Aurelio Arturo y la poesía colombiana del siglo XX

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Primera parte

Introducción

Aunque la mayoría de poemas de juventud no ven dos veces luz editorial en vida de Aurelio Arturo –cuando se publican por primera vez el autor no pasa de los 23 años–, puede decirse que ellos contienen in nuce mucho de lo que configurará después la obra posterior, una de las más consagradas de la poesía colombiana del siglo XX. Me refiero, sobre todo, al interés por la percepción del espacio, por los avatares de la subjetividad y por la situación de la palabra poética en relación con el tiempo en el que surge. Cada una de las tres partes del presente libro se organiza en los siguientes cuatro momentos: la exposición de los conceptos de espacio y subjetividad, en primer y en segundo lugar; la contextualización histórica y literaria, como tercero; y, finalmente, el análisis textual de los poemas de Aurelio Arturo.

En esta primera sección, después de una descripción de las categorías de análisis que proponen Marie-Laure Ryan y Katrin Dennerlein para el análisis de la representación literaria del espacio (“El espacio del mundo narrado como categoría de análisis”) y luego de catalogar los espacios a los que, de acuerdo con dichas categorías, se hace referencia en los poemas (“El campo, la ciudad, el mar: el espacio exterior”), me ocupo de exponer la terminología en torno a las instancias narrativas de mediación (“Las instancias de mediación”) y al modelo de subjetividad que les subyace (“La subjetividad colectiva”). A continuación, trazo el panorama de la modernización en los años veinte (en el apartado con ese mismo título), pues ese contexto hace comprensible el trasfondo de las ideas estéticas y políticas del joven Arturo (“La tierra y el arte americanos”). Un paso por la obra de dos autores representativos de la comprensión del espacio para la década en cuestión, Rafael Maya y José Eustasio Rivera (“Rafael Maya y el paraje ameno [locus amoenus]”, “José Eustasio Rivera y la selva”), pondrá a disposición junto con los apartados anteriores las herramientas para el análisis del poema arturiano “Ésta es la tierra” (1929).

El espacio (I)
El espacio del mundo narrado como categoría de análisis

Para analizar la representación del espacio en los primeros poemas de Aurelio Arturo acudiré a una selección de la terminología que proponen dos trabajos narratológicos recientes: el artículo “Space” a cargo de Marie-Laure Ryan (2014) en The living handbook of narratology y la monografía Narratologie des Raumes de Katrin Dennerlein (2009).

De acuerdo con Marie-Laure Ryan, el “espacio narrativo” (narrative space) puede definirse como “el entorno físicamente existente en el que viven y se mueven los caracteres [the physically existing environment in which characters live and move]” (2014: párr. 5). Este espacio narrativo se presenta, según Ryan, en diferentes capas: los “marcos espaciales” (spatial frames) son los alrededores inmediatos de los sucesos narrativos –una casa, un salón–; el “lugar de ambientación” (setting) es el entorno geográfico e histórico-social en el que tiene lugar la acción –un pueblo medieval, una metrópolis contemporánea–; el “espacio argumental” (story space) es el espacio marcado por las acciones y los pensamientos de las figuras independientemente de que funcionen o no como escenarios inmediatos de los sucesos –una localidad recordada, un destino turístico con el que se fantasea–; el “mundo narrativo (o argumental)” (narrative [or story] world) es el mismo espacio argumental, pero convertido por la imaginación del lector en un todo coherente y unificado –el continuo implícito en el que el lector sitúa, para continuar con el ejemplo, la localidad recordada y el destino turístico futuro–; el “universo narrativo” (narrative universe), finalmente, es el mundo espacio-temporal que el texto presenta como actual, más todos los mundos mentales construidos por los personajes (Ryan, 2014: párrs. 6-10).

