Espejismos de otoño

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Si no te interesa actuar, entonces…

—Entonces, ¿qué es lo que pretendes hacer para ganarte la vida? —te pregunté yo.

—No lo sé. Tengo que pensarlo.

Titubeaste al responderme. Tuve la sensación de que tenías algo en mente, pero que no querías contármelo todavía.

Se interrumpen las imágenes. Después estás en un motel.

Hay una chica a tu lado. Tú llevas una chaqueta de cuero y nada más, y la chica, de pelito corto, sólo un calzoncito blanco. Está sentada a un lado de la cama y tú, arrodillado, frente a ella. Te acercas lentamente y, entre mordiscos, le quitas con los labios su prenda interior. Ella se ríe. Es posible que sean las cosquillas. Te llama cariñosamente, como si te estuviera suplicando algo. La oscuridad los confunde. La cámara, puesta en algún rincón, los sigue en las caricias, en cada uno de sus movimientos. Ruedan por el suelo, se murmuran palabras tiernas y, aunque hay momentos de lapsus, se vuelven a juntar y a empezar nuevos arrumacos. Por fin, la chica jadea, llamándote entre gritos y suspiros, cariñosa y agradecida. Miro las imágenes esperando que pasen cuanto antes y pienso que así serán todas tus noches.

Nueva escena. Estás fumando frente al tocador. Todavía llevas la chaqueta. El espejo refleja tu espalda. Las gruesas cortinas de las ventanas hacen acogedora la habitación.

Ella, envuelta en la sábana, fuma recostada en la cama. Conversan intermitentemente, pero de nada serio.

Me habías dicho que lo que te gustaba no era puramente el sexo. Me lo repetiste varias veces, que podrías vivir sin hacerlo durante un mes, dos meses e, incluso, un año, que no era lo fundamental, al menos no lo era tanto como lo que venía después, el fumarte un cigarro y ser franco, realmente tú, que era entonces cuando volvías a ti, como esa vuelta a tu tierra natal; que el sexo era, para ti, eso, el deseo de retornar al momento inicial.

Y, sin embargo, dependías de ello, lo buscabas casi con obsesión, como si nada en el mundo apagara ese fuego que llevabas dentro.

—¿Sabes lo que es una alfombra mágica? En plena noche, vuelo libre sobre ella. Despega y sube alto, agitándome el cabello con el viento. Puedo ir a cualquier rincón de Seúl. Cuando el vuelo es demasiado elevado y no consigo ver gente, bajo y me coloco a unos diez metros del suelo. Vuelo de un lado a otro en busca de gente. ¿Sabes lo que siento entonces? Que sueño, que no soy responsable de nada. Nadie, ni la policía, podrá detenerme. Hace mucho viento y siento frío, pero también me siento más libre, más libre que nunca. Entro a cualquier casa donde haya alguna mujer. Violo a todas las que caen en mis manos y no me siento culpable. Es algo perfecto. A veces ataco con un cuchillo a la gente. No importa que sea hombre o mujer. Dios puede existir, pero este mundo, el mío, no lo controla, puesto que lo precede. Cuando me despierto, ya he disfrutado a gusto de tres o cuatro mujeres, tanto que, aunque pudiera, no me llegarían las fuerzas para seguir volando.

—¿Cómo? —te pregunto.

—Marihuana.

No puedo dejar de sentir cierta extrañeza al escucharte. Imaginarte volando con la melena al viento, en el frío que dices que sientes a ratos, subiendo y bajando por los aires en busca de víctimas…

Soñar sin sentirte responsable de nada. Un mundo que, según tú, precede al de los dioses.

Soñar…

¿Cómo atreverse a soñar y con qué?

—Manantial de oro… Eso es lo que deseo, verter cataratas doradas sobre la cabeza, la boca de ellas y que ellas hagan lo mismo, que rocíen sus doradas aguas y que recorran con ellas mi cuerpo. ¿Que qué es eso? Meadas.

