Aurelio Arturo y la poesía colombiana del siglo XX

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El contexto histórico-literario (I): modernización, americanismo
La modernización en los años veinte

A propósito de la segunda mitad de la década del veinte, el sociólogo colombiano Darío Mesa dice que “Nunca ha tenido el país un desarrollo moderno más rápido que el experimentado de 1925 a 1929” (Mesa, 1957: 22, citado por Jaramillo Vélez, 1994: 52). La principal causa del cambio es el abundante ingreso de capital a las arcas del Estado colombiano –por concepto de la exportación de café, la indemnización estadounidense por la pérdida de Panamá y el acceso a crédito extranjero–, así como la correspondiente inversión en infraestructura, sobre todo en carreteras y ferrocarriles.

Dicho “desarrollo moderno”, dicha modernización, es identificable en los siguientes elementos que enumera Hubert Pöppel en su investigación sobre la poesía de los años veinte en Colombia:

industrialización, formación de un proletariado, economía de exportación, urbanización, racionalización del Estado y del aparato financiero bajo Ospina,35 así como el papel modificado de la Iglesia en lo relacionado con la ocupación de los cargos oficiales más importantes (2000: 23).

Sin embargo, al mismo tiempo Colombia sigue siendo un país profundamente premoderno, donde, por ejemplo, la Iglesia tiene el control de la educación pública, solo entre el veinte y el treinta por ciento de los colombianos sabe leer y escribir y las tres cuartas partes de la población residen en el campo. A esta mezcla de transformaciones sociales y supervivencia de viejas instituciones y tradiciones la denomina Hubert Pöppel (2000: 20) “modernización parcial”.

Con la década del veinte se asiste al nacimiento de la clase obrera propiamente dicha, así como al auge de las ideas socialistas en Colombia (cf. Urrutia, 1982: 182). Más consolidación que nacimiento, el proceso es consecuencia de la modernización parcial. El sindicalismo petrolero y bananero, así como el del sector del transporte, se perfila como el más activo y el de mayor resonancia política. En 1918 hay una huelga de los trabajadores portuarios de Santa Marta, Cartagena y Barranquilla; y un año después tiene lugar otra protesta por parte de los trabajadores ferroviarios de Cundinamarca (Melo, 1991a: 88). La táctica se repite a lo largo de la década. Tres de las más célebres huelgas son las que ocurren durante 1924 y 1927 en Barrancabermeja contra la Tropical Oil Co. y durante 1928 en Ciénaga contra la United Fruit Co., conocida, por su desenlace, como la Masacre de las Bananeras. Junto con el rasgo antiimperialista, interesa destacar el papel representativo de los sindicatos del ferrocarril y el entorno modernizador que acaparaba su mano de obra: “la expansión ferrocarrilera fue ciertamente excepcional: entre 1922 y 1934 se duplicaron los kilómetros en uso de la red ferroviaria […]” (Bejarano, 1982: 37). Es la época, además, en que se fundan los partidos inspirados en el socialismo –Partido Socialista en 1919, Confederación Nacional Obrera en 1926 (Melo, 1991a: 97)– y en que el adjetivo “bolchevique”, ora como anatema, ora como enaltecimiento, aumenta su frecuencia de aparición, incluso en los decretos (cf. Tirado Mejía, 1991: 137). Recién había tenido lugar la Revolución rusa, poco después, en 1924, ocurría la muerte de Lenin y las obras de pensadores marxistas empezaban a poblar el vecindario americano.

La simpatía de Aurelio Arturo por la modernización y por el auge de las ideas socialistas se manifiesta respectivamente en los poemas “Canto a los constructores de caminos” y “El grito de las antorchas”. A propósito del primero cabe recordar que, por la época, “en todas partes se publicaban poemas dedicados a las carreteras, a los trenes y al progreso” (Pöppel, 1994: 19);36 “El grito de las antorchas”, según se dijo más arriba, es por su parte un himno de clara inspiración leninista. A partir de estos dos poemas gana un primer perfil la subjetividad colectiva estructurante de la mediación como una subjetividad afín al cambio político y al progreso material.

