Ríos que cantan, árboles que lloran

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From the series: Ciencias Humanas
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El contraste entre la naturaleza domesticada europea a la que están habituados los invasores y la proliferación anárquica que les sale al encuentro en la selva suramericana aparece ahora a una nueva luz: como el fruto de la proyección que los recién llegados —y más adelante los criollos y mestizos— hacen de sus propios deseos y temores sobre una realidad desconocida. Al principio, la selva es un lugar mítico y paradisíaco, en el que yacen ocultas las riquezas anheladas. Pero luego, cuando se recorre el terreno y se constata que, lejos de corresponder a las expectativas, contiene obstáculos difíciles de superar, la valoración se invierte y la selva es percibida como cárcel, laberinto, infierno, caos. Mientras el lugar imaginario almacena pasivamente el objeto de la búsqueda, los lugares concretos del recorrido desempeñan un papel activo, entorpeciendo tenazmente (con su calor sofocante, su vegetación enmarañada, sus pantanos, sus mosquitos…) los proyectos de exploración y explotación. De este modo el ambiente selvático pasa a ser un actor principal de la historia. Pero la selva misma, al margen de las expectativas que suscita y de las tribulaciones en las que resulta involucrada, permanece ajena a las representaciones que la exaltan o la deforman. Si Pizarro siente que la selva se pone a girar en torno suyo «como un remolino» (2008: 130), esto no se debe a que ella sea una «vorágine» salvaje o indómita, sino a la cólera que ciega al propio Pizarro. Si el narrador describe la selva como «una jungla de árboles y de locuras en la que nos hundíamos» (135), eso no implica que la selva sea caótica, sino que expresa el intenso malestar generado entre los expedicionarios por las crueldades de Pizarro, así como su afán por dejar atrás los horrores de los que han sido testigos. Si el narrador afirma que «el río parecía buscarnos» y que su cauce «se arqueaba totalmente y parecía envolvernos» (136), esto indica el desconocimiento del territorio por parte de los viajeros y no que la selva sea un laberinto. Si, en fin, los caneleros que Pizarro anhela no aparecen, eso no significa que la selva sea improductiva, sino que su forma de producir y sus productos son distintos, diversos. Roa Bastos escribe, refiriéndose al primer viaje de Colón, que «el continente desconocido lo es solo para los que van a buscarlo» (1992: 241); en una vena similar, podemos decir que la selva solo es laberíntica para quienes la desconocen, solo parece un caos para quienes no han crecido en ella, solo resulta un infierno para quienes, como lo expresa el soldado Baltasar Cobo en el texto de Ospina, están en trance de convertirse ellos mismos «en demonios» (134).

Con esto no pretendo negar la base empírica de las descripciones en las que la selva aparece como un lugar oscuro y húmedo, lleno de vida palpitante. Pero son precisamente esos pasajes —en los que el narrador usa un lenguaje rebosante de operadores miméticos— los que mejor subrayan hasta qué punto la selva representa para los españoles la alteridad de un entorno ecológico que no se deja controlar, que no encaja en un orden en el que la cultura europea pueda sentirse cómoda. Cuando la selva muestra «su verdadera cara» (2008: 131), el narrador descubre las hileras de hormigas rojas y las enormes arañas que acechan en los huecos de los troncos, y comprueba que «en el suelo más estrecho proliferan árboles y plantas diferentes» (129), que «todo en aquellos limos era resbaloso y estaba vivo» (131), que en todas partes «brotaban chorros de agua» (136), que la expedición resbala en «caldos de fango y de raíces muertas» (137). La selva fue sin duda para los españoles —como lo será después para tantos otros forasteros que acudirán a ella en busca de fortuna— la engorrosa fuente de fatigas e incomodidades que se insinúa en estos pasajes. Pero, como Descola ha mostrado en relación con los achuar (uno de los grupos nativos que habita en la zona recorrida por Pizarro), para los pobladores locales el bosque amazónico se asemeja a una plantación que, a su manera, requiere tanto cuidado y esmero como las alamedas y los jardines de una ciudad.16 En consecuencia, esa profusión anárquica que, según el narrador mestizo, es la cara verdadera de la selva, tiene en realidad un orden cuya lógica él no percibe.

