Ríos que cantan, árboles que lloran

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From the series: Ciencias Humanas
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En uno de sus ensayos, Ospina plantea un ejemplo que ilustra el sentido de su propuesta. La pregunta que el autor quiere resolver es la siguiente: ¿en qué época surge el secuestro, ese flagelo que ha azotado a Colombia y a otros países de la región en las últimas décadas? La primera línea del ensayo ofrece una fecha precisa: «El 16 de noviembre de 1532 tuvo lugar el primer caso documentado de secuestro en el territorio sudamericano» (2003: 29). Ese fue el día en que las tropas de Francisco Pizarro hicieron prisionero al inca Atahualpa en Cajamarca, luego de dar muerte a la mayor parte de su comitiva, integrada por la élite gobernante del Tahuantinsuyo. El ensayo retoma las circunstancias trágicas del hecho y los nueve meses que Atahualpa permaneció cautivo de los españoles, mientras sus súbditos reunían el monto del rescate: «En julio de 1533 se terminó de pagar el inmenso rescate, que ascendió entonces a la cifra de 1.326.539 pesos de oro más 51.610 marcos de plata. Al precio de 1995, el oro recogido ascendería a 88,5 millones de dólares, y la plata a 2,5 millones de dólares» (32-33). Al respecto, comenta Ospina:

Cualquiera diría que con tan descomunal rescate los secuestradores habrían despedido a su víctima con abrazos y besos, e incluso con lágrimas en los ojos, como lo hacen a veces sus discípulos contemporáneos, pero la verdad es que Pizarro y sus socios estaban inventando un género y lo inventaron plenamente. Como ocurre a menudo en los secuestros modernos, después de recibido el rescate, en lugar de liberar a la víctima empezaron a pensar qué más podían sacarle, y finalmente decidieron matar al inca Atahualpa. (2003: 34-35).

¿Por qué no solemos asociar aquellos hechos atroces, tantas veces comentados por los historiadores, con la noción de «secuestro»? Y ¿qué sentido tiene aplicarle tal noción a esos hechos cinco siglos después, en un tiempo presente en el que nada se puede hacer para remediar aquel pasado irrevocable? He aquí la respuesta de Ospina:

La verdad es que no estamos hablando del pasado. Me he propuesto contar esta historia interpretando el cautiverio de Atahualpa como lo que fue, como un secuestro abusivo y criminal, porque esa historia tremenda nos ha sido contada casi siempre como una hazaña heroica, donde los bandidos están cubiertos por una aureola luminosa de grandes estadistas, de paladines y de portaestandartes de la civilización. (2003: 36)

Aquí aparece la segunda premisa de Ospina, que enfatiza la necesidad de desmitificar los imaginarios coloniales. Estos, a fin de cuentas, no hacen otra cosa que perpetuar los abismos de incomprensión surgidos durante la Conquista. Para Ospina, no se trata de cambiar el pasado sino el presente, y es obvio que la condena y la reprobación social de una práctica como el secuestro pierde buena parte de su legitimidad moral si, en paralelo, uno de los secuestros más sangrientos de la historia del mundo es registrado por la historia oficial como una proeza épica, o como parte del precio que fue preciso pagar por la llegada de la civilización a estas tierras.19 El secuestro de Atahualpa no explica, desde luego, los secuestros actuales, pero los prefigura; las crueldades de Pizarro en la selva no explican las que ocurrieron tres siglos y medio después en el Putumayo, y su inmensa inversión en la busca de canela no explica las inmensas inversiones de Ford cuatro siglos después plantando caucho en el Tapajós, pero es innegable el aire de familia que ostentan esos hechos; las guerras de pacificación capitaneadas por Ursúa en la Nueva Granada y los ataques de los rebeldes marañones en Venezuela no explican la violencia guerrillera y paramilitar que ha sacudido a Colombia en las últimas décadas, pero anticipan algunos de sus rasgos.