Al respecto conviene mencionar dos detalles. Si bien de la obra lírica desaparecen en lo sucesivo tanto el entusiasmo socialista como el saludo a la modernización, un breve artículo de 1952 testimonia la pervivencia de la simpatía arturiana por la modernización en general y sobre todo por la del campo. Este primer detalle no es irrelevante a la luz del éxito de la hipótesis idílica en la recepción de la obra de Aurelio Arturo. El artículo se titula “Del arado al tractor” (2003 [1952]: 249-251)37 y expone sintéticamente la evolución de la agricultura en Occidente. El autor describe el paso del arado primitivo al arado por medio de animales y llama la atención sobre la revolución que significó a comienzos del siglo XIX la introducción de máquinas para poner a producir el campo, revolución que, se lamenta, no ha alcanzado plenamente las prácticas económicas del país. Los párrafos finales traslucen la actitud afirmativa ante la tecnificación de la agricultura:

Pero desgraciadamente, este progreso maravilloso, que en pocos años superó al alcanzado en los cinco mil años anteriores, no cuenta sino para unos pocos países afortunados; fuera de éstos, el paisaje sigue tranquilo e improductivo y el hombre se inclina penosamente sobre el arado egipcio, o sigue la pesada marcha de la yunta de bueyes, símbolo de la pesadez y lentitud de la faena.

Pero, naturalmente, debemos alimentar la esperanza de que este estado de cosas no durará por siglos. La esperanza que en ello pongamos no se basa en el vacío, puesto que sabemos que los instrumentos de transformación han sido ya ideados y están activos en países más afortunados que el nuestro. Y además, que ya han hecho su aparición en el paisaje colombiano, aunque de manera aislada, y no en la extensión cuantitativa que sería de desearse (Arturo, 1952: 17).

El segundo detalle concierne al poema “Canto a los constructores de caminos”. Se trata del único poema de juventud arturiano que todavía en 1951 sigue siendo publicado con consentimiento del autor. La razón de la larga vigencia radica probablemente en que en el poema se nombra un espacio que a la postre se reveló para el poeta y para su poesía menos efímero que el de la ciudad futura de la utopía. En efecto, junto con el camino construido aparece aquello contra lo cual él mismo constituye una victoria provisional: “Os canto librando la batalla contra la tierra oscura, / que a todos devorará con ansia [...]” (vv. 12-13, énfasis mío). Se trata de la tierra en calidad de recinto simbólico de la muerte, espacio donde los muertos reposan. Entendida como destino de todo mortal es en realidad solo uno de los aspectos del arquetipo de la madre tierra, el cual envuelve no solo el final, sino también el comienzo de la vida y los incluye a ambos en un ciclo más amplio y totalizante de regeneración incansable (cf. Eliade, 1970: 225). Pero esta condición arquetípica estará sobre todo presente en los poemas de la segunda fase creativa. Por ahora interesa notar que la tierra es el modo en que el narrador designa el espacio donde se trazan las huellas de la modernización, esto es, los caminos. La tierra es aquello que tiene ante sí la subjetividad modernizadora.

Ahora bien, la tierra en su connotación de devoradora de hombres resulta tanto más llamativa por cuanto que la tematización se produce en el contexto de una retórica tributaria del progreso, a partir de la cual parecería más fácil la celebración unívoca de las acciones heroicas, victoriosas por sobre la naturaleza y la historia, que el recuerdo de la provisionalidad de los héroes y de sus heroísmos. ¿De dónde, entonces, el coto a los amagos entusiastas de modernolatría? En los poemas de juventud la tierra no es solo el espacio que la subjetividad procura transformar con su acción real (“Espacio –reza una definición en los estudios culturales– es aquella extensión fuera de nosotros a través de la cual moverse a sí mismo o mover algo más significa ‘esfuerzo y trabajo’”; Böhme, 2005: XVI),38 la tierra es al mismo tiempo el objeto de una fascinación estética y de su respectivo credo poetológico, como se explica a continuación.