Katrin Dennerlein, por su parte, se basa en la representación cotidiana del espacio para definir el “espacio del mundo narrado” (Raum der erzählten Welt) como el conjunto de “aquellos objetos que, con una diferenciación entre adentro y afuera, representan un entorno (potencial) de las figuras: algo en lo que las figuras pueden encontrarse y en lo que pueden entrar” (2009: 196).28 Los sitios o puntos (Stellen) dentro de este entorno son “lugares” (Orte). El término general que agrupa espacios, lugares y objetos topográficos –objetos localizables en la superficie terrestre– es “circunstancia espacial” (räumliche Gegebenheit). Por último, con “espacio de la narración” (Erzählraum) y “espacio narrado” (erzählter Raum) se designa, respectivamente, la región de acontecimientos en donde tiene o no tiene lugar el “acto narrativo” –Erzählakt– (Dennerlein, 2009: 237-240).

En el presente estudio y, de modo particular, en esta primera parte, optaré por el instrumentario sistematizado por Dennerlein (2009), cuya definición del “espacio del mundo narrado” resulta a mi juicio más precisa que la definición de “espacio narrativo” de Ryan (2014). Objeto de atención será, entonces, todo aquello que funcione como entorno potencial de las figuras, que tenga un adentro y un afuera y que se estructure como contenedor. Sin embargo, cuando el objeto así lo requiera y dado que las terminologías de Dennerlein y de Ryan son más complementarias que antitéticas, acudiré también a los términos de esta última. Por ejemplo, las tres primeras modalidades del “espacio narrativo” de Ryan –spatial frames, setting y story space– bien pueden asumirse como aspectos del “espacio del mundo narrado” de Dennerlein.

En el caso de ambas propuestas categoriales se trata de una terminología útil para identificar el espacio que denotativamente se marca en el texto. Sobre la base de dicha identificación, atenderé al modo como el espacio del mundo narrado se semantiza y qué tipología se desprende de los diferentes sentidos con que se lo dota. Para otro tipo de relaciones espaciales, como es el caso de aquellas en las que no prima la representación cotidiana del espacio –los espacios vivido, imaginado y metafórico de la segunda parte; la forma espacial del texto en la tercera parte– acudiré en su momento a las categorías correspondientes.

El campo, la ciudad, el mar: el espacio exterior

El espacio del mundo narrado en los primeros poemas de Aurelio Arturo es en su mayor parte un espacio rural. El hablante lírico de “Balada de Juan de la Cruz” (1927), el primer poema que publica el autor y que abre un breve ciclo de baladas, nombra en medio del relato de su campaña revolucionaria la “tierra” (v. 7), el “campo” (v. 13), el “pueblo” (vv. 14, 25) y la “plaza” (v. 26). “Balada del combate” (1928) y “Balada de la Guerra Civil” (1928), poemas que también tematizan la excursión bélica, se refieren por su parte a “valles” (v. 6), “pueblo” (v. 4) y “comarca” (v. 17) en un caso; a “tierra” (v. 2) y a “aldeas” (v. 21), en otro. En el retrato de su existencia campesina, el protagonista de “Lorenzo Jiménez” (1928) repite algunos de estos sememas y añade el de “claros” (v. 19) y el de “bosque” (v. 24). A “arboleda” (v. 2), “floresta” (v. 6) y “pradera” (v. 12) se hace referencia en “La vieja balada del nocturno caballero” (1928); mientras que por la “vereda” (v. 1) y por el “pueblo lontano” (v. 15) pasa, en fin, el héroe de “Baladeta de Max Caparroja” (1928).

Junto a estas abundantes referencias al espacio rural, los poemas de juventud también traen a cuento, bien que en menor medida, la ciudad y el mar. Sobre la ciudad hay tres ejemplos: “El grito de las antorchas” (1928), un himno a los “hombres nuevos” (v. 5) del socialismo leninista en trance de construir “ciudades futuras” (v. 3) –ciudades “sin cúpulas” (v. 16)–; “Ciudad de sueño”, donde en cambio se narra, en una suerte de visión apocalíptica, cómo una ciudad y sus cúpulas se desploman, y “Entre la multitud” (~1928-1936), poema en el que el hablante lírico, críticamente, menciona los “niños gimiendo” y los “vocablos horribles” (vv. 17, 18) como impedimentos para cantar la ciudad que habita.

