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La bordadora de sueños

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Las abejas

La última vez que visité a Itzel me preguntó por el libro, le dije que estaba a punto de terminar y antes de hacerlo tenía algunas cosas que consultarle.

Me dijo que aunque el libro estuviera listo, regresara yo a visitarlos.

Esa noche nos quedamos alrededor del fuego y sus palabras se fueron apagando poco a poco.

En la mañana le pregunté ¿cómo había amanecido su corazón? Y con la mirada baja, respondió: chebaj yo’tan (no está en paz mi corazón). Estaba así porque aún no me había soñado, y ella confiaba en que lo haría en este viaje. Nos íbamos a extrañar, pero algo más la inquietaba.

Quizá se sentía como yo, no quería que esta aventura llegara al final, algo inventaría para volver a esa «mi» comunidad.

Regresando lo comenté con mis amigos, y el poeta, lleno de curiosidad, sugirió que la invitara a la universidad a dar un testimonio de su vida, mientras él hacía lectura de la obra. Me encantó la idea y le avisé a Itzel. Con sus temores me aseguró que vendría, pero no en avión, ella sólo vuela en los sueños. Llegó por carretera, cargando sus historias. Con la dignidad que Itzel posee, peinó sus grandes trenzas, las adornó con listones, y sin ninguna prisa, ni nerviosismo, llegamos a la universidad.

Le pregunté qué iba a decir, y muy segura, contestó «lo que salga del corazón; si así lo haces, nunca te equivocarás».

Tomando el micrófono, saludó.

«Hermanos y hermanas: Yo me llamo Itzel, vengo de Chiapas por invitación de los hermanos de Cancún, para contarles nuestro proyecto de trabajo. Nos unimos las mujeres artesanas y formamos una cooperativa, los compañeros nos explicaron del comercio justo y de eso les vengo a relatar. Nosotros, los pequeños productores, nos estamos organizando desde las muchas regiones marginadas del mundo. La idea, dicen los compañeros, es garantizarnos un salario justo por lo que hacemos, para poder exportar nuestros bordados. Entre todas tomamos las decisiones y ahora nos pagan mejor por nuestros trabajos, a veces por adelantado, y eso nos permite ir comprando más material. Aprendimos a sumar, restar y hablar castilla, para poder negociar, y ya organizadas, empezamos a ver que nos va mejor. No sabíamos qué era eso de ahorrar, y ahora hacemos planes de lo que vamos a necesitar en un futuro, para sobre la marcha ir pensando en lo que sí se vende. Por eso, hermanas y hermanos, les invitamos a trabajar con nosotros.

Antes, nuestras abuelas trabajaban, pero no veían centavos; ahora nosotras estamos aprendiendo a organizarnos y podemos participar en los gastos de la familia, y la verdad se siente muy bien.

Con este trabajo vamos reconstruyendo paso a paso la armonía de nuestros pueblos y sus costumbres. Les pido de corazón que valoren lo que hacemos y que ya no nos regateen, porque valemos tanto como lo que nuestras manos producen».

Terminó de hablar, se paró con el señorío que porta y al salir me susurró: «ya sé por qué no te sueño», y justo cuando le iba a preguntar, se acercaron los estudiantes queriendo saber más.

Celos

Mientras dialogaban la Luna e Itzel, la señora Brisa se puso envidiosa y decidió castigar a esa mujer. Se coló en sus pensamientos y en las noches, cuando ella dormía, ésta se encargaba de destejerle los sueños, a ver si así la tomaban en cuenta.

Una mañana despertó Itzel como ida, en su cabeza se escuchaba el sonido del viento que le despeinaba la memoria. Pensó que había sido por la impresión de conocer el mar, pero a la noche siguiente le sucedió lo mismo. Intentó volar hacia el sueño y no hubo manera de despegar… algo faltaba.

Comenzó a sentirse triste y recurrió a su Arcoíris, aprovechando su mirada extensa para saber si tenía idea de dónde habían quedado sus sueños bordados.

Le dijo que la Brisa estaba enojada por que no la habían invitado a la reunión y decidió hacer las paces con ella a la orilla del mar.

Al principio Brisa no quería saber de ella, pero Itzel supo ganársela.

Yo miré desde la ventana una nube de viento sobre la imagen de Itzel y unos sueños en desorden que revoloteaban a su alrededor. Las vi entrar en el agua de la mano de Arcoíris.

