El tambor encantado

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El tambor encantado
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El tambor encantado

Título original: Ayakashi no Tsuzumi

Primera edición: diciembre de 2020

© Kyusaku Yumeno, 1926

© de la traducción, Marta E. Gallego (daruma Serveis Lingüístics, sl), 2020

© de la ilustración, Hieda Yawe, 2020

Tanuki

http://www.tanukilibros.com

Coordinación editorial: Juan Camilo Orjuela

Corrección: Juanita Navarro

Isbn ePub: 978-958-52639-6-3

Isbn de la edición en papel: 978-958-52639-5-6

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización por escrito de los titulares de los derechos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico, telepático o electrónico —incluyendo las fotocopias y la difusión a través de Internet— y la distribución de ejemplares de este libro mediante alquiler o préstamos públicos.

La presente publicación se realizó gracias a la Beca para proyectos editoriales independientes, emergentes y comunitarios, concedida por el Programa Distrital de Estímulos (PDE) del Instituto Distrital de las Artes, Idartes, en 2020.


Table of Contents

1  Cover

2  Páginas legales

3  El tambor encantado

4  Otros títulos

5  Links

Estoy muy contento. Por fin tengo la oportunidad de poder explicar el origen del nombre del tambor encantado: Ayakashi no tsuzumi. Recibió el sobrenombre de «ayakashi» porque, a diferencia de los tambores tsuzumi1 habituales, no estaba hecho de madera de azalea o de cerezo japonés, sino de madera de roble akagashi. Con el tiempo la palabra «akagashi» se distorsionó hasta convertirse en «ayakashi»,el nombre de los espíritus mitológicos que son personajes frecuentes en las piezas de teatro nō. Por lo tanto, el término también lleva implícito que se trata de un tambor encantado.

Porque es evidente que el tambor está poseído por algún espíritu. Los parches y la estructura parecen bastante nuevos, pero tengo entendido que, en realidad, se fabricó hace más o menos un siglo. Al tocarlo, emite un sonido seco y entrecortado, muy diferente a la alegre cadencia propia de los otros tambores.

Hasta donde yo sé, ese sonido ha maldecido las vidas de al menos seis o siete personas. Es más, cuatro de ellos nacieron entre 1912 y 1926, en plena era Taishō, y todos ellos vieron sus muertes aceleradas como consecuencia de haber oído al tambor encantado.

Imagino que esta historia resulta difícil de creer en la actualidad. La cuestión es que los investigadores que indagaban los puntos en común de tres de las extrañas muertes, que han causado bastante revuelo recientemente, acabaron señalándome a mí, Kyūya Otomaru, como único culpable. Lo que era de esperar, ya que soy el único relacionado con los hechos que sigue con vida.

Esta es mi petición: quiero que después de mi muerte alguien, sea quien sea, haga públicas mis últimas palabras aquí plasmadas. Es muy probable que ese alguien se convierta en el hazmerreír de los eruditos modernos, pero aun así…

Me pregunto si al menos aquellos que de verdad comprenden hasta qué punto el sonido de un instrumento puede atrapar al corazón humano van a creer en mis palabras. Mi corazón se llena de esperanza cuando lo pienso.

***

Hace cien años vivía en Kioto un hombre llamado Kunō Otomaru. Según decían las malas lenguas, era el hijo ilegítimo de un caballero de familia noble, pero desde muy niño mostró un interés natural por los tambores y en su juventud disfrutaba visitando las peleterías y las carpinterías en busca de las mejores pieles y maderas para fabricar los instrumentos. A sus padres no les gustaba el pasatiempo de su hijo, que tampoco estaba bien visto por la sociedad; sin embargo, nada de eso le importaba al joven Kunō. Más adelante, después de casarse con la hija de una familia de comerciantes, transformó su gusto por los tambores en un oficio y empezó a fabricarlos para venderlos. También decidió cambiar su apellido por uno que él consideraba más adecuado para un fabricante de tambores: Otomaru, «sonido redondeado».

Entre los clientes de Kunō se encontraban los Imaoji, una familia de aristócratas. De los Imaoji, la hermosa Ayahime se destacaba por su habilidad tocando el tambor. Ayahime era una joven de naturaleza pícara y se rumoreaba que había mantenido relaciones con varios hombres con los que habría engendrado hijos ilegítimos. Aunque Kunō quería a su esposa, que además ya le había dado un hijo, se enamoró de la aristócrata y empezó a acercarse a ella usando la venta de tambores como pretexto.

