La madre del ingenio

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Tecnología

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En el que llegamos a la Luna gracias a los sujetadores y las fajas

La mañana del domingo 7 de diciembre de 1941, los aviones japoneses atacaron Pearl Harbor. Abram Spanel supo al instante que eso se traduciría en problemas para su negocio.1

La empresa de Spanel fabricaba productos de látex comercial. Su último éxito había sido la Living Girdle (faja viva), un ceñidor de látex que esculpía el cuerpo de las mujeres estadounidenses para que se ajustara la figura con cintura de avispa que dictaba la moda de la época. La faja te rodeaba, comprimía y te hacía más delgada, todo esto sin cortar el suministro de oxígeno al cerebro.

Hacía ya tiempo que cambiar de forma según los gustos imperantes era uno de los muchos deberes del cuerpo femenino. Pero la faja de látex no era un corsé de varillas, sino una prenda revolucionaria que no solo adelgazaba a la mujer, sino que también le permitía inclinarse y atarse los cordones de los zapatos. Su innovadora composición le ofrecía una novedosa libertad de movimientos. Incluso podía jugar al tenis con la faja, afirmaban los anuncios. Sin duda, sudaría mucho, pero se suponía que incluso esta característica del ceñidor de látex tenía sus ventajas: una mujer que sudaba era una mujer que bajaba de peso, dictaba la lógica. La faja de látex le quitaría los michelines o, como mínimo, se los recolocaría en el lugar que les correspondía: bajo las costillas.

Pero entonces los aviones japoneses dinamitaron cualquier esperanza de que Estados Unidos se mantuviera al margen de la guerra en curso. Los cadáveres fueron arrastrados por el mar hasta las costas hawaianas y solo uno de los buques de guerra de la flota del Pacífico de los Estados Unidos logró escapar intacto del ataque japonés. Spanel se dio cuenta de que, por el momento, el látex se reservaría para los neumáticos de camión y los impermeables militares, no para las fajas de las señoras. ¿Qué podía hacer?

No era una persona que se dejara llevar fácilmente por el pánico. Spanel había ganado millones de dólares con la industria de las aspiradoras cuando solo tenía veintitantos y estaba convencido de que incluso después de lo de Pearl Harbor sería capaz de encontrar la forma de seguir adelante. Pero el 8 de diciembre de 1941, las tropas japonesas atacaron lo que entonces era la Malasia británica. Entonces sí que tuvo un problema grave. Resulta que la Malasia británica era donde crecían los árboles del caucho. El domingo, Spanel había visto cómo diezmaba su mercado nacional y el lunes se había quedado sin cadena de suministro.

Para el negocio, esto resultó ser lo mejor que le podía haber ocurrido.

El árbol del caucho puede crecer hasta cuarenta metros de altura. Si se le rasga la corteza con un cuchillo, empezará a sangrar látex directamente sobre tus manos. Este líquido puede solidificarse y convertirse en cualquier cosa: desde neumáticos hasta fajas y guantes quirúrgicos.

En la selva amazónica, la naturaleza había repartido los árboles del caucho a lo largo de millones de hectáreas. Pero, en 1876, el inglés Henry Wickham se las arregló para mandar más de setenta mil semillas del árbol del caucho a Gran Bretaña y, con este gesto, cambió por completo el equilibrio del comercio internacional.

Debido a sus ideas respecto a la superioridad blanca, a Wick­ham le gustaba contarlo como si fuera una aventura victoriana e intrépida de contrabando de plantas. ¡Los autóctonos ni siquiera entendían lo valiosos que eran los árboles! ¡Qué listo había sido al embaucarlos!2 Pero nada de esto era cierto.

En realidad, Wickham necesitó la ayuda de los indígenas amazónicos para reunir muestras botánicas. Cada semilla medía dos centímetros de longitud, de forma que no podía meterse setenta mil semillas en el bolsillo y salir corriendo. Pero ¿por qué dejar que la verdad arruine una buena historia? En 1938, una película alemana representaba a Wickham enfrentándose en combate con una anaconda amazónica en la jungla. Todas estas historias encajaron muy bien en Inglaterra: tenían el racismo justo para el gusto inglés.

Pero su popularidad no las hizo menos ficticias.

