Ríos que cantan, árboles que lloran

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From the series: Ciencias Humanas
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Como un enorme ser que solo se viera a sí mismo, el propio tumulto de la expedición no nos dejaba advertir el mundo que recorríamos. Todo el tiempo había que cuidar que los cerdos no se despeñaran, que los perros tuvieran alimento, que los fardos estuvieran asegurados, que las armas no padecieran humedad, que los caballos sobrepasaran los fangales y los barrancos resbaladizos. (97)

El segundo factor que altera la representación de la selva es lingüístico. La insuficiencia y los sesgos perceptivos de los españoles están ligados a la insuficiencia y los sesgos del lenguaje usado para describirla: el español de la época no basta para dar cuenta de ella y, con frecuencia, termina deformándola. Cuando habla de la realidad selvática, el narrador usa giros que traicionan su embarazo para designar con precisión lo que ve —o para percibir lo que, por carecer de nombre, le pasa inadvertido—. He aquí un buen ejemplo: «A veces en el aire se formaba un cuerpo espeso y zumbante, un animal hecho de animales, un enjambre de insectos diminutos formando un volumen que por momentos parecía mostrar antenas, extremidades, vientres, alas» (2008: 131). Y ¿cómo nombrar los asombrosos animales del río: los «monos lentos» (206), los «dragones de fango», las «salamandras mortales», los «potros acuáticos de hocico puntiagudo» (214), los «pájaros con barbas de plumas y con crestas que se inflan cuando cantan» (215)? Este recurso constante a la metáfora y a otras figuras no es un mero alarde poético del narrador, sino que ilustra los apuros en los que se vieron envueltos los cronistas de Indias a la hora de describir la fauna americana, forzándolos a emplear toda suerte de paráfrasis y comparaciones para hacerse entender de sus lectores (ver, por ejemplo, Fernández de Oviedo 1998). Al igual que los cronistas, Aguilar siente que la variedad selvática desborda su vocabulario, y a la postre recurre al léxico indígena, usando palabras como «cachama», «piraña» o «atuy» en la descripción: «No teníamos nombres para los peces que a veces salían del espeso cauce del río, y si ahora sé nombrarlos es porque finalmente aprendí algunas cosas de labios de los indios» (2008: 213-214). La noción según la cual los europeos vienen a América a enseñarles a los nativos la verdad sobre el mundo y a traerles los beneficios de la fe es impugnada por Aguilar cuando reconoce lo mucho que esos nativos le enseñaron acerca de la selva, comenzando por el lenguaje para hablar de ella.4

Más que trazar una frontera clara entre un ambiente civilizado y otro bárbaro, o ratificar el carácter salvaje de la naturaleza americana, lo que el texto destaca entonces es la dificultad de los esquemas conceptuales europeos —y del caudal léxico de sus lenguas— para ajustarse a la cantidad abrumadora de novedades botánicas, zoológicas, geográficas y culturales halladas en la selva. Por lo demás, la diversidad y la abundancia de formas de vida que bullen en la espesura resultan tan agobiantes para Aguilar, que lo hacen dudar de la capacidad, no solo de la lengua española, sino de cualquier lenguaje humano, para abarcarlas: «Uno tendría que inventar muchas palabras para describir lo que ve, porque entre formas incontables, nadie, ni siquiera los indios, sabrá jamás los nombres de todos esos seres que beben y aletean, que se hinchan y palpitan, que se abren y se cierran como párpados y que tienen una manera silenciosa de vivir y morir» (2008: 225). Lejos de ser solo un rasgo circunstancial añadido por el autor, el sentimiento expresado aquí por Aguilar corresponde a una realidad histórica vivida por numerosos cronistas; de ahí el aire de paciente catálogo que tienen muchos pasajes de las crónicas de Indias, de ahí las prolijas enumeraciones que ocupan a veces centenares de páginas, de ahí ese esfuerzo de compilación cuya huella se advierte en la literatura hispanoamericana del siglo xx —baste recordar los inventarios de historia natural que Neruda incluye en su Canto general—.

