Aurelio Arturo y la poesía colombiana del siglo XX

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Estructura de la obra poética de Aurelio Arturo y enfoque analítico del presente estudio

En términos cronológicos, la obra de Aurelio Arturo se compone de tres fases claramente diferenciables: una primera etapa, donde se gesta lo que cabría denominar sus poemas de juventud, se extiende de 1927 a 1930; un segundo período, de 1931 a 1963, viene delimitado por la fecha de aparición de “Clima” y “Canción de la noche callada” –los poemas más antiguos de Morada al sur (1963)– y por la fecha de publicación del poemario mismo; finalmente, una tercera etapa –compuesta por poemas que podrían rotularse de vejez o tardíos– agrupa lo que Aurelio Arturo publica de 1963 hasta 1974, año de su muerte.

El criterio inicial para esta periodización es de naturaleza editorial. En 1963 Aurelio Arturo da a la imprenta Morada al sur, el único poemario concebido por el autor como libro independiente. Se trata de una selección de los poemas publicados en las tres décadas que van de 1931 a 1961: “Morada al sur” (1945), “Canción del ayer” (1932), “La ciudad de Almaguer” (1934), “Clima” (1931), “Interludio” (1940), “Qué noche de hojas suaves” (1945), “Canción de la distancia” (1945), “Remota luz” (1932), “Sol” (1945), “Rapsodia de Saulo” (1933), “Nodriza” (1961) y “Madrigales” (1961). Dos versiones posteriores añaden, en cada caso, un poema diferente a la lista: la sección correspondiente a Aurelio Arturo en la antología Panorama de la nueva poesía colombiana –editada por Fernando Arbeláez (1964)– suma “Amo la noche” (1933) al bloque de poemas de la edición original, sin nota editorial aclaratoria y sin señas de división alguna; algo semejante hace la edición de Monte Ávila de 1975, solo que en este caso el añadido, interpuesto además entre “Nodriza” y “Madrigales”, es el poema “Vinieron mis hermanos” (1932). Más allá de la cuestión sobre la versión definitiva de Morada al sur (cf. Torres Duque, 2003: 368-ss), interesa notar que los cambios en la conformación involucran poemas que pertenecen al período de tres décadas ya señalado, 1931-1961.

Nada, pues, de lo que publica Aurelio Arturo antes de 1931 ni nada de lo que publica después de 1961 pertenece al ciclo del que proceden los títulos de Morada al sur. De la primera fase de creación (1927-1930) se conocen veinticuatro poemas.6 Se trata, en términos cuantitativos, de más de la tercera parte de la producción poética escrita, pues la poesía completa de Aurelio Arturo no supera los setenta poemas. Ninguno de estos poemas, como ya se mencionó, es incluido en el único libro publicado por el autor. Solo uno de ellos, “Canto a los constructores de caminos” (1929), hace parte de la compilación de 1934, a la postre inédita, que reunió dieciséis títulos y dio cuerpo al proyecto de publicación Un hombre canta.7 Salvo por una solitaria reaparición en 1936 de unas baladas de 1928 y por la vigencia del mencionado “Canto a los constructores de caminos”, que todavía en 1951 veía la luz de manera autorizada, la relativamente copiosa creación de la década del veinte deja de pertenecer en cuestión de poco tiempo al catálogo de lo publicable. Esto no ocurre con los poemas escritos a partir de 1931. La obra posterior a Morada al sur, por su parte, consta de un grupo de “canciones” publicadas en agosto de 1963 –“Canciones”, “Canción del niño que soñaba”, “La canción del verano”, “Canción del viento” y “Canción de hadas”– y de los poemas “Sequía” (1970), “Palabra” (1973), “Lluvias” (1973), “Tambores” (1973) y “Yerba” (póstumo, 1975).

