Read the book: «La cronología del agua», page 3

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Liberación

Nacer tiene muchas implicaciones, como cuando dejamos atrás una vida para empezar otra nueva o lo que se siente al coger un avión para dejar atrás el hogar familiar con dieciocho años mientras ves el aeropuerto menguar seguido de la tierra encogida y de la mierda de franja de arena que es Florida, alejándose hasta desaparecer. Una niña ligera como el agua surcando el cielo.

Iba a Lubbock, en Texas. Cuando llegué allí, fuera lo que fuese aquel lugar, me sentí por fin liberada. Mi propia habitación mis propios amigos mi propia comida mi propio alcohol mi propia música mi propio sexo mi propio dinero mis propios pensamientos mi propio cuerpo mi mi mi propia libertad para ser quien quisiera donde quisiera y como quisiera. Todo eso emergió como un volcán dentro de mí, como si algo que hasta entonces había estado reprimido en lo más profundo de mi cuerpo necesitara explotar. Como se sienten todos los universitarios, aunque éramos pocos los que llevábamos la ira escondida en la piel y los huesos. Cuando el avión aterrizó en Lubbock mi entrenadora de natación me estaba esperando en el aeropuerto. La mujer que pagó por mí.

Me llevó un par de semanas adaptarme a Lubbock.

Hasta mayo de 2009, aquel sitio, amigos míos, había sido un lugar seco. No me refiero a árido, aunque es lo bastante árido como para sentir que te ahogas. Estaba prohibido beber alcohol, excepto en bares y restaurantes a ciertas horas. Para conseguir alcohol había que conducir veinticinco minutos o más hasta una licorería. Luego volvíamos, metíamos la carga sigilosamente por la noche, nos colábamos por la entrada lateral de la residencia de las chicas y subíamos varios tramos de escaleras con maletas enormes llenas de cervezas o con botellas metidas dentro de los pantalones.

Vivir en Lubbock era extremo: había un olor a mierda de vaca tan penetrante que hacía que te llorasen los ojos y que daba unas peculiares arcadas, y tormentas de aire caliente y polvo naranja que impedían hasta que te vieras las manos; si te aventurabas a salir, era como si te atacaran unos pequeños alfileres endemoniados y perversos.

Avenida Q, plaza de Buddy Holly. Una estatua grande de bronce de Buddy Holly. Búscala en Google. Buddy está rodeado por unas placas en honor a grandes artistas como Waylon Jennings y el respetable Mac Davis. La primera semana de septiembre se celebra el Budfest, que conmemora el cumpleaños de Buddy Holly. Durante el festival, los habitantes del oeste de Texas se disfrazan de Buddy y de su mujer, se emborrachan y… pegan gritos.

Prairie Dog Town. Imagina un terreno muy grande en medio de la nada rodeado por un muro de cemento que llega hasta la rodilla. ¿Qué hay dentro? Muchísimos agujeros en la tierra. ¿Y en los agujeros? Perritos de la pradera. Vaya, si estabas sentado en el murete de cemento borracho y colocado en mitad de la noche, lo que tocaba era apuntar con la linterna y tirarles piedras a la cabeza. Como el típico juego de los topos en las ferias, pero en gigante. ¿No es genial?

Sí. ¿Y qué hay de lo llano que es? Si pegas un salto ves Dallas.

Lubbock. Qué gran lugar. En serio, ahorra y ve allí de viaje.

Por la mañana tenía entrenamiento a las 5.30, desayunaba a las 7.00 y empezaba las clases a las 10.00, que terminaban a las 15.00; a las 15.30 tenía entrenamiento con pesas; a las 16.30, natación, y la cena a las 19.00. Me pasaba todos los días menos el domingo con un montón de nadadoras buenorras, y las noches eran para nosotras.

Toda la noche, todas las noches. Todo lo que pudieras disfrutar de la noche hasta las 5.30.