Ayahime correspondió a los avances de Kunō como él esperaba, aunque era evidente que para ella no era más que un pasatiempo y no tardó en comprometerse de forma oficial con otro noble, un tal Tsuruhara, con quien no solo compartía estatus social sino también la habilidad con el tambor.

Cuando Kunō se enteró del compromiso no dijo nada hasta el día de la boda de Ayahime, cuando le pidió que aceptara su regalo: un tambor tsuzumi que había fabricado él mismo. El mismo tambor que con el tiempo llegaría a conocerse como el «Ayakashi no tsuzumi», el tambor encantado.

Fue entonces cuando la desgracia empezó a perseguir a la familia Tsuruhara.

Una vez en casa de los Tsuruhara, cada vez que le pedían a Ayahime que lo tocara, todos se sorprendían con el extraño sonido que emitía aquel tambor. Era un sonido algo siniestro y oscuro, pero que al mismo tiempo contaba con una belleza serena.

Más adelante, Ayahime adquirió la costumbre de encerrarse en sus aposentos para pasarse día y noche tocando el tambor sin parar hasta que, una noche, se quitó la vida sin motivo aparente y partió al otro mundo antes de lo debido. Poco después, quizás por el dolor que le provocó su pérdida, la salud de su esposo se empezó a deteriorar. Años más tarde, de camino a casa tras un encargo como emisario en la región de Kantō, se desplomó en Hanamatsu después de vomitar sangre y allí mismo falleció. Tal vez la enfermedad que sufría fuera lo que ahora conocemos como «tuberculosis», o algo por el estilo. Su hermano menor heredó su título y sus deberes.

Por otra parte, Kunō, el fabricante del tambor, tampoco salió ileso. Se arrepentía mucho de haberle regalado el instrumento a Ayahime y un día decidió entrar a escondidas en casa de los Tsuruhara para recuperarlo. Por desgracia para él, un samurái del clan Sakon que por aquel entonces estaba al servicio de la familia lo descubrió y le atravesó el hombro con un golpe de su espada. Kunō logró escapar y regresar a casa, pero no tardó en exhalar su último suspiro. Esto fue lo que dijo antes de morir:

—Transmití a ese tambor el inmenso vacío que dejó esa mujer cuando me abandonó. Por eso su sonido es tan diferente al de los demás tambores, que son creados para transmitir alegría. Mi intención era que los que lo tocaran empatizaran con mi amargura al sentirme muerto en vida, pero jamás hubo ni una pizca de resentimiento en mí. La prueba está en el cuerpo del tambor, fabricado con madera vieja de roble akagashi, considerada la joya de las maderas, y que en todo Japón solo se doblega ante mí para crear las filigranas que tallé en él. Incluso tiene los laterales lacados en oro con símbolos de buena suerte. Porque sabía que muchos aristócratas son pobres a pesar de sus títulos y deseaba de todo corazón que al menos la familia a la que ella se había unido no tuviera que pasar por dificultades en ese sentido. Ni siquiera en sueños me hubiera imaginado que algo así fuera a pasar. Por favor, que alguien, sea quien sea, cumpla mi última voluntad y recupere ese tambor después de mi muerte. Destrúyanlo para que no pueda volver a lastimar a nadie. Se los suplico.

Esa fue la última voluntad de Kunō, pero nadie de su familia volvió nunca a la casa de los Tsuruhara para recuperar el tambor. Al contrario, debido a las circunstancias de su muerte, enterraron su cadáver con la mayor discreción posible.

Sin embargo, los rumores acerca de sus últimas palabras empezaron a extenderse entre la gente hasta que finalmente llegaron a oídos de los Tsuruhara, que decidieron meter el tambor en una caja hecha a la medida y lo guardaron en un almacén externo de muros gruesos, con instrucciones de que nadie lo sacara nunca, ni siquiera cuando hicieran limpieza. Más o menos al mismo tiempo, el instrumento recibió el sobrenombre de «el tambor encantado» y empezaron a ocurrir cosas inexplicables. A pesar de que permanecía guardado en su caja, se empezaron a extender rumores de que la familia que tuviera el tambor se haría rica. Y aunque era imposible saber si se debía a la influencia del tambor, los Tsuruhara, sin haber hecho nada fuera de lo común para merecerlo, empezaron a escalar posiciones en la sociedad, hasta llegar a obtener el título de vizcondes al terminar la restauración Meiji. Cuando empezó la era Taishō, la familia abandonó Kioto para mudarse a una gran mansión en el distrito de Higashi-Nakano, en Tokio.