El avance de la expedición de Pizarro por la selva pone así en evidencia las dos facetas que caracterizan la violencia conquistadora: por un lado, la imposición ejercida sobre (y los abusos cometidos contra) los nativos; por otro, la voluntad férrea de explotar el entorno ambiental mediante la extracción de recursos útiles. Ambas formas de violencia en el fondo son el fruto de una visión que vacila entre la ilusión y el temor y que, a causa del desconocimiento, pasa por alto las diferencias. Para los españoles, los pueblos autóctonos son un conjunto indistinto de «pobres diablos que adoraban piedras y estrellas» (2008: 133) y el entorno selvático es una maraña de «caminos que solo frecuentan las fieras» (137). La indiferencia de los invasores a la especificidad de la realidad americana se refleja además en el nivel del lenguaje: mientras los españoles casi siempre son llamados por su nombre, los nativos —salvo raras excepciones— son nombrados en plural (indios); mientras los animales domésticos de la expedición pertenecen a especies precisas (perros, cerdos, caballos, llamas), para hablar de la fauna selvática se emplean rótulos genéricos (pájaros, peces, insectos, fieras). Y si la selva les da a los españoles la impresión de estar habitada solo por animales salvajes, eso se debe a la falta de entrenamiento de sus sentidos, incapaces de percibir las huellas de las tribus selváticas, las cuales saben desplazarse con sigilo por la espesura y se mimetizan hábilmente con su entorno, sustrayéndose a la mirada de los forasteros.

Las diferentes formas de desencuentro y de desentendimiento que se producen durante la búsqueda de la canela por Pizarro y en el recorrido de Orellana por el río hasta llegar a la salida al Atlántico salen a relucir nuevamente veinte años más tarde, cuando Pedro de Ursúa emprende su expedición en busca de El Dorado. Una faceta interesante de la narrativa de Ospina es que revela cómo, en el seno de la empresa conquistadora, ciertas situaciones básicas se repiten una y otra vez en nuevos contextos, y en esa repetición van reforzando el influjo de las representaciones asociadas a ellas. Si El país de la canela reconstruye el proceso de gestación de los imaginarios sobre la selva, La serpiente sin ojos ilustra su reforzamiento, y por eso diversos avatares de la expedición de Ursúa exhalan un air de déjà-vu. Así como Colón, buscando financiación para sus viajes, les pintaba a los Reyes y a los banqueros peninsulares un mundo pleno de riquezas que lo aguardaba al otro lado del océano, Ursúa les pinta a los encomenderos la ciudad dorada de la selva con los colores más atractivos: «Ursúa empezaba a hablar y se creía enseguida su propio cuento. […] Como buen seductor, no usaba las palabras para pensar sino solo para convencer, y siempre tenía tiempo para todo el que pudiera patrocinar sus aventuras guerreras» (2012: 100). Así como, veinte años antes, la información que los nativos le aportaban a Orellana daba lugar a malentendidos y tergiversaciones, también Ursúa incurre en errores de traducción no del todo involuntarios: «Donde los indios brasiles decían Omagua, Ursúa entendía El Dorado» (123). Así como la expedición de Pizarro paga un alto precio por no haber tenido en cuenta las restricciones que imponían el clima y el ambiente selvático, así también Ursúa ve hundirse varios de los barcos que manda construir «porque la humedad y el clima los habían carcomido» (223-224). Y así como Pizarro, arrastrado por la cólera, hace aperrear a un grupo de indios en la selva, los hombres de Ursúa castigan a seis negros cimarrones que han capturado haciendo que un tropel de mastines hambrientos los despedace, mientras los desdichados cautivos «intentaban defenderse con las varas que tenían en sus manos, sin saber que los cristianos se las habían dado a sabiendas de que esa defensa inútil solo servía para enardecer más a las bestias» (190).