La tierra y el arte americanos

Con el auge de las vanguardias artísticas europeas durante la década del veinte se les plantea a los autores latinoamericanos la cuestión de la identidad cultural y de la relación con la propia tradición y el paisaje circundante. Se discute entonces intensamente sobre los opuestos nacionalismo y cosmopolitismo (cf. Schwartz, 2002: 531-ss). En el ensayo “El tamaño de mi esperanza” de 1926, por ejemplo, Borges dice que “Buenos Aires, más que una ciudá [sic], es un país y hay que encontrarle la poesía y la música, y la pintura y la religión y la metafísica que con su grandeza se avienen” (2002 [1926]: 655); “Dejaremos de ser afrancesados, dejaremos de ser aportuguesados, germanizados, cualquier cosa, para abrasileñarnos. Yo tengo el orgullo de decir que soy un brasileño abrasileñado” proclamaba un año antes Mário de Andrade (2002 [1925]: 547). Es también la época de lo que José Miguel Oviedo denomina “el gran regionalismo americano”, esto es, aquella literatura a la que pertenecen La vorágine (1924) de José Eustasio Rivera, Don Segundo Sombra (1926) de Ricardo Güiraldes y, entre otras novelas, Doña Bárbara (1929) de Rómulo Gallegos. Se trata de “una literatura –dice Oviedo– que tiene el sabor propio y el perfil peculiar de la región o cultura de la cual surge y a la cual interpreta: la selva, la pampa, el llano, el Ande, etcétera. Su conflicto básico es el del hombre en pugna con un medio físico indómito y fascinante [...]” (2001: 226).

 

A tono con este ambiente, Aurelio Arturo concede en 1929 una entrevista para la sección “El ideario de la nueva generación” del Suplemento Literario Ilustrado de El Espectador. Como su nombre lo indica, la sección recogía las opiniones que las jóvenes figuras del panorama intelectual colombiano tenían sobre temas de actualidad cultural y política. Aurelio Arturo ofrece una opinión sobre las vanguardias europeas y fija a continuación su posición en el debate sobre las identidades nacionales y artísticas, por aquel entonces, como se dijo, en otro de sus cíclicos auges:

Las nuevas generaciones europeas que fueron a la guerra sin conocer la vida, trajeron de las trincheras un estremecimiento cuasi enfermizo, un sentido y una concepción épicos de la vida que palpita en el arte de la época. Cada escuela tenía algo de barricada, de trinchera lírica, a cuyo nutrido tiroteo huyeron en desbandada las momias venerables cuyo numen se agitara bajo los cielos de paz. El surrealismo alemán, el cubismo francés, el futurismo italiano, el creacionismo de Vicente Huidobro... aquello fue la multiplicación de los panes.

Este fenómeno, si es que fenómeno puede llamarse antes que producto lógico de una penosa experiencia, nos ha hecho presente la existencia de un espíritu americano, de un principio de conciencia continental, casi imperceptible todavía, pero suficiente para hacernos meditar antes de lanzarnos casi automáticamente a la imitación de los productos literarios de ultramar [...]. Concluyo, pues, creyendo en la posibilidad y florecimiento de un arte genuinamente americano sustentado en la tierra [...]. Somos tropicales y nuestra heredad es la faja donde la naturaleza se muestra más lujosa y espléndida, agobiada de savias y símbolos, calcinada por soles restallantes, ampollada de montañas aspérrimas [...]. Debemos, pues, reivindicar nuestro título de tropicales y deslindarlo del concepto de verbalismo que se le ha asimilado (González, 1929, citado por Cabarcas, 2003d: 80-81).