— …

—Quieres preguntarme si lo he hecho alguna vez, ¿verdad? Todavía no… Algunas veces nos hemos reunido en algún motel para hacer sexo en grupo, pero por la impaciencia, terminamos montando enormes broncas y pegándonos con botellas rotas. Me gusta imaginar ciertas circunstancias y adentrarme en ellas con temeridad. Más bien diría que disfruto de sus riesgos y peligros. No, por favor, no vayas a decir lo que todos. Detesto tener que escuchar lo consabido, lo que suele decirnos la experiencia. Lo que quiero es lo que viene antes de ella, las razones de la inexperiencia. Y si jugara con Iu Yin-ji, jugar a querer a la madre y a la hija de ésta a un tiempo… sería interesante, tan interesante como impactante y, al menos, novedoso. Sí que me gustaría experimentarlo, hacer mía la catarata de sentimientos que provocaría. Como cuando le arranqué violentamente la billetera a uno que pasaba, no por necesidad: tenía dinero suficiente, sino por curiosidad, porque así lo quise, aun sabiendo que no es correcto. ¿Me entiendes? Las cárceles están llenas de gente noble y honrada, y todos con un sentido del deber muy arraigado. Pasé una temporada con ellos y fue realmente divertido, tanto que no me hubiera molestado quedarme allí un tiempo más. Me liberaron a las dos semanas. Lo único que me dolió fue ver a mi madre llorando de lejos cuando me trasladaban al centro penitenciario. Después formé un grupo de ex reclusos. No duró mucho, pero todavía me acuerdo de ellos, de sus gestos y expresiones. Por ellos y por todos los que son como ellos, estoy absolutamente en contra de la pena de muerte, mucho más después de haber convivido con ellos. En mi misma celda había uno sentenciado a muerte… ¿Qué opinas tú de eso? Organiza una campaña. Tú, Iu Yin-ji, sí que lo podrías hacer. ¿No crees que sea algo que debería merecer tu atención, la atención de una novelista? ¿No tomarías ninguna iniciativa al respecto? Hace tiempo que lo vengo pensando. ¿Cómo se atreven a quitarle la vida a alguien? ¿No es acaso éste otro abuso de poder? ¿Tú qué opinas? ¿Te acuerdas de esos secuestradores que exigieron a la policía el disco Holiday de los Bee Gees, los que protestaron a voces contra la política bienhechora de los ricos en detrimento de los pobres? ¡Fue una locura! Querían un autobús en medio de una planicie, vivir alejados del mundo y olvidados, una llanura abierta a los cuatro vientos, decían ellos. Anhelaban mesetas abiertas. Les quedaba pequeño el mundo, o no, quizá es que les parecía demasiado grande. No sé lo que me digo. Me limitan las palabras y me siento incapaz de expresar con exactitud lo que siento. Deseo un mundo perfecto, lo otro, lo no perfecto no debe estar permitido… De ahí que siga sumándole piedras angulares a la vida y que anhele un mundo hecho a mi medida. De hecho, quise ser futbolista, pero mis padres se opusieron y perdí la oportunidad. Me interesan las cosas en cuanto que puedo darles la vuelta. Por ejemplo, el amor o amistad paternos que, a veces, terminan desmoronándote. ¿Conoces el dicho “Ni de los cuernos del ratón te enteras”? De tanto oírlo estoy empezando a creer que los ratones tienen cuernos porque, si no, ¿de dónde va a venir eso? Existan o no, el caso es que esos cuernos dichosos me ponen de nervios. ¡Espera! ¿No quieres que juguemos a algo? Yo sí quiero jugar con Iu Yin-ji, aunque, tal vez, ya lo estemos haciendo. ¿Acaso no serán también estas llamadas un juego nomás? ¿Tú qué crees?

Las imágenes del proyector por un lado y, por otro, nuestras conversaciones telefónicas se reproducen en la mente como una narración.

La cámara ha salido a la calle.