Loseta

Cuando levantas la mano, el tiempo se detiene y clavo la mirada en el piso de mármol, e imagino caras que se dibujan en las vetas.

La semana pasada descubrí que la cuarta loseta frente al sillón esconde un ángel.

Sólo yo lo puedo ver.

Hoy abrió sus grandes alas, justo cuando abracé mis rodillas, metí la cabeza entre las piernas, esperando el golpe, y éste no llegó.

El grito que me hería guardó silencio.

Abrí los ojos.

Miré al ángel partir, guardando su pistola.

Parvada

Soñé que en una ciudad existían unas aves muy raras que se distinguen por su vuelo. Comencé por bordar sus plumas y nomás no entendía su revoloteo. Me asomé despacio sin hacer ruido con mis alas y vi un nido con unas criaturas muertas de sed de justicia.

Entendí que esta especie se propaga y alimenta de conciencias que alguna vez dejaron que se les arrebataran, de tanto negarlas.

Y cuando apenas comenzaban a levantar el vuelo, fueron víctimas de maltrato. Se les mutilaron las alas, con cuidado de que no se viera, ya que entre el plumaje se habían hecho los cortes para impedirles volar.

Ellas, cuando estaban a solas, se culpaban de ser las responsables de su cautiverio. Y es que sus captores se habían encargado de hacerles creer que eran la fuente de su ira.

Mientras eran golpeadas, ellos les vociferaban que era por su bien, incluso que de haber sido comprendidos, esos sucesos violentos no se hubieran dado.

Tanto se los repitieron, que llegaron a creerlo, porque al otro día, los mismos verdugos se vestían de señores y les juraban que no volvería a suceder, les compartían sus mejores gusanos y cantaban como cien jilgueros melodías de amor. El síndrome de luna de miel se volvió un premio por aceptar tanto dolor. Hasta que un buen día, después de muchos silencios y varios intentos por volar, se arriesgaron a salir de sus jaulas, para llegar malheridas a un gran árbol llamado Refugio.

Éste las acogía con las ramas abiertas y eran recibidas por compañeras que habían sanado de la misma enfermedad. La consigna era permanecer allí un tiempo, alejadas de todo, hasta que sus heridas cicatrizaran con cataplasmas de solidaridad.

Sus alas ahora brillan diferentes, de golpe cerraron el miedo y ensayan reconocer el sentido de la dignidad.

Unas voces dentro del árbol susurran «no estamos solas hermanas».

Así terminé bordando una enorme parvada vestida de mujer.

Vida / Muerte 1

En medio de la bruma, Itzel y yo platicábamos de nuestros muertos y la extraña manera de éstos al aparecer en nuestras vidas sin anunciarse. De cómo manteníamos largos diálogos con ellos y del sinfín de preguntas que les haríamos al reencontrarlos. Ella, como yo, no le teme a la muerte, la ha visto de cerca y sabe que al momento de partir, se desprende una magia que sólo se compara con el nacimiento. Itzel se acerca a ellos y en secreto les cuenta poesías del largo viaje que emprenderán. Les da unas recomendaciones y los deja partir, así sin más, libres de ataduras.

Conoció la muerte siendo muy niña, su hermanito falleció de una enfermedad del vientre que antes no se curaba, dice que los médicos no existían, sólo la vieja sanadora del pueblo que le entregó su sabiduría. Le comenté de lo difícil que es en mi cultura aceptar la muerte y ella me miró extrañada. Le expliqué de los modernos medios para salvar a un enfermo de los hospitales fríos y amplios en donde permaneces solo. Descubrí una lágrima en sus enormes ojos y dijo: «así nomás, no se vale morir».

Y narró esta historia:

Cuando los ancianos eran de maíz, el viejo sabio perdió a su hija. La amaba tanto que su corazón se partió y sus conocimientos se nublaron de tanta pena. Cuentan que fue a la cueva a hablar con los Dioses, reclamando su pesar. Y al verlo tan triste le ofrecieron la oportunidad de revivir a su niña. El viejo dudó por un instante, ¿qué le pedirían a cambio?, pero al final aceptó.

Regresó a su casa y mientras las mujeres lloraban desconsoladas, la niña se levantó, sus débiles piernas apenas la sostuvieron y caminó hacia su madre. Sorprendida, ésta la abrazó y la criatura le reveló un secreto, que pasarían muchas lunas y mariposas sin poder regresar a sus huellas.