Una tarea pendiente para conjurar el influjo fantasmal del pasado —y de la forma en que suele ser contado­— sobre la realidad del presente consiste, por tanto, en iluminar aquellos aspectos de la historia que la versión de los hechos promovida por los vencedores ha disimulado o dejado en la sombra. La dificultad de los españoles para entender la realidad americana era normal, dado el carácter pionero de sus expediciones y la complejidad del mundo que aparecía ante ellos. El problema es que esa experiencia generó un repertorio de discursos que, en vez de iluminar la diversidad del continente, nos impiden verla con claridad. Al principio, los europeos negaban la diferencia que se les cruzaba en el camino, asimilándola a algo que anhelaban encontrar desde mucho tiempo atrás (las islas de las especias, la ciudad dorada, las guerreras desnudas); luego, denigraban esa misma diferencia marcándola con un estigma de inferioridad (el salvajismo, la barbarie, la naturaleza virgen) que justificaba su avasallamiento implacable. Para Ospina, la cuestión es rastrear en toda su trágica complejidad las secuelas de ese pasado de incomprensión para poder seguir adelante sin ser pasto del resentimiento, entender la raigambre histórica de los imaginarios para no ser más presas de su efecto encubridor. Lo que se pretende con la revisión histórica es superar el hábito del desentendimiento mutuo.20 Ospina es consciente de que las fuentes de la incomprensión no están fuera sino dentro de nosotros mismos, precisamente a causa del rumbo tomado por la historia continental a partir de la conquista: «La aventura del siglo xvi señala para los hijos de la América Mestiza el nacimiento de una doble conciencia: la de ser hijos a la vez de los conquistados y de los conquistadores, la de ser herederos de las víctimas y de los verdugos» (2013: 71). Por ende, es en el núcleo de nuestro ser histórico donde hace falta tender puentes, construir acuerdos: «La única reconciliación es con nosotros mismos, disolviendo los bandos rencorosos que fluyen por los ríos de la sangre» (2007: 416).

La consecución de tal objetivo implica a su vez la premisa número tres: la calidad de la reconciliación que se logre depende del reconocimiento de los puntos de vista involucrados en el diferendo. A ello apunta el principal recurso que utiliza Ospina en su esfuerzo por ofrecer una imagen equilibrada de la conquista, a saber, la elección de un personaje mestizo como narrador e intérprete de los hechos.21 La figura de Cristóbal de Aguilar constituye en su narrativa el punto de intersección, la encrucijada que reúne los hilos necesarios para entender mejor la herencia de la empresa conquistadora. De su padre Marcos de Aguilar, que participó en la conquista del Perú y de quien Ospina dice que «introdujo los primeros libros en las Antillas» (2008: 365), el narrador mestizo recibe la tradición española de las armas y las letras; de su madre Amaney, indígena antillana, recibe la tradición oral de los nativos de las islas, sus hábitos de alimentación e higiene, y participa del dolor por el desmoronamiento del mundo anterior a la llegada de los europeos. Si es su padre quien marca su destino —mediante la carta en la que le da instrucciones para viajar al Perú a cobrar su herencia—, su secreto sostén es su madre indígena, la fuente nutricia que, sin embargo, él inicialmente repudia —porque su padre le ha dicho que ella es solo su nodriza y lo ha presentado en sociedad como fruto de su matrimonio con una mujer blanca—. El narrador mestizo solo reconoce a Amaney como madre de sangre muy tarde, cuando regresa de su primera travesía amazónica y constata que ya ella «había muerto a solas como murió su raza, sin quejarse siquiera, porque no había en el cielo ni en la tierra nada ante lo cual pudiera quejarse, abandonada por sus dioses y negada por su propia sangre» (283).