De tales reiteraciones, la más pertinaz es la de la violencia, que, incrustada como elemento estructural de la conquista, se despliega en lo sucesivo a lo largo de dos líneas principales: como instrumento para el afianzamiento del dominio español sobre las poblaciones nativas y como subproducto de las desigualdades e injusticias que la empresa conquistadora suscita entre los propios españoles. En lo que atañe a la primera de estas líneas, la novela hace un recuento de las guerras de pacificación encabezadas por Ursúa (2012: 65-68), cuyo propósito es reprimir los alzamientos de tayronas, chitareros, muzos y otros grupos indígenas de la Nueva Granada. Emprendidas por orden del gobernador Díaz de Armendáriz, tío de Ursúa, tales incursiones son indispensables para consolidar el poder central ejercido desde Santafé, capital del virreinato, y constituyen, por tanto, el brazo armado de una política dirigida a establecer de forma duradera la dominación española sobre esos territorios. Pero las acciones de Ursúa sobre el terreno, como las de Pizarro en la selva, desbordan el marco de lo que, en principio, podía considerarse una guerra legítima, para darle paso a violencias que implantan su fama de conquistador cruel y despiadado —el primer tomo de la trilogía narrativa de Ospina (2005) refiere en detalle el modo en que Ursúa y sus hombres doblegan a sangre y fuego los distintos focos de resistencia indígena—. Los abusos de Ursúa en estas guerras le acarrean la persecución de la justicia cuando, luego de forzar a los kogis e ikas a refugiarse en las zonas altas de la Sierra Nevada de Santa Marta, regresa a Santafé y encuentra que Díaz de Armendáriz ha sido destituido, acusado de conductas lujuriosas, «y que contra él mismo había una orden de captura por sus crueldades con los indios» (2012: 68).

 

Ursúa huye entonces de la Nueva Granada y, después de cumplir bajo las órdenes del marqués de Cañete nuevas tareas como sofocador de rebeliones en Castilla de Oro, viaja al Perú y centra sus esfuerzos en su proyecto más querido: conquistar El Dorado. Ursúa parte convencido de que con esta expedición por fin va a dejar de ser un ejecutor de faenas guerreras decididas por las autoridades coloniales y que ahora podrá atender sus asuntos particulares, perseguir su propio sueño; no se percata de que su iniciativa le viene como anillo al dedo al virrey, el marqués de Cañete, quien ve en ese viaje a la selva «un recurso salvador para deshacerse de los aventureros nocivos que perturbaban el reino». Para ese entonces, ya el marqués le había informado al rey Felipe en una carta que «el principal problema del Perú era la cantidad de hombres ociosos que se acumulaban en las ciudades. Había ocho mil varones de conquista, y de ellos solo mil tenían títulos de propiedad» (2012: 127-128). No es extraño entonces que uno de los ejes de su política al frente del virreinato consista en alentar expediciones a regiones de difícil acceso como válvula de escape para librarse de soldados levantiscos o de dudosa reputación. A esta categoría pertenecen hombres como Lope de Aguirre y sus secuaces, que más adelante asesinarán a Ursúa y, en medio de la selva, se alzarán contra la Corona española: «Eran el sumidero de la conquista. Resentidos, infames, hombres necios y crueles, que habían traicionado más de una causa, que acomodaban su conducta a la necesidad o al apetito. […] Setenta años de crueldades y postergaciones resueltos en una tropa mercenaria casi sin sed de gloria y sin más ambición que la rapiña» (188). La rebelión de estos hombres es, a la postre, el factor principal del fracaso de la expedición, y el recuerdo de sus acciones sangrientas, uno de los motivos que disuadirá a los españoles de armar nuevas expediciones a la selva amazónica durante casi un siglo. De hecho, cuando el narrador mestizo hace el balance de sus viajes a la selva, constata que si el primero estuvo dominado por el temor a lo desconocido, a una naturaleza poderosa e inconmensurable, en el segundo la mayor fuente de temor fueron los compañeros de viaje, la amenaza de la violencia desencadenada: «El miedo a las selvas había cedido su lugar al miedo a los hombres, la noche estaba en el alma, lo desconocido eran los corazones, y la conciencia de estar vigilados noche y día no nacía de las miradas de los monos y de los pájaros sino de los ojos móviles de Lope de Aguirre, que todo lo advertían» (297). Así es como, durante la expedición de Ursúa a la selva, sale a relucir la segunda forma de violencia reinante durante esta fase de la conquista: la que brota entre los españoles que se sienten excluidos de los beneficios obtenidos en América (Pastor 2008: 315-324).

