La madre del ingenio

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Respecto a los dos inventores de Coventry, ni que decir tiene que su nuevo producto iba dirigido, sobre todo, a las mujeres. Los inventores llegaron incluso a producir una maleta con ruedas, ya que llegaron a la conclusión no muy descabellada de que, si una clienta podía añadir ruedas a una maleta mediante correas, la empresa también las podía colocar en la maleta desde el principio. Así, manufacturaron una maleta con ruedas mucho antes de que se le ocurriera a Bernard Sadow. Pero era un producto muy nicho y demasiado barato para las mujeres inglesas, y no prosperó.27 Que un producto para mujeres pudiera hacer la vida más fácil a los hombres y transformar el mercado del equipaje a nivel mundial no era una idea que el mundo de la década de 1960 estuviera listo para concebir.

En 1967, una mujer de Leicestershire escribió una carta incisiva al editor de su periódico local. Poseía una bolsa con ruedas incorporadas mediante correas, del tipo que los inventores de Coventry habían producido dos décadas antes. Pero, cuando la había subido a su autobús local en 1967, el conductor la había obligado a comprar un billete adicional para la bolsa, con el argumento de que «cualquier cosa que llevara ruedas era considerada un cochecito». La pasajera, sin embargo, no quedó convencida y preguntó: «¿Si hubiera subido al bus con patines de ruedas, ¿se me cobraría como pasajera o como cochecito?».28

Un hombre que tenía buenas razones para reflexionar sobre el tema de las mujeres y las cargas pesadas era Sylvan Goldman, propietario de una cadena de colmados estadounidenses en la década de 1930.29

Como cualquier buen hombre de negocios, Sylvan Goldman estaba interesado en maximizar los beneficios de sus tiendas. Se había dado cuenta de que la mayor parte de las personas que compraban comida en sus supermercados eran mujeres, pero también de que nunca compraban más de lo que podían llevar en uno de los cestos de la tienda. Llegados a este punto, por lo general, hay dos formas de crecer como empresa: o logras más clientes o vendes más a los que ya tienes. El problema de Sylvan Goldman era que la segunda estrategia parecía estar limitada a lo que las mujeres podían cargar.

Así que Goldman empezó a pensar en qué podría ayudar a las mujeres a llevar más comida a la caja, a poder ser dejándoles una mano libre para que pudieran coger todavía más productos de las estanterías. Fue ese el momento en el que (cuarenta años antes que Bernard Sadow) recurrió a la rueda. Inventó el primer carrito de la compra del mundo y lo introdujo en sus tiendas.

¿Y qué ocurrió entonces?

Que nadie quiso usarlos. Se negaban. Al final, Goldman tuvo que contratar a modelos que llevaran el carrito por la tienda solo para normalizar el concepto. Muchos hombres veían el carrito como una afrenta personal: «¿Me estás diciendo que con mis fuertes brazos no voy a ser capaz de cargar con una puñetera cestita como esta?», gritaban.30 En otras palabras, antes de que su invención lo hiciera multimillonario, Sylvan Goldman tuvo que hacer frente a la idea de que no era propio de un hombre llevar un carrito de ruedas. Era una idea bastante arraigada.

Y, sobre todo, con una larga historia detrás.

En el siglo xv, el poeta Chrétien de Troyes contó la historia de Lanzarote, el desdichado caballero que se enamora de la reina Ginebra, traiciona a su mejor amigo, el rey Arturo, y no consigue encontrar el Santo Grial.31 En el poema de Chrétien de Troyes, secuestran a Ginebra, lo que obliga a Lanzarote a buscar a su querida reina por el largo y ancho mundo. Tras haber perdido su caballo, avanza a duras penas por un camino ataviado con toda su tintineante armadura, cuando un enano pasa por su lado con una carreta.

—¡Enano! ¿Has visto pasar a la reina? —le grita.

El enano no le responde ni sí ni no. Le hace una oferta al desventurado caballero.

—Si te subes al carro, mañana te contaré lo que le ocurrió a la reina —le dice.

Bien, podría parecer que sale ganando con esta oferta: no solo Lanzarote se libra de caminar, sino que además recibe la información que está buscando. Pero, en realidad, el enano le acaba de pedir que realice uno de los gestos más degradantes que existen para un caballero: subirse a un vehículo sobre ruedas. Para un lector del siglo xii estaría implícito, pero no es tan evidente hoy en día, puesto que ¿por qué habría que considerar que la rueda es impropia de un hombre?

