Aurelio Arturo y la poesía colombiana del siglo XX

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El espacio imaginado

Gaston Bachelard propone en su Poétique de l’espace (1957) una comprensión alternativa del espacio vivido. Partiendo ya no de la experiencia corporal, sino de la imaginación poética, Bachelard expone la manera en que ciertos espacios son imaginados por el ser humano y cómo las imágenes del espacio resultantes y consignadas en las obras literarias no se corresponden con los datos positivos de la existencia concreta ni con los de la representación propia de la geometría euclidiana. “El espacio captado por la imaginación –dice Bachelard– no puede seguir siendo el espacio indiferente abandonado a la medida y a la reflexión del geómetra. Es un espacio vivido. Y es vivido, no en su positividad, sino con todas las parcialidades de la imaginación” (Bachelard, 1974 [1957]: 17).53 Dichas parcialidades se manifiestan, por ejemplo, como referencia a una casa que resiste con cualidades humanas a un tiempo inclemente, o como mención de un nido perfecto que supera en confección toda técnica humana o, en fin, como descripción de una concha donde acontecen renacimientos (cf. Bachelard, 1974: 56-58, 93, 115). Los valores con que, sin ninguna base objetiva, la imaginación dota sus productos proceden de un fondo psíquico inconsciente que preexiste a toda percepción o recuerdo y que se activa (se ilumina, se pone a resonar) mediante la ensoñación (rêverie).

Este fondo –llamado en la Poétique de l’espace el dominio de lo “immémorial” o de la “primitivité” (cf. Bachelard, 1974: 25 y 45)– es lo que la psicología junguiana describe mediante los conceptos de arquetipo e inconsciente colectivo. Acudiendo en una obra anterior a una definición de Robert Desoille,54 Bachelard entiende para sí el arquetipo como aquello que resume “la experiencia ancestral del hombre ante una situación típica [...]” (1992 [1948]: 211)55 e ilustra su comprensión con el ejemplo del laberinto, una imagen a cuyos valores afectivos subyacería la situación típica de estar perdido. De modo semejante ocurre con los “valores de sueño [valeurs de songe]” (Bachelard, 1974: 34) de las imágenes de la casa, el nido y la concha: en ellas repercute una situación típica, una experiencia arquetípica determinada. De acuerdo con el campo de examen de la Poétique, se trata de la experiencia arquetípica del espacio feliz, esto es, del habitar gozoso en un espacio de intimidad.

Según Bachelard, dado que el objeto son las imágenes del espacio feliz, el estudio podría recibir el nombre de “topofilia” (topophilie). El estudio como tal, sin embargo, es un tipo especial de método fenomenológico que Bachelard denomina “fenomenología de la imaginación poética” (phénoménologie de l’imagination poétique) y que define como “un estudio del fenómeno de la imagen poética cuando la imagen emerge en la conciencia como un producto directo del corazón, del alma, del ser del hombre captado en su actualidad” (1974: 2).56 El “producto directo de corazón” hace referencia a la emanación autónoma de la subjetividad sin dependencia de la percepción –la imagen no como un objeto ni mucho menos como su sustituto, sino como una “realidad específica [réalité spécifique]” (Bachelard, 1974: 3)–; la “actualidad”, por su parte, alude a la independencia de la imagen respecto del pasado de los recuerdos biográficos o de los complejos psicoanalíticos.

Por su dedicación a la imaginación poética, el método bachelardiano no se identifica con la fenomenología de vertiente husserliana (cf. Durand, 1964: 72), más allá de que el principio fenomenológico clásico de tomar en consideración todos los aspectos con que el objeto se aparece a la conciencia no es ajeno a la Poétique de l’espace (cf. Therrien, 1970: 322). La fenomenología de la imaginación poética, ahora bien, no constituye “una descripción de fenómenos exteriores sino, sobre todo, una toma de conciencia de fenómenos psicológicos” (Therrien, 1970: 327).57 En la Poétique de l’espace estos fenómenos son ciertas imágenes del espacio con todas las arbitrariedades de la imaginación. De ahí que en el presente estudio se opte por hablar, a propósito del espacio bachelardiano, de espacio imaginado y no de espacio vivido. Ciertamente, habría razones para acuñar este último adjetivo en relación con la poética espacial delineada por Bachelard –él mismo, por ejemplo, se sirve varias veces de esta expresión (cf. Bachelard, 1974: 160, 183) y, además, su delimitación respecto de la representación euclidiana es tan enfática como la que se traza en la propuesta fenomenológica descrita en el apartado anterior–; pero, ya desde su misma concepción metodológica, la topofilia desestima la experiencia sensorial para concentrarse en la imaginación. Por espacio imaginado se entenderá, pues, el espacio representado por las imágenes que, sobre un trasfondo arquetípico, produce la imaginación autónoma.