La noción de «mestizaje» en la que se basa Ospina no supone, por ende, la fusión armoniosa o idealizada de las razas. Los orígenes del narrador mestizo muestran de entrada que el mestizaje americano surge sobre un trasfondo de violencia, sobre semillas de sangre y sufrimiento. Como lo señala Subirats, «el mestizo es un aspecto de la violencia conquistadora, proyectado a la vida sexual. La madre india es el objeto doblemente poseído, como sexo y como etnia de vasallos, por el padre español, doblemente heroico como representante de la casta cristiana y de la honra» (1994: 281). De ahí que, para Cristóbal de Aguilar, reconocer la sangre india que corre por sus venas resulte tan difícil y doloroso, aunque la convergencia de ambos horizontes lo enriquezca en muchos aspectos. La reescritura de la conquista desde la perspectiva de este mestizo da lugar a un relato que, al cabo, es mestizo también: en él se entretejen las descripciones del pasado incaico con los esplendores y miserias de la aventura conquistadora; la fundación de las nuevas ciudades hispánicas junto con la historia mítica de las antiguas, como Cuzco; los albures de los invasores arrastrados por la corriente del río con el asombro ante la pujanza vital de la selva; el contraste de las aldeas ribereñas de las tierras de Omagua y Machifaro con la arquitectura palaciega de Roma y Sevilla. Ello no impide que, por otra parte, y eludiendo la tentación de una falsa reconciliación, el relato nos invite a revisar desde variados ángulos el desentendimiento que sucedió al asombro mutuo de los primeros encuentros, el miedo visceral a causa del cual ese desentendimiento dio lugar a choques fatales, la incomprensión y violencia crónicas que perpetuaron esa fatalidad. Tal ejercicio de justicia histórica es crucial en la medida en que hace falta «tener memoria de la víctima inocente (la mujer india, el varón dominado, la cultura autóctona) para poder afirmar de manera liberadora al mestizo, a la nueva cultura latinoamericana» (Dussel 1994: 62).

Que el relato de los primeros viajes europeos a la selva esté a cargo de un mestizo subraya, por demás, la ausencia irreparable del punto de vista de los nativos. Si los documentos en que los pueblos amerindios atestiguan la conmoción causada por las guerras de conquista abundan en Mesoamérica y los Andes (Le Clézio 1997, León Portilla 1974), en el caso de la selva no existen documentos análogos. Ospina enfrenta aquí un problema mayor. En sus novelas, la visión de los indígenas aflora una y otra vez, pero siempre de forma indirecta, filtrada por la percepción que los soldados o el narrador tienen de ella. En El país de la canela, los españoles entrevén los tesoros de saber ancestral de los pueblos de la selva cuando estos les enseñan a cazar y a conocer los frutos comestibles, o cuando Unuma cura la herida de fray Gaspar de Carvajal con un emplasto de hierbas y frutos de supay machacados. Y que la selva no estaba habitada solo por tribus dispersas lo prueba la frecuencia con que el narrador habla de grupos de decenas o cientos de indígenas, de grandes aldeas y de embarcaderos de piraguas visibles a lo largo de casi toda la ruta por el río. Como sucede en muchas crónicas de Indias, es a través de este tipo de atisbos como el lector se hace una idea del mundo indígena. Pero Aguilar incluye también apuntes en los cuales se nota la admiración que le suscita el estilo de vida de los nativos, aunque no lo comprenda bien. Así, un aspecto que le llama la atención es la divergencia entre la actitud de los españoles y la de los indios; si los primeros, «llenos de ambición y enfermos de espíritu, no podemos convivir con la selva, porque solo toleramos el mundo cuando le hemos dado nuestro rostro y le hemos impuesto nuestra ley» (2008: 63), los segundos viven «concentrados en la abundancia de sus árboles y de sus animales, como si les llenara el tiempo la relación con savias y con sales, con limos y bejucos, con flores, frutos, pájaros e insectos. No parecían estar allí para servirse de esas cosas sino para entenderse con ellas de un modo grave y lleno de ceremonias» (187). En todo caso, y pese a las dificultades de comunicación que el narrador describe, el texto rehúye la trampa de pintar a los indios como seres radicalmente extraños o exóticos; por el contrario, subraya las afinidades que existen entre ellos y los forasteros. Así lo muestra el pasaje donde, después que un terremoto sacude las montañas al paso de Pizarro y sus hombres, el narrador mestizo comenta, refiriéndose a los indios que cargaban las provisiones: «Para ellos el temblor era expresión de la voluntad de alguien que nos miraba severamente desde las grietas y desde los torrentes, pero ¿cómo burlarnos si, en el fondo, también nuestra religión piensa lo mismo?» (107).