Como contrapeso a la imitación irreflexiva de la literatura europea, Aurelio Arturo trae a cuento el conocido tema del trópico como naturaleza exuberante. Versiones del motivo se encontrarán después, por ejemplo, en el escritor colombiano Eduardo Caballero Calderón (1910-1993) cuando en un ensayo sobre la predominancia de la naturaleza americana por sobre la historia hable de cómo el europeo no encuentra en América un paisaje avasallado sino “un paisaje abrumador que ha devorado al hombre” (1943: 189-190); o cuando Alejo Carpentier (1904-1980) diga en la fundamentación de su idea del barroco latinoamericano que el “nuevo mundo” es barroco, entre otras razones, “por el enrevesamiento y la complejidad de su naturaleza y su vegetación, por la policromía de cuanto nos circunda, por la pulsión telúrica de los fenómenos a que estamos todavía sometidos” (2003 [1975]: 84).

Aurelio Arturo acude en su declaración a un énfasis retórico ajeno a su lírica: en sus poemas el sol no restalla ni calcina sino que “bendice” (“Ésta es la tierra”, v. 50), mientras que a las montañas, antes que como a ampollas aspérrimas, se las ve serenamente “azules” (“Canciones”, v. 9), “embellecidas de distancia” (“Paisaje”, v. 19). Pero justamente contra el peligro de la retórica tropicalista advierte el joven poeta cuando cierra la misma declaración con el llamado no solo a reivindicar el “título de tropicales”, sino también a “deslindarlo del concepto de verbalismo que se le ha asimilado”.

Este verbalismo, en el sentido de verbosidad y pompa, se había asociado a la poesía tropical a través de los poemas posmodernistas del escritor peruano José Santos Chocano (1875-1934), uno de los autores extranjeros más difundidos en las revistas colombianas de los veinte (Pöppel, 1995: 95). Su exuberancia es denunciada por José Carlos Mariátegui como falso americanismo y signo de pertenencia a la literatura colonial; atribuir autoctonía en virtud de la exuberancia, dice Mariátegui, obedece a una lógica “falsa” que desconoce el hecho de que la grandilocuencia le viene a Chocano de la literatura española y no del arte indio, el cual es “fundamentalmente sobrio” (2007 [1928]: 225-226).

Recién Pedro Henríquez Ureña había tratado la cuestión de “la expresión americana” en la conferencia “El descontento y la promesa” (1926) y en el artículo “Caminos de nuestra historia literaria” (1925). La auténtica expresión americana es en realidad una inquietud que alimenta el descontento de cada generación respecto de la anterior desde el momento en que el continente comienza a buscar su independencia, dice Henríquez Ureña. El americanismo ha ensayado varias fórmulas: la descripción de la naturaleza, la vuelta al indio, el reconocimiento del criollo, el novomundismo. La clave, sin embargo, una vez despejada la nociva ilusión del aislamiento, es “el ansia de perfección”: “no hay secreto de la expresión sino uno: trabajarla hondamente, esforzarse en hacerla pura, bajando hasta la raíz de las cosas que queremos decir; afinar, definir con ansia de perfección” (Henríquez Ureña, 1978a [1926]: 43). Y quien procure de esa manera la expresión propia difícilmente suscribirá la exuberancia –en la acepción de ignorancia, fecundidad, verbosidad o énfasis (cf. Henríquez Ureña, 1978b [1925]: 49-50)– como categoría clasificatoria de lo americano.

Cuando Aurelio Arturo aboga por un arte americano sustentado en la tierra y al mismo tiempo deslindado del verbalismo se sitúa entonces en esta línea crítica esbozada por Henríquez Ureña y Mariátegui. Adopta una militancia americanista en sintonía con “el ansia de perfección”. De ahí que su comprensión de la vanguardia europea pase también por el problema de la expresión. En la entrevista citada, en efecto, anota: “La revolución de los poetas vanguardistas no se limitó a burlarse de la tradición, de la retórica y de la gramática, burla que es justificable en muchas ocasiones, sino que persiguió en primer término la perfección del fondo y de la técnica” (González, 1929, citado por Cabarcas, 2003d: 80).