Wickham no era un aventurero; era un imperialista británico bastante normal con un conocimiento botánico limitado. Con todo, consiguió redefinir el comercio internacional…, con el tiempo.

Los árboles, como bien sabemos, tardan en crecer.

En esa época, tanto las plantas siderúrgicas como las compañías ferroviarias y las fábricas reclamaban caucho. Los cables de telégrafo, las mangueras de riego y (no menos importantes) los neumáticos se fabricaban a partir de ese producto. En vistas de una demanda tan grande como esa, los británicos mandaron las semillas de Wickham a sus colonias en Asia por mediación de los Jardines Botánicos Reales de Kew, situados en el sureste de Londres. En Malasia descubrieron que el caucho podía extraerse durante todo el año y que los insectos locales no se ensañaban con los nuevos árboles. Las pujantes plantaciones de caucho demostraron ser capaces de producir mucho más que la selva natural de América del Sur.

Fueron necesarias unas cuantas décadas (y unas cuantas burbujas financieras del caucho) para que la producción en las plantaciones aumentara, pero, para cuando empezó la Segunda Guerra Mundial, alrededor del 90 % del caucho del mundo procedía de la Malasia británica. Y esta fue la razón por la que Abram Spanel se encontró en semejante atolladero tras el ataque japonés a Pearl Harbor.

Estados Unidos incrementó enseguida su producción de caucho sintético. Spanel, a su vez, se adaptó a la economía de guerra. Su empresa detuvo la producción de fajas de látex, manteles de picnic y pañales de látex y consiguió mantenerse a flote fabricando botes salvavidas para el Cuerpo de Marines de Estados Unidos y cascos para la Fuerza Aérea de Estados Unidos. Cuando volvió la paz, Spanel estaba listo para afrontar una nueva era de artículos de consumo a medida que el gasto privado en América del Norte repuntaba.

Christian Dior definió la silueta de posguerra desde el París recién liberado. Las cinturas estrechas y las faldas gráciles estaban a la orden del día y el látex de Spanel volvió a envolver el cuerpo femenino. El dinero llovía a raudales.

En 1947, su empresa, ILC, se fraccionó en cuatro divisiones. La parte que fabricaba fajas cambió de nombre y pasó a llamarse Playtex.3 Además de fajas, también empezaron a producir sujetadores, que tuvieron un gran éxito. El cambio de nombre fue acompañado de un gran esfuerzo para posicionar la marca en el mercado de las consumidoras femeninas. Playtex patrocinaba un programa de televisión de tarde para amas de casa y continuó su agresiva estrategia publicitaria en las revistas semanales. La empresa consiguió enseguida que su nombre se convirtiera en sinónimo de ropa interior femenina, de una forma similar a la que hoy en día la marca Spanx se asocia a un tipo concreto de fajas moldeadoras.

No obstante, después de la guerra, Spanel también mantuvo la división militar de la empresa. Al fin y al cabo, las cosas le habían ido muy bien y no había razón para cerrarla. Las fuerzas armadas seguían comprando grandes cantidades de equipamiento. Así, ILC invirtió en un programa de investigación que tenía por objetivo hacer evolucionar la producción de esta división. Pronto comenzaron a desarrollar cascos y vestimenta para las fuerzas aéreas y el cuerpo de marines. La ropa interior femenina diseñada para moldear el cuerpo y la munición militar pueden parecer dos cosas muy distintas para ser producidas bajo un mismo techo comercial, pero la flexibilidad era la mismísima esencia del producto. El modelo comercial se adaptó al material, por así decirlo.

Y así fue como, cuando Neil Armstrong descendió por las escaleras del módulo lunar en julio de 1969, lo hizo en un traje espacial hecho por unas costureras que tenían mucha experiencia en el extenuante arte de coser ropa interior femenina.

En el vacío absoluto no hay temperatura. Por consiguiente, en el espacio no hay temperatura. Pero sí que hay partículas individuales en el espacio que la tienen. El calor se absorbe y se emite a través de la radiación, de forma que la temperatura del astronauta depende del equilibrio entre el calor que irradia su cuerpo y el calor que irradian las lejanas estrellas.