Una callejuela detrás de una avenida. Pasan unos autobuses a tu espalda. ¿Será Dongdaemun o Namdaemun? Parece un mercado al aire libre. Junto a las sombras que proyectan los macroedificios, están las de quienes van tirando de las carretas y aquellas que esbozan las tiendas de ropas y utensilios.

Tu salida a la luz desde las oscuridades herméticas de los cafés y los moteles me sobrecogió.

Supongo que fue eso lo que sentiste cuando viste La mujer de invierno. Alrededor de Sinchon, hacia las cinco de la tarde, una calle desierta que te llenó de turbación…

Contemplas, con indiferencia, la vía abarrotada de gente, pero tus ojos de niño se han fijado distraídamente en algo que retiene tu interés. Es una instantánea a la que vuelvo con deseos de fijarla por un tiempo.

Me pregunto si no sería ésa tu mirada pueril atisbando al gigante que habías perdido, si no es ese aspecto que luces el que has estado persiguiendo a través de tantas y tantas noches.

Una nueva imagen. Esta vez estás frente a un gran árbol de Navidad. Llevas vaqueros y una chaqueta de lana color violeta claro. Prendes un cerillo en las botas de cuero marrón que llevas y, como en tantas películas de vaqueros que he visto, enciendes con ella el cigarro.

Puede que el que esté filmando sea tu amigo. Se oye su voz, y la tuya dirigiéndote a él. Pasan coches y gente a tu alrededor. Presiento, por la intensa iluminación, que es ya bastante noche. Las luces de las calles ofrecen otro decorado navideño, mucho más espectacular.

Me hablaste en alguna ocasión de las navidades de tu infancia, sobre todo de la víspera para una familia tan numerosa como la tuya. Tu madre colgaba los regalos de cada uno de tus hermanos y, luego, los llamaba.

—¡Niños! ¡Ya pueden salir!

Entonces, ustedes salían corriendo de sus habitaciones.

Fuera, en la oscuridad de la sala, las únicas luces que destellaban eran las del árbol iluminado. Tú te acercabas a él con cierta vacilación y te quedabas plantado contemplándolo. Los recordabas como momentos realmente fascinantes.

Oírte hablar del parpadeo de las luces, de la emoción que habían producido en ti, evidenciaba tu precoz encuentro con las cuestiones de la existencia, además de presagiar por adelantado tu condición de ser insatisfecho en busca de una alfombra mágica con la que volar más libre.

Una existencia… condenada a los límites de la carne.

Tú estabas, con ese cuerpo seductor, en la calle, frente a un inmenso árbol. Debía de ser Navidad.

 

¿A qué puede venir, si no, tanta iluminación?

“¿Sería una fiesta?”, me preguntaba yo.

No lo parecía. A pesar del cerillo con el que pudiste encender el cigarro, no se veía gran cosa y menos de lejos.

—¿Por qué? —pregunto.

La respuesta está en las escenas que vienen después.

Caminan por una calle. Parece otro día, pero no puedo asegurarlo. A lo lejos se ven las luces de la Torre Eiffel. Probablemente aquel árbol tan grande sea de alguna calle parisina. Aparecen también las calles circundantes a la Ópera de París, a los Campos Elíseos y al Arco del Triunfo. Más tarde, ya en lugares indefinidos, la cámara sólo recoge las luces que enmarcan la oscuridad.

Recuerda a un enorme agujero, un agujero inmenso en el que se precipitan todas las luces, un agujero gigante que se traga hasta las vías más iluminadas.

No se ve gente por ningún lado, sólo las luces de neón que, convertidas en una masa informe, se entregan al vacío y se esfuman. Ahí debía estar posiblemente la causa.

Atravesaron el parpadeo de los resplandores y siguieron caminando.

Suenan sus pasos sobre la calzada de piedra. Tú y tu amigo se alternan para aparecer ante la cámara, turnándose, supongo, con el aparato. Continúan por callejuelas llenas de faroles de gas, típicos de la capital francesa. ¿Serías tú o tu amigo? De pronto, uno de los dos grita con alegría:

—¡Ahí está! ¡Es ahí!