El mar como tal, pero también los lugares que pertenecen a su contexto, hacen presencia en otros tres poemas: “La vela” (1928), “La isla de piel rosada” (1928) y “Compañeros” (1930). Las cuatro redondillas que componen “La vela”, cuyo tema es la zarpa de un velero y la imagen que deja la despedida de los tripulantes, mencionan el “barco” (v. 1), el “mar sin caminos” (v. 4) y la “playa” (v. 10). En la narración de la nostalgia por la última visita a una isla y de la solitaria supervivencia a una travesía marítima accidentada, el hablante lírico de “La isla de piel rosada” habla de “puerto” (v. 1), “bajel” (v. 8) y “bahía” (v. 9). Dentro del relato de un naufragio en “Compañeros”, finalmente, se lee “piélago” (v. 2), “mar azul” (v. 3) y “velero” (v. 15).

 

A diferencia de lo que ocurre con el espacio rural, cuya función dentro del texto se limita por lo general a figurar como entorno de los sucesos29 –la partida heroica de Juan de la Cruz, el trabajo y el canto de Lorenzo Jiménez, la rapiña de Max Caparroja–, la ciudad figura como el objeto mismo de los sucesos narrados: su aparición, su desaparición y su condición de narrable determinan en cada caso la secuencia tematizada. El espacio marítimo ocupa la posición intermedia de estos dos extremos. A veces el mar funge como simple ambientación geográfica de lo que se cuenta, otras veces, en cambio, tanto el mar como los lugares de su entorno atraen hacia sí la atención.

Más allá, sin embargo, de esta diferencia, a los tres tipos de espacio los agrupa la característica común según la cual todos son espacios predominantemente exteriores. Lugares interiores o cerrados del tipo, por ejemplo, de una casa, una habitación, un rincón o un armario son más bien inexistentes en los poemas. Las ocasionales menciones, de hecho, tienden a situar estos lugares en relación con el espacio exterior que los abarca: del “bar costanero” interesa sobre todo su cercanía al mar (“Compañeros”, v. 30); del cuarto de dormir, la ventana como acceso al paisaje nocturno (cf. “La voz del pequeño” [1928]) o el sueño como “puerto” en las “aguas de la noche” (“Sueño” [1929], vv. 4, 10).

Antes de explorar la manera en que este espacio exterior se semantiza, conviene atender a las características del hablante lírico que se relaciona con él.

La subjetividad (I)
Las instancias de mediación

A propósito del modo como se transmite en el nivel del discurso narrativo (discours) lo que sucede en la narración, Peter Hühn y Jörg Schönert distinguen entre “modos de mediación” (Vermittlungsmodi) e “instancias de mediación” (Vermittlungsinstanzen). Modos de mediación se dejan describir de la mano de dos aspectos: la verbalización misma de la mediación, esto es, la “voz” (Stimme), y la disposición específica (perceptiva, psíquica, cognitiva e ideológica) con la que se media, esto es, la “focalización” (Fokalisierung) (Hühn & Schönert, 2007: 11).

Las instancias de mediación, de acuerdo con el modelo de comunicación literaria (Schlickers, 1994), se organizan por su parte en varios niveles (Hühn & Schönert, 2007: 11): “autor empírico o productor del texto” (empirischer Autor / Textproduzent); “autor abstracto o sujeto de la composición” (abstrakter Autor / Kompositionssubjekt); “hablante o narrador” (Sprecher / Erzähler) y “protagonista o figura” (Protagonist / Figur). El autor empírico se define como “el creador intelectual de un texto que está escrito con propósitos comunicativos [the intellectual creator of a text written for communicative purposes]” (Schönert, 2011: párr. 1). Se trata de una instancia extratextual que desde el punto de vista del análisis funciona como la entidad aglutinante de todo aquello que compone la œuvre y como el repositorio de eventuales contextos cognitivos procedentes de la cultura y de la biografía. El autor abstracto es, en cambio, el constructo textual responsable del “sistema implícito de sentido, normas y valores presente en la organización formal, estilística, retórica y tópica del texto” (Hühn & Schönert, 2007: 12)30 y desde cuyo nivel se pone en perspectiva la actividad del hablante. El hablante, a su turno, es quien detenta la voz o quien, dado el caso, la cede a las figuras. El yo lírico, finalmente, puede considerarse como una de las modalidades del narrador.31