Por desgracia, las actitudes de apertura al conocimiento y la óptica indígena estuvieron lejos de marcar la nota dominante de la conquista, y la selva, por ser el margen de la periferia, arrastra el pesado fardo de haber sido presentada en Occidente con base en los relatos de quienes solo rozaron su superficie y no con base en los testimonios de quienes, habiendo vivido en ella desde mucho tiempo atrás, la conocían a fondo. Vimos en el capítulo previo que la atmósfera del siglo xvi ofrecía un terreno abonado para la difusión de historias legendarias de la Antigüedad que, extrapoladas al contexto selvático, adquirían visos de verosimilitud. Tales historias fueron trasmitidas por soldados y frailes que, pese a los meses de angustias e incertidumbre que pasaron en la selva, apenas se asomaron a ella, pero que gozaban, en todo caso, del privilegio de haber sido parte de los primeros contingentes europeos en llegar allí. Aquellos hombres recorrieron la selva casi a ciegas o, pasa usar las palabras de Aguilar, «como si los arrastrara un embrujo» (2008: 189), empujados por la corriente de los ríos, ofuscados por la ilusión del oro y la canela, atenazados por el temor a los indios y a las fieras, mezclando los datos de los sentidos con los fantasmas de la imaginación. No obstante, fueron sus versiones de lo que habían visto y oído las que sirvieron como base para los discursos sobre la selva mucho antes que se pensara siquiera en contar con el parecer de los autóctonos. Esto último hubiese implicado, por cierto, un trabajo de traducción impensable en ese momento y lugar, y con pocas opciones de hallar eco, ya que, como anota Aguilar, la selva es «tan extraña, tan misteriosa, que es más fácil entender lo que dice el que la vio fugazmente que entender lo que sabe el que ha vivido en ella la vida entera» (245).

Y fueron justamente visiones fugaces de los forasteros las que, interpretadas a la luz de leyendas y mitos, le dieron su nombre a la región y al río que la riega. Un aspecto clave de El país de la canela es la recreación de la experiencia que posibilitó ese hecho y el análisis de su impacto en la Europa renacentista. Como el mito de las guerreras amazonas ha sido objeto de revisión crítica en varias obras del siglo xx, voy a repasar un par de ejemplos antes de analizar el aporte de Ospina. En la novela de Otero Silva sobre Aguirre, este dice con sorna que fray Gaspar de Carvajal «soñaba perpetuamente con tetas de mujer y por tal motivo imaginó la historia de unas tribus de amazonas que jamás fueron reales, mas le dieron su nombre fantasioso a este poderosísimo río» (1979: 210-211). Tal pulla hace de la apelación al mito un elemento compensatorio de la represión libidinal, lo que no carece de relevancia como factor explicativo, pero resulta reduccionista. Más complejo es el tratamiento del tema por Aguilera Malta. Las amazonas son descritas en su novela dos veces, una por cada viaje de Orellana al río. La primera vez, el narrador las pinta idénticas a las guerreras de la leyenda: «Esas mujeres parecían invulnerables. Cada una de ellas peleaba como diez hombres juntos… Y cuando algún indio se asustaba por un tiro de arcabuz, o quedaba retrasado, o dudaba por un instante, o quería retroceder, ellas mismas lo liquidaban en seguida, con sus propias armas» (1964: 145-146). Pero esta es solo una de sus facetas, pues luego agrega el narrador: «A pesar de todo, eran hermosas —hermosura de animal salvaje— con sus cabellos agitados y sus cuerpos incitantes. A todos ellos les resultaba un esfuerzo sobrehumano el hacer blanco en esos seres que más bien eran deseables» (146). Temidas y a la vez deseadas, dotadas de un ímpetu natural tan fascinante como feroz, estas amazonas son un emblema de la ambivalencia en virtud de la cual los europeos atacan lo que dicen que abominan pero que secretamente necesitan y anhelan. Cinco años después, cuando el fracaso del segundo viaje de Orellana es patente, la descripción tiene una tónica distinta. En un recodo del río, mientras huyen de un grupo de indios que los acosa, el capitán le grita de pronto a sus hombres:

—¡Las amazonas!

Todos miraron en la dirección indicada. Efectivamente, entre los guerreros indios, habían surgido algunas mujeres. Estaban casi desnudas, pues solo llevaban un taparrabo. Parecían furiosas e instaban a los hombres a perseguir a los blancos. Disparaban sus flechas contra estos, sin darles un momento de tregua. Los españoles, con la excepción de Orellana, dudaron. ¿Eran estas las amazonas? ¿No serían, únicamente, las mujeres de esos indios?

