Angels Inc.

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Angels Inc.



José María Pumarino









Primera edición: agosto de 2020

© Copyright de la obra: José María Pumarino

© Copyright de la edición: Angels Fortune Editions



josemaria@pumarino.com



ISBN: 978-84-121691-0-2

ISBN digital: 978-84-121691-1-9

Diseño de portada: Annylú Mercado Fonseca

Edición a cargo de Ma Isabel Montes Ramírez



©Angels Fortune Editions www.angelsfortuneditions.com



Derechos reservados para todos los países

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni la compilación en un sistema informático, ni la transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico o por fotocopia, por registro o por otros medios, ni el préstamo, alquiler o cualquier otra forma de cesión del uso del ejemplar sin permiso previo por escrito de los propietarios del copyright.

«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, excepto excepción prevista por la ley»





Gracias Cora





El instinto es un animal salvaje encerrado



en una endeble caja de cartón…




Prólogo



―Me encantaría quedarme a vivir en esta ciudad, en esta habitación, no tener que vestirme ni regresar jamás.



—Para mí el lugar es lo de menos, lo importante es que estés tú… Conmigo.



—Sólo faltaría no sentir de repente esta angustia que se me cuela en el pecho por el miedo de que alguien nos descubra.



—Tranquila. Todo está bien.



—No te puedo negar que de repente me pongo nerviosa, tú lo notas, pero me ayuda mucho que siempre estés tranquilo, seguro.



—Todo es parte de este encanto, además, confío en ellos.



—¿En tus “Ángeles Guardianes”?



—Ajá…



—…¿Crees que si estuviéramos casados cogeríamos tan rico?



—Te recuerdo que ambos estamos casados.



—Si estuviéramos casados… Tú y yo.



—Mmm… No. Lo dudo mucho.





Ismael Salas aún permanecía en su despacho a pesar de haber transcurrido ya varias horas desde que todos sus colegas se habían marchado. Desaliñado, turbado, su porte distintivo parecía haberse ido junto con todos los demás.



De pronto había tomado la decisión de destapar la botella de Jack Daniel´s que tenía guardada en un sitio privilegiado de la cava de su despacho. Era una botella especial, ya que cuando la compró, un año atrás, le hizo la promesa a su suegro de abrirla hasta que tomara posesión como alcalde; brindarían juntos por el éxito. Empero, muy por afuera de sus planes, se había adelantado otro acontecimiento que bien ameritaba abrirla, aunque sólo fuera él quien tomara de ella.



Con parsimonia, derrochando el tiempo, se sirvió un vaso pletórico, sin hielo. El color ámbar, la fragancia elegante, armónica, fina, fueron detalles que en esa ocasión pasó por alto, sin importarle en lo más mínimo. Se bebió por completo el contenido en un solo y largo trago, de pie, sin saborearlo; ligeramente dulce al principio, ligeramente seco al final, como le gustaba. A pesar de eso, fue el trago más amargo de su vida.



Llenó nuevamente el vaso hasta el tope, con la vista clavada en la pared tapizada de fotografías familiares. Después, sentado en su mullido sillón de piel, contemplando la docena de portarretratos acomodados sobre uno de los muebles, donde aparecía con personalidades ligadas a su profesión que, de una manera u otra, lo estaban ayudando a impulsar su carrera. En el centro, en un lugar destacado, una foto de él con su suegro, cuando daba inicio la campaña electoral. Tendría un futuro prometedor, sin duda alguna, si todavía tuviera uno.



Se terminó la bebida nuevamente de un solo golpe y estrelló el vaso contra su título de abogado colgado en la pared. Se puso de pie, se acomodó el traje, se aseguró de que la carta recién escrita y firmada con su puño y letra se encontrara en el lugar correcto.



Observó con detenimiento cientos de imágenes atiborradas en su mente; tenía tantas cosas que decir, que sólo pudo quedarse callado.



Acto seguido: Dio tres grandes zancadas tomando impulso, se aventó por la ventana, la que daba a la avenida principal, conteniendo el aire para evitar que un grito lastimero se escapara de su garganta.