Las temperaturas en la cara soleada de la Luna pueden llegar a los 120 °C, mientras que en la cara oculta pueden bajar hasta los -170 °C. La temperatura general del universo, en cambio, es menor a los tres grados por encima del cero absoluto (el punto en el que nada se mueve). En pocas palabras: para que un ser humano sobreviva en el espacio, tiene que llevar ropa.

La única pregunta es: ¿de qué tipo?4

Una cosa sería fabricar un traje de metal, una armadura, una construcción dura en la que el astronauta pueda orinar, defecar, respirar y sobrevivir. Pero un astronauta también tiene que ser capaz de moverse: inclinarse, torcerse, estirarse, saltar y llegar hasta la arena lunar, agarrar un tornillo que se haya caído con los dedos y volver a colocarlo en su lugar. Tiene que poder hacer todo esto y, al mismo tiempo, estar protegido de los micrometeoritos que pasan a su alrededor una velocidad de 36 000 kilómetros por hora.

Estados Unidos decidió enviar a un hombre a la Luna en 1961. Que sería un hombre se decidió ese mismo año, cuando se impuso la norma de que solo los pilotos de caza estadounidenses podían convertirse en astronautas. Y como las mujeres estadounidenses no podían ser pilotos de caza, solo quedaron los hombres. En 1963, la URSS mandó a una mujer cosmonauta, Valentina Tereshkova, al espacio. Pero (a diferencia de todo lo que hizo la Unión Soviética en materia espacial) Estados Unidos no dedicó ni medio pensamiento a esta cuestión.

 

Sea como fuere, un hombre estadounidense tenía que ir a la Luna y había que vestirlo con algo. Así, en 1962, la NASA pidió a ocho empresas privadas que la ayudaran a desarrollar un traje espacial. Una de estas empresas no tenía ningún tipo de experiencia con el espacio, pero sí mucha con el látex. Se trataba, claro está, de ILC, la empresa de Abram Spanel, orgulloso fabricante de ropa interior femenina de éxito bajo el nombre de la marca Playtex.

ILC presentó un traje espacial que, a diferencia de otros diseños, era muy maleable. Al fin y al cabo, era la especialidad de la empresa. El traje estaba hecho de veintiuna capas de tejido que tenían que coserse a mano. Este traje espacial tan maleable fue el que ganó. La NASA, sin embargo, tenía sus reservas y no terminaba de atreverse a dejar que una empresa de producción de ropa interior tomara las riendas de la fabricación de trajes espaciales.

Su solución fue convertir a ILC en subcontratista de Hamilton Standard, una empresa especializada en tecnología militar. La idea era que las dos empresas trabajaran juntas para desarrollar el nuevo traje espacial. Pero el choque cultural entre los confeccionadores de sujetadores de ILC y los fabricantes de cañones de Hamilton fue monumental y los trajes espaciales que resultaron de esta colaboración forzosa eran inservibles.

No obstante, Neil Armstrong seguía necesitando algo que ponerse.

En 1965, la NASA organizó otra competición. En Houston, tres trajes diferentes de tres empresas distintas fueron sometidos a veintidós pruebas separadas.5 De nuevo, los trajes maleables y cosidos a mano de ILC ganaron de calle. En el informe que se entregó al general de las fuerzas aéreas se señalaba que ninguna de las otras opciones se podían comparar siquiera con el traje de ILC. «No hay segunda opción», se afirmaba en el informe. Seguramente, se debía a incidentes como que el casco de uno de los trajes alternativos salió despedido en una de las pruebas o a que los hombros de otro eran tan anchos que el astronauta no podía volver a entrar por la escotilla del módulo lunar. Si en vez de una prueba hubiese pasado en el espacio, el pobre hombre se habría quedado tirado en la Luna para siempre… Pero, por suerte, solo estaba en Houston, Texas.

¿Quién había dicho que la ropa no importaba?

ILC había salido victorioso por segunda vez, pero aún no se atrevía a creer que se le fuera a permitir formar parte del proceso de llevar a la humanidad a la Luna y más después de lo mal que había salido su colaboración forzosa con Hamilton Standard, de forma que invirtieron todavía más en investigación.

En 1968, ILC quería demostrar a la NASA lo que había podido conseguir. En vez de mandar un informe, llevaron su nuevo traje espacial al campo de fútbol de un instituto cercano. Uno de los técnicos de ILC se colocó el traje y lo grabaron corriendo, chutando la pelota, lanzándola y pasándola. El hombre se retorcía, se estiraba, se agachaba y se tocaba los pies. El traje no era en absoluto un corsé de varillas.