A modo de síntesis cabe decir que la tierra que la subjetividad lírica considera objeto de la acción modernizadora es también, pues, la tierra en cuanto objeto de la elaboración artística. En el presente estudio se denomina espacio telúrico al espacio exterior entendido a partir de la doble referencia modernizadora y americanista. El adjetivo designa etimológicamente la tierra según la raíz latina tellus y, si bien evoca con justeza cierta afinidad del programa estético del joven Aurelio Arturo con la militancia de las corrientes americanistas contemporáneas, no pretende situarlo dentro del telurismo propiamente dicho.39 En la medida en que dicho programa estético está proclamado más como un derrotero colectivo que como una búsqueda individual, la subjetividad lírica adquiere un contorno aún más definido por la pertenencia a un grupo. El colectivo impulsor de la modernización socialista del país es además el colectivo que aboga por un arte sustentado en la tierra.

Ahora bien, ¿cómo se sitúa la poesía de Aurelio Arturo respecto de otras manifestaciones locales del interés literario por la tierra? Para responder este interrogante, es necesario observar primero la concepción del espacio en Rafael Maya y José Eustasio Rivera, dos autores representativos de la época.

Rafael Maya y el paraje ameno (locus amoenus)

El poeta colombiano más difundido en las revistas de circulación nacional durante los años veinte es Rafael Maya (1897-1980). La dedicatoria del primer poema publicado por Aurelio Arturo en 1927, un comentario crítico de Rafael Maya en 1932 y su presencia en el jurado que le entregó a Arturo el Premio Nacional de Poesía en 1963 testimonian el vínculo editorial entre ambos autores. Maya publica en 1925 su primer libro, Mi vida en sombra, del cual el mismo autor dirá más tarde que “puede entenderse como una liturgia de la tierra” (1972: 8). Liturgia de la tierra quiere decir, para su caso, la celebración devota, y en el recurso a las formas clásicas de versificación, rigurosamente formal, del paisaje rural que conoció en la infancia payanesa.

Este paisaje guarda, según Maya, “afinidades entrañables” con el paisaje virgiliano. De ahí que en los poemas de Mi vida en sombra acuda una y otra vez al tópico virgiliano del “paraje ameno” (locus amoenus). Según informa Ernst Robert Curtius, el paraje ameno constituye, junto con la selva mixta, el paisaje ideal que Homero, Teócrito y Virgilio legan a la posteridad literaria (1993 [1954]: 200). En los dos últimos el paraje ameno es el escenario de la poesía bucólica: “[...] un fragmento de naturaleza bello y sombreado. Su composición básica consiste en un árbol (o varios), un prado y una fuente o arroyo. A ellos pueden añadirse canto de aves y flores. La versión más detallada incorpora además el soplo de viento” (Curtius, 1993 [1954]: 202).40 El Virgilio de las Bucólicas (40 a. C.) prosigue en realidad la tradición helenística del idilio campestre, el cual, en su acepción originaria, designa un subgénero épico-lírico cultivado por Teócrito (siglo III a. C.) en el que se tematiza la vida en armonía del hombre con la naturaleza mediante la figura del pastor y un paisaje idealizado.

Rafael Maya se sitúa conscientemente en esta tradición e incluye por doquier en los versos de Mi vida en sombra “campos labrados” y “floridos” (1972: 59, 48; “Vida nueva”, “Tú”), huertos amenos (21, 57; “Salutación”, “Odisea”) y jardines (18; “Volvamos al jardín”). Cuando, en cambio, se trata de cantar la naturaleza intocada, el elemento correspondiente se nombra a partir de sus cualidades bienhechoras. “La voz del agua” es un excelente ejemplo de cómo un elemento natural está retratado en la faceta que garantiza su coexistencia pacífica con el hombre (1972: 16):

Yo soy el agua azul de la montaña,

nací en un hueco del breñal salvaje

y no llevo ni espumas de coraje

ni al caminante mi cristal engaña.

No me desbordo con rugiente saña

ni a vastos mares enderezo el viaje;

sólo copio los tonos del paisaje

y sólo huertos mi corriente baña.

Y humilde y en silencio, mi destino

es ser buena y cordial; ser agua pura

a través de la hierba del camino.