El Capitán no cesaba de insistir:

—¡Son las amazonas! ¡Lo sé, como que estoy en mi río! (268)

Los dos momentos detallados en el texto corresponden a fases distintas de desarrollo del tema, una que describe el imaginario y otra que lo somete a un ejercicio de desmitificación. En el primer viaje, las amazonas forman parte del horizonte de promesas que sirve como vapor de la expedición y su desnudez aparece nimbada por el hálito de la leyenda.5 Mientras las amazonas combaten con los soldados, en el fuero interno de estos últimos se libra la lucha entre el temor a ser dominados por unas mujeres salvajes y el deseo masculino de dominarlas. En el segundo viaje, desvanecidas las ilusiones, el escepticismo se instala entre los soldados, que apenas ven un grupo de mujeres coléricas batallando al lado de sus hombres. Solo Orellana insiste hasta el final (pocos días después morirá consumido por la fiebre), pero su forma de referirse al río, como si este fuese su propiedad, pone de relieve la desmesura que le impide ver con claridad lo que ya es evidente: que el río no es suyo y que él no puede decidir quiénes son esas mujeres. El filo crítico del autor despoja así al evento de su aura mítica y a la voluntad de apropiación del conquistador de la fachada legitimadora que la encubría. El cierre de la novela, sin embargo, restablece la ambigüedad del mito: un grupo de indios dice haber visto dos canoas llenas de amazonas desembarcar en la orilla donde estaba la tumba del «Gran Jefe Blanco», desenterrar el cadáver, depositarlo respetuosamente en una canoa vacía y llevárselo río arriba (1964: 270-271). Ahora son los indígenas quienes le dan un nombre al conquistador y las mujeres de la zona las que, adueñándose de sus despojos, conjuran la amenaza que representa el invasor. Pero el fracaso de los españoles en su intento de fundar una Nueva Andalucía en medio de la selva no impedirá que, a la postre, el río pierda su nombre local y adopte otro que rubricará de forma duradera la incorporación de la región —como frontera salvaje— al imaginario colonial.

 

La versión de las amazonas que ofrece William Ospina subraya, al igual que la de Aguilera Malta, el desfase entre el nivel de la leyenda y el de la realidad. Pero esta vez el foco principal del relato es la revisión del proceso de constitución del imaginario. Para apreciar bien este punto, voy a distinguir varios momentos en dicho proceso, tal como es presentado en El país de la canela. El primero de ellos corresponde a los hechos que aportan la base empírica del imaginario, los cuales tienen lugar durante la entrada de la expedición en la tierra de los omaguas. Cercados por el asedio constante de las tribus belicosas que pueblan la zona (es allí que fray Gaspar de Carvajal pierde su ojo derecho de un flechazo), los españoles permanecen casi todo el tiempo a bordo del bergantín. Un nativo que ha sido capturado en una de las refriegas le informa a Orellana (quien oficia como traductor) «que aquel país era el señorío de las mujeres guerreras» (2008: 232). Al día siguiente en la mañana, los vigías del mástil mayor advierten la presencia de un grupo de mujeres desnudas en la orilla derecha del río. Con ayuda de un catalejo, los expedicionarios constatan que «en la playa había solo mujeres: eran jóvenes y fuertes, y parecían mirar nuestro barco con gran curiosidad» (232); también notan que van armadas de arcos, flechas y lanzas de punta blanca. En la tarde del día siguiente las ven de nuevo, y Aguilar dice que todos quedaron impresionados por «la ferocidad y la fuerza de estas mujeres guerreras. Una de ellas alcanzó a arrojar una lanza contra el bergantín y para nuestro espanto la lanza se hundió más de un palmo en la madera del casco, aunque era de las duras maderas de la selva» (233). Poco después, otro grupo de mujeres lanza una lluvia de flechas que deja el casco del bergantín erizado de púas. Notemos que, en esta fase inicial, los hechos se limitan a una escaramuza con unas mujeres altas, robustas, que van desnudas y manejan con notable habilidad el arco y la lanza.6