Esto no hubiera tenido mayor trascendencia, si su despacho no estuviera ubicado en el doceavo piso.




Capítulo 1



Su cuerpo entero languideció ante la brutal y salaz descarga que expulsó sin mesura, mientras su mente, sus sentimientos y su razón quedaban varados momentáneamente en un lugar no específico, pero alejado del mundo real. La bestia estaba sedada, temporalmente. Se dejó caer de lado sobre el colchón, casi al mismo tiempo un conato de calambre en su pantorrilla izquierda amenazaba con extenderse por toda la pierna; se puso boca arriba y la estiró. Era buena señal, los orgasmos intensos siempre le ocasionaban esa sensación.



El sudor de su cuerpo se confundía con el de su amante, haciendo de ambos uno mismo. Igual se lo secó con la almohada.



—¡Tu marido es un hombre afortunado, coges riquísimo! —farfulló entre dientes, convulso, tratando de recuperar el aire que por un momento había dejado de respirar.



—Mi marido es un imbécil —aseguró Rebeca con desasosiego, mientras le daba tiempo a sus sentidos para que se reacomodaran tras el zangoloteo emocional y físico que acaban de sufrir. Giró sobre ella misma, alcanzó la sábana y se cubrió el cuerpo, como si con eso fuera suficiente para esconder su vulnerabilidad momentánea. Sintió la necesidad de ser abrazada y mimada en ese momento, pero no dijo nada; cerró los ojos, abrazó con fuerza la almohada que tenía a un lado y, simplemente, trató de poner en blanco su mente.



Fabio quiso decir algo que la hiciera sentirse bien, pero no encontró nada adecuado en su escueta colección de frases bonitas, así que optó por concentrarse en sí mismo por un rato. “Cuando el sexo está satisfecho el cuerpo está en calma y el corazón a salvo”, se dijo a sí mismo en silencio, justo antes de que su mente sufriera un bombardeo con todos los pendientes que tenía ese día. Fue invadido por una acuciante necesidad de irse, pero se la aguantó por un momento.



Tras un eterno instante de letargo, ambos se levantaron y comenzaron a recoger su ropa que había quedado desperdigada por toda la habitación, sin ceremonia alguna, con más prisa de la necesaria. Cada uno, por separado, se duchó lo más rápido que pudo para arrancar de su piel el aroma de su encuentro con la clandestinidad de sus pasiones.



Rebeca optó simplemente por hacerse una coleta en el cabello, ponerse sus pants y lo básico de maquillaje, a final de cuentas no necesitaba de mayor glamour, pues como cada mañana “solamente había ido al gimnasio”. Por su parte, Fabio se arregló nuevamente para una junta con un importante prospecto a cliente, para eso tuvo que volver a planchar sus pantalones y su camisa.



Desde el elevador hasta el estacionamiento ninguno se dirigió la palabra, ambos iban ensimismados en su propia catarsis, en sus pendientes inmediatos. Se subieron al auto, un compacto gris, como miles de los que circulan por la ciudad.



Durante el trayecto, con el asiento inclinado hasta atrás, Rebeca aprovechó para hablar al salón de belleza, reservar su lugar, navegar en Twitter y actualizar su estado en Facebook. Fabio, con gorra de beisbolista y gafas, manejaba enfundado en una pose de “yo no conozco a nadie y si me reconoces no soy yo”. Veinte minutos más tarde entraban al estacionamiento subterráneo del centro comercial. Ahí se bajaron. Fabio dejó la gorra junto con las gafas en la guantera, las llaves arriba de una de las llantas delanteras.



—Nos hablamos —fue su escueta despedida, cada cual se dirigió a donde habían dejado su respectivo automóvil.



Fabio vio la hora, le dio gusto percatarse que bien le daba tiempo para desayunar antes de verse con su posible cliente. Telefoneó a su oficina:



—Buenos días Wendy. Un favor, avisa que pasen por uno de los autos… Al de siempre, el mismo, en el mismo lugar… Gracias. ¿Tengo algún mensaje?... Bueno. No olvides hablarme en cuanto llegue mi primo… Gracias.