El espacio metafórico

Además de atender a una serie de espacios que la subjetividad poética imagina y que para la representación cotidiana también cuentan como espacios –una casa, un cajón, un cofre, un armario, un nido, una concha, un rincón, entre otros–, Bachelard explora la manera en que estos espacios imaginados modelan la comprensión de la propia intimidad, la cual, ciertamente, no es una realidad espacial.

En la Poétique de l’espace, intimidad designa, en efecto, el universo psíquico del individuo con todos los recuerdos, emociones, percepciones y fantasías procedentes tanto de la vida consciente como de substratos inconscientes personales y colectivos. Bachelard habla en este sentido de “vida íntima” (vie intime) o de “nuestro ser íntimo [notre être intime]” (1974: 18, 27, 176). Pero intimidad designa también el carácter interior de los espacios cerrados que se tematizan en el estudio: los “espacios de intimidad [espaces de l’intimité]” (1974: 20). Hay, entonces, una intimidad del sujeto y una intimidad del espacio. Ahora bien, Bachelard considera que con las imágenes de los espacios de intimidad se podría estudiar –cartografiar– el mundo interior, la intimidad del sujeto. Este “estudio psicológico sistemático de los sitios de nuestra vida íntima [étude psychologique systématique des sites de notre vie intime]” recibe el nombre de “topoanálisis [topo-analyse]” (Bachelard, 1974: 27).

Desde una perspectiva topoanalítica, por ejemplo, el cofre da forma espacial al fenómeno anímico del recuerdo que quiere quedarse oculto como secreto. Si bien todas las imágenes de los espacios de intimidad se prestan para el topoanálisis, Bachelard privilegia la imagen de la casa como “instrumento de análisis del alma humana [instrument d’analyse pour l’âme humaine]” (1974: 19). Así, la imagen de una casa con desván iluminado y sótano privado de luz, para citar uno de los ejemplos que Bachelard toma de C. G. Jung, espacializa la figuración de la conciencia clara y de las oscuras emociones irracionales.

La aplicación de relaciones espaciales a contenidos que de entrada no tienen que ver con el espacio, esto es, el potencial metafórico de la representación espacial, es un fenómeno ampliamente registrado en el discurso filosófico y teórico-literario. En Sein und Zeit, por ejemplo, Heidegger llamaba la atención sobre el papel que desempeña la espacialidad de la existencia en el conocido fenómeno de la “primacía de lo espacial en la articulación de las significaciones y conceptos” (2006: 369).58 En su breve recorrido por las relaciones entre literatura y espacio, Gérard Genette, por su parte, comienza con la referencia a la espacialidad elemental del propio lenguaje, con base en la cual el juego de relaciones espaciales se muestra más apto para expresar cualquier otra relación, lo que conduce al lenguaje “a utilizar las primeras como símbolos o metáforas de las segundas, a tratar, entonces, todas las cosas en términos de espacio y, más aún, a espacializar todas las cosas” (1969: 44).59 Como tercer y último ejemplo cabría mencionar a Yuri Lotman, quien también repara en el poder metafórico de la representación espacial –influjo “de la percepción visual del mundo” y de la correspondiente asociación de los signos verbales con “objetos visibles espaciales” (Lotman, 1978: 270)– e identifica en el complejo de relaciones espaciales que dentro de una obra literaria se tejen entre ambiente, cosas y personajes –“la estructura del topos”– no solo un principio organizador, sino, sobre todo, la expresión de sentidos no espaciales (1978: 283).

El espacio, pues, se encuentra en la base de la metafórica humana. Lo que hace Bachelard con su topoanálisis no es otra cosa que explorar algunas de las configuraciones poéticas en las que, para la subjetividad en cuanto intimidad, se manifiesta la tendencia del ser humano a articular su mundo de modo espacial. Aunque Bachelard mismo no acude a la expresión “espacio metafórico”, el presente estudio la empleará cada vez que los poemas se sirvan de imágenes espaciales para representar situaciones, sucesos o acontecimientos del universo interior de la subjetividad.