Poco después, los españoles deciden acercarse a la orilla. Extrañado de no ver aparecer ningún hombre en las cercanías, el maestre del barco especula que quizá se trate de mujeres que viven sin hombres; y entonces Orellana dice: «“Mira que sería un extraño lugar para venir a encontrar a las amazonas”. Bastó que pronunciara esa palabra, y la actitud de los hombres cambió. A una circunstancia casual de un choque con pueblos de la selva, acababa de añadirse una posibilidad fantástica» (2008: 234). La insinuación de Orellana desencadena la segunda fase del proceso: la imagen de las guerreras legendarias modifica inesperadamente la percepción de una serie de hechos curiosos, pero a fin de cuentas banales, que hasta ese momento eran vistos como parte del curso normal de una expedición en tierras desconocidas. Al añadirles una nueva dimensión que los magnifica y les confiere particular resonancia, esa imagen mítica suscita toda suerte de especu­laciones entre los expedicionarios. Consultado al respecto y luchando con la fiebre que lo consume por la herida recibida en el ojo, fray Gaspar de Carvajal les cuenta a los soldados la leyenda de las amazonas, explicando el trato cruel que las guerreras les daban a los hombres que hacían prisioneros. Y allí aflora el machismo inherente a la empresa conquistadora: «Esos relatos despertaron más la curiosidad de nuestros hombres. Se figuraban ya todo un pueblo de mujeres esperándolos, y alguno comentó que las amazonas habían podido cometer aquellos abusos contra los varones porque no se habían encontrado todavía con una buena tropa de españoles» (235). La atmósfera de exaltación se afianza una noche cuando, inquirido por Orellana, el nativo que llevan prisionero describe los usos y costumbres de las supuestas amazonas, a las que los indios de río arriba llaman «amurianas de Coniu Puyara» (191).

Y a partir de este punto el texto explora a fondo otro rasgo distintivo del proceso de constitución del imaginario, a saber, la precariedad de su base testimonial. El relato del prisionero nativo es buen ejemplo de ello. Se trata de un pasaje llamativo porque es la única vez en todo el texto que el narrador le cede la palabra a un nativo durante varias páginas (2008: 241-244), lo que a primera vista parece un inusual gesto de apertura al punto de vista ajeno. Sin embargo, al repasar de cerca el discurso del indio, advertimos que sus elementos esenciales incluyen información en la que se trasluce la intervención enunciativa de alguien familiarizado con la leyenda griega de las amazonas. El nativo dice, por ejemplo, que las mujeres de la zona hacen la guerra con una tribu vecina de indios altos para capturar hombres que utilizan como sementales, y que después del parto, si los recién nacidos son varones, los matan sin piedad, pero si son hembras, las acogen con alegría y las inician desde temprana edad en los trabajos de la guerra. Diversos indicios a lo largo del texto sugieren que la infiltración de la leyenda en el discurso del indio no obedece solo a los aprietos de Orellana para traducir a su interlocutor, sino también a las interpolaciones mixtificadoras del propio conquistador, que acomoda la información a medida que traduce, con el propósito de infundir en sus hombres la idea de que el oro y las riquezas están próximos.7 En esta dirección apunta la siguiente anécdota: unos días antes, en la aldea en la que toman prisionero al indio, los españoles encuentran una casa llena de grandes tinajas y cántaros; más tarde, según cuenta Aguilar, «fray Gaspar anotó en su diario algo que el indio nos dijo y que a todos nos causó maravilla: que esos objetos enormes y hermosos de loza y de arcilla que allí veíamos eran réplicas de otros de oro y de plata que había en las casas verdaderas, que eran las que estaban selva adentro» (237).

Ahondando esta vena crítica, los apuntes del narrador mestizo minan de forma consistente la autoridad de las voces de las cuales se nutre el imaginario colonial sobre la selva, tal como empieza a forjarse durante esta expedición. Las observaciones de Aguilar luego de escuchar por varios días a Orellana traduciendo las palabras de otro indio al que han capturado en la última parte del viaje, cerca de la desembocadura del río, son significativas:

Casi un mes después de estar oyendo sus relatos me persuadí de que estaba mintiendo, aunque vi necesaria su mentira. El capitán no podía entender todo lo que Wayana le iba diciendo. Traducir de una manera tan fluida e inmediata lo que un indio dice es imposible sin la ayuda de la imaginación. Y hasta reconocí en sus relatos historias que yo ya sabía, historias que Orellana debía haber recibido como yo de los relatos de Oviedo. […] Parecía traducir pero en realidad recordaba e inventaba lo que los demás necesitábamos oír. Cualquier dato suelto, cualquier nombre, servía para armar un relato que entretuviera a la tripulación y alimentara sus esperanzas. Cumplía su oficio de capitán: daba a nuestros espíritus un equivalente de la mínima alimentación que había que brindar cada día a nuestros cuerpos. Tiempo después nos confesó que mucho de lo que dijo en la parte más desesperada del viaje era invención. (2008: 263)