 

A diferencia de los Tsuruhara, las cosas no iban tan bien para los Imaoji, la familia original de Ayahime. Su linaje estaba a punto de extinguirse, por lo que, en secreto, emprendieron la búsqueda de los hijos ilegítimos que había tenido la bella joven antes de casarse. Su búsqueda tuvo éxito y localizaron al que sería su heredero, pero poco después cayeron en desgracia y nadie sabe qué fue de ellos una vez que terminó la restauración Meiji.

Así, las dos familias se vieron afectadas por el tambor encantado: una obtuvo gloria mientras que la otra se sumió en el olvido. Mientras tanto, Kyūhaku Otomaru sucedió a su padre, en el negocio de los tambores, labor que continuó a su vez Kyūi, hijo de Kyūhaku. Sin embargo, ninguno de los dos intentó nunca recuperar el tambor encantado de manos de los Tsuruhara. Kyūi, el nieto de Kunō Otomaru, era mi padre.

Cuando vivía en Kioto, mi padre se ganaba la vida reparando tambores y actuando como intermediario entre fabricantes y clientes. A pesar de ser un excelente artesano, le costaba atraer clientes. También se había visto obligado a separarse de su primogénito, Kyūroku, a quien no le quedó más remedio que enviar a vivir con otra familia cuando tenía tan solo seis años. Un maestro intérprete del tambor, de Kudan, Tokio, una eminencia que respondía al nombre de Yakurō Takabayashi, no soportó verlo así y le ofreció una casa para que se instalara en Tokio, cerca del santuario Tsukudo Hachiman, en Ushigome. Allí, mi padre por fin tuvo un respiro en su vida.

Sin embargo, después de que mi madre muriera durante mi parto en 1904, mi padre empezó a volverse perezoso y se pasaba la mayor parte del tiempo leyendo libros prestados. En el verano de 1915 contrajo una enfermedad de la columna y, a pesar de que lo estuve cuidando durante casi tres años, murió en otoño de 1917, a los 55 años.

Algo ocurrió poco antes de su muerte.

El viejo maestro, que me ayudaba con mis lecciones, me había prestado una copia de Kinsesetsu Bishonenroku que le estaba leyendo a mi padre, cuando de repente me interrumpió.

—Espera, hoy tengo una historia más interesante para ti —me dijo con voz entrecortada.

Así fue como descubrí el origen del nombre del tambor encantado.

—Sin embargo —continuó mi padre tras beber un sorbo de agua—, si te digo la verdad, nunca me tomé esta historia demasiado en serio. Esta clase de leyendas son comunes entre los artesanos… Ni siquiera cuando nos mudamos a Tokio me molesté en averiguar dónde vivían los Tsuruhara. Simplemente no me importaban, pero…

»Hace tres años, en primavera, justo cuando estaba limpiando la entrada por la mañana, una joven muy guapa, de unos 20 años, se acercó para pedirme que le afinara un tambor. En ese momento me mostró un tambor tsuzumi con una estructura preciosa. Lo tomé sin darle mayor importancia, pero en cuanto le presté más atención, me sorprendió mucho: la estructura estaba decorada con motivos de buena fortuna en oro y la madera solo podía ser de roble akagashi. Me di cuenta de que aquel instrumento tenía que ser el famoso tambor encantado del que tanto había oído hablar.

—Soy de los Tsuruhara de Nakano y quería aprender a tocar con el maestro Takabayashi de Kudan. Hace poco, encontré este tambor en mi casa e intenté tocar alguna pieza con él, pero por mucho que lo intento, no consigo que emita un buen sonido. Y no lo entiendo, me han comentado que el tambor es de excelente calidad, así que el sonido que produce debería de ser hermoso.

—¿Y le han dicho alguna otra cosa sobre el tambor? —pregunté, pero ella no supo decirme mucho más. Hacía poco se había casado con uno de los Tsuruhara y aún ignoraba muchas cosas sobre su nueva familia.

—Creo que lo llamaron algo así como «el tambor encantador»… —comentó al final, con lo que se confirmaron mis sospechas.