Lo que más llama la atención al repasar las guerras de pacificación que comanda Ursúa y su fracaso en la busca de El Dorado es el fondo de violencia constante que marca el ambiente en el que ocurren los hechos, que relegan a un segundo plano los detalles relativos a la travesía por la selva. Esto no se debe solo a la abundancia de eventos sangrientos a los que se refiere el relato; se debe sobre todo a la sensación que inunda al lector de asistir a la reconstrucción de una época histórica en la que el recurso a la violencia no es excepcional, sino que constituye la norma, y en la que el uso excesivo de la fuerza es el ingrediente sin el cual no sería posible apuntalar el orden social surgido de la invasión de América. El proceso recreado por Ospina corrobora —a través de un ejemplo bien documentado: el de la conquista de la Nueva Granada— la tesis de Benjamin según la cual la violencia no es solo un medio para fundar las relaciones sociales de derecho, sino también para preservarlas, aun si el recurso constante a la fuerza socava la legitimidad del orden institucional que pretende conservar.17 Al igual que en otras partes del continente, también en la Nueva Granada la violencia fue la herramienta principal de los invasores para someter física y espiritualmente a las poblaciones amerindias, haciendo posible instaurar el aparato administrativo colonial. Pero en este caso la situación no abarcó solo el momento fundador del nuevo estado, sino que se alargó en el tiempo, haciendo de la conquista un proceso inacabado, al menos hasta inicios del siglo xvii, cuando se oficializó la destrucción de la nación pijao, principal foco de resistencia. En los tres cuartos de siglo transcurridos desde la fundación de Santafé de Bogotá por Jiménez de Quesada en 1538, la violencia impregna las relaciones entre invasores y nativos, en parte porque los españoles tienen el hábito de utilizar con frecuencia las armas, en parte porque las instituciones coloniales enfrentan a cada paso la amenaza de fuerzas rebeldes que aspiran a recobrar el control del territorio. En tal situación de guerra incesante, la violencia a la que se recurre primero como medio para el logro de unos fines específicos —la ocupación territorial, el sometimiento de los aborígenes— se puede convertir a la larga en un fin en sí mismo que ya no requiere justificación, un modus vivendi en virtud del cual la guerra se degrada —y degrada a quienes se dedican a ella—. Eso es lo que, según el narrador mestizo, le sucede a Ursúa:

Es verdad que la guerra envilece: y los que van a ella arrastrados por la necesidad, defendiendo su honor, pueden terminar convirtiendo en costumbre un ciego instrumento de supervivencia, convirtiendo en oficio lo que solo podía argumentarse como recurso momentáneo. La traición, el veneno, la trampa, al comienzo son tan solo instrumentos: ¿en qué momento nos convertimos en instrumentos suyos? (2012: 187)

Este protagonismo de la violencia es aún más llamativo si recordamos que el motivo central de la novela de Ospina es un viaje a la selva. En realidad, lo que domina la escena en La serpiente sin ojos es el sufrimiento causado por los excesos de la voluntad y la ambición humanas. Varios pasajes del texto aluden a la desmesura de Ursúa, acentuada por su deseo de poseer El Dorado. Así lo dice el narrador mestizo: «La locura mayor de esta edad del mundo la concibió temprano Pedro de Ursúa: la ambición desmesurada de conquistar la selva de las Amazonas y dominar la serpiente de agua que la atraviesa» (2012: 76). Al igual que en el caso de Pizarro, la violencia de Ursúa contra los nativos va ligada a la voluntad inflexible de subyugar el entorno ambiental para extraer sus riquezas. Pero esa voluntad enceguece: ajeno a los lúgubres vaticinios de Aguilar, deslumbrado por la visión de la ciudad dorada que oculta tesoros en la selva, el conquistador no advierte «que el destino había puesto en sus manos un tesoro verdadero, el jardín terrenal con la diosa en su centro» (199); menos advierte aún que, al llevar consigo a la selva a esa diosa mestiza —la bella Inés de Atienza—, la lleva hacia una muerte tan cruel como la que a él mismo lo acecha. La rebelión de Aguirre y su grupo merece atención, no solo porque cifra el desatamiento de una violencia de distinto cuño —la que surge por las discrepancias entre los propios españoles—, sino también por la repercusión que tiene sobre los imaginarios coloniales de la selva.