En la Antigüedad, guerreros y reyes habían montado carros de guerra a través de los campos de batalla y habían cruzado el Tíber con carros tirados por caballos con prisioneros bárbaros a remolque. Es evidente que dichos carros tenían ruedas. Pero, a medida que la caballería fue ganando importancia militar y estratégica, el carro (y con él, la rueda) cayó en desgracia. Permitir que uno fuera arrastrado sobre un vehículo con ruedas ya no era compatible con ninguna forma de caballerosidad masculina. Este es el quid del dilema que afronta Lanzarote y lo que hace que la oferta del enano sea tan perversa.32

La intención del poema es demostrar cuán bajo es capaz de caer el noble Lanzarote en nombre de la reina Ginebra y el amor. Tan bajo como sea necesario, según parece, pues al final se sube al carro. De esta forma, las ruedas empiezan a rodar hacia el trágico final de su historia.

Pero volvamos a Bernard Sadow y a su innovador invento, la maleta con ruedas. En una de las pocas entrevistas que dio el inventor, expuso lo difícil que fue que cualquier cadena de grandes almacenes estadounidenses le comprara la idea.

«En ese momento, imperaba un espíritu masculino. Los hombres solían llevar el equipaje a sus mujeres. Era… lo más natural, supongo».

En otras palabras, la resistencia del mercado a la que se enfrentaba la maleta era una cuestión de género. Este pequeño factor es algo que los economistas, quienes llevan mucho tiempo reflexionando sobre por qué hemos tardado tanto en poner ruedas a las maletas, han pasado por alto.

No fuimos capaces de apreciar la genialidad de una maleta con ruedas porque no se ajustaba a nuestra visión imperante sobre la masculinidad. En retrospectiva, esto nos puede parecer rocambolesco. ¿Cómo pudo esta noción tan arbitraria de que «un hombre de verdad carga con su maleta» demostrar ser lo suficientemente sólida para obstaculizar lo que ahora percibimos como una innovación de una lógica aplastante? ¿Cómo pudo la visión predominante de la masculinidad ser más obstinada que el deseo del mercado de hacer dinero? ¿Y cómo pudo la sola idea de que los hombres deben cargar con los bultos pesados evitar que viéramos el potencial de un producto que llegaría a transformar una industria global?

Estas preguntas constituyen la esencia de este libro. Porque resulta que el mundo está lleno de personas que preferirían morir antes que liberarse de ciertas nociones sobre la masculinidad. Doctrinas como «los hombres de verdad no comen verdura», «los hombres de verdad no van al médico por minucias» y «los hombres de verdad no tienen relaciones sexuales con condón» matan de forma literal a hombres de verdad, de carne y hueso, cada día. Las ideas que tiene nuestra sociedad sobre la masculinidad son algunas de las nociones más rígidas que tenemos y nuestra cultura suele valorar la preservación de ciertos conceptos de la masculinidad por encima de la propia muerte. En este contexto, tales ideas son sin duda lo bastante poderosas como para impedir la innovación tecnológica durante cinco milenios. Pero no estamos acostumbrados a reflexionar sobre la relación entre el género y la innovación de esta forma.

En un anuncio de una maleta con ruedas de 1972, una mujer con una minifalda y tacones altos tiene problemas para arrastrar una maleta grande y pálida. La mujer aparece en blanco y negro, simbolizando el pasado. El futuro, por otra parte, pasa pavoneándose justo por delante, en forma de otra mujer que lleva un traje marrón andrógino y un pañuelo en el cuello a modo de corbata. Esta mujer (la viva imagen de la modernidad) lleva una maleta con ruedas. Avanza sonriendo y con la mirada levantada hacia la libertad.

La maleta con ruedas solo empezó a tener éxito cuando la sociedad cambió. En la década de 1980, más mujeres empezaron a viajar solas, sin un hombre que cargara con su equipaje, o del que se esperara que cargara con el equipaje, o que corriera el riesgo de que se pusiera en duda su masculinidad si no lo hacía.33 La maleta con ruedas trajo consigo el sueño de una mayor movilidad para las mujeres: una sociedad en la que era tan normal como aceptado que las mujeres pudieran viajar sin un acompañante masculino.