 

En La serpiente sin ojos, la voluntad de reconocer el lenguaje de los pobladores de la selva se manifiesta en el título de la novela, pues es así como ellos llaman al gran río. El coloquio de Aguilar con los indios brasiles (2012: 116-119) es sugestivo porque la sensación de descubrimiento de los españoles en su viaje río abajo por al Amazonas se ve duplicada de repente, como en un espejo invertido, en el asombro de los nativos viendo desde las orillas pasar los dos bergantines tripulados por hombres barbudos, barajando hipótesis al respecto durante meses y emprendiendo al cabo un agotador periplo aguas arriba, hasta las estribaciones de la cordillera, para averiguar las causas de ese acontecimiento inaudito. Este estupor mutuo subraya a la vez la afinidad y la diferencia entre los soldados españoles y los indios brasiles: ambas partes están maravilladas por lo que sucede, pero de lado y lado cunde el desconcierto, que amenaza siempre con abrirle paso a los malentendidos. En tal coyuntura, más que darnos acceso a la visión de los indios, el texto de Ospina nos invita a preguntarnos por ella, aguijonea nuestra curiosidad. Los poemas intercalados entre los capítulos de la novela ofrecen un puñado de instantáneas que revelan la dificultad de incorporar a la evaluación de la conquista la visión de los nativos —un imperativo al que solo se le puede hacer justicia oblicuamente, mediante extrapolaciones basadas en fuentes históricas, en los reportes de la antropología amazónica y en los testimonios de las comunidades selváticas actuales, aun si su forma de vida es muy distinta de la de sus lejanos antepasados.

Uno de los vislumbres que ofrece Ospina de la visión del mundo de los nativos resume bien la nuez de su esfuerzo narrativo. Antes de llegar a la región de Machifaro, donde será asesinado por los hombres de Aguirre, Ursúa escucha de labios de un indio unas palabras que ratifican la intuición de Núñez y de Carpentier con la que inicié este capítulo. Dice Aguilar: «A la inmensidad de la selva no parecía corresponder una gran riqueza; los indios solo hablaban con exaltación como si fuera oro puro del conocimiento de las cosas. “Aquí solo es riqueza conocer” fue la incomprensible traducción que un indio lengua hizo de las palabras de un rey que tenía collar de colmillos y diadema de plumas azules» (2012: 257-258). Este es el mismo espíritu que anima las novelas históricas de Ospina: de lo que se trata a fin de cuentas es de dejar atrás los espejismos de El Dorado, de eludir los riesgos de la ambición y el voluntarismo intransigentes, de buscar la comprensión antes que el olvido y de abrir las puertas de la percepción ante lo que parece extraño o amenazante solo porque no lo conocemos bien —y, en ocasiones, ni siquiera lo vemos—.

1González Echevarría señala el europeísmo implícito en la tesis carpenteriana: «Suponer que lo maravilloso existe en América es adoptar una (falsa) perspectiva europea, porque solo desde otra perspectiva podemos descubrir la alteridad, la diferencia. […] La magia puede que esté en esta orilla, pero tenemos que verla desde la otra para verla como tal» (1993: 156). González Echevarría destaca (219-224) el papel que desempeñan las crónicas de Visión de América —parte de un texto inconcluso titulado El libro de la Gran Sabana— en la concepción de Los pasos perdidos, una novela en la que se manifiestan a fondo tanto el alcance como las limitaciones de la tesis de lo «real maravilloso».

2La principal fuente histórica usada por Ospina son las Elegías de varones ilustres de Indias de Juan de Castellanos, extensa crónica en versos que le sirvió también de inspiración. El trabajo de Ospina se nutre además de información obtenida en las crónicas de Fernández de Oviedo, Cieza de León, Gaspar de Carvajal y Francisco Vásquez.

3La participación de Cristóbal de Aguilar en la expedición de Orellana está avalada por la crónica de fray Gaspar de Carvajal (1986: 63); que participara también en la de Ursúa veinte años después es verosímil, ya que, como explica Ospina, «por lo menos tres soldados hicieron ambos viajes» (2008: 366). La centralidad de Aguilar como narrador testigo es subrayada por el mismo Ospina, quien define a Aguilar como «un personaje de ficción… que a medida que investigaba se fue convirtiendo en un ser histórico», y describe así su función como mediador entre los puntos de vista involucrados en los hechos: «La voz de este narrador era al comienzo, casi sin dudas, la de un español; después, con harta incertidumbre, la de un mestizo, y al final intentó en vano hablar como un nativo de este continente, pero se encontró más bien asediado por un rumor de voces desconocidas que no siempre era capaz de entender» (2012: 318).