A propósito de la estructuración de la obra arturiana, la recepción crítica ofrece hasta ahora sobre todo dos posiciones. Por un lado, hay quienes identifican en los cinco poemas publicados en la década del setenta una ruptura con los temas y los recursos estilísticos de la poesía anterior y se esfuerzan por mostrar, en consecuencia, las diferencias entre lo uno y lo otro.8 De fecha más reciente, en cambio, procede el juicio según el cual la lírica de Aurelio Arturo es en lo esencial una obra unitaria que, como es apenas obvio, ostenta ciertas variaciones, pero que, en sentido estricto, obedece a una motivación identificable como constante desde el primero hasta el último poema.9

El presente estudio, en cambio, opta por marcar la diferencia de las tres fases de creación de Aurelio Arturo mencionadas más arriba, pero al mismo tiempo –y en esto radica parte de la novedad de la contribución crítica– procura mostrar el proceso dentro del cual las diferentes etapas se integran como un todo. Para ello sitúa el conjunto de los poemas arturianos en un horizonte narrativo y se permite entender la œuvre como un “relato”, a saber, el “relato” con el que Aurelio Arturo responde a la pregunta tardomoderna por la relación de la subjetividad consigo misma y con el lenguaje. “Relato” designa aquí, en concordancia con el sentido aristotélico de fábula, simplemente un todo cuyas partes se encuentran dispuestas en una secuencia coherente (Poét., 1450a 5-ss, 1450b 26-ss, y Neumann, 2013: 48-ss). Se trata de que la perspectiva de análisis adoptada considera el conjunto de poemas publicados por Aurelio Arturo a lo largo de su vida como una totalidad que organiza dentro de sí un material poético diverso y respecto de la cual es posible mostrar algunas trazas evolutivas, algunas “líneas argumentales”. Dicha perspectiva es una opción que busca solo en apariencia armonizar las dos posturas críticas descritas, pues en realidad ni quienes ponen de relieve las diferencias ni quienes en el bando opuesto acentúan la unidad se han propuesto develar la dinámica interna a la cual obedecen las sucesivas transformaciones de la obra arturiana.10

El trasfondo teórico que subyace a esta perspectiva narratológica es la idea, afianzada en el postestructuralismo, de la condición determinante del lenguaje en la construcción de la subjetividad. El sujeto deja de ser asumido como instancia prelingüística para revelarse como producto del lenguaje mismo. Un antecedente en la teoría literaria es el diagnóstico de Roland Barthes de “la muerte del autor”. Dice Barthes que el autor –entendido como seguro y significado último de la obra– es

un personaje moderno, sin duda producto de nuestra sociedad en la medida en que ella, al salir de la Edad Media con el empirismo inglés, el racionalismo francés y la fe personal en la Reforma, descubre el prestigio del individuo o, como se dice de un modo más ilustre, de la “persona humana” (1984: 61-62).11

Esto es, el autor posee los rasgos de una formación histórica. Precisamente la conciencia de su historicidad es ya el signo de su alejamiento. A la relación autor-obra Barthes le contrapone la relación escritorescritura, un nuevo vínculo dentro del cual los términos en juego nacen de manera simultánea, subvierten las convenciones sobre la originalidad y el sentido, y exhiben al texto como “un tejido de citas provenientes de los miles de focos de la cultura” (1984: 65). Quien habla en este texto es el lenguaje, y no el autor. Concepciones psicoanalíticas de la génesis del yo (Lacan), así como concepciones saussurianas sobre la retoricidad del signo lingüístico (De Man) desarrollan el planteamiento de Barthes al poner de relieve, desde perspectivas diferentes, la preeminencia del lenguaje en la formación de la subjetividad (cf. Schiedermair, 2004: 39-ss). Representativa de las consecuencias que trae consigo este desarrollo es la postura de Andreas Höfele, quien, a propósito de la pregunta por la naturaleza de las instancias narrativas en la lírica, dice que el autor crea en el yo lírico “un constructo de sí mismo, una ficción en la que pone de manifiesto una representación de su propia identidad” (Höfele, 1985: 194, citado por Schiedermair, 2004: 46).