Así fue como los trajes espaciales del Apolo acabaron siendo una prenda maleable, cosida a mano por costureras especializadas en ropa interior femenina. Y menos mal que fue así: antes de que Neil Armstrong y Buzz Aldrin pisaran la Luna en julio de 1969, tuvieron que cambiarse de traje dentro del módulo lunar, un proceso que les llevó tres horas. Al final, uno de ellos se giró de tal forma que el tanque de oxígeno rompió un disyuntor. Por desgracia, como Aldrin señaló, era «el disyuntor esencial necesario para mandar la energía eléctrica al motor de ascenso que nos despegaría a Neil y a mí de la Luna».6

Ups.

En la Tierra, en Houston, los técnicos trabajaron toda la noche para tratar de solucionar el problema. Al final, Aldrin resolvió el asunto metiendo un bolígrafo en el disyuntor. Esto les permitió a él y a Armstrong despegar de la Luna. Con todo, es fácil imaginar cuánto daño podrían haber provocado los astronautas si hubieran tenido que moverse en una armadura rígida de metal durante todo el viaje. Pero no fue el caso.

Los trajes espaciales maleables estaban cosidos por mujeres, ya que eran quienes ejercían la mayor parte de trabajos de costura en esa época. ILC trasladó a sus mejores costureras de la producción de sujetadores y del montaje de pañales de látex a la división espacial. Por supuesto, fue necesaria cierta adaptación: por ejemplo, las costureras recibieron máquinas de coser especiales, ideadas para coser solo una puntada cada vez. Era la única manera de asegurar costuras rectas y perfectas. Al fin y al cabo, los trajes espaciales presentan un conjunto de requisitos muy distintos a los de los sujetadores, aunque ambos sirvan para mitigar los efectos de la gravedad o la falta de esta.

Las costureras también tenían prohibido usar agujas, a pesar de que cada traje espacial constaba de unas veintiuna capas y cuatro mil trozos de tela. Si clavas una aguja en un traje espacial, se crea un agujero. Y por muy pequeño que sea el agujero, podría dejar que el frío y mortal espacio se cuele dentro y te mate. Por esta misma razón, ILC instaló una máquina de rayos X que escaneaba todas y cada una de las capas de tejido en busca de alfileres y agujeros.

Sin embargo, en conjunto, los trajes no eran el problema. Tampoco las costuras, ni las máquinas. No, el principal problema a lo largo del estresante proceso de producción fue la comunicación con el cliente.

Es decir, la NASA.

Y en particular, el problema era que los ingenieros de la NASA no sabían cómo comunicarse con las costureras de ILC. Y las costureras, a su vez, no sabían cómo comunicarse con los ingenieros de la NASA. La mayor parte del tiempo, hablaban sin escucharse los unos a los otros, lo que a menudo provocó graves malentendidos. Y todo se reducía al hecho de que no hablaban el mismo idioma.

La NASA exigía dibujos técnicos, mientras que las costureras usaban patrones. La NASA exigía una documentación detallada para cada componente usado en el traje, que debía incluir su origen (lo habitual en el ámbito de la construcción de motores de aviones). Y a las costureras, con el debido respeto, eso les importaba un comino. Tenían cuatro mil pedazos de tela que unir y el conocimiento sobre cómo se comportaba dicha tela, que a menudo no podía expresarse en términos de ingeniería. No servían de nada los dibujos técnicos. Su conocimiento procedía de otro mundo, el de las telas maleables y las agujas afiladas.

Cuando ILC entregó su primer traje espacial en 1967, al principio la NASA se negó a aceptarlo, no debido a ningún defecto técnico, sino a que los requisitos de documentación del proceso de producción «no se estaban cumpliendo».7

Tras muchos problemas, ILC terminó contratando a un grupo independiente de ingenieros titulados que incorporaron al proceso. Su cometido era actuar como intermediarios entre la NASA y las costureras. Debían traducir el idioma de las agujas y el hilo al de la ingeniería y, así, contentaron a los burócratas de la NASA.