En lo que sigue consideraré también el tipo de subjetividad que se expresa en los poemas cuando se toman en el conjunto de cada una de las tres fases de creación. Entiendo esta subjetividad como el autor abstracto típico para el grupo de poemas incluido en cada parte del presente libro. Dado que el autor abstracto –o implícito (implied), como lo denomina Schmid (2013: párr. 19)– “no tiene voz propia, no tiene texto [has no voice of its own, no text]”, sino que su “palabra es el texto entero con todos sus niveles [word is the entire text with all its levels]”, cuando yo hable de subjetividad tendré en mente entonces el texto completo de la obra para una época específica (juventud, madurez, vejez). Tendré en mente asimismo que, a causa de dicha textualidad, esto es, a causa de la articulación en un lenguaje y unas convenciones intersubjetivamente accesibles, la experiencia subjetiva que le corresponde no ha de confundirse con la simple vivencia privada. Hühn la define de la siguiente manera: “El concepto de experiencia subjetiva [...] no ha de entenderse en el sentido de la simple vivencia privada de un individuo singular. Ella se manifiesta más bien como una posibilidad general de la experiencia humana bajo condiciones específicas, históricas y culturales” (Hühn, 1995: 11).32

La subjetividad colectiva

Por la separación en estrofas rimadas y la interposición de estribillos, las baladas de Aurelio Arturo remiten a elementos de las canciones medievales francesas, provenzales e italianas –ballade, balade, ballata– (cf. Laufhütte, 1992: 73); por su temática, dichas baladas se sitúan también en la tradición de la Ballade alemana y la ballad anglosajona, a las cuales se las describe como “composición narrativa en verso, de carácter lírico-épico y generalmente de contenido histórico o legendario” (Hess, Siebenmann & Stegmann, 2003: 22).33 La tradición equivalente en español, la del romance, con su fondo “heroico y caballeresco” y su tendencia a representar “la vida histórica nacional” (Menéndez Pidal, 1973: 377), constituye asimismo una fuente plausible de las primeras incursiones líricas de Aurelio Arturo.

En efecto, el héroe de “Balada de Juan de la Cruz” ha sido identificado con Juan de la Cruz Varela (1902-1984),34 a la sazón un joven líder campesino de la región del Sumapaz, al sur de Bogotá, que comenzaba a organizar a finales de la década del veinte grupos de labriegos en torno a la reivindicación del derecho a la tierra (Romero y Varela, 2007: 271). Lorenzo Jiménez, el narrador del poema homónimo que está dispuesto a encarar en el campo nocturno presencias alevosas, podría ser el nombre de un colono cuyo solitario asentamiento cerca del río Calima en 1895 contribuyó a poblar la zona que años después se convertiría en el municipio vallecaucano del Darién, ubicado en el suroccidente del país, esto es, en la región natal del autor. Del protagonista de “Balada de Max Caparroja”, quien con honderos y arcabuceros incursiona en una vereda para raptar a una mujer, no hay señas de existencia extratextual, pero sí vuelve a aparecer en un poema posterior vinculado de manera expresa a un contexto de violencia rural: la noche de Max Caparroja –dirá un yo lírico en el elogio a la noche urbana– es aquella en la que “un viento malo sopla entre las granjas / entre ráfagas de palomas moradas” (“Amo la noche” [1964], vv. 11-12).

Tanto “Balada del combate” como “Balada de la Guerra Civil” prescinden de narradores o figuras con nombre propio; en la primera el hablante asume la vocería desde la pertenencia a un colectivo –“Alguna vez fuimos al combate” (v. 5), reza el estribillo–, en la segunda un narrador heterodiegético habla de cómo “mozos” (v. 2), “guerreros” (v. 29), “hombres” (v. 20) se matan en la comarca. “Vieja balada del nocturno caballero”, finalmente, continúa la línea de figuras campesinas solitarias al modo de la retratada en “Lorenzo Jiménez”.