En cuanto subió a su vehículo, un deportivo negro del año, destapó una de las botellas de agua que siempre traía, dio un largo trago mientras encendía el motor, prendió el radio, subió el volumen, se colocó las gafas y se puso en marcha, tranquilamente, sin percatarse que una camioneta, que había estado aparcada frente a él, comenzó a seguirlo.





No recuerdo exactamente cuándo comencé a sentirme así, invadida por una desesperación incrustada en mi pecho como un crustáceo a una piedra. Muchas veces he gritado en silencio, rogando ser escuchada por alguien antes de que toda mi vitalidad se inunde de tedio. Afortunadamente, creo que ese alguien ya lo hizo cuando más lo necesitaba. Por lo menos me gusta, quiero y necesito pensar que es así. Aunque no negaré que está esa vocecita entrometida, a la cual me opongo hacerle caso, que me advierte sobre la posibilidad de que únicamente se trate de una falacia creada en mi cabeza. Ojalá no.



Con el pretexto de orinar me levanto para ir al baño del restaurante, dejando a mis amigas y a mi hermana en pleno chacualeo. Al fin de cuentas, solamente las he estado oyendo sin escucharlas, mi participación se basa en unos apáticos monosílabos. Mi mente anda en otros lugares, con otra persona.

 



Al entrar al baño me encierro en uno de los cajones, enciendo el cigarrillo que le robé a mi hermana de su bolso, ignorando por completo el letrero de “No Fumar” que está frente a mi y me siento en el escusado cerrado. En ese momento, mientras reinicio con un vicio que se suponía había dejado, trato de rescatar todos los recuerdos que tengo de él, los enhebro con algunos otros que nunca sucedieron, aunque siempre existieron en mi mente como constante fantasía. Al poco tiempo escucho que Rosario entra, apago el cigarro y, antes de salir portando la máscara de tranquilidad que ocupo para situaciones parecidas, le jalo al agua solamente para no tener que explicar qué hacía ahí encerrada.



 —¿Vamos a ir a comer juntas? Hoy es miércoles —me pregunta Rosario, mientras se acicala frente al espejo.



 —Claro —respondo automáticamente, olvidando, más bien ignorando, la presencia de mi hermana, pues me concentro en la imagen de la mujer que tengo frente a mí.



Aunque el espejo aún no se ha ensañado conmigo, me pregunto cómo la edad pudo sorprenderme siendo tan joven. Estoy consciente que mi papel de mujer sensual podría estar anulado por mi condición de madre; sin embargo, creo que puedo rescatar mi protagonismo en tal escenario. Sin rayar en falsa vanidad, para haber tenido ya tres hijos no estoy tan mal. Las nalgas que me hicieron famosa en la universidad ya no están tan firmes como en ese entonces, pero tampoco han sucumbido por completo ante la fuerza de gravedad, al igual que mi busto, que está casi en su mismo lugar. Mi sistema integrado de flotación femenina es apenas perceptible, con ropa puesta, obvio. Pero no tengo celulitis, ni estrías. Creo que aún puedo gustarle.



 —¿Puedes pasar por mí? —inquiere Rosario—, así vamos juntas a recoger a los niños a la escuela y nos evitamos el llevar dos coches, el tráfico es insoportable a esa hora —agrega, buscándome la mirada en el espejo.



 —Me parece buena idea —respondo, sin mirarla.



 —Te has comportado muy rara hoy, Brenda. Algo ocultas —me reclama.



 —Estás loca. ¡¿Qué puedo ocultar?! —me defiendo ingenuamente, a sabiendas de que si alguien se va a enterar de todo esto, será ella.



El rostro de mi hermana dibuja una mueca muy parecida a una sonrisa, la misma que siempre sacaba a relucir cada vez que me descubría mintiendo. Salió del baño recordándome que no se iban a ir hasta que yo saliera. La sigo segundos después, con la firme convicción de ir a inscribirme al gimnasio en cuanto me despida de ellas.