Para gran regocijo de la NASA, los recién contratados ingenieros redactaron páginas y páginas de documentos, que era justo lo que quería la NASA. Una gigantesca pila de papeles para cada uno de los trajes espaciales, rematada con montones de dibujos técnicos.

Pero las costureras no usaban estos dibujos técnicos. Una de ellas lo expresó de la siguiente manera: «Puede que en el papel todo se vea muy bien, pero lo que yo voy a coser no es ese papel».

Al fin y al cabo, las pilas de papel cumplían una función importante: tranquilizar a la NASA. Los dibujos técnicos comunicaban la habilidad de las costureras al cliente en un lenguaje que el cliente comprendía.

Y demostró ser crucial.

Hoy en día, esos trajes blancos se nos vienen a la cabeza enseguida cuando alguien menciona el aterrizaje en la Luna de 1969: una imagen de tela maleable que contrasta con el paisaje gris, lleno de cráteres, de un cuerpo celestial desconocido. Los trajes para ir a la Luna se convirtieron en los iconos de esa expedición y en la historia universal se tradujeron y clasificaron como la misma encarnación del Apolo 11.

De no haber sido por una tecnología que tenía un milenio de antigüedad, la de la aguja y el hilo, nunca habríamos llegado a la Luna. Es una tecnología que se suele asociar más a las mujeres que a los hombres. Tradicionalmente, la labor de confeccionar la ropa de la familia ha recaído en las mujeres y, por consiguiente, coser es una tecnología que no solemos percibir como una tecnología per se. Sin embargo, esto no cambia el hecho de que las naves espaciales siguen necesitando estar envueltas en capas de materiales maleables y brillantes, cosidos con precisión para lograr un aislamiento térmico en el espacio.

La NASA aún tiene costureras contratadas hoy en día. Si quieres llevar una cámara digital al espacio, por ejemplo, primero necesitarás una funda cosida con la que recubrirla y la funda tendrá que tener una forma que te permita usar la cámara y cambiar la batería sin tener que quitarte los guantes, lo que hace que una funda para una cámara no sea fácil de confeccionar. A pesar de eso, a menudo consideramos que las cosas que son blandas y maleables son menos técnicas.

Esta actitud se debe, en gran parte, a su relación con las mujeres.

La tecnología es aquello que los hombres crean a partir de metales duros para matar grandes animales, según se nos enseña. Quizá no se expresa de esta forma explícitamente, pero sin embargo es la narrativa que oímos cuando somos pequeños. Érase una vez (en la prehistoria), los humanos nos sentábamos tiritando de frío en cuevas, hasta que a uno de nuestros antepasados se le ocurrió fijar una piedra afilada en un palo y usarlo para matar a un mamut. Y así empezó una larga trayectoria de avance tecnológico.

De este modo, imaginamos que nuestro deseo de innovación está inextricablemente relacionado con nuestro deseo de matar y someter al mundo que nos rodea. Pero ¿es este discurso realmente cierto? ¿Y cuáles son sus consecuencias económicas?

La mayoría de nosotros hemos oído alguna vez que todo, desde la penicilina producida en masa hasta las máquinas de pilates, se creó por primera vez para el ejército. La lucha de las principales potencias por el dominio de los cielos condujo al desarrollo de la aviación y su carrera para llegar a la Luna nos proporcionó los cohetes, los satélites y el velcro. Sin la bomba atómica, no tendríamos energía nuclear; sin el radar, no tendríamos microondas. Los submarinos, las radios, los semiconductores, incluso internet: todo nació, de forma directa o indirecta, de las guerras mundiales del siglo xx.

En la Segunda Guerra Mundial, el propio Winston Churchill invirtió parte de su tiempo en inventar una excavadora de trincheras gigantesca conocida originalmente como White Rabbit Number Six (Conejo blanco número seis).8 No fue un gran éxito. Aun así, el hecho de que el primer ministro británico dedicara su tiempo a supervisar la construcción de semejante máquina ilustra hasta qué punto las innovaciones se consideraban cruciales en la campaña bélica.

Quien poseyera los mejores artilugios ganaría.