Tal vez su caminata tenía un destino. Era una arteria estrecha en la que había un pequeño bar iluminado con luces de neón que decía “bar”. Lo que habían estado buscando era un lugar donde sentarse a saciar la sed.

Me reí. Lo concreto de su búsqueda me hizo gracia.

¿Qué es lo que tendrían en mente cuando dijeron: “¡Ahí está! ¡Es ahí!”? ¿Qué lugar era ése que con tanto afán intentaban localizar nada menos que en pleno corazón de París?

El “¡Ahí está!” con alegría puede suponer muchas situaciones y muchos lugares. Si lo decimos con hambre, es que hemos encontrado un restaurante; si es al ubicar la casa de un amigo, que hemos dado con ella; si es cuando estamos perdidos, para mostrar el júbilo por cualquier señal familiar, y si es cuando sentimos frío, que hemos hallado un fuego en que calentarnos. También cuando huimos de algo y nos topamos con un refugio exclamamos de la misma manera y con alegría. Cada situación le da su sentido.

¿Qué es, sin embargo, el “ahí” que está por encima de la alegría que emitimos según la ocasión? Cuando lo dijeron, divagué por un momento en su sentido. No sabía adónde señalaban, pero imaginaba vagamente que sería un lugar donde disfrutarían del placer y la algazara, lo mismo que en una fiesta.

Después vi las luces que decían “bar” y la vida volvió a mermar y a menguar ante mis ojos, como un balón desinflado o como cuando se recogen los platos sucios de la merienda de una excursión…

Tú también te habrás dado cuenta en tus viajes de que ciertas cosas son inmutables, no importa donde estés, que la cotidianidad es algo humano que no varía y que es precisamente nuestra convicción de ello lo que nos permite desplazarnos de un lugar a otro con cierta sensación de seguridad.

No hay lugar especial en este mundo. Lo sabía, pero me lo confirmaron nuevamente con su alegría al divisar esas luces del bar.

Cuando me hablabas de las cafeterías que rodean la Universidad Jongik, siempre te escuchaba como quien oye relatos de lugares exóticos y misteriosos, en los que se desparramaban desenfrenados bailes, música, vino y una maravillosa juventud.

Ahora me doy cuenta de que nada es demasiado singular ni diferente, ni ese “ahí” tuyo y de tu amigo, ni esos moteles que tan asiduamente frecuentabas de noche. Nada, ni siquiera las luces de aquel bar resultan exclusivas.

Sentí pena por ustedes y lástima por la humanidad.

¿Qué lugar de este mundo podría contarse como especial?

A veces recorremos el mundo buscando contrariar lo cotidiano para terminar visitando con frecuencia pinacotecas, museos, castillos, teatros, mercados, restaurantes y cafés por nuestra cuenta o en manos de un guía. Por supuesto, también exploramos rincones recónditos aún por descubrir, pero lo cierto es que en el curso del viaje anhelaremos toparnos con civilizaciones que nos recuerden lo ordinario y común de nuestra manera de vivir y que clamen por casualidades que nos emparenten. Es el deseo humano de ahondar en su propia esencialidad.

Es verdad, podríamos marcharnos lejos y soñar un nuevo encuentro…

Nuevos encuentros y nuevos contenidos para la vida, coincidencias que nos cambien, que nos conduzcan por derroteros impensados y ajenos a lo establecido, que rechacen nuestros pequeños esfuerzos diarios y que nos precipiten a dar saltos mayores.

Hubo un tiempo en que soñé poseer un espíritu puro y un cuerpo pasional.

Pronto me di cuenta de que no sólo el cuerpo, sino también el espíritu, se desboca en una realidad de abismos empinados. Supongo que son los acotamientos de una materialidad condenada a la inmovilidad en un tejido espaciotemporal igualmente restringido y del que derivan posiblemente hasta los mismos términos: límites y destino. Sin embargo, siempre hay quienes tratan de ignorarlos, sin temor siquiera a rebelarse contra Dios.