 

Pertinencia para el análisis

Los espacios vivido, imaginado y metafórico intervienen en el análisis textual de los poemas arturianos de la segunda época en la forma de categorías descriptivas adicionales a la de espacio del mundo narrado acuñada por Dennerlein. Como se insinuó más arriba, el seguimiento a la representación del espacio en el nuevo grupo de poemas requiere categorías que describan fenómenos espaciales no circunscritos al modelo del contenedor. La referencia del yo lírico en “Canción de amor y soledad” al valle profundo en el que surge la propia voz, por ejemplo, no se dejará captar fácilmente con la idea de un entorno potencial de las figuras estructurado en interior y exterior, pues justamente el desvanecimiento de la separación entre dentro y fuera es lo que tematiza el poema. Se dejará captar con menos dificultades, en cambio, si se acude a la idea de una profundidad como dimensión espacial exclusiva, desvinculada de la anchura y la altura, en experiencia de la cual el sujeto descubre la coincidencia de su interioridad con la del mundo.

Tal es, ahora bien, la descripción que hace Minkowski (1988 [1933]) de una de las modalidades del espacio vivido. Y, de hecho, el concepto de espacio vivido, bien que bajo otras modalidades, goza de cierta popularidad en el análisis de textos literarios (cf. Bronfen, 1986; Hoffmann, 1978). No obstante, Dennerlein (2009) lo descarta como base teórica de su categoría analítica, para la cual elige más bien fundamentos de psicología evolutiva. Las reservas más relevantes de Dennerlein se resumen en que el espacio vivido limita de antemano la descripción narratológica a espacios que cuentan con la presencia de figuras y de un punto medio, lo cual no siempre es el caso en las obras literarias. Además, dado que la pregunta fenomenológica gira en torno a cómo un sujeto experimenta el espacio, es sobre todo esta experiencia y no el espacio mismo lo que en últimas termina describiéndose (cf. Dennerlein, 2009: 56).

Lo que estas reservas exponen como deficitario a la hora de querer operar con una herramienta analítica de aplicación general se revela de signo contrario para la segunda parte del presente estudio, es decir, se revela como una ampliación del potencial descriptivo en tanto que el corpus de poemas en cuestión gira en torno a la diferenciada experiencia espacial que el hablante lírico hace de sí mismo y del mundo. La ampliación involucra también la distinción entre lugar y espacio, de poca trascendencia para Dennerlein –quien define el lugar como un punto o sitio dentro del espacio–, pero determinante, por el contrario, para la consideración fenomenológica del espacio vivido.

Dennerlein también se distancia críticamente de la Poétique de l’espace bachelardiana. La objeción se dirige contra el enfoque “ahistórico” (unhistorisch) y el recurso a los “presupuestos del psicoanálisis [Annahmen der Psychoanalyse]” (Dennerlein, 2009: 54, n. 14). Ryan, por su parte, reprueba que se trate de “una meditación marcadamente personal sobre ciertas imágenes que ‘resuenan’ en la imaginación del autor [a highly personal meditation on certain images that ‘resonate’ in the imagination of the author]” (2014: párr. 18). Para Bachelard, una pesquisa planteada en términos de fenomenología de la imaginación poética supone del fenomenólogo la participación en el proceso mismo de la emergencia de la imagen, es decir, supone la renuncia a la distancia propia del observador objetivo en función de la entrega a los movimientos que desata en el lector el contacto con la imagen. En el desarrollo de la pesquisa, dicha renuncia se concreta en la forma de frecuentes referencias a las asociaciones y los ensueños que se despiertan en la subjetividad del fenomenólogo tan pronto como tiene lugar la cita o la descripción de una imagen particular. La declarada peculiaridad del método hace predecible, sin duda, la crítica por subjetivismo. Bachelard, sin embargo, introduce un criterio mediante el cual diferencia entre la recepción estrictamente personal de una imagen y la recepción en la que se produce el contacto con un substrato común intersubjetivo. Se trata de la distinción entre resonancia y repercusión:

Las resonancias se dispersan en los diferentes planos de nuestra vida en el mundo, la repercusión nos invita a una profundización de nuestra propia existencia. En la resonancia, entendemos el poema; en la repercusión, lo hablamos, es nuestro. La repercusión opera un viraje del ser. Parece como si el ser del poeta fuese nuestro ser. La multiplicidad de las resonancias procede entonces de la unidad de ser de la repercusión. Para decirlo de una manera más simple, tocamos ahí una experiencia bastante conocida por el lector apasionado de poemas: el poema nos toma por completo. Esta captura del ser por la poesía tiene una huella fenomenológica que no engaña (Bachelard, 1974: 6).60

La “repercusión” es el nombre con el que Bachelard designa el hecho de que un “evento singular y efímero como lo es la aparición de una imagen poética singular [événement singulier et éphémère qu’est l’apparition d’une image poétique singulière]” (1974 : 3) pueda repercutir “en otras almas [sur d’autres âmes]”, el hecho, pues, de que para ciertos casos haya algo así como una “transubjetividad de la imagen [transsubjectivité de l’image]” (1974: 3). Esta transubjetividad se funda a su turno en la teoría del inconsciente colectivo junguiano, presupuesto psicoanalítico, es cierto, pero que aspira a ofrecer un modelo de comprensión objetivo de la psiquis.

Dicho modelo, por otra parte, estipula la existencia de elementos inconscientes arcaicos a propósito de los cuales interesa precisamente destacar el carácter transhistórico. No le corresponde a la perspectiva desde la cual se emprende el presente estudio adoptar la posición del fenomenólogo bachelardiano ni por tanto catalogar para sí las imágenes que resuenan y las que repercuten. Con ello, ciertamente, no se conjuraría la crítica por subjetivismo. Sin embargo, sí resulta plausible extrapolar la distinción poético-fenomenológica entre resonancia y repercusión al comportamiento del hablante lírico arturiano y de ese modo hacer productiva para el análisis textual la ontología de la imagen y la teoría de la recepción fenomenológica. No buscar las repercusiones en el lector empírico, sino rastrear cómo el poema las marca a propósito del hablante lírico contribuirá, en efecto, a la descripción analítica de la interacción entre la subjetividad y el espacio. Mediante las imágenes espaciales de los poemas –tal es el supuesto que acompaña el análisis textual– dicho hablante lírico determinará (topoanalizará, estructurará, tonificará) su propia intimidad.

La subjetividad (II)
La subjetividad lírica

Mientras que la subjetividad dominante en la primera fase de creación de Aurelio Arturo es una subjetividad colectiva volcada programáticamente hacia el mundo exterior de las relaciones sociohistóricas y del entorno geográfico, la subjetividad que se articula en los poemas de la segunda fase se caracteriza por un decidido giro de su atención hacia el propio mundo interior. A esta instancia vuelta hacia sí misma, el discurso estético-filosófico la denomina “subjetividad lírica” (cf. Gnüg, 1983).

Se trata de la subjetividad que, de acuerdo con la estética hegeliana, acude al medio del género lírico para tematizarse a sí misma: en lo lírico, dice Hegel, “el ánimo mismo, la subjetividad como tal se convierte en el contenido propiamente dicho, de tal modo que de lo que se trata es únicamente del alma de la sensación y no del objeto más cercano” (citado por Gnüg, 1983: 42).61 El surgimiento de la subjetividad lírica así definida tiene lugar en el contexto del desarrollo de la sociedad burguesa industrial, un desarrollo que se caracteriza por la tendencia ascendente del sujeto a comprenderse a sí mismo como individuo libre en oposición al poder de las circunstancias exteriores de la naturaleza y del ordenamiento social. Para el caso específico de la producción artística, se trata del proceso paralelo “de una autonomía estética del sujeto afirmada cada vez más radicalmente y de una creciente cosificación de las relaciones sociales [...]” (Gnüg, 1983: 3).62 Lo que expresa esta subjetividad lírica en conflicto con la exterioridad es justamente su existencia interior, su interioridad. La perspectiva idealista define esta interioridad, en contraste con la inmediatez de lo particular (de lo contingente, de lo personal), como la serie de contenidos subjetivos que, en virtud de su elaboración y mediatización lingüística, abandonan el radio privado del autor empírico y de la arbitrariedad fugaz de su ánimo para adquirir en la expresión poética duración o, como dice Hegel, “validez universal [allgemeine Gültigkeit]” (citado por Gnüg, 1983: 39).