»Decidí quedarme con el tambor por el momento y me despedí de la bella joven. En cuanto se marchó, me lo puse sobre el hombro y empecé a tocarlo… Eso fue suficiente para que empezara a temblar de pies a cabeza.. Ese no era un tambor normal. Mi abuelo había dicho la verdad en su lecho de muerte y la maldición que había caído sobre los Tsuruhara había sido real.

»Aun así, era imposible que los Tsuruhara se plantearan siquiera venderme aquel instrumento y, Por mucho que lo pensé, no conseguí que se me ocurriera una manera de recuperarlo a esas alturas. Así que al día siguiente, lo llevé de vuelta con los Tsuruhara en Nakano y le mentí a la señora de la casa:

—Creo que no van a poder sacar nada bueno de este tambor. Para empezar, lleva demasiado tiempo guardado sin que nadie lo toque y la piel de los parches está muy estropeada. La estructura del cuerpo es muy hermosa, pero está hecha de roble, que no resuena tan bien como otras maderas. Sospecho que en el pasado debieron haberlo usado como un simple adorno en alguna ceremonia nupcial. La prueba la tiene en que casi no tiene señales de que lo hayan tocado, y además está cubierto con símbolos de buena fortuna.

»Esa parte fue la más difícil para mí como artesano, porque es una clase de mentira que yo nunca diría. Para hacerlo, tuve que pensar que dañar mi reputación iba a ayudar a otra persona. Finalmente, la joven señora pareció satisfecha con mi explicación.

—Ya había pensado que el problema podía ser del tambor, pero tampoco estaba segura, porque podría haber sido que yo no tuviera talento para tocarlo… En ese caso, es mejor que vuelva a guardarlo —me anunció con una sonrisa mientras me ponía un billete de diez yenes en la mano.

»Justo después empecé a tener problemas en mi columna y ya no pude trabajar más. Supuse que la joven señora estaría ocupada con sus asuntos, porque no volví a verla.

»Aun así, no conseguía sacármela de la cabeza y cada vez que pasaba por Kudan intentaba averiguar algo sobre los Tsuruhara, hasta que un día… Bueno, me enteré de muchas cosas…

»Resulta que el vizconde Tsuruhara era un cobarde, pero estaba muy orgulloso de su linaje, tanto que no se casó sino hasta pasados los treinta porque no encontraba una esposa que considerara digna de él. Hasta que hace unos años, en un viaje a Osaka para solucionar algunos asuntos, fue como si lo hubieran hechizado, o eso se comenta. Nadie sabe cómo se conocieron, pero se enamoró perdidamente de su actual esposa y no le importó que no tuviera su mismo nivel social para casarse con ella. Como consecuencia, toda su familia de Kioto les dio la espalda y no les quedó más remedio que venirse a vivir a la casa de Nakano.

»Pero eso es lo de menos, su esposa, que si no recuerdo mal se llamaba Tsuruko, empezó a aprender a tocar el tambor tsuzumi poco después de mudarse a Tokio… Y un día que el vizconde no estaba en casa, sacó el tambor encantado de su caja y empezó a tocarlo sin escuchar las súplicas de la doncella que, completamente pálida, le suplicó que no lo hiciera. Me contaron que el vizconde se asustó al enterarse y la regañó, pero poco después, tal vez debido al disgusto y al miedo, se enfermó e incluso llegó a sufrir convulsiones que obligaron a confinarlo en su cuarto, como si se tratara de una celda. Como consecuencia, Tsuruko vendió su mansión de Nakano e hizo construir una pequeña casa en Kōgai, Azabu, a modo de hospital para que su marido se recuperara. Allí siguió tomando lecciones de tambor con el joven maestro de Kudan, pero su marido nunca se recuperó y se fue consumiendo hasta que finalmente murió esta primavera.

»Después de enviudar, Tsuruko invitó a su casa a su sobrino para adoptarlo como heredero del vizconde, pero el resto de los Tsuruhara pusieron el grito en el cielo cuando se enteraron y reclamaron al emperador para que le revocaran el título que pertenecía a su rama de la familia. Por si eso fuera poco, empezaron a aparecer rumores que no la favorecían en nada. En cualquier caso, el resultado fue que el linaje directo de los Tsuruhara fue interrumpido.