Estallidos de violencia como el de los marañones, aunados al dominio férreo que ejercían los conquistadores sobre los indígenas, desnudan el carácter arbitrario que tendía a asumir el uso de la fuerza en la periferia del Imperio español. Los intentos de regulación jurídica del proceso de conquista efectuados por la Corona española, entre los cuales se destacan las Leyes de Burgos de 1512 y las Leyes Nuevas de 1542, fueron gestos de autoridad cuya aplicación en la vida cotidiana de las colonias americanas fue limitada y dieron pie a rebeliones como la de Gonzalo Pizarro en el Perú, respaldada por los encomenderos que no querían renunciar a sus privilegios en calidad de clase dominante en América. El esfuerzo por neutralizar la violencia de los conquistadores sobre los amerindios generó así violencias intestinas que, sin eliminar aquella, pusieron en jaque el monopolio de la fuerza ejercido por la Corona española y ahondaron la degradación de la guerra. En este contexto, la rebelión de Lope de Aguirre en la selva se destaca, por cuanto ella contribuyó decisivamente al desarrollo del imaginario según el cual las zonas selváticas son una frontera geográfica en la que impera la irracionalidad y en la que ya no es posible garantizar el orden institucional. Aguilar expresa tal noción en La serpiente sin ojos: «En las puertas de la selva se comprueba por fin que los garfios de la ley son pequeños y torpes, que los instrumentos del poder resultan inhábiles» (2012: 189). En el núcleo de este imaginario late la suposición de que la selva desencadena las facetas más oscuras de la naturaleza humana, e incluso puede enloquecer a los civilizados que se internan en la espesura, transformándolos en monstruos.

Ospina ya había abordado años antes las cuestiones relativas a la génesis de ese imaginario en un poema de su libro El país del viento. Lope de Aguirre entona allí un monólogo que se abre con estas palabras: «Yo vine a la conquista de la selva, y la selva me ha conquistado» (1992: 28). El mundo selvático, según esto, puede dominar a quienes pretenden dominarlo. Tal idea, que resurge una y otra vez en las visiones de la selva como infierno verde, es relativizada sin embargo en el resto del poema. Aunque la selva es para Aguirre una entidad «que se alimenta de sí misma como un dragón de fiebre», y también el escenario de una lucha sin cuartel por la supervivencia en la que «no hay bien ni mal sino el zarpazo» (29), las luchas que sacuden a Europa no son, según él, menos despiadadas:

Si son crueles los monjes en los penumbrosos claustros de Espana,

Si son degolladores los reyes y envenenadoras las reinas

En sus artísticos salones llenos de lienzos y de lamparas,

Si son perversos los obispos y lascivos los papas en la nube de mármol de sus tronos romanos,

Si son despiadados los clérigos, que leyeron a Homero y a Séneca,

Si son salvajes los capitanes que comen la carne cocida,

Salpicada de jerez y de orégano,

Si bajo Europa entera aúllan las mazmorras,

¿Cómo puedo ser manso en estas tierras,

Ceñido por las selvas impracticables,

Lejos de esos palacios tapizados por la letra y la música? (1992: 28)

El monólogo de Aguirre indica, asimismo, que la selva trastorna a los marañones, no porque les haga perder la razón ni los vuelva monstruos, sino porque en ella la codicia y los resentimientos que llenan el alma de esos hombres tienen terreno bien abonado para aflorar:

Pero qué puedo hacer si la selva me ha trastornado,

Me revelo las bestias que habitaban mi carne,

Si solo se mandar y codiciar todo lo que pueda ser mío

Y aquí cada ramaje se opone a mis designios;

Qué puedo hacer sino amasar el oro de estos pueblos brutales,

Y ser el rey de sangre de estas tardes de lástima,

Y poner al tucán de pico extravagante sobre mi hombro,

Y coronar de flores como incendios mi cabeza aturdida,

Y declarar la guerra a las escuadras imperiales que cubren los océanos,

Con esta voz que grita en la selva y que jamás los alcanza,

Y ser el rey de ultrajes de estos soldados rencorosos

Hasta que sus cuchillos se apiaden. (1992: 31)

La barbarie con la que Aguirre y sus hombres ejecutan sus crímenes no es, por lo tanto, esencialmente distinta de la que se vive a menudo en la Europa de la época, ni de la que se cierne sin cesar sobre los pueblos autóctonos de América en las encomiendas y las minas. No pretendo disculpar tales acciones disolviéndolas en la marea de barbarie que atraviesa la historia humana, sino mostrar que son los actos los que merecen ser calificados de bárbaros, y no los individuos que los realizan (sean ellos soldados, indios o reyes) ni el lugar en el que ocurrieron (sea la selva suramericana o alguna capital europea). Con razón advierte Todorov que solo las acciones y las actitudes pueden ser bárbaras o civilizadas, no los individuos ni los pueblos (2008: 40-41).