En la película de Hollywood de 1984, Tras el corazón verde, protagonizada por Michael Douglas y Kathleen Turner, el personaje de Turner se lleva una maleta con ruedas a la jungla. La maleta es del mismo tipo que inventó Bernard Sadow: las ruedas están situadas en el lado largo y ella la arrastra mediante una correa. Se le vuelca una vez tras otra entre la densa vegetación tropical, para exasperación eterna de Michael Douglas. Este, por su parte, trata de salvarlos de los malos mientras se cuelga de lianas y busca una esmeralda gigantesca y legendaria. En este contexto, la maleta de Kathleen Turner es un elemento cómico que no deja de tumbarse.

Sin embargo, era un problema real de las maletas que se basaban en el modelo original de Bernard Sadow. Como las ruedas estaban instaladas en el lado largo y no en el corto, las primeras maletas con ruedas no eran demasiado estables. Tenías que tirar de ella con cuidado y lentitud mediante una correa de piel, a poder ser sobre una superficie lisa.

 

A principios de la década de 1980, la compañía danesa Cavalet ya se había dado cuenta de que podía evitarse este problema colocando las ruedas en el lado más corto.34 Pero como Samsonite, el gigante de la industria, decidió mantener la posición original de las ruedas, este modelo fue el estándar hasta 1987. Fue entonces cuando el piloto estadounidense Robert Plath creó el equipaje de cabina moderno.35 Giró la maleta de Sadow por un lado y la hizo más pequeña. Y a partir de ahí, sí, la rueda finalmente revolucionó la industria del equipaje.

El nuevo producto pronto se convirtió en el último grito. Al principio iba destinado al personal de cabina de las aerolíneas, quienes empezaron a arrastrar sus maletas con ruedas por los suelos lisos de las terminales con sus uniformes elegantes mientras los pasajeros las contemplaban boquiabiertos. Ellos también querían una.

Pronto, todas las compañías de equipajes tuvieron que seguir su ejemplo y la maleta pasó de ser algo que se llevaba del asa a algo que se arrastraba detrás de ti. Esto, a su vez, empezó a influir en el diseño de los aviones y de los aeropuertos. De pronto, gran parte de la industria tuvo que reconstruirse y repensarse. El mercado entero cambió.

La maleta de cabina de Robert Plath se convirtió en un elemento característico del arsenal del hombre de negocios moderno, junto con el discreto deslizar de las ruedas sobre los suelos anónimos de los aeropuertos en zonas horarias lejanas. Se convirtió en un símbolo de la globalización. Los hombres de hoy en día no parecen sentirse amenazados por un juego de ruedas de tres centímetros, pero no hace demasiado, en la década de 1970, sí lo hacían.

No fue hasta que no llegamos a la Luna y volvimos que estuvimos listos para desafiar nuestras nociones de masculinidad lo suficiente como para empezar a colocar ruedas en las maletas. Los grandes almacenes y los encargados de compras que al principio se habían negado a invertir en el producto se dieron cuenta de que los roles de género estaban cambiando: la mujer moderna quería ser capaz de viajar sola y el hombre ya no tenía esa necesidad de demostrar su valía a través de la pura fuerza física.

La propia capacidad de tener estos pensamientos fue el ingrediente que faltaba y que era necesario para hacer realidad la maleta de ruedas. Tenías que ser capaz de concebir que los consumidores masculinos priorizarían la comodidad por encima de su impulso de cargar con los bultos. Y tenías que ser capaz de concebir que las mujeres viajarían solas. Solo entonces podías ver lo que llegaría a ser la maleta con ruedas: una innovación totalmente lógica.

No es difícil entender por qué las tripulaciones de los aviones se convirtieron en las precursoras reales de la maleta con ruedas. Fueron las primeras en adoptar el producto a larga escala y se convirtieron en anuncios de carne y hueso cuando se paseaban por los suelos de los aeropuertos. Eso sin contar que en su mayoría eran mujeres que (seguro que lo has adivinado) viajaban solas. La maleta con ruedas vivió su avance más importante cuando el número de azafatas aumentó.

En resumen, la maleta empezó a rodar cuando cambiamos nuestra perspectiva sobre el género: que los hombres deben cargar con el peso y que la movilidad de las mujeres tiene que ser limitada. El género resuelve el misterio de por qué tardamos cinco mil años en ponerle ruedas a nuestro equipaje.