Al mes de conocer a mi compañera de habitación ya estaba enamorada de ella, o algo parecido. Puede que fuera por su aguante bebiendo o por lo bien que se le daba insultar o por el rock and roll que escuchaba o por sus altavoces Bose y su estéreo, que estaban de puta madre; o por ser de Chicago y pensar que los texanos del oeste eran unos cretinos o por los hombros de machote que tenía de nadar a mariposa o por sus tetas grandes o por su bandana o sus vaqueros rotos o por su pipa monodosis. Puede que fuera solo por su nombre. Amy. Amy, ¿qué te apetece hacer? Creo que podría pillarme de ti, quizá un rato… o algo más.

No sé si sabes cómo funcionan las fiestas de nadadores, pero son tremendas. La mayoría de los nadadores universitarios tienen beca. Beca igual a dinero. Había dos gemelas británicas con el pelo de punta y decolorado. Había un montón de barbies texanas, con su laca y su acento sureño. Había una lesbiana increíble que estaba en el último año y una mujer asiática con cuerpo de chico increíblemente guapa y mística. Exótica. Entre las pollas había un larguirucho con el pelo tan rubio que parecía blanco, como el mío; se apellidaba Creamer y caí rendida a sus pies. Había un surfista muy cervecero del sur de California fan de Bruce Springsteen y Elvis Costello. Había un salidorro de Dallas al que le gustaba el country. Había un chico del pueblo de Amy que se encargaba de organizar las fiestas en la residencia de los chicos. Y un buen grupo de nadadores que siempre estaban empalmados y que se afeitaban zonas desconocidas para los chicos normales.

Cuando digo que son tremendas quiero decir que eran épicas.

Hacia la mitad del curso, mis días consistían en ir a entrenar a las 5.30 de resaca con la cabeza como un bombo y saltarme los asquerosos huevos en polvo que daban para desayunar en la cafetería abandonada de la mano de dios y saltarme las clases de las 10.00 las 11.00 las 12.00 combatir la resaca con cerveza comer pizza fría y helado Häagen-Dazs y escuchar a Led Zeppelin colocarme hacer un examen a la semana y entrenar con pesas a las 15.30 y natación a las 16.30 y a tomar por culo las cenas de la cafetería de la residencia que saben a mierda y tienes que sentarte con un montón de subnormales de mierda del oeste de Texas vámonos a beber vamos a dar una vuelta por el Rock-Z y a bailar y bailar y bailar y beber y vomitar y follar todos los días y todas las noches.

El segundo año me quitaron la beca. El tercero me expulsaron.

El amor es una granada I

Siempre quise ser esa clase de mujer a la que James Taylor le dedicaría esta canción: «I feel fine, anytime she’s around me now». Sabes de qué canción hablo. Something in the Way She Moves. ¿No te gustaría que alguien quisiera cantártela?

Por desgracia, mi canción diría: «Blood on her skin, dripping with sin, do it again, living dead girl». Así es. Rob Zombie. Porque en la universidad era una muerta en vida.

Mi primer marido, un hombrecito guapísimo, me recordaba a James Taylor. Tenía exactamente las mismas manos, la misma voz y el mismo cuerpo esbelto. Exactamente el mismo don introvertido para la guitarra acústica, los mismos ojos de artista, el mismo ego escondido en su delgadez. Tendría que haber salido con Rob Zombie, pero eso no pasó. Estuve saliendo unos años con un James Taylor llamado Philip en Lubbock, donde había conseguido una beca de natación.

Botas militares Doctor Martens; mucho lápiz kohl en los ojos, como si fuera un mapache; medias rotas a muerte; falda a cuadros de niña católica y chupa motera negra de cuero. Sin laca, sin las uñas pintadas, sin bolso. Esa era yo. Estaba totalmente fuera de lugar en Lubbock.