La niña se llamaba Nicté, pasó el tiempo y ella, que no podía morir, tuvo que enterrar a sus padres, hermanos, sobrinos, hijos y nietos. Era tanta su soledad que una noche subió a la montaña y entrando a la cueva se sentó a dialogar con sus muertos. Éstos la escucharon apenados e intercedieron con los Dioses para que la hicieran regresar con ellos. No quisieron escuchar.

El alma del padre recordó que su animal protector debería morir para que ella tuviera el mismo final.

Encontraron al tejón en su madriguera y se dedicaron a espantarlo para que muriera de susto. Una noche, los espíritus se acercaron e hicieron que se perdiera. Corrió tanto que al final amaneció muerto al pie de la casa de Nicté. Allí los encontraron. Fue un velorio en donde los cielos lloraron como hacía años no se miraba.

Por eso, cuenta Itzel, mejor no mando regresar a ninguno de mis difuntos, no vaya a ser.

 

Blanco

En blanco se pone mi mente cuando recuerdo el día en que hicimos la intervención.

El terapeuta nos aconsejó que nos mantuviéramos fuertes sobre la decisión de ingresarte en la clínica.

Dijo que si alguno de nosotros lo dudábamos, todo el esfuerzo se iría a la basura. Que recordásemos que tu enfermedad requería de un tratamiento especial y que nosotros, como familia, deberíamos trabajar en el mismo sentido, si no queríamos volverte a perder y, tal vez, para siempre.

La noche que mamá llamó, supe por la hora que se trataba de ti y que no serían buenas noticias.

Ya me había acostumbrado a vivir con esa sombra que me habitaba la boca del estómago, como si fuera un mal presagio.

Entonces respiraba hondo, inhalaba confianza y exhalaba miedo, así poco a poco, hasta tranquilizarme.

Más de una vez reportamos tu pérdida a las autoridades, sin ningún éxito.

La Navidad anterior te presentaste en casa con la mitad del cuerpo rasurado.

En semana santa te encontramos en aquel baldío con la barba y el cabello largos y ese olor que aún no puedo olvidar.

Sentí tanto miedo cuando tus ojos se cruzaron conmigo y no te encontré.

Con cariño pronuncié tu nombre, no reaccionaste, me acerqué poco a poco y con desconfianza me volviste a mirar.

Esa noche, hermano, te llevamos a casa, con horror limpiamos tu cuerpo lleno de abandono y servimos un plato de sopa caliente en tu lugar.

Al sentarte y cruzar los brazos, comenzó tu cuerpo a arrullarse, hacia delante y hacia atrás, hacia adelante y hacia atrás, con medicinas hacia delante, sin ellas hacia atrás.

Escapaste aquella vez al quinto día, una voz te dijo que íbamos a hacerte daño, huiste al seminario con la intención de callar el demonio que te habitaba. El padre nos llamó, fuimos por ti, dejaste de comer, te queríamos envenenar nos gritabas.

Mamá en su desesperación trajo al brujo, ¿recuerdas?, después al chamán albino, siguió la santera y por fin al loquero.

La única solución es internarlo, pero antes debe venir toda la familia.

Te traicionamos, hermano, me repetía: «es por tu bien», y como yo soy el más débil, decido poner la mente en blanco para negar tu enfermedad y una vocecita susurra: ¡qué maricón que eres!

Aroma

El olor a pasto recién cortado la transportó de golpe a su niñez. Sonrió para adentro mientras se acicalaba el cabello.

Teresa tomó una flor de la planta que le hacía sombra y la llevó hasta la nariz. Imposible dejar de sentir el pasto en su memoria.

Allá en su pueblo, le decían zacate al pasto y para las fiestas cortaban juncia, la regaban sobre el piso como si fuera tapete elegante de los que ahora barre.

Se acordó de su trabajo y regresó a la sala. Tomando el sacudidor lo pasó por la mesa.

Extrañaba su tierra. La fiesta del Santo Patrono se aproximaba y le debía un favor. No sabía cómo, pero tenía que estar allá, junto a los suyos.

Se apuró a tender la ropa en el patio trasero y recordó a su padre rogándole que no se fuera a la ciudad. Le dijo de la maldad de los caxlanes y de lo seco de sus corazones.

El viejo abrió su morral y le dio una jicarita que conservaría durante su ausencia.