Quizás esta respuesta resulte sorprendente. Al fin y al cabo, no nos imaginamos que lo «delicado» (las nociones de feminidad y masculinidad) sea capaz de impedir el avance de lo «robusto» (el avance constante tecnológico).

Sin embargo, esto fue justo lo que ocurrió con la maleta. Y si pudo ocurrir con la maleta, entonces, nuestras nociones sobre el género deben de ser en realidad muy sólidas.

2
En el que arrancamos el coche sin rompernos la mandíbula

La mujer escribió que se llevaba a los niños a ver a su madre. Pero no dijo cómo. Su marido asumió que habrían ido en tren. Esto ocurría el agosto de 1888 y las vacaciones de verano acababan de empezar en el Gran Ducado de Baden, un estado sudoccidental del Imperio germánico, que se había unificado hacía relativamente poco.1

Esa mañana, Bertha Benz maniobró con cuidado el carruaje sin caballos para sacarlo de la fábrica en la que su marido lo había construido.2 Sus dos hijos adolescentes, Eugen y Richard, la ayudaron. El día despuntaba y no querían despertar a nadie, aún menos a su padre, Karl Benz. Solo cuando estuvieron a una distancia suficiente de la casa encendieron el motor, antes de turnarse para conducir y recorrer los noventa kilómetros que los separaban de Pforzheim, un pueblo situado en un extremo de la Selva Negra. Nadie había realizado un viaje como este antes, razón por la que Bertha tuvo que robar el vehículo.

Karl Benz había sido categórico con que su invención se denominara «carruaje sin caballos». Durante años, el vehículo había sido la sensación local de Mannheim, la ciudad pulcra y cuidada que era el hogar de la familia Benz. La primera vez que Karl Benz había conducido su carruaje sin caballos delante de un público invitado para la ocasión, estaba tan entusiasmado con su invención que la condujo derecha a la pared del jardín. Tanto él como Bertha, que estaba sentada a su lado, salieron disparados de cabeza cuando los ladrillos hicieron picadillo la rueda frontal de ese carruaje de tres ruedas. No se pudo hacer otra cosa que llevar los trozos de metal a la fábrica y volver a empezar.

Deberíamos tener presente que Bertha había invertido casi la totalidad de su capital en esta invención. Primero invirtió toda su dote en la empresa. Luego, convenció a sus padres para que le dieran un anticipo de la herencia. Los 4244 gulden que recibió y destinó al negocio de su marido habrían sido suficientes para comprarles una casa de lujo en Mannheim. Sin embargo, Bertha Benz lo gastó todo en el sueño de un motor de cuatro tiempos capaz de propulsar un carruaje sin caballos. Tras años de pruebas, el primer automóvil del mundo funcionaba.3 Llegaba a una velocidad de dieciséis kilómetros por hora y tenía un motor de cuatro tiempos de gasolina y un solo cilindro. El Benz Patent-Motorwagen, como se llamaba el vehículo, tenía 0,75 caballos de potencia, pero lo más importante era que funcionaba.

Al principio, Karl Benz había probado su carruaje sin caballos de tres ruedas por la noche, para no causar ningún revuelo. Al ver el coche, los niños solían ponerse a gritar, los ancianos se dejaban caer de rodillas y hacían la señal de la cruz, mientras que los trabajadores de las carreteras daban media vuelta y salían corriendo, dejando las herramientas desperdigadas a sus espaldas. Los más supersticiosos creían que el mismísimo demonio había llegado en un carruaje que gruñía sobre tres ruedas infernales, tirado por una fuerza invisible. Y lo más importante: el mercado dudaba de su utilidad. ¿Para qué servía esa máquina?

Para empeorar las cosas, Karl Benz, cuyo nombre pasaría un día a la historia como parte de Mercedes-Benz, en realidad no era un buen hombre de negocios.4 Aunque había comenzado a vender su vehículo a principios de 1888 (unos dos años después de que le aprobaran las patentes), el carruaje sin caballos había demostrado ser más popular en Francia que en Alemania. En su tierra natal, Benz se había enfrascado en largas discusiones con las autoridades locales y la policía sobre la velocidad a la que se le permitiría moverse. ¿Debía permitírsele siquiera circular dentro de los límites de la ciudad? Al final, los reguladores transigieron, y por fin, la invención de Karl Benz causó revuelo en un espectáculo casi futurista en la feria de la tecnología del Imperio germano en Múnich.