La realidad del campo de batalla era bastante menos tecnológica. Cuando Adolf Hitler invadió la Unión Soviética en 1941, lo hizo con 3250 tanques alemanes, grandes y resistentes, sí. Pero también con 600 000 caballos.9 La Segunda Guerra Mundial no estaba tan mecanizada como se nos ha inducido a imaginar. Cuando visitamos un museo sobre la guerra, vemos filas y filas de máquinas brillantes expuestas con orgullo, pero los animales usados para acarrear la artillería hasta el frente no se muestran con el mismo protagonismo; al fin y al cabo, no es un zoo. Y así, en cierto modo, se nos engaña.

Además, muchos de los inventos ideados para ganar la guerra no contribuyeron de forma significativa a alcanzar dicho objetivo. El desarrollo de la bomba atómica costó dos mil millones de dólares.10 Con los mismos recursos, Estados Unidos podría haber comprado los suficientes aviones y bombas para causar el mismo número de muertes.11 Si el objetivo hubiese sido bombardear Japón hasta la saciedad, claro.

 

Esto nos conduce hasta el quid económico de la cuestión: la guerra, por su propia naturaleza, elimina mucho más valor económico del que crea a través de la innovación.12 La mayor parte de los historiadores económicos están de acuerdo en este punto.13 Y, la verdad sea dicha, es bastante evidente. Entonces, ¿por qué creemos que es necesaria la violencia y la muerte para crear algo nuevo?

Sir Henry Tizard fue el asesor científico principal del Ministerio del Aire y el Ministerio de Producción Aeronáutica de Reino Unido durante la Segunda Guerra Mundial. Como tal, jugó un papel muy importante en el desarrollo de todo tipo de artefactos, desde radares hasta motores a reacción, pasando por la energía nuclear. La conclusión de sir Tizard, tal como la comunicó en un discurso de 1948, era que, con la posible excepción de ciertas ramas específicas, la guerra no hizo avanzar la ciencia lo más mínimo. En conjunto, opinaba que en tiempo de guerra «el avance del conocimiento se ralentiza».14

Reduces el mundo a añicos, pero luego logras producir la penicilina en masa a partir de la devastación. Ni que decir tiene que la distribución en masa de la penicilina fue una bendición, pero no hay ninguna ley de la naturaleza que sostenga que el bien solo puede nacer del mal de esta forma. Que tienes que matar a seis millones de personas para conseguir crear internet: un inmenso sacrificio humano a los dioses de la tecnología, que a su vez nos recompensaron con el velcro y el radar.

El hambre agudiza el ingenio, dice el refrán, pero también ayuda si hay dinero de por medio. La guerra (o la amenaza de una) suele movilizar a los Estados para que inviertan todo lo que tienen en innovación. ¿Dónde estaríamos ahora si hubiésemos invertido tanto en hacer algo al respecto de la emergencia climática como hicimos durante la Guerra Fría? Todo indica que estaríamos un poco más cerca de la solución. Sin embargo, seguimos obstinados con la idea de que la inventiva humana necesita de cierta cantidad de sangre y muerte para entrar en acción. Esto deriva de la flagrante mala interpretación de nuestra propia historia tecnológica.

Una mala interpretación provocada por nuestra terca insistencia en excluir a las mujeres.

Si la tecnología a la que se dedican las mujeres no puede ser considerada como tal, mientras que los hombres se ven obligados a especializarse en la guerra con mayor frecuencia, entonces nuestra comprensión de la historia de la tecnología va a atribuir un peso demasiado importante a la violencia y a la muerte.

Nuestra habilidad para fabricar y usar herramientas data de hace millones de años. Incluso nuestros parientes, los chimpancés, crean herramientas. Esto ha provocado que los especialistas crean que las primeras herramientas no estaban hechas de piedra, sino de ramas, palitos y otros materiales muy perecederos. «Muy perecederos» en este contexto significa que es poco probable que sobrevivan más de 350 000 años. Esta es la razón por la que no sabemos demasiado sobre estas herramientas: han desaparecido.