En aquellos años él se limitaba a pintar y a tocar la guitarra y yo a escucharlo, a colocarme, a hacer el amor y, ah, sí, a ir a la universidad, de la que me acabaron echando. El único sobresaliente que tuve fue en Filosofía. Y eso fue porque el profesor iba siempre colocado a clase, así que nos limitábamos a escupir mierda filosófica, hasta que todos empezamos a ir a clase colocados. Ir a clase, dormir con Philip. Intentar no enamorarme de Amy, mi compañera de habitación. Y nadar, aunque cada mes y cada año que pasaban la nadadora que había en mí se iba ahogando un poco más en el alcohol y en océanos de sexo.

La primera vez que lo dejamos estaba nevando en Lubbock. Que nevara en Lubbock era un extraño sinsentido: es más plano que una mesa. No hay montañas, ni colinas ni bosques. Cuando nieva en Lubbock toca emborracharse y dar una vuelta con el coche. No pienses mal de mí. Recuerda lo que he dicho antes: en Lubbock hay ley seca. Y a una le puede entrar… sed. Y no hay mucho contra lo que «chocarse» en la oscuridad, y si lo hubiera se vería a kilómetro y medio.

Así que simplemente fuimos a dar una vuelta nocturna con el coche. Paramos al rato. Yo estaba borracha como una cuba y me subí a los hombros de la estatua de Buddy Holly, que está en un parque que parece un cementerio.

Por cierto, la estatua no es tan alta. Pero yo me sentía como si fuera la reina del mundo.

El plato fuerte de la noche era Philip. Le había cortado la punta de los dedos a sus guantes y estuvo tocando la guitarra sentado en la base de la estatua de Buddy Holly. De repente, se puso a tocar la apertura acústica de Wish You Were Here de oído. También tocó Sweet Baby James. Y luego, Suzanne. A los pies de Buddy Holly con una rubia borracha que se levantaba la camiseta a un grado bajo cero. «¡Que os folleeen! ¡Comédmelo! ¡Sííí!» No iba por nadie en concreto, aparte de Lubbock.

Llevaba como un año con Philip. Me enamoré de él cuando escuché su voz a mi espalda en el pasillo de la residencia justo después de pasar por delante de él. Nunca había escuchado a un blanco con la voz tan grave. Era una voz que se te enrollaba en la parte de arriba de la columna y en la mandíbula y te dejaba boquiabierta y con ganas de más. Y yo pensaba: «Mi padre está lejísimos mi padre está lejísimos mipadreestálejísimosmipadreestálejísimos».

Cuando me di la vuelta, allí estaba él. El pelo le llegaba hasta los hombros y tenía las pestañas gruesas como cerdas. Llevaba botas indias y una guitarra.

Y allí estaba esa noche, tocando Suzanne rodeado de nieve y cantando a pleno pulmón, y yo, encaramada a Buddy Holly con los ojos bizcos, mirando las estrellas y babeándole la cabeza de bronce a Buddy. Las chicas cabreadas también lloran.

Las razones por las que lo nuestro se fue a la mierda son dos.

Razón número uno: me pasé el año entero obligando al pobre de Philip, tan guapo, a colarnos de noche en casas ajenas para follar en el suelo. No sé por qué. Eso realmente le dejó marcado, doy fe. Le aterrorizaba, pero lo hacía, y yo iba corriendo a encender la luz y él casi infartaba y volvía a apagarla, con esa largura y ese culillo que gastaba. Yo cogía todo el alcohol que encontraba y él intentaba rellenar las botellas con agua, cambiar los tapones y devolverles su virginidad. Yo rebuscaba en los botiquines y él me perseguía en la oscuridad intentando rescatar pastillitas blancas.