Pues bien, uno de los modos que asume la construcción lingüística de la subjetividad es precisamente el de la narración. Partiendo de la base del papel privilegiado que el acto de narrar desempeña en la articulación de la experiencia humana –gracias a él diversos sucesos esparcidos contingentemente en el tiempo se organizan en una secuencia y se emplazan en un contexto–, Anthony Paul Kerby plantea la idea de la comprensión de sí mismo, de la relación del sujeto consigo mismo, como una “autonarración” (self-narration), una narración que no es apenas la descripción de una entidad cartesiana preexistente, sino el garante de la emergencia y la realidad misma de dicho sujeto (Kerby, 1991: 4). Kerby se apoya en la evidencia del carácter temporal con que está revestida toda experiencia humana y en la necesidad de establecer en ella continuidad y coherencia mediante actos de expresión. Continuidad y coherencia narrativas son en últimas la condición de posibilidad de la identidad. Esta identidad construida como relato aspira, si no al ideal de la integridad (closure, totality), por lo menos sí a estar en condiciones de ser seguida y comprendida (followability).

Ahora bien, añade Kerby, los relatos que el individuo narra sobre sí mismo se encuentran situados en un determinado contexto social y son ellos mismos productos culturales heredados: “De hecho, gran parte del acto de autonarrarnos es cuestión de hacernos conscientes de las narrativas con las que y en las que ya vivimos [...]” (1991: 6).12 Este aspecto colectivo de la narración de sí es el que le interesa destacar a Kim Worthington, quien sugiere que “la construcción de un sentido de individualidad relativo al sujeto debería entenderse como un proceso creativo de narración llevado a cabo dentro de una pluralidad de protocolos comunicativos intersubjetivos” (1996: 13).13

 

¿Qué relato de la subjetividad ofrece la obra de Aurelio Arturo? La tesis que aspira a demostrar el presente estudio es que, tomados en conjunto, los poemas arturianos narran un proceso de individuación en el que la subjetividad amplía sus dimensiones, en el que ella prolonga de comienzo a fin el radio de su conciencia mediante la percepción –tematización, escucha– de elementos de coordenadas espacio-temporales cada vez más extensos.

El concepto de “proceso de individuación” (Individuations-prozess) procede de la psicología analítica de Carl Gustav Jung y designa la toma de conciencia por parte de una psiquis de su pertenencia a una totalidad. Se trata de un desarrollo arquetípico, esto es, de una transformación típica de la psiquis humana que, a juicio de Jung, encuentra su representación simbólica, entre otros, en diversos productos culturales como la mitología, la religión y la literatura. Este enfoque simbólico es común a la psicología profunda desde Sigmund Freud. Un ejemplo célebre en la tradición junguiana es el estudio con el que Erich Neumann busca vincular sistemáticamente un gran caudal de material mítico con las diferentes etapas del desarrollo filo y ontogenético de la conciencia (cf. Neumann, 1974 [1949]). Algo semejante hace Norbert Bischof (1996) en la línea de la psicología académica de orientación científicoexperimental, cuando muestra la conexión entre el desarrollo emocional y anímico (no tanto cognitivo) del individuo y numerosos mitologemas universales. Desde la perspectiva de la antropología de la narración, más recientemente, Michael Neumann (2013) entiende el gran flujo de las narraciones como respuestas a ciertas necesidades antropológicas e individualiza el metagénero de los cuentos de hadas como elaboración del ingreso del individuo a la adultez.

El presente estudio se sitúa en esta tradición de quienes procuran anudar la transformación de la subjetividad con su elaboración narrativa; como obra de análisis literario, sin embargo, se concentra en la subjetividad como instancia textual y acude al autor empírico solo cuando la superficie del texto activa el contexto biográfico. Interesa, en suma, registrar la preexistencia de un guion narrativo de trasfondo psicológico que permite enmarcar narrativamente el conjunto de poemas arturianos. Pero dicho guion se ejecuta en la obra de Aurelio Arturo de manera específicamente literaria, a saber, como la búsqueda no de una madurez psíquica, sino de una peculiar relación de la subjetividad con la palabra poética.