4De hecho, los participantes de empresas como esta no habrían sobrevivido sin la ayuda de los nativos; no en vano Aguilar agradece «la enseñanza que los indios nos transmitieron sobre frutos y plantas alimenticias, sobre el modo de capturar las tortugas y las iguanas, sobre las serpientes y las aves que pueden comerse. Nos repugnaba incluir en nuestra alimentación las orugas rojizas, los micos fibrosos, a los que había que comerse en condiciones desoladoras, porque los otros lloraban a gritos en las ramas altas por los sacrificados, el abdomen de miel de ciertos insectos voladores, los hongos negros de la base de los grandes árboles, las hormigas que se tuestan sobre piedras ardientes y las flores azules de unas plantas que ahogan los troncos podridos y que tiñen los dientes por varios días, pero muchas de esas cosas fueron ingresando por momentos en nuestra dieta» (188).

5Recordemos que la ilusión de hallar a las amazonas en América surgió desde los primeros viajes de los europeos: «El propio Colón fue quien suscitó primero tales esperanzas al afirmar que varias de estas amazonas se escondían en cuevas de algunas islas del Caribe a las cuales no había podido acercarse debido al fuerte viento. Y estaba seguro de que otras de la misma raza podían hallarse en tierra firme, pasando a través del país caníbal» (Leonard 1964: 37).

6He aquí la descripción que figura en la crónica de Carvajal: «Estas mujeres son muy blancas y altas, y tienen muy largo el cabello y entrenzado y revuelto a la cabeza; y son muy membrudas y andan desnudas en cueros, tapadas sus vergüenzas con sus arcos y flechas en las manos haciendo tanta guerra como diez indios» (1986: 81). Un siglo después, el padre Acuña escribe que, a lo largo del río, «no hay generalmente cosa más común y que nadie la ignora que decir habitan en él estas mujeres, dando señas tan particulares que conviniendo todos en unas mesmas, no es creíble se pudiese una mentira haber entablado en tantas lenguas y en tantas naciones, con tantos colores de verdad» (2009: 152). Dos siglos después, el francés La Condamine recoge noticias que confirman, a su juicio, «que hubo en este continente una república de mujeres que vivían solas, sin tener hombres entre ellas» (1981: 84), pero pone en guardia al lector con respecto a detalles que «verosímilmente han sido modificados, y quizá añadidos, por europeos preocupados por las costumbres que se les atribuían a las antiguas amazonas de Asia» (87).

7Pastor anota que la presencia de las amazonas «se asociaba de forma constante, desde la Edad Media, con grandes cantidades de oro, plata y piedras preciosas. La función primordial del mito a lo largo de la conquista fue pues la de elemento anunciador de la proximidad de objetivos fabulosos» (2008: 291). Que fue Orellana quien ofició como traductor en el viaje lo sabemos por la crónica de Carvajal; el fraile dice que los indios, asombrados ante la aparición del bergantín, «comenzaron de venir por el agua a ver qué cosa era, y así andaban como bobos por el río; y visto esto por el Capitán, púsose sobre la barranca del río y en su lengua, que en alguna manera los entendía, comenzó de fablar con ellos» (1986: 46). En pasajes ulteriores, Carvajal cita conversaciones con indios de zonas situadas lejos, río abajo (71, 73, 81, 85-88); la aparente fluidez de tales intercambios verbales es intrigante, dada la variedad de lenguas de la Amazonía y el escaso o nulo conocimiento que los españoles tenían de esas lenguas.

8El texto de las Elegías de varones ilustres de Indias de Castellanos está disponible en línea, en una cuidada versión digital: http://www.ellibrototal.com/ltotal/?t=1&d=3458_3581_1_1_3458. El propio Ospina aclara que la figura de Juan de Castellanos fue central en su modelación de la personalidad de Cristóbal de Aguilar (2005: 473).