Y cuando follábamos me subía encima de él y cabalgaba a lo bestia sobre su artística polla, y mientras pensaba en que ojalá yo fuera su guitarra y no una chica malparada, para que me rasgara con los dedos hasta morir, hasta dejarme limpia, hasta apaciguarme, hasta convertirme en una mujer a la que le escribiría una canción. Sin camisa, con las tetas blancas como lunas al aire, la cabeza hacia atrás y el pelo revuelto. Y se corría de forma tal que pensaba que me iba a partir la espalda —porque los larguiruchos la tienen enorme—; luego nos quedábamos jadeando y mirándonos en la oscuridad de la casa en la que nos habíamos colado, y entonces a él le entraba el miedo de nuevo, se levantaba de un salto, se subía la cremallera más rápido que la luz, y me dejaba en el suelo, como los restos pegajosos de las salas de cine. Y yo me reía como se ríen las chicas malparadas.

Dios. Pobre Philip. Ojalá pudiera retroceder en el tiempo para pedirle perdón. Nunca estuvo hecho para una mujer como yo, llena de una ira más grande que Texas. Entonces aprendí que la pasividad extrema también es poderosa en cierto modo.

Razón número dos: era demasiado guapo. Mucho más guapo que yo y mucho más guapo que una mujer guapa. ¿Alguna vez has conocido a un hombre así? Con una voz demasiado bonita y unas manos bonitas y una polla bonita. Pero toda esa belleza se descomponía en su interior porque él pensaba que era un mierda. Y pensar que era un mierda acabó transformándolo en alguien totalmente opuesto a mí, el hombre más pasivo del mundo, sobre todo cuando estaba rodeado de mucha energía o de conflictos. Y básicamente eso era yo, en persona.

Y cuando mi ira aparecía, él… pues se quedaba dormido.

Es la única persona que conozco que se quedaba dormida en medio de una discusión, con la barbilla apoyada en la mano y los ojos cerrándosele justo cuando te acercabas al momento de la victoria. No conozco a nadie a quien le pase eso aparte de él. Me ponía de los nervios. Toda mi poderosa energía sin ningún lugar por el que salir. Estuve a punto de implosionar o de desaparecer por combustión espontánea muchísimas veces.

Philip se crio en una familia cristiana baptista del sur muy numerosa en la que todos cantaban, y tenían por costumbre entonar a coro himnos cristianos en el porche de su casa haciendo armonías con las voces. Su padre era la voz principal y su hermano mayor la segunda, y las otras tres personas aparte de Philip eran sus hermanas, por lo que la tercera voz recaía sobre sus escuchimizados hombros. Así que, a ver, ¿cuántas putas veces puedes llegar a cantar I’ll Fly Away o la temida Amazing Grace? No me extraña que estuviera tan cansado.

Y aquí viene la razón de por qué son relevantes los micromovimientos del historial sexual de las mujeres. El hermano mayor de Philip ya había pasado por el rechazo a Dios, se había ido de casa, se había convertido en un músico que fumaba marihuana, había tenido una familia, había vuelto al redil y había dejado atrás su pasado amoroso. Pero Philip justo acababa de colisionar con el rechazo a Dios, se había ido de casa, se había convertido en un artista que fumaba marihuana y cargaba con un sentimiento de culpa más grande que Texas. Él era la oveja negra, incapaz de entonar himnos en el porche con los demás.

Por mi parte, yo cargaba en secreto con el remordimiento.

Cuando Philip prefería que le hiciera una paja en vez de follar y yo era incapaz, incapaz, incapaz, y cuando yo quería hacerle una mamada y él no me dejaba, no me dejaba, no me dejaba, veíamos nuestras heridas en el cuerpo del otro. Nuestra sexualidad se basaba en la culpa personificada en un hombre guapo y bueno y en el remordimiento personificado en una niña cabreada.

La noche que finalmente me dejó ponerle la boca encima estaba sonando Comfortably Numb, «la comodidad del letargo», que él mismo había estado tocando antes de acabar colocadísimos. Tener su polla dentro de mi boca hizo que me sintiera exculpada. No sé por qué. Pero una vez lo hube convertido, empezó a ir conmigo a cualquier sitio cuando se lo pedía.