Pero de ninguna manera se ha demostrado que las primeras herramientas que inventó la humanidad fueran para cazar y, por consiguiente (probablemente), las inventaran hombres. Pongamos como ejemplo el palo excavador: un palo de madera que afilamos y endurecimos mediante el fuego hasta crear puntas rígidas. Estos palos abrieron todo un mundo de posibilidades para la humanidad. Con un palo excavador, de repente podías acceder al subsuelo, donde había insectos deliciosos a los que hincarles el diente, por no mencionar el ñame, un tipo de boniato que podía crecer hasta medir casi un metro de longitud, lo que hacía que fuera casi imposible desenterrarlo solo con las manos.15

No sabemos qué llegó primero, si la lanza o el palo excavador. Lo que nos interesa es la narrativa: asumimos que la lanza debió de llegar antes. La innovación humana debió de empezar con un arma. El primer inventor debió de ser un hombre. Sin embargo, es igual de posible que los palos afilados fueran inventados por mujeres para recolectar comida y más tarde se adaptaran para cazar.

La razón por la que creemos que las mujeres inventaron el palo excavador deriva de la división de las labores en la mayor parte de las sociedades cazadoras-recolectoras. Los hombres solían cazar y las mujeres, recolectar. En esto nos diferenciamos del reino animal: solo hay que ver a cualquier leona, tigresa, leopardo, loba, osa, zorra, comadreja, marsopa u orca hembras. También había cazadoras entre los humanos: el descubrimiento reciente del esqueleto de una mujer de nueve mil años de antigüedad con herramientas de caza ha provocado una revisión de nuestras suposiciones sobre los roles de género en las tribus antiguas.16

No se sabe cómo ocurrió, pero entre los humanos llegó un momento en el que las mujeres empezaron a pasar la mayor parte de su tiempo criando a los niños y preparando la comida y la vestimenta de su familia. Esta es la razón por la que los especialistas creen que probablemente fueran las mujeres quienes inventaron tanto el mortero como el molino de mano y quienes idearon cómo recolectar, transportar y preparar la comida.

Del mismo modo, lo más probable es que fueran las mujeres, puesto que se especializaron en esto desde un punto de vista económico, quienes descubrieron que la comida podía ahumarse o conservarse con miel o sal. Cocinar es una tecnología. Comporta una gran cantidad de invenciones físicas y químicas y también provocó o contribuyó al desarrollo de otras tecnologías como la fundición, la cerámica y el teñido. Cocinar implica técnicas y procesos que no solo tienen que descubrirse, sino que hay que experimentar con ellos para convertirlos en sistemas efectivos y reproducibles. La invención de la cocina tuvo mucha más enjundia que el hecho de que a alguien, por accidente, se le cayera un cerdo en el fuego y se diera cuenta que le gustaba el olor del chisporroteo.

Entonces, ¿por qué asumimos que los garrotes y las lanzas fueron nuestras primeras herramientas? Esto nos obliga a aceptar la idea de que la fuerza motora de la invención humana está relacionada de alguna forma con el impulso de dominar el mundo que nos rodea. Cuando se excluye a las mujeres de la narrativa, la humanidad se convierte en otra cosa. Y seguimos, de esta forma, engañándonos sobre nuestra propia naturaleza. Una de las consecuencias más graves del patriarcado es que nos hace olvidarnos de quiénes somos en realidad.

Si tomáramos los aspectos de la experiencia humana que hemos clasificado como femeninos y los reconociéramos como universales, cambiaríamos la definición entera de lo que significa ser humano. El quid del problema siempre ha sido que lo humano siempre ha equivalido a lo masculino. La mujer es una especie de complemento, hecha, como sabemos, a partir de una sola costilla.

Hay múltiples ejemplos de esto en el ámbito cultural. En la obra Hamlet, de William Shakespeare, un príncipe danés blanco habla en nombre de toda la humanidad, motivado por su angustia existencial. Y, hasta cierto punto, tiene razón. El problema reside en todas las personas a quienes no se les ha otorgado el mismo derecho a ser universales y cómo esto, a su vez, limita nuestra idea de lo que significa ser humano.

La historia de alguien que da a luz, por ejemplo, no se considera igual de universal que la historia de un hombre en el campo de batalla. Al parecer, las historias sobre nacimientos no nos ilustran sobre la alegría y el dolor humanos, la violencia del cuerpo o las cosas que hacemos por las personas a las que queremos. Las historias sobre nacimientos son percibidas en la cultura moderna como «femeninas»: no se espera que conmuevan a alguien que no está dando a luz, que no ha dado a luz o que no va a dar a luz. Como si salir de una vagina y ver la luz del sol no fuera, literalmente, la experiencia más universal que puede haber.

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