9Así lo advierten diversos autores. Wallerstein, en sus análisis de la formación del sistema-mundo moderno, muestra cómo «las Américas se volvieron la periferia de la economía-mundo europea en el siglo dieciséis» (1974: 336). Según Dussel, España y Portugal fueron las primeras naciones de Europa que tuvieron «la originaria “experiencia” de constituir al Otro como dominado bajo el control del conquistador, del dominio del centro sobre una periferia. Europa se constituye como el “Centro” del mundo (en su sentido planetario)» (1994: 11-12).

10Harrison, quien ha desarrollado a fondo esta tesis en su libro sobre el tema, utiliza también la metáfora del espejo: «Las selvas representan un espejo opaco de la civilización que existe con relación a ellas» (1992: 108).

11La inquietud que agobia a los prelados en la obra se precisa a la luz de la imagen alegórica «América» del grabador flamenco Philippe Galle (1537-1612). Remito al lector al artículo en el que Palencia-Roth presenta la imagen: «Se pinta América como una guerrera amazona que trasporta la cabeza de una de sus víctimas masculinas y pasa sobre un brazo mutilado» (1996: 40); la imagen va acompañada de este texto: «América, una ogresa que devora hombres, que es rica en oro y que es hábil y poderosa en el uso de su arco…». La imagen y el texto ilustran 1) la ambigüedad de las amazonas, seres temibles y a la vez deseables, 2) la proyección que hacen los europeos de esa ambigüedad al mundo americano, visto por ellos en el siglo xvi como el nuevo confín de las tierras habitadas.

 

12El pasaje de la crónica de Cieza de León en el que se basa Ospina está disponible en la Biblioteca Virtual Cervantes: http://www.cervantesvirtual.com/obra/guerras-civiles-del-peru-tomo-segundo-guerra-de-chupas--0/ (2005; ver tomo ii de las Guerras civiles del Perú, Guerra de Chupas, cap. xix, 65-66). Según Pérez, la relevancia de Cieza de León «se funda, además de en su valía como historiador, en haber conocido a los protagonistas de la aventura; escuchó a los propios compañeros de Orellana y habló personalmente con el Padre Carvajal» (1989: 50). Las crueldades cometidas por Gonzalo Pizarro no corresponden, por lo tanto, a una licencia del novelista, sino a un hecho histórico bien documentado.

13Anota Lavallé, acerca de las leyendas sobre lugares fabulosos: «Aparentemente difundidas al comienzo por indios que pensaban sin duda deshacerse así de los conquistadores y verlos partir hacia otros lares, ellas extraían su fuerza de la capacidad de convicción de los recién llegados, dotados en la materia de lo que nos parece hoy una credulidad a toda prueba» (2011: 93). Magasich-Airola y de Beer resaltan que en la época de la empresa de Gonzalo Pizarro en la ciudad de Quito «resonaban los ecos de polémicas apasionadas acerca de los reinos “dorados”, polémicas nutridas por viejas leyendas indígenas, entre ellas la del País de la Canela, situado, según se creía, en el oriente de Ecuador. Esta región debía su nombre a la canela de Quijos, una flor muy apreciada por los incas, y se cuenta que Atahualpa le había ofrecido a Pizarro un ramillete de estas canelas de perfume sutil» (1994: 55).

14Un voluntarismo similar se constata en el caso de otros conquistadores, empezando por Colón. Carpentier cuenta cómo el Almirante, a pesar de las evidencias que indicaban la condición insular de Cuba, hizo proclamar «por voz de notario, que quien pusiese en tela de juicio que esta tierra de Cuba fuese un continente pagara una multa de diez mil maravedís, y, además, tuviese la lengua cortada». Colón impone así su voluntad, al menos provisionalmente: «Yo necesitaba que Cuba fuese continente y cien voces clamaron que Cuba era continente» (1979: 144).