El efecto desmitificador del texto de Ospina no se deriva de una especulación capciosa. Es el examen atento de la situación vivida por los conquistadores en su travesía selvática lo que saca a relucir los factores humanos incidentes en la formación del imaginario. En una empresa como aquella, sobrevivir era cuestión de obtener alimentos, pero también de mantener viva la llama de la esperanza. El tejido de verdades y mentiras que urde Orellana por el camino no es fruto de un cálculo frío, metódicamente razonado, sino el resultado de una coyuntura que tensa al máximo sus capacidades como jefe. Si bien su discurso mezcla la verdad y la invención, también es cierto que para él mismo y sus hombres a menudo es difícil separar lo uno de lo otro. Aguilar anota que Orellana, basándose en los reportes de Wayana, les habló «de árboles que lloran leche blanca, de indios que producen sal con bejucos y zumos de la tierra, de manchas rojas voraces que avanzan arrasando la selva y son en realidad inmensos tejidos de hormigas; ya no recuerdo cuántas locuras nos contó Orellana en aquellas jornadas» (263). En su desconcierto, el mestizo tacha de «locuras» unas descripciones referentes a hechos bien conocidos por los pobladores de la selva.

La génesis del imaginario colonial tiene además una dimensión colectiva que ensancha el alcance del papel cumplido por Orellana. Las reacciones de la tripulación —igualmente sometida a condiciones extremas—, las variaciones que los relatos sufren a medida que circulan de boca en boca, las notas de Gaspar de Carvajal en su diario tienen un peso que no se puede desatender. Paulatinamente, el primer boceto del imaginario se va precisando y sus facetas más inverosímiles —coloreadas por la angustia, el asombro, la aprensión, el anhelo— adquieren plausibilidad para los participantes en la aventura. Ya no resulta extraño leer que, en las semanas siguientes al choque con las mujeres guerreras, «un clima de delirio envolvió a la tripulación» (244-245). Numerosas cuadrillas, a veces encabezadas por Orellana, se internan en la selva en rápidas correrías en pos del rastro de las supuestas amazonas, hasta que la sensación de ir tras algún indicio engañoso dejado por ellas para extraviarlos en el laberinto vegetal los hace regresar al bergantín, cargados de historias «que si bien pueden haber ocurrido también pudieron ser solo invenciones para presumir ante sus compañeros, o para satisfacer la necesidad de hechos memorables que contar al regreso. […] Los hombres querían, en caso de que saliéramos con vida, tener historias de qué envanecerse si algún día volvíamos al mundo humano» (2008: 245). Mientras Orellana cuenta historias para mantener en alto la moral de sus hombres, estos, por su parte, alientan la esperanza de volver un día a su tierra a contar sus propias historias. Los imaginarios de la selva derivados de esa madeja de historias son sin duda equívocos y su efecto encubridor de la realidad selvática debe ser criticado, pero es preciso entender que ellos no surgen como resultado de una intención maquiavélica de falsear los hechos, sino que se basan en aspiraciones e impulsos humanos apenas comprensibles, atizados por una circunstancia vital sumamente ambigua y difícil.

El valor documental de la crónica de fray Gaspar de Carvajal, principal fuente histórica sobre las amazonas selváticas, es relativizado también en El país de la canela. Recordemos que el choque con las mujeres guerreras ocurre justo cuando el fraile acaba de recibir un flechazo en el bajo vientre y poco antes de que una segunda flecha le atine en un ojo, de modo que su reporte sobre las presuntas amazonas se apoya en buena medida en el discurso del indio al que hice referencia antes y en los testimonios de Orellana y los demás expedicionarios. Estos últimos —ya lo hemos visto— no siempre son informantes fiables. Veamos otro pasaje del relato de Aguilar que recalca ese hecho. Pocos días después del choque con las guerreras, cinco hombres enardecidos por los relatos de Orellana y Carvajal sobre las amazonas se adentran en la selva con intención de localizar su rastro, pero se pierden en la espesura. Los demás soldados esperan su regreso durante tres días, al cabo de los cuales navegan río abajo, dando por hecho que sus compañeros han muerto a manos de las guerreras o han sido devorados por las fieras. Justo entonces se topan con ellos en un recodo del río. He aquí la descripción que hace el narrador mestizo:

