9

Me parece que la definición de Kafka debe ser la clave para leer este libro que tienen en sus manos. En el recorte subjetivo de autores de diversas procedencias podrán encontrar la manera en la que muchos de ellos lidiaron con su herencia cultural, con las maletas legadas por generaciones y generaciones de judíos a lo largo y ancho del mundo.

Cada escritor expresa su propia biografía al escribir, y es hijo no sólo de sus padres sino también de sus circunstancias. De una u otra manera, esto se deja traslucir en el análisis que hacen Wolfgang y Celina de los diversos autores. Algunos más allegados a alguna arista en particular de la civilización judía, y otros menos. Pero siempre comprometidos con la exploración de su propia identidad a partir de la escritura.

En este sentido, desde geografías distantes y contextos divergentes, todos los escritores trabajados —podrían haber sido otros, en una clasificación que difícilmente tenga fin— anudan su ser en los libros que devinieron sus patrias. Jabès afirmaba que “judaísmo y escritura no son sino una misma espera, una misma esperanza, un mismo desgaste.”q Hacia esa espera, esperanza y desgaste es arrojado el lector, al cual le deseo disfrute de la lectura y pueda encontrarse con una cantidad de hombres y mujeres que durante los últimos siglos han intentado, a pesar de los exilios, hacer de la palabra su propio hogar.

Notas

1 Talmud de Babilonia, Tratado de Guitin 56b. Es interesante resaltar que hay una historia muy similar relatada por Flavio Josefo en su libro la Guerra de los Judíos (iii:14), en donde será él (y no Raban Iojanan) quien le revelará a Vespasiano que habrá de convertirse en el próximo emperador romano.

2 Se puede encontrar el discurso de Agnon en: http://www.nobelprize.org/nobel_prizes/literature/laureates/1966/agnon-speech.html. Retribuido de internet el 3 de abril de 2013.

3 Talmud de Babilonia, Tratado de Berajot 61b.

4 Paul Auster, “Providence. Una conversación con Edmond Jabès,” en: El arte del hambre, Traducción de María Eugenia Ciocchini Suárez, Editorial Edhasa, 1992. pp. 124-125.

5 Amos Oz, “Discurso en la Conferencia Presidencial Israelí, 14 de mayo de 2008,” citado en: Dan Senor & Saul Singer, Start-Up Nation: La historia del milagro económico de Israel, p. 56.

6 George Steiner, Los libros que nunca he escrito. Traducción María Cóndor, Editorial Siruela, Colección El Ojo del Tiempo, Madrid, 2ª. ed. 2008, pp. 111-112.

7 Mordecai Kaplan, La Civilización de Israel en la vida moderna, Ed. Mario Saban, s. l. 2006, pp. 36-38.

8 George Steiner, op cit., p. 112.

9 Citado en: Paul Mendes-Flohr, Encrucijadas en la Modernidad, p. 15.

q Edmond Jabès, El libro de las preguntas, Ed. Siruela, Madrid 2006, p. 126.

Introducción

En la historia y la crítica literarias, cuando clasificamos las obras solemos hablar de literatura hebrea, griega, latina o árabe, y no de literatura judía, cristiana o musulmana, porque lo hacemos según criterios lingüísticos o nacionales, y no a partir de las creencias religiosas de los autores. Sin embargo, la religión tiene muchas veces un fuerte impacto en la literatura, de manera que hasta los mismos libros sagrados (la Biblia, la Torá o el Corán, etc.), son considerados obras maestras de la literatura universal.

La clasificación de obras literarias también puede hacerse distinguiendo la época en que fueron escritas: literatura clásica, medieval o moderna. Esto no deja de presentar ciertos problemas: por ejemplo, el filósofo Séneca, quien escribió en latín y era originario de la península ibérica, es considerado representante de la cultura española, no obstante que España y la lengua española aún no existían en la época romana. Tampoco tiene sentido incluir en la literatura nacional italiana a Virgilio, Horacio y Cicerón ya que la lengua italiana, al igual que la castellana, apenas se estaba formando en la Edad Media.