»Es algo que voy a negar si me lo preguntan, pero estoy convencido de que todo fue obra del tambor encantado. Por eso decidí contarte todo esto. Eres mi hijo y hace tiempo que sabes defenderte con un tambor, creo que incluso podrías interpretar piezas como es debido si le pusieras empeño. Pero te voy a hacer una advertencia: pase lo que pase, no debes tocar un tambor tsuzumi nunca más. No lo digo por simple superstición, sino por el hecho de que en el momento que empieces a tocar uno, vas a querer tener tu propio instrumento, cada vez de mejor calidad, hasta que acabes cayendo en la tentación del tambor encantado, porque en sí mismo es una manifestación de todos los secretos de la creación de tambores.

»Y cuando eso ocurra, vas a estar condenado sin remedio. Es imposible oír su sonido y no sentirse extraño; vas a terminar perdiendo la cabeza o siendo alguien totalmente distinto.

»Por eso, debes aplicarte en tus estudios, aprende otro oficio o hazte funcionario y aléjate todo lo que puedas de Tokio. Y no intentes ponerte en contacto jamás con los Tsuruhara.

»Esto es lo único en lo que puedo pensar últimamente… Pienso pedirle ayuda al viejo maestro, pero no va a servir de nada si tú ignoras mi advertencia… Por favor… no lo olvides nunca».

Lo que mi padre acababa de contarme me pareció un cuento de fantasía, pero tampoco me hubiera planteado nunca aprender a tocar el tambor en serio, así que asentí para que él se quedara tranquilo.

Mi padre murió ese mismo otoño y el viejo maestro de Kudan me acogió en su casa. Por mi parte, seguí con mis clases en la escuela de Fushimi, como un niño más, y no volví a pensar en la historia del tambor encantado.

***

El viejo maestro era delgado, tenía la piel tostada por el sol y ojos negros y brillantes. Había cumplido 61 años en primavera y había planeado celebrar por todo lo alto, pero su hijo adoptivo y sucesor designado, el joven maestro, se escapó de casa sin que nadie supiera por qué y la fiesta se canceló.

El joven maestro se llamaba Seijirō. Yo no lo conocí en persona, pero decían que era todo lo contrario al viejo maestro: un joven amable y elegante que lograba unos sonidos tan maravillosos de los tambores que hasta las mejores geishas acudían a verlo tocar cuando actuaba en Tokio o en Osaka. Con solo veinte años, Seijirō se había marchado de casa llevándose solo lo que tenía puesto y sin dejar ninguna nota o pista sobre adónde podía haberse dirigido. Nadie sabía dónde buscarlo. Me enteré por boca de una sirvienta que nunca paraba de hablar de que uno de los discípulos más astutos estaba maquinando para hacer que el viejo maestro lo nombrara a él como su sucesor.

—Aunque yo creo que tú vas a ser su sucesor —me dijo al final.

Sin embargo, el viejo maestro nunca mencionaba que fuera a entrenarme para lograr tocar el tambor. Se limitaba a ofrecerme su afecto y a mimarme.

Claro que esa casa era lo que era, así que el sonido de los tambores inundaba sus paredes día y noche. Cuando uno no tiene más remedio que someterse a un «pon, pon, pon» continuo hasta el cansancio, termina desarrollando cierto oído para los matices del instrumento. Lo que al principio me parecía bueno, empezó a aburrirme con el paso del tiempo. Tal vez el sonido del tambor del mejor discípulo fuera más redondeado, más limpio, con mejor técnica que la del resto, pero a mí solo me parecía hermoso, no me hacía sentir nada más profundo. Me preguntaba si no habría un tambor con un sonido más noble… más sereno… o más inquietante, como si imitara la voz de un espíritu de otro mundo.

Me moría de ganas de escuchar tocar al viejo maestro. Sin embargo, él solo lo hacía cuando actuaba ante el público o cuando iba a dar lecciones privadas afuera; en casa apenas si le ponía un dedo encima a los tambores. Además, como yo iba a la escuela durante el día, pasó cierto tiempo hasta que logré escuchar los sonidos del maestro Takabayashi. Me comentaron que había interpretado una melodía para atraer la buena fortuna en Año Nuevo, pero yo había estado atendiendo a unos huéspedes y me lo perdí.

Así pasó el tiempo hasta llegar a la primavera de mis dieciséis años, cuando volví a Kudan con el diploma de segundo de bachillerato en la mano y fui directo al cuarto del viejo maestro, en la buhardilla, para enseñárselo. Me lo encontré de espaldas a mí, escribiendo algo con tinta roja. Cuando me oyó llegar, se dio la vuelta y me sonrió.

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