¿Conoces la historia del hijo pródigo de la Biblia?

Un hombre tenía dos hijos. Uno de ellos, el más joven, le dijo al padre que le diera su parte de la herencia y partió hacia tierras lejanas, donde malgastó toda su fortuna. Después de haberlo perdido todo, trabajó para un hacendado cuidando cerdos. Pasaba tanta penuria, que comía hasta el pienso de las bestias, pero ni así conseguía apagar el hambre. Un día, acordándose de que en casa de supadre hasta los jornaleros disfrutaban de pan en abundancia, decidió regresar a su hogar. El padre, que lo vio venir de lejos, se compadeció de él y ordenó a los criados que trajeran un becerro bien cebado para festejar el retorno del hijo amado. El hermano mayor, que estaba trabajando en el campo, oyó música y la algarabía de la fiesta al volver a casa y preguntó a uno de los criados a qué se debía tanta alegría. Éste le contestó que había vuelto su hermano y que su padre había mandado matar un novillo para celebrarlo. El hijo mayor, molesto, protestó ante el padre. Él, que le había servido durante tantos años y con tanta fidelidad, nunca había recibido siquiera un cabrito en agradecimiento, mientras que al hermano, que había dilapidado toda su fortuna en el malvivir, le regalaba tanto. Entonces, dijo el padre: “¡Hijo mío! Tú estás siempre conmigo y todos mis bienes son tuyos, pero aquel hermano tuyo murió y ha vuelto a la vida, estuvo perdido y lo hemos recobrado. ¿Cómo no alegrarse por ello y agasajarlo?”

Es uno de los pasajes más conocidos del Evangelio según San Lucas. Si clasificáramos a la humanidad en simplemente dos grupos, el hijo mayor, que vivió junto al padre en actitud obediente, correspondería al tipo de gente diligente y honesta, y el menor, que partió en busca de su propia vida y futuro, al otro grupo, al grupo de los vividores.

No pretendo interpretar el relato ni evaluar cuál de las dos vidas es mejor. La Biblia habla del regreso del hijo pródigo al orden de la casa paterna. El resto lo imaginamos nosotros: la vuelta le permitirá gozar de una existencia más fecunda, sobre todo tras haberse visto arrastrado por el instinto y el corazón a la más miserable de las vidas y a perder todo lo que había tenido; lo que le espera, suponemos, será algo diferente, algo más digno.

Sin embargo, por el momento, todos admiramos al hijo que abandonó el hogar paterno. Envidiamos su valor. Siempre nos parecerá más atractivo el que regresa de haber vivido una experiencia en un lugar remoto. Estoy segura de que todos hemos soñado alguna vez en retornos felices de los abismos de un naufragio colosal. El partir supone siempre un regreso, el regreso que tanto enfatiza la Biblia, esa vuelta al hogar empujados por la melancolía y la soledad.

Regresar…

Palabra mágica para almas agotadas y sin esperanzas. La Biblia deja entrever la conclusión en un mensaje que predomina por encima de cualquier otro: el padre siempre espera, donde y como sea.

André Gide escribió sobre el mismo tema en su novela El regreso del hijo pródigo, pero no lo trata de la misma manera. Lo plantea en forma de diálogo y hace hablar al padre, al hermano mayor, a la madre, al hermano pequeño y al hijo pródigo, y cada uno manifiesta su opinión al respecto.

El recuerdo de los padres, hermanos, la casa y el jardín de su infancia termina devolviéndolo al hogar.

También aquí el padre lo festeja, pero, al poco tiempo, le pregunta los motivos por los que abandonó la comodidad y el hijo responde que la casa lo había encarcelado. Añade, después, que cambió el oro del padre por el placer de la carne, sus lecciones por la fantasía, su castidad por la poesía y su rigurosidad por la codicia. El padre vuelve a preguntar, pero esta vez por las causas de su regreso, y aquél contesta que fue la pereza, porque ya no pudo soportar más el hambre ni la miseria.