Durante la época medieval, el hebreo y el latín se convirtieron en lenguas clásicas que poco a poco fueron dejando de usarse en la vida cotidiana. Los escritores empezaron a escribir paulatinamente en lenguas vulgares, como Dante Alighieri, quien utilizó el toscano en su Divina Comedia, lengua que gradualmente se convirtió en la italiana. En esta época el latín fue, más que una lengua literaria, la lengua de los eruditos. Las grandes obras de la literatura son cantares de gesta y novelas cortesanas escritas en un castellano, francés o alemán que hoy día difícilmente podríamos entender. Los teólogos, filósofos y científicos seguían utilizando el latín porque no encontraban términos científicos adecuados en las lenguas vulgares que apenas se estaban formando. Esto explica el porqué autores tan importantes como el teólogo Tomás de Aquino escribieron su obra en latín.

En la antigüedad los judíos fueron un pueblo que contaba con un territorio, lengua y cultura propias, pero ya desde la época romana se vieron obligados a dejar Palestina y dispersarse por todo el mundo; conservaron el hebreo como lengua culta, pero adoptaron las lenguas de los pueblos entre los cuales vivieron y en los cuales se integraron como minorías. Un ejemplo importante es el egipcio Sa’adia ben Yosef (882-942), quien fue precursor de Maimónides y suprema autoridad de los judíos de su tiempo, y tradujo la Torá al árabe.1 Para los judíos del Medioevo, el hebreo tenía la misma importancia que para los europeos el latín, porque sólo una minoría de intelectuales dominaba las lenguas clásicas. Cuando la Inquisición los expulsó de España en el siglo xvi conservaron el ladino o español de la época, en su exilio en los países orientales del Mediterráneo. Elias Canetti, quien nació en Bulgaria, cita en su autobiografía, escrita en alemán, algunos versos en ladino que aprendió en su infancia. De igual forma, los judíos alemanes que se vieron obligados a buscar nuevos hogares en el este de Europa conservaron el alemán, que luego se convirtió en un idioma propio llamado yiddish, y que podríamos considerar como una variante del alemán. La literatura escrita en yiddish es auténticamente judía porque sólo los judíos utilizaron este idioma; lo mismo podemos decir de la literatura del nuevo Estado de Israel escrita en hebreo moderno. Pero el gran problema del pueblo judío es que la mayoría no se expresa en un solo idioma que los identifique entre sí.

 

Nos enfrentamos ahora a la dificultad de aclarar lo que Hans Küng llama el “enigma del judaísmo”.2 Este teólogo católico siente un profundo respeto por la religión judía porque allí se encuentran las raíces del cristianismo. Para él es difícil definir los rasgos esenciales del judaísmo ya que, en estricto sentido, no se puede hablar de un pueblo judío en la actualidad. El Antiguo Testamento narra una historia continua hasta antes del nacimiento de Cristo; posteriormente, durante la ocupación romana de Judea se dan dos rebeliones en contra de estas fuerzas. En el año 135 el emperador Adriano convirtió Jerusalén en una ciudad pagana, prohibió a los judíos vivir allí y éstos se vieron obligados a emigrar a diferentes partes del mundo. En el siglo xvi, los judíos españoles y portugueses fueron expulsados de la península ibérica, por lo cual, y desde entonces, ya no podemos hablar en estricto sentido de un pueblo judío, señala Küng.