Aunque el concepto de subjetividad lírica se fragua en el contexto social y artístico de fines del siglo XVIII y comienzos del XIX, su utilidad como categoría descriptiva se extiende por lo menos hasta la poesía de la modernidad tardía, toda vez que la base dialéctica que lo sustenta, esto es, la afirmación de la autonomía estética del sujeto frente a la cosificación del mundo de la vida (su mecanización, racionalización, mercantilización), no deja de acentuarse en el siglo siguiente.

De lo anterior da testimonio Theodor W. Adorno en “Rede über Lyrik und Gesellschaft” (1957), donde se postula que, ante una “situación social que cada individuo experimenta como hostil, ajena, fría, opresiva [...]” (1974 [1957]: 52),63 la subjetividad presente en el poema rompe críticamente con la sociedad: “El yo que se hace oír en la lírica es un yo que se determina y expresa como contrapuesto al colectivo, a la objetividad [...]” (Adorno, 1974: 53).64 Adorno, quien entre otras cosas tiene en mente el hermetismo de la poesía pura, identifica el lenguaje como escenario de dicha ruptura. En la medida en que el lenguaje de la lírica se diferencia del lenguaje que sirve de vehículo para el tráfico utilitario entre los hombres y de la relación enajenante con la sociedad, salvaguarda el gesto crítico de retraimiento subjetivo sin perder el componente de objetividad necesario para toda comunicación artística. La ruptura con la sociedad y con sus formas de hablar conduce, en último término, a que tanto sujeto lírico como lenguaje “coincidan”, se “reconcilien” y en cada caso se manifiesten por fuera de la oposición entre enajenamiento resignado y silencio monadológico: “el lenguaje mismo solo habla cuando deja de hablar como algo ajeno al sujeto y lo hace en cambio como la voz propia de este” (Adorno, 1974: 57).65 En su resistencia al lenguaje enajenado, tanto lenguaje como sujeto salvaguardan, pues, su integridad.

Este componente crítico de la subjetividad lírica ha sido considerado en la recepción de la obra de Aurelio Arturo. Morada al sur, en efecto, se ha entendido como la expresión de una consciente postura crítica ante el entorno social de mediados del siglo XX. Rafael Gutiérrez Girardot, por ejemplo, delimita el contenido temático del poemario en términos de “infancia en el campo” para interpretarlo a continuación como “protesta callada” frente “a los escombros en que las clases dominantes habían convertido las sociedades independientes latinoamericanas” (1982: 524). No es tanto que Aurelio Arturo, como afirma otro crítico, haya desdeñado “las experiencias que le ofrecía la vida, su tiempo y su mundo”, sino que, según piensa Gutiérrez Girardot, protestó contra ellas al modo del “exilio interior” (Cruz Vélez, 1977: 112, citado por Gutiérrez Girardot, 1982: 525).

 

En un texto sobre Ramón López Velarde, Gutiérrez Girardot precisa que esta protesta –fenómeno continental que en la clasificación histórico-literaria adquiere el nombre de posmodernismo– constituye un desarrollo del modernismo hispanoamericano en la medida en que involucra la conciencia crítica frente a “los desafíos de la vida moderna, a la expansión del capitalismo, a la difícil transformación de las sociedades de lengua española” (Gutiérrez Girardot, 1989: 131) y en que, bastante relevante para la presente exposición, moviliza las capacidades de la renovación modernista del lenguaje para percibir y expresar “mundos interiores complejos” (1989: 132). La rememoración de la infancia en la morada al sur sería, pues, la forma específica que, en el contexto hispanoamericano, elige la subjetividad de la poesía arturiana para su repliegue lírico-crítico.

Dicha tesis tiene el mérito de determinar positivamente el momento negativo de la atención a la interioridad: las consecuencias sociales de la modernidad son el dominio exterior respecto del cual se distancia la subjetividad. En el presente estudio interesa, además, el momento positivo, esto es, el contenido de la introspección subjetiva, el cual, no lejos del planteamiento de Adorno, se encuentra vinculado de manera estrecha con la búsqueda de un lenguaje singular. Un poema como “Interludio” (1940) ilustra ejemplarmente la situación de la segunda fase: el hablante lírico escucha constantemente una voz interior, unas “palabras” (v. 13), con independencia del entorno espacial y del transcurso del tiempo, esto es, “errante por la ciudad o ante la mesa de trabajo” (v. 3) y “A través de las horas del día, de la noche” (v. 10). ¿Cuál es, ahora bien, la procedencia de esa voz interior? El siguiente apartado aborda esta pregunta.

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