Karl Benz por fin recibió la atención que merecía y ganó su medalla. Pero ¿cuál era su concepto comercial, en el fondo? Aunque casi nadie dudaba de que la máquina que había construido Benz iba a encontrar muchos usos, el carruaje en sí mismo los convencía menos. ¿Qué utilidad tenía? Esta fue la razón por la que Bertha Benz se levantó a las cinco de la mañana del 5 de agosto de 1888.

Pforzheim, donde vivía la madre de Bertha, estaba situado a noventa kilómetros de Mannheim. Bertha y sus hijos idearon un plan para conducir hasta allí sin que Karl lo supiera (por diversión, sí, pero también para demostrar que su invención no solo era una nueva máquina, sino un nuevo medio de transporte).

El trayecto hasta Pforzheim (donde llegaron, triunfantes, unas quince horas después, solo para descubrir que la abuela no estaba) estuvo lleno de incidentes. Bertha ya había previsto que el carruaje sin caballos se averiaría más de una vez y, en este sentido, no salió defraudada.

Lo primero que sucedió fue una obstrucción en el tubo del combustible y, para desatascarlo, Bertha usó uno de los alfileres de su sombrero. Más adelante, tuvieron que aislar un cable de encendido que había quedado expuesto, para lo que vino muy bien una de las ligas que llevaba. Bertha, Eugen y Richard se turnaron para conducir, pero siempre que se acercaban a una colina, los muchachos tenían que bajar y empujar: el motor no se llevaba bien con las pendientes. Bertha se sentaba en el asiento del conductor y pedía a los vecinos que les echaran una mano. Si las cuestas eran arduas, las pendientes eran, directamente, espeluznantes: el coche de trescientos sesenta kilos frenaba solo de milagro, usando una palanca a la derecha del asiento. Nadie había conducido un carruaje sin caballos a una distancia tan larga, ni tampoco cruzando tantas colinas, y los bloques de frenado del Benz Patent-Motorwagen 3 pronto se gastaron. Cuando se detuvieron en la aldea de Bauschlott, Bertha pidió a un zapatero que los recubriera con cuero.

Y así, ella y sus hijos inventaron las primeras guarniciones de freno del mundo.

El agua supuso un problema constante. El motor necesitaba refrigerarse de forma regular para evitar que explotara. Bertha y sus acompañantes sacaron agua de donde pudieron: tabernas, ríos y (en un caso extremo) de la acequia junto a la que pasaron. En el pueblo de Wiesloch, al sur de Heidelberg, se detuvieron para comprar Ligroin, una fracción de petróleo usada habitualmente como disolvente de laboratorio, para reabastecerse de combustible. El farmacéutico local, Willi Ockel, les vendió la botella sin saber que, al hacerlo, se había convertido en la primera gasolinera del mundo.

Cuando Bertha Benz llegó a Pforzheim por la tarde, le mandó un telegrama a Karl. Su marido no estaba enfadado, solo asombrado, y cuando Bertha y sus hijos volvieron a Mann­heim al día siguiente, Karl decidió dotar de una marcha menor al carruaje sin caballos para afrontar mejor las colinas de la Selva Negra. Y el resto del mundo, claro. A finales de año, un modelo actualizado del Benz Patent-Motorwagen 3 se producía de forma comercial y, hacia 1900, Karl Benz era el mayor fabricante de coches del mundo.

Fue una mujer quien emprendió el primer trayecto de larga distancia en coche del mundo. Sin embargo, el mundo pronto llegó a la conclusión de que las mujeres conducían peor que los hombres. Una mujer no era una criatura que uno pudiera dejar sola y desamparada en un vehículo motorizado. No: era un ser frágil, creado por Dios para que se atara corsés y se moviera por el mundo ataviada con quince kilos de enaguas, sombreros de ala ancha y guantes largos. La ciencia afirmaba que era débil, tímida, que se asustaba con facilidad y que cualquier estimulación de su cerebro podría tener un efecto adverso en su útero. Ninguna de estas ideas sobre la idoneidad de las mujeres para conducir eran en absoluto nuevas.