Venían devorados por los insectos, habían comido raíces y lagartos, hablaban de animales luminosos, de pueblos de gentes diminutas que habitaban en las raíces de los árboles, de follajes que contaban secretos, decían que la selva tenía vértebras y pelaje de tigre, e infinidad de indicios nos convencieron de que habían masticado la locura en las cortezas verdes. Pero algunas de las historias que contaron sobre las amazonas alimentaron el relato que después recogió fray Gaspar en su crónica. (2008: 246)

 

Por una curiosa inversión, son las visiones, las anécdotas, los incidentes engendrados al calor de la leyenda de las amazonas los que terminan alimentando la primera fuente histórica que va a dar noticia de la presencia de las amazonas en la selva. Orellana y Carvajal le hablan de las amazonas a los soldados y luego estos vuelven con historias que, al parecer, confirman la verdad de lo que han oído. La ficción de Ospina procura desactivar ese círculo vicioso en el cual se funda el imaginario colonial. Ello implica un arduo forcejeo. Con base en la información aportada por la crónica de Carvajal, El país de la canela recrea los hechos a los que esa crónica hace referencia y muestra que Orellana y el fraile, sin ser conscientes de ello ni del alcance histórico que tendrá su gesto, enmascaran la realidad selvática con imágenes tomadas de su propia tradición cultural. La ficción novelesca pone así al descubierto el efecto encubridor del documento histórico en el que ella misma se apoya para adelantar su tarea de desmitificación. El relato de Aguilar ostenta por doquier las huellas de ese tour de force. A la postre, el narrador mestizo confiesa que ya no sabe «si fue la versión de Orellana traduciendo lo que decía el indio, o la fiebre de fray Gaspar interrogándolo, o nuestros comentarios sobre lo que escuchábamos, lo que hizo que todos en los bergantines quedáramos convencidos de la existencia del reino de las amazonas, aunque no me atrevo a afirmar que alguno del barco hubiera entrado lo bastante en la selva para verlo con sus propios ojos» (2008: 236). La red discursiva europea empieza a recubrir la realidad desconocida de la selva tropical con base en las invenciones bienintencionadas de un conquistador acucioso, en sus problemáticas traducciones de los reportes de los indios, en los relatos doctos de un fraile malherido y en las impresiones más o menos fugaces de un grupo de soldados en apuros. Las palabras de unos y otros se acumulan, se refuerzan mutuamente, se espesan en capas sucesivas, hasta sustituir la frescura de la experiencia vivida: «Al final de ese viaje hablamos de tantas cosas que ya no sé qué vimos» (245).

Pero todas esas habrían sido palabras vanas si no hubiesen tenido una recepción propicia que les sirviera como caja de resonancia. Por eso El país de la canela no acaba cuando Orellana y sus hombres completan el viaje por el río, sino que se extiende todavía por varios capítulos para incluir la revisión de otro elemento que va a ser crucial en la futura consolidación del imaginario colonial: me refiero al impacto provocado por las noticias de la expedición de Orellana en los años siguientes. Dicho proceso de difusión sigue dos etapas: una cuando los expedicionarios sobrevivientes les cuentan la aventura a diversas personas, incluyendo los cronistas que la fijarán por escrito, y otra cuando la noticia arriba a Europa, donde ciertos miembros de las élites letradas se interesan por el asunto. Estos momentos corresponden a los encuentros de Cristóbal de Aguilar con Juan de Castellanos y Gonzalo Fernández de Oviedo —etapa 1— y con el cardenal Pietro Bembo y otros integrantes de la curia romana —etapa 2—.