Allí estábamos esa noche, rompiendo rodeados de nieve. Un plano fijo de la ira ebria con la cabeza gacha hacia la amable belleza. Bueno, pues se me fue un poco la olla, algo que me pasaba a menudo entonces, y empecé a discutir con él. No sé por qué. Recuerdo estar mirándole la coronilla y pensar: «Míralo, es un ángel», y, acto seguido, querer escupirle en la cabeza. Ya he dicho que no sé por qué. ¿Por qué comía papel de pequeña cuando tenía miedo? Tenía las bragas mojadísimas y la cabeza me daba vueltas, y tenía frío y calor a la vez, y aquello era precioso, todo nevado y llano y tranquilo y la música.

Así que fui a muerte. Es decir, se lo arrebaté al aire frío y oscuro con la misma facilidad con la que él tocaba de oído y lo envolví en ira injustificada y aliento a vodka y lo proyecté sobre su desprevenida coronilla; estuvo a punto de partirse el cuello. Como las veinteañeras que airean sus sentimientos con toda persona nueva que conocen. Chicas con heridas abiertas. Chicas a puñetazo limpio.

Y discutimos, yo por lo menos. Philip me eludía y refunfuñaba. Fuimos así hasta la ranchera, una tartana amarillo vómito de la marca Pinto con paneles que parecían de madera, y seguí discutiendo dentro del coche, y a él le tocó conducir con la ventanilla abierta porque estábamos mal de pasta y no podíamos arreglar el limpiaparabrisas, y estaba nevando. Iba sacando y metiendo la cabeza por la ventanilla para ver la carretera a la vez que se defendía, pero eso no me detuvo, ¿por qué iba a hacerlo? Más bien me crecí; me puse a gritar más fuerte y me puse más cachonda y me salió la rubia tonta que llevo dentro, el caos. Mi voz y mis manos, cada centímetro de mi piel, rezumaban la ira y el asedio de la voz de mi padre.

Philip es sinónimo de alguien a quien le encantan los caballos. O de hermandad. Gritar no formaba parte de él.

Y ahí fue cuando pasó.

Durante el crescendo de la ópera de mi ira. En el puto Pinto. A punto de correrme.

Se quedó dormido.

El coche empezó a ir más despacio y se ladeó ligeramente hacia el arcén, hasta que se quedó parado, y su cabeza cayó suavemente sobre el volante.

Recuerdo que me quedé un momento mirándolo fijamente, atónita por lo que acababa de pasar, observando con atención lo bonitas que eran su cara, su boca y sus cautivadoras manos de largos dedos…, consciente de que jamás podría seguir con un chico así porque la velocidad de corte de mi ira y mi confusión acabarían comiéndoselo vivo…, y sintiéndome tan triste como una chica que sabe que nunca tendrá a un chico así…, llorando… La luz verdiamarilla de las filas de farolas parpadeaba sobre nosotros… Entonces volví en mí y me puse a gritar a pleno pulmón: «¡Despierta, gilipollas! ¡Te has quedado dormido, joder! ¡Casi nos matamos por tu puta culpa!».

Después salí del Pinto, pegué un portazo y eché a correr con mis botas militares por un callejón nevado que había detrás de la casa nevada de algún desconocido. Corrí a trompicones sin parar por la nieve, entre el llanto y la risa, con las mejillas llenas de chorretones de lápiz de ojos e intentando meter la mano en el bolsillo interior de mi chaqueta de cuero negra para sacar la petaca de vodka, sin volver la vista hacia la tartana con paneles de madera de mentira en la que estaba él, durmiendo, ¿o cantando?

Qué gran frase, ¿verdad?

Qué gran final.

Pero la vida no es una canción de James Taylor y las chicas como yo no huyen por la nieve y desaparecen.

No lo dejé con él esa noche.