En su día, el Imperio romano había tratado de solucionar los problemas de tráfico de Roma prohibiendo a las mujeres que fueran en carruaje. Moverse por las calles de Roma no era tarea sencilla: las callejuelas estrechas serpenteaban tejiendo un intrincado entramado de callejones y además uno tenía que lidiar con un enjambre de vendedores de ajo, mercaderes de plumas y productores de aceite de oliva. En muchos puntos de la ciudad solo podía pasar un carro a la vez, de modo que se mandaba a los esclavos para que se adelantaran y detuvieran cualquier vehículo que se aproximara, como si fuesen semáforos con patas, de carne y hueso y de propiedad privada.5

 

Roma estaba en guerra con Cartago en esa época y eso había conducido a una prohibición de diversas formas de consumo de lujo cuya motivación era política: nadie quería irse a África a morir mientras veía cómo la clase alta disfrutaba de todo tipo de lujos. Así que el objetivo fue limpiar las calles de Roma de cualquier cosa que la población local pudiera considerar una preocupación y, por consiguiente, hacer mella en el espíritu de lucha. ¿Y había algo que fuera más decadente que una mujer sobre ruedas? Se promulgó una prohibición de los carruajes de mujeres, que hizo enfurecer de sobremanera a las ricas matronas de Roma. Pero más aún, el poeta Ovidio afirmó que, hasta que no se revocó la prohibición, las mujeres llegaron incluso a abortar los fetos de sus vientres como forma de protesta.

A principios del siglo xx, el problema no era tanto la decadencia que comportaba una mujer sobre ruedas, sino la idea de que simplemente no estaban capacitadas. Una mujer era demasiado inestable a nivel emocional, débil a nivel físico e inferior a nivel intelectual como para ocupar el asiento del conductor, según se creía. Era el mismo argumento que se usaba contra ella cuando se abordaba su derecho a votar y su derecho a recibir estudios superiores, dos otras cosas a las que las mujeres estaban intentando acceder durante esa época. Las mujeres se subían a los coches en unos años en los que su papel en la vida pública se estaba discutiendo como nunca antes. Y todos esos debates sobre quiénes eran y de qué eran capaces se abrieron camino poco a poco y fundamentaron el desarrollo tecnológico.6

En ese tiempo, los coches se hacían por encargo para el consumidor. Podías pedir lo que quisieras y el coche se construía a tu medida. La mayoría de los fabricantes de coches no tenían tiempo de invertir grandes cantidades de energía mental para pensar en el mercado en su totalidad, así que improvisaban.

La gente de la época usaba un amplio abanico de medios de transporte de una forma un tanto arbitraria, desde las dos piernas hasta caballos, burros, trenes, tranvías e incluso coches. Y los propios coches podían funcionar de muchas formas distintas: con gasolina, electricidad o vapor. A principios de siglo, un tercio de la totalidad de los coches de Europa eran eléctricos. Y en los Estados Unidos incluso más.

Sería fácil imaginar a los fabricantes de coches de gasolina y de coches eléctricos de la época discutiendo sin parar sobre qué tecnología era la mejor. Sin embargo, en los primeros años del automóvil, lo que los fabricantes querían promocionar en realidad era la superioridad de su producto en comparación con los caballos y los carros. Lo cual era lógico, puesto que el mercado del transporte tirado por caballos era el que querían invadir.

Los coches de la época que funcionaban con gasolina (los sucesores del Benz Patent-Motorwagen 3 que Bertha Benz había conducido hasta Pforzheim) eran bastante poco fiables. Difíciles de arrancar y muy ruidosos, no eran tanto un vehículo, sino más un estilo de vida en una máquina de pistones a presión que salpicaba gasolina por doquier. Eran máquinas viriles para viajar a toda velocidad, coches que podían llevarte lejos de casa y (si Dios quería) devolverte. Era el coche del aventurero, y la aventura, como ya sabemos, es para los hombres. No para las mujeres.

Como consecuencia, pronto surgió la idea de que el coche eléctrico era más «femenino».7 Se lo percibía como el sucesor más natural de la calesa tirada por caballos, mucho más que al coche de gasolina, un vehículo que simplemente te llevaba adonde quisieras ir. El coche de gasolina, en cambio, en muchos sentidos no era tanto un medio de transporte sino más bien un deporte para los temerarios jóvenes (varones) a los que les gustaba fardar de dinero. El columnista automovilístico estadounidense Carl H. Claudy escribió: «¿Ha habido alguna vez una invención que ofrezca una comodidad más absoluta a la mitad femenina de la humanidad que el carruaje eléctrico?».8 ¿Acaso no era práctico para una mujer poder ahorrarse el lavado de crines, cascos y colas que comportaba una calesa tirada por caballos? Así, solo tenía que pedir un coche a la cochera. Ni que decir tiene que esto solo se aplicaba a las mujeres más acaudaladas.