El hermano mayor le asegura que nunca alcanzará la salvación fuera del hogar y le exhorta para que salga de la confusión y regrese al mundo del orden, un orden que lo realce.

Por su parte, la madre quiso saber qué fue lo que le sedujo para dejar la casa, si de verdad creyó ser feliz lejos de ellos, y la respuesta del hijo fue que no había andado en busca de la felicidad, sino de su otro yo, pero agregó que en adelante se esforzaría por vivir como su hermano mayor, administrar la hacienda familiar, casarse con la mujer convenida y olvidarse de su soberbia. La madre comparte con él las inquietudes del hijo menor, que desea abandonar el seno familiar tanto como lo había hecho él en su momento, y le pide que lo disuada y lo convenza de quedarse con ellos.

El hijo arrepentido coge una lámpara y se dirige al cuarto del hermano. Tiene la misma edad que él cuando abandonó la casa y su mismo aspecto inquieto. Éste al verlo, le recrimina su cambio de actitud. No puede entender que desmienta la verdad por la que había vivido, y le pregunta si tanto le desilusionó todo lo que encontró fuera del hogar, si no vale la pena buscar y darle novedad a la vida. El hijo pródigo contesta que ha perdido la libertad tras la que había partido y, mientras habla con el otro, se da cuenta de que ha fracasado. Lo reconoce y lo acepta. El pequeño quiere saber qué es lo que anduvo buscando, pero no es capaz de darle una respuesta clara. Entonces, el joven empieza a animarlo para que vuelva a partir junto con él.

—¡A mí déjame estar! Me quedaré aquí y seré el consuelo de nuestra madre. Además, es lo mejor para ti. Sin mí aprenderás antes a valerte por ti mismo. Parece que ha llegado el momento. Ha empezado a clarear el día. Márchate ya, pero, antes de hacerlo, hermano, abrázame, que sepas que te vas con todas mis bendiciones. Sé audaz y firme, y olvídate de nosotros. Que tú no tengas nunca que volver… Empieza a moverte. Te guiaré con la lámpara.

La novela termina así, con esperanzadores deseos del hermano por el más pequeño. Él fracasó, pero espera que quien ahora parte no tenga que volver. El menor de los hijos sale de la casa de madrugada sin llevar nada consigo. Es el tercero y no tiene derechos en la herencia.

Me conmocionó la historia.

¿Cómo es posible desear algo con tanta vehemencia? Se me hizo un nudo en la garganta al pensar en ese partir sin retorno y me eché a llorar, pero de verdadera admiración. Lo que intentó probar André Gide no fue el triunfo de Dios, sino la reivindicación de nuestros pensamientos y de nuestra actuación lejos de aquella premisa de que toda marcha concluye en un retorno. ¿No te parece estremecedor?

Respiro profundamente y trato de poner orden en mis pensamientos.

La vida se me antoja tan enraizada en un orden, tan firme, que no importa dónde vaya, sólo el hecho de alejarse de los familiares, amigos, padres y hermanos parece más que suficiente para gozar de cierta libertad, la libertad de hacer realidad los sueños hasta límites insospechados, de crear, como tú dices, circunstancias personales, como si se tratara de un rito de máscaras. Un lugar donde ser desconocido, donde no haya prejuicios ni pasado calificador, pero donde poder transformarse, metamorfosearse bajo las máscaras…

Y, sin embargo, no hace falta ir muy lejos para darnos cuenta de que no importa lo lejos que estemos, las muchas o pocas personas que conozcamos, pues el hecho sustancial es que nada cambia realmente, y lo que vivimos, sea en uno u otro lugar, es la misma materialidad de siempre: nuestro yo.