Cuando lo dejamos definitivamente…, bueno, digamos que no tuvo nada que ver con ninguna canción de James Taylor. Y lo que hicimos estando inmersos en la ira, el amor y el sueño, lo que vivió y murió entre nosotros, aún sigue atormentándome.

Aquel dramático desenlace no era más que el principio.

Al final conseguí que se casara conmigo.

El otro Lubbock

Uno de los nadadores de los Red Raiders era camello. Creo que nunca vi a Monty sin estar fumado. Tenía la piel cenicienta y estirada, como suelen tener los músculos los deportistas. Siempre tenía ojeras. Tenía agujeritos en la cara. No vivía en la residencia, sino en una casa que compartía con dos chavales que no eran nadadores. Tenían un sótano en cuya puerta había una hoja de marihuana con una cara sonriente en medio. El paso estaba restringido, para entrar tenías que llamar a la puerta de una forma concreta.

Dos.

Tres.

Uno.

La primera vez que fui al sótano de Monty iba con Amy. Entramos en cuanto abrió; aquella noche éramos las únicas chicas. Íbamos buscando algo de riesgo. Me sentí rara por un segundo. Pero, curiosamente, enseguida dejé de sentirme así. Aparte de nosotras creo que había cuatro chavales. Uno estaba también en el equipo de natación. Cuando lo vi no discerní si tenía los ojos abiertos o cerrados, pero él sonrió, asintió y saludó con la mano.

La habitación estaba oscura, y no solo por las paredes pintadas de negro y llenas de cosas fosforescentes y de neón que brillaban en la oscuridad. La alfombra de pelo era de color rojo oscuro. Había un sofá viejo color mierda, tres lámparas de lava y tres pósteres: el Che, Jimi y Malcolm. En una esquina había un acuario con un buen puñado de tetras y un pez ángel que desprendía un brillo verdiazulado. Había una nevera pequeña, varias pipas de cristal y una mesa de centro enorme llena de cosas que es mejor no nombrar. Sonaba One Love.

Monty se acercó con unas pastillas en la mano y dijo: «Elegid una y luego os digo qué efectos tiene». Cogí una cápsula roja y amarilla.

Amy pasó meneando la cabeza y dijo: «Qué va, capitán fantástico». Acto seguido, buscó una pipa.

Monty me miró y se rio con la típica risa de colgado:

—¡Ja, ja, ja! ¿Y si te tomas dos?

—¿Qué se supone que hace?

—¿No quieres saber qué es?

—Solo quiero saber qué hace —dije, haciéndome la dura.

A aquellas alturas de mi carrera deportiva universitaria me importaba una mierda ser una ciudadana ejemplar. En las competiciones ni siquiera salía en el marcador. Nunca había nadie en la piscina para verme llegar a meta. Tuve suerte de no ahogarme. Me había convertido en una chica con la boca paralizada en un eterno «sí». Lo único que quería era experimentar, sobre todo si eso implicaba dejar la puta mente en blanco. A dejar de pensar en quién coño era. A dejar de preguntarme qué me estaba pasando. A dejar de mendigar amor, de quien fuera. Estaba abierta a tomar lo que fuera.

—Pues esta monada te deja totalmente grogui, como si estuvieras soñando.

Abrí la boca y me la tomé al momento.


Tenía razón: me dio sueño, pero no era como si estuviera soñando, así que le pedí otra. Aparecieron otras dos chicas. No tenían pinta de nadadoras. Demasiado delgadas, pelo largo y grasiento, esmalte de uñas con purpurina, tops palabra de honor, Levis, chanclas y risa tonta. Se tomaron un tripi y se pusieron a bailar.

Esa noche Amy intentó convencerme de que volviera a casa, pero Monty me persuadió para que no lo hiciera. No paraba de decir: «Yo la acompaño luego, de verdad».