Por otro lado, el coche de gasolina necesitaba que se le diera a la manivela solo para arrancarlo. Se trataba de una operación sudorosa y a menudo también peligrosa. Primero tenías que colocarte junto al motor y tirar de un cablecito que sobresalía del radiador, luego agarrar la manivela y dar unos cuantos tirones hacia arriba, entonces ir al asiento del conductor, arrancar el motor, volver junto al motor, sujetar la manivela en la posición correcta y, finalmente, darle unas cuantas vueltas decisivas para arrancarlo.

En contraposición, los coches eléctricos podían encenderse desde el asiento del conductor. Además, eran silenciosos y fáciles de mantener. El primer coche que llegó a superar los cien kilómetros por hora era, de hecho, eléctrico.9 Con el tiempo, sin embargo, los coches de gasolina los adelantaron y los eléctricos se convirtieron en la opción más lenta y fiable.

«Los eléctricos […] seducirán a cualquiera que esté interesado en un vehículo completamente silencioso, inodoro, limpio y elegante que siempre está listo», reza un anuncio escrito de 1903.10 La imagen que lo acompaña muestra a dos mujeres con sombrero, guantes y sonrisas de oreja a oreja. Una mujer conduce mientras la otra se sienta a su lado alegremente. Las curvas del coche eléctrico eran delicadas.

Un anuncio de 1909 muestra un enfoque similar y anima al consumidor varón a comprar un coche eléctrico para «Su futura esposa o su esposa desde hace varias primaveras».11 El mensaje: este es el coche para las personas que valoran la comodidad. Sin gasolina, sin aceite, sin manivela, sin riesgo de explosión ni de que el vestido se te incendie. Ven y cómpralo sin preocupaciones.

En Taking the Wheel, la historiadora Virginia Scharff cita a comentaristas estadounidenses de la época que sostenían que: «No debería concederse el permiso de conducir a nadie que tenga menos de dieciocho años […] y en ningún caso a una mujer, a menos que, tal vez, sea un coche propulsado por electricidad».12 Alrededor de 1900, los coches eléctricos aceleraban más rápido y estaban equipados con unos frenos más seguros en comparación con los coches de gasolina. En muchos sentidos, eran la opción ideal para moverse por la ciudad, pero, debido al problema de las baterías, no podían ir demasiado lejos. La batería necesitaba cargarse aproximadamente cada sesenta kilómetros, y los coches presentaban dificultades en las carreteras en mal estado que había fuera de las grandes ciudades. Sin embargo, estas características solo parecían convertirlo en el vehículo más adecuado para las mujeres a ojos del mercado: al fin y al cabo, las mujeres no necesitaban ir demasiado lejos. De hecho, era casi mejor si no podían.

¿Por qué iba a necesitar una mujer un coche? Más allá de para visitar a sus amigas, ir a comprar o a dar una vuelta con los niños, claro. El coche para mujer era un vehículo distinto al coche para hombre. ¿Era un coche, siquiera? ¿Tal vez podía verse más como un cochecito, que permitía a la mujer a meterse dentro junto con los niños? De hecho, un columnista automovilístico escribió: «De ninguna otra forma le puede dar tanto el aire a un niño en tan poco tiempo como mediante el uso del automóvil […]. No sería incorrecto denominar al eléctrico como el cochecito para bebé moderno».13 En esa época, el coche era percibido como un medio de transporte «limpio»: a diferencia de los caballos, no dejaba la calle llena de excrementos.

Ya funcionaran con electricidad o gasolina, las primeras generaciones de coche eran muy caras. Henry Ford fue el estadounidense que lo cambió todo. En 1908, creó su Model T, que funcionaba con gasolina y pretendía dar acceso al mundo del automóvil a los estadounidenses de a pie. El Model T costaba ochocientos cincuenta dólares cuando salía de la línea de producción en Detroit, Míchigan, y pretendía ser un vehículo para todo el mundo. El propio concepto de negocio de Ford era crear un coche que fuera tan económico que incluso los trabajadores que lo fabricaban pudieran conducirlo. El ahora legendario Model T llegó a conocerse como el coche «que ponía el mundo sobre ruedas». La única pregunta es: ¿de quién era ese mundo, en realidad?