En La serpiente sin ojos, Cristóbal de Aguilar profundiza la misma vena crítica. Su relato muestra, de hecho, que la violencia de los marañones es el reflejo inverso de la violencia de los conquistadores contra los nativos: «La pesadilla que éramos nosotros para los indios es la misma pesadilla en que se convirtió Aguirre para los miembros de la expedición». El narrador mestizo sugiere asimismo que la mitificación de Aguirre como tirano, loco y traidor —y de la selva como el lugar cuyo influjo engendra tales monstruos— se inscribe en el marco de un discurso que, articulado en función del punto de vista del poder central, estigmatiza y remite a la periferia a quienes se ponen en contra del orden establecido: «No se lo llamó tirano por ser tan sanguinario, pues derramar la sangre era el oficio de aquellas expediciones: lo que le ha dado su leyenda y su sombra es haber sido el asesino de 72 españoles y haberse atrevido a alzar su voz contra la corona» (2012: 297). ¿Lope de Aguirre y los demás rebeldes no formaban parte, por demás, de los miles de soldados de los que quería deshacerse el virrey del Perú, enviándolos a expediciones riesgosas de las que suponía que no regresarían? La estigmatización de Aguirre arranca con las primeras crónicas de la expedición de Ursúa, cuyos autores visiblemente procuran desvanecer cualquier sospecha de complicidad con los rebeldes resaltando el contraste entre su propia lealtad a la Corona española y la conducta irracional del líder de los marañones,18 pero ella no hace sino confirmar una marginación que ya estaba presente antes del inicio de la expedición.

 

La deslegitimación de la rebelión de Aguirre implícita en el discurso colonial construido a partir de esas primeras crónicas no solo insinúa que cualquier alzamiento contra el poder central es una monstruosidad sin sentido, sino que además encubre la cruda realidad de la asimetría que rige el reparto de las riquezas obtenidas y de las tierras conquistadas durante la ocupación de América. Según el narrador mestizo, Ursúa sabía a qué atenerse a este respecto, ya que, desde antes de emprender la búsqueda de El Dorado, era consciente de que «la promesa de las Indias es una realidad para los reyes, un río de oro para los banqueros y los príncipes, una fuente de prosperidad para los capitanes y los grandes burócratas, pero es un espejismo para los pequeños soldados que vienen apenas a alimentar la hidra de la conquista» (2012: 210). No obstante, el conquistador le resta importancia al hecho de que muchos de los miembros de su expedición lo ven a él justamente como a uno de los privilegiados que acapara los beneficios, y de que eso lo vuelve blanco de resentimientos enconados. La confianza de Ursúa en que ningún amotinamiento tendrá lugar es un síntoma de su fe en el aura de invulnerabilidad que le confiere su calidad de representante del poder real. Indica también, de forma indirecta, cuán intensos debieron ser los sentimientos de frustración e inconformidad que empujaron a Aguirre y a los otros soldados a rebelarse de la forma en que lo hicieron.

3.3. Tragedia y silenciamiento del otro en la conquista de América

Haciendo el balance de sus experiencias en América, Cristóbal de Aguilar concluye que «la violencia ha sido el martillo y el cincel de esta conquista» (2012: 189). Leída en los albores del siglo xxi, tal conclusión entraña no solo una descripción de la atmósfera reinante en el siglo xvi en América Latina, sino también un llamado de alerta en torno a la persistencia de ciertos rasgos de ese pasado en el presente. El retorno del texto de Ospina sobre formas de violencia material y simbólica bien documentadas y modos de incomprensión conocidos apunta, en efecto, a una meta que supera con mucho los límites de la reivindicación histórica. Al repasar la invasión de América por los europeos, Ospina propone un ajuste de cuentas con la historia dirigido a resolver ciertos problemas apremiantes de nuestra propia época. Como todas las novelas históricas merecedoras de ese nombre, El país de la canela y La serpiente sin ojos no se agotan en la reconstrucción imaginativa de hechos pasados, sino que interpelan también las cuestiones del tiempo presente al cual se dirigen. Su objetivo es propiciar un ejercicio rememorativo que, mitigando el estigma traumático de las violencias vividas durante la conquista, ayude a superar las violencias presentes que mantienen abiertas en nuevos contextos las viejas heridas. Lo que remueve la narrativa de Ospina son las raíces de la violencia crónica que marca la historia de Colombia y de otros países de América Latina, un pasado difícil que gravita sobre la región sin que, por otra parte, se pueda establecer un vínculo causal entre los crímenes ocurridos durante la conquista y aquellos otros, a veces muy similares, que agobian hoy a muchas regiones de estos países. Para llevar a cabo dicho ejercicio, Ospina se basa en tres premisas que comentaré brevemente, a manera de recapitulación: 1) la necesidad de entender que la conquista no fue un crimen sino una tragedia, 2) la necesidad de deshacer los efectos mixtificadores del imaginario colonial para poder evaluar los hechos desde una perspectiva ajustada a la realidad y 3) la necesidad de incorporar otros puntos de vista —el de los mestizos, el de los nativos— en esa evaluación.