Mientras que la subjetividad de la primera etapa creativa se interesa sobre todo por el mundo exterior en la inmediatez de su coyuntura histórica y desde la perspectiva de la pertenencia a un colectivo, la de la segunda etapa explora el mundo interior del individuo y abre la dimensión del pasado mediante contenidos rememorantes; en los poemas de vejez, finalmente, la subjetividad ya no se expresa como colectivo determinado ni como individuo, sino como instancia mítico-universal para la que los límites temporales se desvanecen en el pasado inmemorial y el futuro vaticinable de las situaciones arquetípicas. Este proceso semeja lo que Thomas Mann denomina “la adquisición del modo típico-mítico de ver las cosas [die Gewinnung der mythisch-typischen Anschauungsweise]” (1982 [1936]: 921), esto es, llegar a contemplar el devenir del mundo y de las acciones humanas como repetición solemne, como ritual, como cita, de esquemas intemporales y de normas y formas primordiales de la vida, lo cual no es otra cosa que el mito mismo. Esa adquisición significa para el artista, continúa Thomas Mann, “una elevación peculiar de su temple artístico [...]; pues en la vida de la humanidad lo mítico representa sin duda una etapa temprana y primitiva, pero en la vida del individuo se trata de una etapa tardía y madura”.14 No es difícil ver en tales palabras un paralelo con la teoría de la despersonalización de T. S. Eliot: “El progreso de un artista es un continuo proceso de autosacrificio, una continua extinción de la personalidad” (1975a [1919]: 40).15 Y es justamente en los poemas arturianos de la aquí denominada etapa tardía donde, en lugar de la infancia individual, se trae a cuento “la infancia mítica de todos los hombres”, como precisa José Manuel Arango en un breve comentario sobre la poesía de Aurelio Arturo (2003: 601).

Subjetividad colectiva, subjetividad lírica y subjetividad visionaria o profética son los conceptos a los que el presente estudio acudirá para describir el aspecto predominante de la subjetividad en cada una de las tres fases de la obra analizada. En el primer caso, apelo a la idea del actor sociohistórico en los estudios de Peter Zima sobre el sujeto; la idea de una instancia vuelta a su interioridad, en segundo lugar, vincula elementos tanto de la estética idealista como del modelo psicoanalítico del inconsciente; para la idea de la visión o de la profecía recurro, finalmente, a estudios sobre las formas modernas de la antigua tradición del poeta vates.

El polo objetivo espacial del que se ocupa la subjetividad también experimenta una ampliación de sus dimensiones. No se trata, obviamente, del incremento de la magnitud geométrica, sino de la conquista paulatina de diferentes niveles semánticos. Al espacio se lo representa en los poemas de juventud casi siempre en su dimensión física exterior y a partir de ella se lo hace objeto de una militancia estético-política. Para esta primera parte del análisis, me ciño a las categorías descriptivas de Marie-Laure Ryan (2014) y Katrin Dennerlein (2009), así como al concepto bajtiniano de cronotopo (Bajtín, 1991 [1975]). Luego, en la etapa correspondiente a Morada al sur, los poemas integran dimensiones adicionales. A ellas las describo como espacio vivido, imaginario y metafórico, esto es, como objeto de la experiencia corporal humana no matematizable (Bollnow, 1963; Waldenfels, 2009), como producto de la imaginación poética (Gaston Bachelard, 1974 [1957]) y como instrumento de representación metafórica de relaciones no espaciales (Lotman, 1978; Genette, 1966, 1969). En algunos de los poemas tardíos, por fin, se lleva la conciencia espacial al nivel mismo de la textualidad en cuanto que, por su distribución tipográfica, los versos procuran la referencia a su situación en la página, a la mise en page (Genette, 1969).