[...]

La ciudad, sobre el trasfondo del interés en el idilio campestre, funciona como el opuesto ruidoso, donde la tristeza y el desengaño, a diferencia de lo que ocurre en el “campo fiel”, espantan cualquier pasión amorosa (Maya, 1972: 38; “Agreste”); le cabe, si acaso, un lugar en el espectáculo visual de una pampa lejana rodeada de sierras (1972: 24; “Clara y lenta”) o, con más distancia aún, en la memoria de un antiguo habitante con nostalgia de “herbosas calles henchidas de fragancia / colonial” (27; “Ciudad lejana”), pero es sobre todo el espacio del que conviene retirarse si lo que se busca es la “paz dichosa” (68; “La escondida senda”).

 

Este espacio idílico se perfilará en Maya cada vez más claramente como una crítica de la modernidad en cuanto que modernización industrial y política, y en cuanto que fractura de un orden clásico y de su respectiva unidad entre principios morales, estéticos y metafísicos. En un elogio de la poesía romántica de la Colombia decimonónica –“momento en que el genio colombiano se identifica con la historia nacional y con el paisaje nativo”–, Maya se lamenta de que “los progresos de industrialismo, la influencia de corrientes políticas y sociales” suelan traer “conceptos materialistas del hombre y de la cultura” y propaguen un “despiadado naturalismo” (1954: 280).

Uno de los poemas que mejor ejemplifica esta reacción conservadora se titula “Rosa mecánica” (1972: 201-216), incluido en el libro Después del silencio (1938). En él, el autor relata la desaparición de un mundo en el que personificaciones de la mecanización moderna –“Rosa Mecánica”, “Vara de Acero”, “Los Ruidos”– se autoelogian ante los representantes del mundo orgánico y perecedero. Después del estruendo apocalíptico, solo tienen voz “Tallo de Hierba” y “Escarabajo Azul”: “Artefactos y mecánicas / ¡todo acabó! / pero se sigue escuchando / mi rumor”, dice, en tono triunfalista, este último (1972: 216).

Esta crítica a la modernización supuso a su turno la descalificación de la modernidad poética. Todavía en la década del cuarenta Maya denuncia la irrupción del versolibrismo como síntoma del desorden del “espíritu humano”. Versos “bien medidos” solo serán posibles, vaticina, “cuando el espíritu humano retorne al orden [...]. La ortodoxia métrica significará la aceptación, por una vez más, de los fundamentos clásicos del espíritu y de las bases de justicia, libertad, orden y jerarquía en que han descansado siempre las sociedades” (citado por Jiménez, 1989: 22).

En la mención del “orden” y la “jerarquía”, Maya no oculta lo que Gutiérrez Girardot denomina “su fidelidad al mundo señorial” (1982: 508). Esta fidelidad, así como los poemas, las formulaciones poetológicas y la orientación política de Maya distan considerablemente de lo que ocupaba a Aurelio Arturo a finales de los años veinte. Un espacio transformado por el progreso, convertido, por ejemplo, en una “ciudad futura”, en modo alguno linda con el oasis bucólico de Maya. La sociedad señorial –la que le da al señor “una ventana” por donde mira “siempre la faena lejana” (1972: 69; “La senda escondida”)– es por su parte la antítesis de la ciudad sin cúpulas del poema arturiano a Lenin. La militancia estética americanista, finalmente, se proyecta en una dirección contraria a la de la glorificación del arte nacional decimonónico. El espacio telúrico arturiano difiere, pues, del espacio idílico presente en la obra de Rafael Maya. No obstante estas diferencias, el poema con el que Aurelio Arturo ilustra de modo más explícito dicha militancia es “Ésta es la tierra”, un poema que, como se verá, recurre a elementos idílicos.

Antes de pasar a su análisis e iluminar con él la paradoja de un idilio no señorial, conviene hacer referencia a otro espacio que en su momento también reclamaba la condición de americano y que se encuentra en las antípodas del paraje ameno: el “infierno verde” de la selva.