Ospina enuncia la primera premisa en su libro Las auroras de sangre. Para hacer el balance de la conquista de América, anota Ospina, es preciso entender que esa época «tan llena de horror, no puede ser vista como un crimen. Abundaron los crímenes en ella, hechos que repugnarán siempre a la condición humana, pero históricamente tiene que mirarse como una tragedia, […] es decir, como el choque de dos mundos y dos visiones que se validan cada una a sí misma, pero que no logran encontrar una síntesis» (2007: 69). Según esto, la leyenda negra de la conquista incurre en un error al demonizar a los conquistadores, haciendo abstracción de las situaciones inauditas a las que se vieron confrontados y pintándolos como seres perversos y sanguinarios. Ospina resalta que conquistadores como Cortés y Pizarro no dirigían grandes ejércitos , sino «pequeñas expediciones demenciales y casi suicidas enfrentadas a un mundo ignorado y (habría que vivirlo para saber qué se siente) cercadas de muchedumbres indescifrables» (69). Pero también es miope el discurso apologético que auspicia la imagen de los conquistadores como agentes civilizadores, desconociendo el acervo cultural de los pueblos amerindios y borrando de un brochazo la calamidad cósmica que fue para estos últimos la irrupción de los europeos, el sufrimiento que implicó la desintegración de sus mundos de la vida. En este balance histórico, la apreciación correcta se sitúa en un punto medio: ni los conquistadores ni los pueblos autóctonos eran bloques homogéneos, y en los choques entre ambos, los primeros a menudo aprovecharon los conflictos y guerras intestinas que dividían a los segundos. Por lo demás, entre los españoles hubo voces compasivas que, dentro de los límites que les imponían sus convicciones religiosas o sus prejuicios culturales, se opusieron a los excesos de los conquistadores y denunciaron los abusos de estos contra los nativos; por desgracia, sus iniciativas correctivas —cuando tuvieron algún eco— solo en escasa medida pudieron ser realizadas en la práctica.

Pero entender el carácter trágico de la conquista es solo el inicio del esfuerzo terapéutico planteado por Ospina. Más importante aún es conjurar los fantasmas que nos acosan desde el «pozo del pasado», como el autor lo señala al inicio de La serpiente sin ojos: «A ti te invoco, sangre que se bebió la selva, para que alguna vez en el tiempo podamos domesticar estos demonios: la lengua arrogante de los vencedores, la ley proclamada para enmascarar la rapiña, la extraña religión que siente odio y pavor por la tierra» (2012: 15). Si la memoria de la conquista sigue rondando en la conciencia de la gente en América Latina, ello se debe a que muchas de las heridas causadas en esa época aún no cicatrizan. Al hundir sus raíces en el enfrentamiento de los invasores europeos con las poblaciones autóctonas, en el dominio férreo que aquellos ejercieron y en las violencias intestinas que ensangrentaron el proceso de instauración del estado colonial, las sociedades latinoamericanas modernas arrastran consigo el lastre de conflictos e injusticias que se remontan al orden semifeudal surgido de la conquista y se incrustaron luego en el tejido social. La confrontación con ese trasfondo histórico agobiante es una tarea inacabada. La revisión crítica del legado colonial no ha logrado impedir que la visión de la conquista como una empresa de vocación civilizadora siga vigente. El problema es que esa noción suele justificar la perpetuación de prácticas abusivas y actitudes discriminatorias contra los grupos indígenas sobrevivientes, los negros y otras franjas de población vulnerables. Al tiempo, la persistencia de las injusticias alimenta todo tipo de resentimientos, cóleras larvadas y otros factores de violencia, así como el brote periódico de conflictos que las instituciones democráticas no atinan a gestionar.