 

Es nuestra condición humana la mayor trampa, por más apartados que vivamos. La distancia marca leves diferencias, pero nada más. Los límites, nuestros límites, siguen allí, presentes, no importa dónde nos hayamos detenido.

¿Cómo mudar nuestro yo presente en un ser totalmente diferente?

Quizá la única capaz de desvestirnos, de desnudarnos de lo que somos, sea la muerte. Nadie se libra de sí mismo mientras esté vivo, pero aun sabiéndolo, tampoco hay quien se atreva a matarse. Así es el ser humano.

Es por eso que todos terminan regresando, regresando a su lugar y a sí mismos…

Vagar sin retorno en busca de un yo verdadero y obtener la libertad. André Gide en su Regreso del hijo pródigo atribuye la esperanza y la posibilidad de este vagar al hermano más pequeño, precisamente porque es el único que no vuelve, el único que nos ofrece la posibilidad de proyectarlo, aunque con las limitaciones de quien no ha tenido que dar todavía cuentas a la experiencia.

Es imposible saber nada de quien no retorna, tan sólo se sospecha, la sospecha de lo que le habrá podido suceder. Aquí radica, a mi ver, el misterio de la vida.

Tú y tu amigo se dirigen hacia el bar, hacia las luces que iluminan el bar de una oscura callejuela.

La cinta concluye así.

Apagué el reproductor y salí a la terraza. Las descoloridas hojas de un platanus habían invadido el balcón haciendo sombras que parecían hundir las tablas del suelo en un pantano. Me quedé de pie entre la polvareda traída por los vientos mongoles, el susurrar de las hojas al viento y las sombras que se sumergen y se entrelazan unas con otras.

Era hora de preparar la cena y la cocina seguía tal como la dejé tras el desayuno.

Se me agolpaban nubarrones de sentimientos confusos. No era libre. Me sentía ligada a algo indefinible y desconocido, pero firme. Una hojeada a mi persona y verían a un ser convencionalmente protegido que, absorto en las interminables conversaciones que mantiene con un jovenzuelo, se niega a sí mismo, a su yo presente.

El espíritu que ha atravesado mi cuerpo desde la infancia y del que sé más que nadie, resulta que se está desvaneciendo, perdiéndose entre los caminos de un callejón…

¿Qué es lo que me retiene ahí? ¿Por qué?

He sentido siempre dolor, el dolor de quien se ofrece a sí mismo como ofrenda.

Le ofrecí a la vida —si es que eso era vida— todo lo que había en mí y, sin embargo, siempre resultaba poco. Pedía mucho más y lo solía hacer con premura.

¿Acaso no tuvo suficiente cuando me ofrecí toda yo? O ¿sería porque realmente nunca me había entregado del todo? Y si lo hubiera hecho, ¿podría yo ser libre, totalmente libre? No lo tengo claro, quizá porque ni siquiera sé qué es lo que debo ofrecer ni mucho menos a quién.

Di mil vueltas por la habitación. Las sombras de los árboles habían ocupado todos los rincones del cuarto y sentí que me perseguían, igual que los sentimientos que brotaron después de ver aquellas escenas en el video, que sé que quedarán clavadas profundamente en mi ser.

5

¿Qué pensarás de mí?

De repente me invade una feroz curiosidad por saberlo. Será porque yo a ti sí te he visto, aunque fuera mediante una pantalla. Me pregunto cómo se reflejaría mi vida si se filmara.

Las películas y las novelas tratan de infinidad de personajes. Unos conocidos y otros no, pero cada uno con sus propias peculiaridades. Lo que desconocemos, sin embargo, es cómo proyectará la cámara a uno mismo.

Por supuesto, ahí están los espejos para observarnos, pero al hacerlo lo hacemos como alguien ajeno, igual que lo haría cualquier otro con nuestra imagen o yo misma con los demás. Lo que quiero decir es que lo que veo en otro puede no tener nada que ver con lo que es, que todos somos una existencia inalcanzable, un fondo del mar que ni la luz del sol penetra.