Actualmente la población judía en el mundo es de 13.2 millones de personas, de las cuales Israel alberga el 41%, cantidad similar a la que habita en los Estados Unidos de Norteamérica (5.7 millones) donde conforman sólo el 1.82% de la población.3 Los judíos de hoy adoptan la nacionalidad de los países en los cuales viven: son estadounidenses, ingleses, franceses, alemanes, árabes o iraníes, y judíos a la vez, ya que la ciudadanía se ha independizado de las creencias religiosas y de la pertenencia a un pueblo o una etnia. No forman una comunidad lingüística porque, con excepción del nuevo Estado de Israel, la lengua hebrea del Antiguo Testamento es una lengua clásica que dominan los eruditos, pero que no se usa en la vida cotidiana; el yiddish y el ladino, aunque son lenguas propias, no las dominan todos los judíos. Tampoco se puede hablar de una raza judía como hicieron los nacionalsocialistas, ya que los judíos del Antiguo Testamento eran semitas. Hans Küng explica que

desde las postrimerías de la época romana, personas provenientes de todas las tribus y pueblos imaginables se hicieron judíos mediante matrimonio y conversión. Algunos judíos orientales descienden, por ejemplo, de la etnia turca de los kasares; y otros de los falasha negros de Etiopía, por lo que el actual Israel se ha convertido en un Estado plurirracial con ciudadanos sumamente diversos en cuanto al color de la piel, el pelo y de los ojos.4

La religión queda entonces como único rasgo unificador; pero hay judíos que se mantienen al margen de la vida religiosa o sencillamente no creen en Dios. ¿Cuál es entonces la esencia del “ser judío”? Küng define a los judíos como una “enigmática comunidad de experiencias” o “de destino”5 que comparte una historia común. La construcción del nuevo Estado de Israel ha sido una experiencia atractiva para mucha gente que ha querido crearse una nueva existencia. Incluso se sospecha que algunos rusos que emigraron a Palestina no eran en realidad judíos, sino personas que simplemente buscaban una mejor situación económica fuera de su país.

Sea como fuere, el ser judío se ha venido definiendo a lo largo de la historia a través de las obras de sus grandes filósofos, teólogos y literatos. Por esta razón, el propósito de este libro es estudiar la cultura judía moderna (cuyas raíces encontramos en el siglo xix) y sus aportaciones a la cultura occidental a través de la literatura. Nos interesa en primer lugar la obra de autores judíos que han tenido fuerte presencia en la cultura de Europa occidental, Estados Unidos e Hispanoamérica, pero incluimos también obras de autores escritas en yiddish que han sido traducidas y difundidas en otras lenguas como el alemán, francés, inglés y español.

Ejemplo de ello es la obra de Isaac Bashevis Singer, figura central de la literatura judía del siglo xx. Isaac Singer escribió su obra en Polonia y Estados Unidos, en yiddish, pero fue gracias a sus traducciones al inglés que las novelas de este Premio Nobel de Literatura tuvieron un éxito extraordinario. Él nunca se asimiló a la cultura de su entorno como lo haría la mayoría de los intelectuales judíos. En todas sus novelas trata asuntos de su cultura y su religión, a diferencia de otros autores más asimilados que sólo ocasionalmente se ocupan de este tema. Otros grandes pensadores como Heinrich Heine, el más grande poeta alemán del siglo xix, trataron de desligarse del judaísmo y se convirtieron al cristianismo, pero nunca olvidaron completamente sus raíces. En su cuento El rabino de Bacharach,6 Heine relata una cena de Pesaj donde el rabino invita a un sacerdote. Éste, con el propósito de acusar a los judíos de muerte ritual, desliza a un bebé muerto por debajo de la mesa; el rabino advierte la maniobra demasiado tarde y, en consecuencia, con este pretexto, los judíos son masacrados en Bacharach en 1337. El austriaco Joseph Roth, uno de los defensores de la monarquía austro-húngara en decadencia, también se bautizó como católico sin dejar de ser un autor judío: en su novela Job7 describe el destino de los judíos de Europa oriental que emigraron a los Estados Unidos. Otros autores como Arthur Schnitzler, Stefan Zweig o el estadounidense Philip Roth, nunca renunciaron a su religión, pero sólo en una parte de sus obras tratan temas judíos. Esto hace que puedan considerarse más representativos de la cultura alemana o anglosajona, que de la judía.