Era agua del río que corría en su pueblo y le pidió que si sentía desesperación, se la untara en los tobillos y éstos le indicarían el camino de regreso a casa.

Teresa miró al padre con sus negros ojos y dándole las gracias, se echó a andar hasta la vereda que lleva al camino real.

Acudía a su memoria aquella terrible madrugada, cuando los paramilitares irrumpieron en su casa, Teresa hincada y apretando sus ojos le pidió a san Jerónimo:

«Patroncito, tú que nos cuidas, no permitas que la bala entre en nuestros cuerpos, somos gente de paz, tú lo sabes».

Sintió cómo zumbaban sobre su cabeza los tiros y fue entonces cuando le juró:

«Si salimos vivos de ésta, yo te prometo juntar el dinero para tu fiesta, conseguir a los mejores musikeros, matar vaca, encender candela y bailar en tu honor. Pero, por favor, que no nos maten».

Escuchó la puerta abrirse y sobresaltada regresó al patio.

Faltaba una semana para la fiesta. Ya había mandado parte de sus ahorros con el compadre Miguel. La esperaban con el corazón en casa.

Subió a la azotea, revisó debajo de la cama, allí la estaba esperando su traje elegante, la blusa hermosamente bordada por su madre, la falda con listones de colores y la jícara.

No aguantó más, se embarró el agua que le dio su padre y cortando un zacate se fue a la estación de autobuses.

Mal sueño

Me preguntó Itzel cuál había sido el peor de mis sueños.

Y le contesté:

¿Y si me muero y no recuerdo sus manos?

¿Qué tal que la memoria de mi cuerpo olvide su aroma?

¿Si la vista me abandona, tan sólo para mirar adentro, olvidando el olor de los libros?

¿Y si los amores de toda una vida niegan mi existencia?

¿Y si el dolor que he sufrido no ha sido suficiente y hay más, mucho más por soportar?

¿Y si decide mi voluntad negar la luz?

¿Y si me abandono a mí misma y no sé dónde me perdí?

¿Y si lo amaba y él no se enteró?

¿Y si al final él ha sido una gran mentira?

¿Y si la felicidad que siento fue pura ilusión?

¿Y si mejor guardo mis miedos en el fondo del mar?

Vida / Muerte 2

Y le pedí a Itzel que me devolviera a mi hermano vivo, aunque fuera por unas horas y lo concedió.

Volver a verlo después de tanta oscuridad y abrazarlo. Con mil preguntas lo recibí:

«Dime, Flaco, ¿cómo estás?, ¿estás o sólo lo imagino?, ¿nos extrañas?, ¿nos proteges?, ¿ves a tus hijos creciendo?, ¿a mis padres envejecer?, ¿supiste que morías en el accidente?, ¿dejaste pendientes en tu corazón?, ¿sabes cuánto te quiero?, ¿lo mucho que nos duele tu largo viaje? ¿lo que aún me cuesta escribirte?

El enojo de no estar cerca mientras morías, de no poder hacer nada más que aceptar contra todos mis sentires y razonamientos tu súbita partida.

¿Te zumban los oídos con nuestras voces, que te invocan?, ¿es injusto llamarte?, ¿tenías fe?

Aún ahora hay veces que me falta tu presencia, otras en las que reclamo tu ausencia. La carga se hace pesada como amparo de tus hijos huérfanos de padre, madre, familia.

Quiero aprender a amarlos sin dolor y me cuesta. Te sigo mencionando en mis historias, para mantenerte vivo.

Y yo, la estudiosa de la muerte, no supe qué hacer cuando me anunciaron tu final, ni estuve en ese trance para acariciarte. Me dejaste una enorme lección de humildad y ahora, cuando me acerco a los enfermos y sus familiares, reconozco que sin tu experiencia de partida no sería lo que soy, ni tocaría a mis semejantes con la palabra compasión, que me hacía falta aprender.

Por eso, tu aniversario lo celebro a bordo de una ambulancia, quizá a manera de expiación por no haber estado allí, no lo sé, pero acompaño a mis hermanos adoloridos, como lo hubiese querido hacer contigo.

Te extraño, Flaco, y sí me alegro de haberte dicho en vida todo lo que te quiero.

No te vayas aún, no has contestado nada, aunque tus ojos azules me hayan respondido.

Cuídate corazón, que yo veré por los tuyos.

Descansa en paz.

Gracias, Itzel.