Sea cual fuere la impresión que tengas de mí, esa imagen mía será, aun para mí, algo que se le escapa hasta a la luz más intensa, hasta a la sensibilidad más perspicaz. A veces soy un ser deconstruido e indefinible, y otras, una materia en dispersión que no consigue encauzar dirección alguna.

En ocasiones me resulta sorprendente que clasifiquemos y diferenciemos a los vecinos sólo por el nombre, incluso que la persona a la que mis hijos llaman “madre”, y a la que mi marido llama “esposa”, pueda ser una única persona: yo.

Con todo, me aburre eternamente el tema.

Cuanto más tiempo llevo en esta vida, más me convenzo de que la única verdad es aquella primera impresión, aquellos primeros sentimientos de aquel primer momento en que uno abre los ojos al mundo. Lo que viene después, lo que nos trae el conocimiento, las deliberaciones, la observación y las experiencias son siempre menos impresionantes, menos conmovedoras y más ambiguas. Nada que ver con lo que uno siente en la infancia.

Eso es lo que supongo que viene a decir tu anhelo de contar sólo con lo que es puramente preconcebido o las razones de la inexperiencia. De ahí que sienta el deseo de saber cómo me estarás figurando. Si me vieras como te he visto en el video, ¿cómo sería mi persona? Algo incierto, algo confuso. Imaginarme desde tu posición hace de mí algo abstracto, y no sólo de mí, sino de la misma casa en la que vivo, mi familia y todo lo que me rodea…

Ha sonado un pitido repentino y corro hacia él. La tetera que había puesto sobre la estufa de gas ha empezado a hervir y rebosa, esperando que llegue la dueña a apaciguar su calor, como en una instantánea.

Soy una mujer de mediana edad y entrada en carnes. Llevo un suéter marrón y una falda blanca que mi hija desechó con desprecio. En el pelo llevo permanente y está recogido con unas pinzas. Es una imagen sombría que, por momentos, me recuerda a la de un pequeño monstruo.

Una vez, cuando mi hijo era aún adolescente, se enfrentó a mí diciendo que parecía un monstruo, y yo, loca de cólera, agarré un voluminoso libro y le pegué en la cabeza.

Sin embargo, no siempre es así, porque, por extraño que me parezca hasta a mí misma, a veces me siento y me veo angelicalmente hermosa. Entonces desaparece toda sombra en mí y suena una música celestial que atraviesa lo finito y sale volando por las ventanas hasta alcanzar el mismo cielo. Otras veces, sin motivo aparente, acompaño las melodías del radio con llantos y gritos, y termino bañada en lágrimas de desconsuelo.

Tal vez ya lo sospechas. No soy más que una mujer madura inmersa en el derrotismo, que trata de justificar y darse explicaciones para levantarse día tras día.

He llegado hasta este momento paso a paso. Sin embargo, de aquellos días de mi infancia en que me había sentido tan fascinada por el jardín florido o desde que aquel monstruo que me perseguía en sueños y me hizo latir el corazón con tanta vehemencia, ha pasado tanto tiempo que ya casi ni me reconozco ni sé bien el dónde ni el porqué de esta desviación que en algún punto del camino supongo tuve.

Cuando recuerdo mi pasado, me siento a ratos abrumada de unatimidez y un pudor tan ridículos que intuyo en mi personalidad miedos y rencores tan inherentes como desconocidos. Nunca he sabido, y sigo sin saber, cómo he de vivir. Todo lo que hago, aun cuando me dedico al simple hecho de limpiar el suelo de la terraza, lo hago como si de ello dependiera mi vida. Me casé, pero seguí trabajando. Después, cuando dejé el trabajo, me puse a escribir, de manera que cuando entré a la literatura ya contaba con más de cuarenta años.

La escritura es parte de mi ser, quizá lo sea todo. Tomo aliento en ella porque es el mundo que me es más familiar, el único en el que me veo naturalizada.

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