El caso de la literatura hebrea moderna es parecido a los de las literaturas yiddish y ladina. Se trata de obras que surgen en un ámbito cultural judío cuya identidad se forja a partir del uso de una lengua común. En el Estado de Israel vive una nación que se expresa en su propio idioma y tiene su propia literatura, además de destacados narradores como Amos Oz y Abraham Yehoshua, autores bastante conocidos en México.

Este libro trata de responder a las siguientes preguntas: ¿existe una literatura judía?; ¿es posible conocer a través de las obras de autores judíos la cultura, las creencias y las prácticas religiosas de un pueblo que ha vivido permanentemente en exilio?; ¿cómo ha influido el pensamiento judío en la cultura occidental y su visión del mundo? Con respecto a la primera pregunta, consideramos que sí existe una literatura judía; y que así como Georges Bernanos, François Mauriac o Graham Greene son representantes típicos de la novela católica, los hermanos Israel e Isaac Singer son de la judía.

En cuanto a la selección de obras y autores, queremos señalar que priorizamos las obras de narrativa y sólo al margen nos referimos a los ensayos de pensadores judíos tan brillantes como Walter Benjamin (1892-1940), Theodor W. Adorno (1903-1969), Hanna Arendt (1906-1975) y Jean Améry (1912-1978). Incluimos obras representativas de la cultura judía que tienen una difusión general, y no las de autores judíos ajenos a la problemática de su pueblo y su cultura; aunque sí, en algunos casos, presentamos la visión de la problemática judía de escritores no hebreos. Nuestro libro se orienta sobre todo hacia la narrativa, pero incluye también crónicas y ensayos.

La religión tiene una fuerte presencia en muchas obras literarias. Nosotros nos interesamos precisamente por las influencias judías en la narrativa, pero estamos conscientes que no todos los autores judíos modernos son religiosos. Por ejemplo, en algunos escritos de Abraham Yehoshua se manifiesta una secularización que es ajena a autores como Sholem Aleichem o los hermanos Singer.

A veces es difícil saber dónde empieza y termina el judaísmo en la obra de un autor. Así como anteriormente lo judío se disolvió en lo cristiano sin dejar huellas, ahora, en el caso de los judíos que viven fuera de Israel, parece perderse en la indiferencia religiosa. Los ortodoxos procuran conservar su identidad, pero en el caso de los judíos asimilados a la cultura de su entorno, se nota la pérdida de la esencia religiosa. En el transcurso de la historia, muchos judíos se integraron de tal manera a las sociedades no judías en las cuales vivieron, que ya no quedó huella de su cultura. En teoría, mucha gente puede tener antepasados judíos y no lo sospecha, porque nombres y apellidos se modificaron de acuerdo al idioma y tradición de las comunidades a las cuales se integraron; pero esto se ha vuelto irrelevante desde su punto de vista. Más interesante resulta el caso de los conversos al judaísmo, aunque son pocos, porque los judíos, a diferencia del cristianismo y del Islam, no hacen proselitismo ni les interesa crecer numéricamente.

Los judíos por lo general tratan de evitar los matrimonios mixtos con gentiles, pero a lo largo de la historia se han dado con cierta frecuencia por la diáspora permanente en que han vivido. Pero no es algo privativo de ellos: tampoco la Iglesia católica ve con buenos ojos los matrimonios entre católicos y evangélicos o miembros de otras comunidades religiosas, y condiciona estas uniones a la obligación de los padres de educar a sus hijos en la tradición católica. En el caso de los matrimonios mixtos con judíos, se considera que el hijo asimila la herencia cultural hebrea a través de la madre, porque es ella la principal responsable de la transmisión de la educación religiosa durante la infancia. Así pues, y a pesar de que muchos judíos a través de los siglos se han asimilado completamente a otros entornos culturales en diferentes países y contextos, no podemos soslayar el hecho de que el judaísmo sigue siendo una de las grandes fuerzas culturales del Occidente.