Los narradores y las figuras que intervienen en estas baladas, de acuerdo con la tendencia del subgénero, hacen parte de un mundo narrado cuyas situaciones tienen que ver más con el juego externo de relaciones sociohistóricas que con circunstancias relativas al individuo y a su mundo psíquico interior. Mientras que unas veces, como en el caso de Juan de la Cruz, estos sucesos de corte sociohistórico disponen de un referente concreto en el mundo fáctico, en otras ocasiones la correspondencia queda sin establecer. Dicha indeterminación en un poema como “Balada de la Guerra Civil” lleva a decir a Rafael Humberto Moreno-Durán, uno de los pocos críticos que en cierta medida se ocupa de los poemas de juventud arturianos, que “La guerra [...] es aquí un elemento abstracto, de valor genérico” (2003b: 445), cuya presencia en el poema estaría en función del “clamor contra el enfrentamiento fratricida, inherente a nuestra condición, por encima de causas y partidos” (444). Sin embargo, más allá de si efectivamente el poema se deja leer como clamor antibélico –lo cual no queda muy claro ante versos que hablan de cómo “sobrecoge la grandiosidad / de los pelotones de nubes grises que chocan a ras de tierra” (vv. 48-49)–, poemas de la misma época que no pertenecen al ciclo de las baladas activan el marco contextual de la Revolución rusa así como el de sus ecos sociales en los conflictos locales de los años veinte y, por tanto, tornan cuestionable la idea de una mención “abstracta” y “genérica” –esto es: ahistórica– de la guerra. “El grito de las antorchas” (1928), por ejemplo, es un himno que usa la palabra “Lenin” (v. 31) como símbolo de entendimiento universal y que celebra a los “Hombres nuevos surgidos del yunque” (v. 5), a la “turba regida por un sistema planetario de ideas” (v. 9) y encargada de fundar ciudades “sin cúpulas” (v. 16) más allá de las diferencias de raza y de lengua. En la misma línea celebratoria del hombre nuevo se encuentra “Canto a los constructores de caminos” (1929), una oda que –en pleno lustro de huelgas de trabajadores del ferrocarril– encomia a quienes le hacen caminos a la tierra y encarnan así la transformación física y política: “Yo os canto selva humana que avanza, / vanguardia de la generación de robles” (vv. 7-8).

“Generación de robles”, “selva humana”, “constructores de caminos”, “turba”, “hombres nuevos” son sememas que delatan el protagonismo de un sujeto colectivo. Esto tiene lugar en relación no solo con las figuras del mundo narrado, sino también con el narrador mismo, quien en algunas ocasiones ejerce la narración desde la pertenencia a un nosotros (cf. “El grito de las antorchas”, “Canto a los constructores de caminos”, “Balada del combate”, “Sueño”, “Ésta es la tierra”). Incluso las figuras individuales de ciertas baladas se integran al relieve de lo colectivo al conformar, desde el punto de vista de la subjetividad que estructura el conjunto de poemas de juventud, una multiplicidad de mediaciones. Y, aunque el hablante individual en la forma del narrador autodiegético también está presente (cf. “Entre la multitud”, “Noche oscura”, “La isla de piel rosada”, “Poemas del silencio [I]”, “El alba”), su presencia es apenas una parte del abanico amplio de modalidades que abarca al ya mencionado narrador plural, pero también al narrador heterodiegético (cf. “La vela”, “Balada de la Guerra Civil”, “Mendigos”, “Muertos”) y al dialogante (cf. “La voz del pequeño”).

De acuerdo con lo anterior, esto es, de acuerdo con el hecho de que las instancias de mediación tienden a autocomprenderse en términos de la pertenencia a un grupo, cabe decir que la subjetividad que se expresa en esta serie de poemas es una subjetividad colectiva. Peter Zima (2000), en su apropiación de la terminología de Greimas, la denominaría un actante supraindividual, es decir, un sujeto colectivo que funge como actor sociohistórico y que se diferencia del sujeto individual (verbigracia, el héroe) y de los sujetos infraindividuales (por ejemplo, el ello y el superego freudianos) con los que sin embargo interactúa (2000: 9-13). La clase, el partido, la familia son ejemplos de tales entidades supraindividuales. La subjetividad colectiva de los primeros poemas arturianos no tiene perfiles institucionales, pero sí se define de acuerdo con ciertas posturas ideológicas y estéticas. En los siguientes apartados expongo cuáles son tales posturas y el tipo de relación que sostienen con el espacio exterior representado en los poemas.