La vuelta a casa fue una de las noches más divertidas de toda mi vida. Curiosamente, me acuerdo. Eran las tres o las cuatro de la mañana. Noche cerrada, cálida. Hicimos una parada técnica en el estanque reflectante del campus y me tumbé dentro con la ropa puesta, riéndome sin parar.

—Mira, ¡soy Ofelia!

—¿Entonces yo soy Hamlet? —preguntó Monty.

—¡¡¡Joder, sííí!!! —grité.

Me puse a hacer la croqueta en el agua, que cubría poco más de veinticinco centímetros; tenía focos acuáticos. Aparecieron los de seguridad y escribieron algo en unos papeles, dándoselas de polis; nos dieron las notas y nos dijeron que nos fuéramos a casa. Cuando se marcharon, nos las comimos. Luego fuimos a trompicones hasta un árbol y nos dejamos caer en el suelo. Estábamos fatal. Yo llevaba las bragas caídas, pero estaba demasiado ida para colocármelas, aunque Monty no parecía haberse dado cuenta. Luego estuvimos jugando a correr lo más rápido posible hacia los arbustos para sumergirnos en ellos. Al día siguiente, en el entrenamiento de natación, vi que estaba llena de rasguños y arañazos, y sentí que me flotaba la cabeza.

Otra.

Quería repetir.

Quería tomar una de cada color para ver qué sentía. No. Quería tomar una de cada color hasta dejar de sentir. Pero ni siquiera eso fue suficiente para una chica cuyo interior ardía en llamas.

Una noche, nada más entrar, ya me aguardaban unas rayas sobre un espejo. «Mira», dije riéndome, «¡soy Dorothy en El mago de Oz! ¡Amapolas!» Inhalaba polvo blanco y exhalaba entendimiento y sentimientos.


Lo que descubrí sobre Lubbock gracias a la gente que frecuentaba ese sótano era otro tipo de enseñanza. Habían secuestrado y asesinado al padre de no sé quién. La policía lo encontró en los corrales, debajo de pezuñas y mierda de vaca. Al hermano de uno le había dado una sobredosis mientras mataba a su novia con un trozo de espejo. La madre de otro había matado a su hermano y a su hermana, de siete y doce años, porque se lo había ordenado Jesús; le había susurrado al oído que eran malos. El tío de cierta mujer era un pedófilo, pero nadie de la familia estaba dispuesto a mandarlo al trullo, así que le dejaron vivir en el ático. El hermano de otra mujer vendía coca en la frontera. Habían encontrado al mejor amigo de uno, un mexicano, con las manos y la polla cercenadas junto a las vías del tren, y las habían dejado en una bolsa de basura. El hermanastro de Monty estaba en el hospital psiquiátrico por haber violado repetidamente a una niña retrasada de su barrio.

Solo puedo decir esto de una forma, sin rodeos. Esos dramas, esas historias terroríficas, sangrientas e inmorales… hacían que me sintiera mejor. Como la tele. Me sentía menos hija malparada. Menos estudiante fracasada. Menos puta. Menos deportista malograda. Y lo que había en el sótano ayudaba a que mis sentimientos salieran totalmente de mi cuerpo, así que no me hacía falta saber ni quién era, ni por qué ni nada.

Dos.

Tres.

Uno.

En el segundo año, cuando iba al sótano casi siempre estaba sola. Me daba igual que hubiera alguien más. Me daba igual cómo estuviera la habitación. Los pósteres de las paredes. Lo que hubiera por todo el sofá color mierda. Lo que me interesaba era lo que había en la mesa. Una cuchara, una bandeja con algodón, un mechero y una jeringuilla. Levantaba la cuchara y me la llevaba a la boca. Monty decía: «Ja, ja, ja, ¿dónde quieres?».


«Aquí», decía yo mientras me daba en el brazo con la palma de la mano para que se viera la vena.

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Volume:
272 p. 5 illustrations
ISBN:
9788412460803
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Bookwire
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