Los episodios de esta transformación no solo están insertos en el contexto ya señalado de la faceta estética de la modernidad tardía –la crisis descrita por Zima–, sino que además se corresponden con fenómenos específicos de su faceta sociológica, a los cuales apelo, entonces, a la hora de establecer el marco histórico para cada una de las fases creativas. También para cada caso, traigo a cuento, adicionalmente, dos autores representativos en comparación con cuyas obras resulte posible perfilar la obra arturiana. El contexto de los poemas de juventud es el auge de la modernización social en los años veinte y las representaciones del paisaje americano en la poesía de Rafael Maya (1897-1980) y en la obra de José Eustasio Rivera (1888-1928). Considero las décadas del treinta y del cuarenta a partir del fenómeno de la diferenciación social y de la autonomización del campo artístico y a partir de las figuras de Eduardo Carranza (1913-1985) –como representante del movimiento Piedra y Cielo– y Jorge Gaitán Durán (1924-1962) –como representante de Mito–. La compleja relación entre la violencia, la urbanización y el progresivo desencantamiento del mundo configura el ámbito en el que se mueven los poemas tardíos, los cuales ganarán perfil comparativo en relación con el movimiento nadaísta y la poesía de Jaime Jaramillo Escobar (1932), así como con la obra poética temprana de José Manuel Arango (1937-2002).

Tomados, pues, en conjunto, los poemas narran un movimiento de ampliación de la subjetividad y del espacio. ¿Cómo se realiza este enfoque narrativo en el análisis de cada poema? El enfoque narratológico descrito pone a disposición un sentido general de narración que inicialmente justifica el interés en atender al devenir de la obra arturiana en su continuidad y en sus transformaciones. En coherencia con ese sentido general, el presente estudio acude también a un sentido específico y elige de acuerdo con él las herramientas de análisis textual con las que se emprende la lectura de los poemas. En efecto, parto de la base de que cada poema es una narración susceptible de analizarse con categorías narratológicas. Si se define narrar como acto comunicativo que construye sentido a partir de la estructuración de una cadena de sucesos transmitida por instancias de mediación escalonadas, resulta que buena parte de la lírica –además, claro, de la explícitamente narrativa como las baladas o los relatos en verso– puede entenderse como narración. Se trata, ahora bien, de una narración en la que los sucesos en cuestión son en gran medida de naturaleza psíquica (perceptivos, por ejemplo) y en la que, en comparación con la prosa narrativa, la expresión asume una forma más sintética y condensada (cf. Hühn & Schönert, 2007: 2-ss).

La decisión por el enfoque narratológico se funda en una de las constantes de la obra poética de Aurelio Arturo, a saber, el explícito y a menudo tematizado interés en narrar. La continuidad de este interés es perceptible desde la obvia motivación épica del ciclo de baladas concebido entre 1927 y 1928; pasa por los cruciales versos finales de “Morada al sur”, en los que el yo lírico declara haber “narrado / el viento; sólo un poco de viento” (“Morada al sur” 5, vv. 3-4, el énfasis es mío); y se extiende hasta la caracterización de los elementos de la última fase creativa, como, por ejemplo, de las lluvias, las cuales, según el poema que las tematiza, “hablan de edades primitivas [...] y siguen narrando catástrofes / y glorias” (“Lluvias”, vv. 12-13, el énfasis es mío). Las esporádicas incursiones de Aurelio Arturo en el género de la cuentística y de la ensayística también testimonian de primera mano la inquietud narrativa. El único cuento arturiano de que se dispone hoy en día tiene por protagonista justamente a un contador de historias (cf. “Desiderio Landínez”, 1929, OPC: 260-261), oficio que al mismo tiempo jalona las reflexiones teórico-literarias de una breve página sobre la fábula en los nombres de La Fontaine y Rafael Pombo (“De La Fontaine a Pombo”, 1969, OPC: 252-253).

Jörg Schönert, Peter Hühn y Malte Stein (2007) desarrollan las categorías de análisis narratológico, así como la fundamentación del correspondiente enfoque transgenérico, especialmente en el volumen colectivo Lyrik und Narratologie, texto en el que se apoya la siguiente exposición terminológica (cf., además: Hillmann & Hühn, 2005; y Hühn & Kiefer, 2005).16

La narratividad se constituye a partir de la secuencialidad y de la medialidad. Por una parte, hay sucesos que se organizan en una secuencia; por otra, hay instancias que transmiten dicha organización. De acuerdo con estos dos polos, la perspectiva analítica distingue dos niveles del texto: el nivel del argumento (Geschehen, happenings),17 esto es, de la suma de material narrativo ofrecido apenas en sus coordenadas espaciotemporales, y el nivel de la presentación (Darbietung, presentation), es decir, de la ordenación de aquel en un constructo con sentido. Dentro del primero se distingue entre lo invariable y lo variable, a saber, entre lo dado (Gegebenheiten, existents) y los sucesos (Geschehenselemente, incidents); dentro del segundo, entre las instancias de mediación (Vermittlungsinstanzen) –autor empírico, autor abstracto, hablante y protagonista– y la focalización (Fokalisierung), vale decir, la disposición perceptiva, psíquica y cognitiva con la que las instancias de mediación presentan lo que sucede.