Luego de salir al Atlántico por el brazo norte del delta del río, Orellana y sus hombres bordean la costa de las Guayanas y arriban a la isla de Cubagua. Entre quienes reciben y auxilian a los maltrechos sobrevivientes está Juan de Castellanos, futuro autor de las Elegías de varones ilustres de Indias, extensa crónica en versos que incluye un recuento de las primeras incursiones de los españoles en el Amazonas. Cristóbal de Aguilar dice que no habló mucho con Castellanos pero que, desde el jergón donde yacía convaleciente, lo vio pasar «noches enteras hablando con fray Gaspar bajo el aleteo de las antorchas» (2008: 277). En estas pláticas con el fraile y en los relatos de los soldados se basa el relato que Castellanos incluirá en su crónica tres décadas más tarde; el pasaje respectivo es, de hecho, la fuente de inspiración de Ospina para sus novelas (2012: 318). Tal entrelazamiento de historia y ficción es subrayado la segunda vez que los caminos de Aguilar y Castellanos se cruzan. Muchos años después, tal como lo cuenta al final de La serpiente sin ojos, el narrador mestizo visita al poeta y le da información sobre la expedición de Ursúa: «Después hablé con el beneficiado Juan de Castellanos en Tunja, y alimenté sus versos contándole en detalle las aventuras de su amigo. […] Ya estaba empezando a escribir sus versos, y ya la memoria de Ursúa estaba en ellos, pero también a él le conté lo que ignoraba del viaje en que fuimos en busca de la canela» (2012: 287). De estos encuentros de Castellanos con sus informantes, uno es histórico —el de Cubagua con Carvajal y Aguilar— y el otro es ficticio —el de Tunja con Aguilar—. La inclusión de tales eventos en sus novelas le permite a Ospina presentar su trabajo narrativo como un eslabón más de un proceso de acumulación de capas de lenguaje que, atravesando los siglos y mezclando en distintas dosis la invención y la realidad, prosigue hasta hoy. Con ello Ospina rinde también un homenaje al poeta-cronista en cuyos versos descubre una mirada distinta de la conquista: «Mientras los otros pasan arrasando y borrando las culturas que encuentran, este soldado lo observa todo con atención y con asombro; considera importante cada detalle… conserva el sabor de las campañas, la comprensión de aquel mundo, una extrañeza que pocos parecen haber sentido bajo ese cielo de estrellas desconocidas» (2007: 146). Es interesante constatar de paso que estas palabras, tomadas del ensayo de Ospina sobre Castellanos, describen bien el tono de los relatos de Cristóbal de Aguilar, lo que indica que Juan de Castellanos es uno de los modelos en que se basa Ospina para modelar el personaje del narrador mestizo.8

Unas semanas después de dejar la isla de Cubagua, Aguilar arriba a La Española y allí se reencuentra con quien fuera su maestro en los años anteriores al periplo amazónico, el regidor Gonzalo Fernández de Oviedo. Como en el caso de Castellanos, Ospina incluye aquí en calidad de personaje a otro cronista cuya obra es una de las fuentes documentales más importantes de sus novelas. El rol de Oviedo es, empero, mucho más sustancial, sobre todo en su faceta de ayudante de Aguilar: antes del viaje, es su profesor de latín, historia, manejo de las armas, y es también la primera persona que le da noticias de la leyenda de las amazonas; después del viaje, es él quien envía a Aguilar a Europa con una carta de presentación dirigida al cardenal Pietro Bembo. No en vano Aguilar dice que el destino había escogido a Oviedo «para ser el enlace entre dos mundos» (2008: 289). En cambio, la ayuda que le presta Aguilar a Oviedo como informante es modesta, ya que el regidor manejaba una vasta red de contactos e influencias gracias a la cual «parecía tener centenares de ojos y oídos: lo sabía todo primero, y siempre mejor que nadie» (284). Si bien la admiración que profesa Aguilar por su maestro es inmensa, ella no excluye la conciencia de sus defectos; su mayor reproche a Oviedo es que este «nunca tuvo frente a los indígenas la mirada compasiva de fray Bartolomé de Las Casas o de otros clérigos. Los juzga con severidad y siempre fue partidario de una conquista militar» (290). Aguilar tampoco comparte la tendencia de Oviedo a ver a los nativos como un ingrediente del entorno natural: «Interrumpía mi relato para indagar por árboles y tigres, para hacer que yo recordara los peces y las tortugas, y creo que su interés por los indios no era distinto del que sentía por los animales. Hasta para él a veces los indios eran animales, al menos tan curiosos como los otros» (105). De este modo, el personaje de la novela critica al cronista histórico en cuyos escritos se apoya la novela.