15He aquí la explicación: «Los naturalistas han advertido siempre la notable distancia existente en la Amazonía entre árboles de la misma especie. Muchos biólogos suponen que esta distancia es un mecanismo defensivo contra pestes y enfermedades que afligen a especies que crecen en estrecha cercanía. Las plantas coevolucionan con insectos y enfermedades, y las áreas que son sus centros de origen suelen tener un número mayor de estas pestes restrictivas. Las plantaciones en dichas áreas eliminan la distancia protectora y permiten concentraciones mucho más grandes de los enemigos tradicionales de la planta. Así ocurrió con el caucho» (Hecht y Cockburn 2010: 96).

16Para los Achuar, la selva es un cultivo de Shakaim, espíritu protector de la vegetación. «Al representarse la selva como una inmensa plantación realizada y manejada por un espíritu antropomorfo, los achuar constituyen sus propios cultivos en modelo conceptual de una naturaleza no trabajada por los humanos. En otras palabras, el huerto no es para ellos la transformación cultural de una porción de espacio natural, sino la homología cultural en el orden humano de una realidad cultural del mismo tipo en el orden sobrehumano» (Descola 1986: 271). Las relaciones de los achuar con el bosque se rigen así por «la idea fundamental de que en la naturaleza existen relaciones sociales idénticas a las que tienen la casa por teatro. La naturaleza no es, por ende, domesticada ni domesticable, sino simplemente doméstica. Lejos de ser un universo incontrolado de espontaneidad vegetal, la selva es percibida como una plantación sobrehumana cuya lógica obedece a otras reglas que las que gobiernan la vida del huerto» (398).

17Escribe Benjamin: «Toda violencia conservadora de derecho indirectamente debilita a la fundadora de derecho en ella misma representada, al reprimir violencias opuestas hostiles. […] Esta situación perdura hasta que nuevas expresiones de violencia o las anteriormente reprimidas, llegan a predominar sobre la violencia fundadora hasta entonces establecida, y fundan un nuevo derecho sobre sus ruinas» (2001: 44). Sobre las fuentes acerca del caso, Chaparro señala que «quizá ningún otro corpus documental americano tiene tal abundancia de enunciados relativos a la muerte y la rebelión como el que se encuentra en la colección de crónicas sobre la conquista de la Nueva Granada» (2006: 33); de ese corpus, las crónicas de fray Pedro Simón y Lucas Fernández Piedrahíta son las fuentes más importantes que utiliza Ospina para documentar las guerras de Ursúa.

18Poupeney-Hart muestra cómo los autores de esas crónicas usan una retórica dirigida a autojustificarse: «De ahí, por ejemplo, que frente a la construcción del narrador como vasallo leal, la figura de Aguirre aparezca como encarnación del mal, de la posesión, y de ahí también que se insinúe el efecto paralizante del clima de terror creado por la irracionalidad total de sus actos» (1992: 113); la autora destaca que, en el relato de Vásquez, «las actuaciones del tirano y de sus “diabólicos ministros” no deja de evocar el fenómeno de la posesión y de la monstruosidad» (117).

19El de Atahualpa no fue un caso aislado durante la conquista; baste recordar el secuestro de Tangaxoan Tzintzicha, rey de los purépechas de Michoacán, a manos del conquistador Nuño Guzmán (Le Clézio 1997: 37-38).

20Según Riera Rodríguez, en ello se cifra el ideal terapéutico de la obra de Ospina: «Heredamos la dificultad para ver al otro, incluso para entendernos desde nuestra mismidad, para asumirnos desde nuestras diferencias y semejanzas frente a los otros; ese ha sido el gran conflicto del ser latinoamericano. La novela actúa como el catalizador que nos enfrenta a los problemas del reconocimiento cuya resolución adquiere un valor nodal en el utópico futuro» (2012: 245).

21En una entrevista publicada bajo el título: «Contar la Conquista desde un solo ángulo no nos permite habitar verdaderamente América», dice el autor: «Para mí era muy importante que fuera un mestizo quien contara esta historia… No podemos ver la Conquista como la labor de los paladines de la civilización contra unos pueblos bárbaros. Menos podemos tratar de invertir el proceso: contar la historia como un genocidio sobre unos pueblos que vivían en una situación idílica. Se trata de ver la complejidad del proceso» (Ospina, citado en Kressner 2013: 192).