 

En cuanto a la articulación de material narrativo contingente en secuencias dotadas de coherencia, el enfoque narratológico acude asimismo al concepto de esquema cognitivo. Se trata de una estructura de sentido previa (un contexto, un código cultural, un patrón intratextual) en conexión con el cual determinado tema o encadenamiento de sucesos presentes en el texto adquiere una inicial familiaridad para el lector. Hay esquemas cognitivos estáticos y dinámicos. Por un lado, el marco contextual (Frame) designa un contexto temático o situacional dentro del cual el poema es susceptible de leerse; piénsese a modo de ejemplo en los tópicos de la finitud de la vida, del paraje ameno o del amor no correspondido. Bajo guion (Skript), de otro lado, se entienden procesos o desarrollos conocidos, secuencias convencionales de acción o procedimientos prototípicos al modo, para citar algunos, del nacimiento de un mundo, de la caída del paraíso, del descenso al Hades, etcétera.

Ahora bien, lo que propiamente genera sentido en la narración es el acontecimiento (Ereignis), esto es, la ruptura o desviación de la secuencia prevista de acuerdo con el contexto cognitivo activado. El acontecimiento constituye el momento central de la organización narrativa en cuanto que gracias a él lo narrado se diferencia del simple material secuencial organizado coherentemente y se convierte en efecto en algo más, en algo digno de narrarse, algo que posee “tellability”. Dependiendo de si la ruptura se produce en el transcurso del argumento (Geschehensereignis) o en el modo en que este se presenta (Darbietungsereignis), el acontecimiento se adscribirá a una determinada instancia. Para el acontecimiento en el plano argumental, la instancia de referencia es una de las figuras o personajes de la narración –por ejemplo alguien que, contra la expectativa común, no busca resguardo ante la inminencia del invierno, sino que se aventura en la intemperie (cf. Schönert, 2007b: 189)–; para el acontecimiento en el plano de la presentación, la figura implicada es el hablante en el acto narrativo mismo –por ejemplo, el eventual caso de que el aventurero en cuestión, reflexionando en calidad de hablante sobre la partida emprendida, pase de expresar sus dudas ante la propia osadía a heroizarla con exhortaciones a sí mismo–.

Este último tipo de acontecimiento puede a su turno asumir dos formas: como acontecimiento en el plano de la mediación (Vermittlungsereignis) y en el de la recepción (Rezeptionsereignis). En el primer caso, la ruptura de la expectativa se produce no por el cambio de una disposición personal, sino mediante una peculiar organización textual y retórica de lo narrado, bien porque la organización misma se desvía de un patrón construido con anterioridad o bien porque entra en disonancia con lo que se narra; la instancia implicada en estos casos no es entonces el hablante sino el sujeto de la composición –por ejemplo cuando un poema que tematiza la fragmentación y falta de coherencia de la existencia humana enfatiza la unidad de la composición mediante anáforas y rimas (cf. Hühn, 2007: 260)–. Como acontecimiento en el plano de la recepción opera aquella modificación (ganancia epistemológica, reorientación ideológica) que se ha de producir sobre todo en el lector implícito, sin que el hablante o la figura estén en condiciones de experimentarla ellos mismos de manera óptima –por ejemplo, cuando el hablante celebra como acto de autonomía respecto de una mujer el hecho de distanciarse geográficamente de ella mientras que el lector posee elementos para evaluar dicho acto como el ingreso en una nueva dependencia mediante la culpa– (cf. Hühn, 2005: 170).