Sentado en la recepción, en medio de un caldo de voces en ebullición, sazonado con el ir y venir de una compacta muchedumbre acelerada, Fabio Origüela espera impaciente, con un botón pegado en la solapa del saco que ostenta la leyenda: “Porque es un Hombre de Bien”, a que de un momento a otro sea recibido por Don Eusebio Gracilaza, el prospecto en turno y candidato puntero a la alcaldía de la ciudad, en una de las elecciones más reñidas de los últimos años.



Aunque tiempo atrás Fabio había decidido ya no realizar esas visitas, así como no admitir a políticos como clientes, en esa ocasión hacía una excepción, ya que Don Eusebio estaba muy bien recomendado por uno de los mejores clientes de la agencia; además, cubría perfectamente el perfil. Era de los pocos políticos reconocidos por su excelente reputación, dueño de una imagen pública inmaculada, con una familia ejemplar, sin mencionar que seguramente se trataba del próximo alcalde de la ciudad. En concreto, tenía mucho que perder, no solamente dinero, lo que lo convertía en un excelente cliente en potencia.



 —¿Señor Origuela? —preguntó una jovencita.



 —Origüela —corrigió Fabio, mientras se ponía de pie, suponiendo que se trataba de la asistente de Don Gracilaza, o similar.



 —Sígame, por favor.



Con su simple cadencia, la jovencita fue abriéndose paso entre la gente hasta la oficina del candidato. Abrió la puerta indicándole con la mano a Fabio que podía pasar. Al hacerlo, la puerta se cerró detrás de él, dejando todo el bullicio afuera.



Una vasta biblioteca, muebles de caoba y piel, un nutrido bar, una vitrina de puros y algunos cuadros de reconocidos pintores, enmarcaban a Don Eusebio Gracilaza, quien se encontraba en mangas de camisa concentrado en darle el visto bueno a media docena de afiches publicitarios de campaña que le mostraba uno de sus colaboradores.



 —En un minuto lo atiendo —anunció el candidato, sin apartar la mirada de los afiches.



En total fueron poco más de quince minutos los que Fabio esperó, de pie, pues nadie lo invitó a sentarse y porque no había lugar para hacerlo, salvo el piso de duela, ya que todos los demás muebles estaban cubiertos de propaganda.



 —Siéntese por favor y hable con tranquilidad, Félix es de toda mi confianza —dijo Don Eusebio, refiriéndose a su guarura de dos metros con cara de pocos amigos que entró justo después de que el muchacho de los afiches se marchara contrariado, mismo que se encargó de retirar y reubicar, de una de las sillas colocadas frente al escritorio, sendas bolsas de plástico repletas de botones publicitarios, para que Fabio pudiera aceptar la invitación de su jefe—. Únicamente le pido que sea breve, pues, como verá, tengo mucho por hacer —sentenció el candidato.



 —Pues mire, nosotros somos…



 —Ya sé quiénes son y qué hacen, por eso está usted aquí —interrumpió Don Gracilaza—. Lo que quiero escuchar de usted es un argumento convincente para decidirme a contratarlos.



 —En ese caso, sólo le puedo decir que, si nos contrata y sigue nuestras indicaciones, usted se va poder coger a quien quiera cuando quiera y nadie, ni su esposa, ni su equipo, ni la prensa, nadie, se va a enterar —Fabio hizo una pequeña pausa antes de agregar— Lo malo no es mentir, sino ser descubiertos mintiendo. Me imagino que usted, como político, estará de acuerdo en eso —una pequeña estocada a su favor, que Fabio disfrutó tanto como le molestó la actitud de supremacía con la que el candidato dio inicio a la conversación.



 —Ese es un buen argumento, de entrada.



 —¿Por qué esperar a que una oportunidad le caiga del cielo para poder disfrutar de su aventura, cuando nosotros le podemos fabricar todas las que usted desee, el día que usted lo necesite y a la hora que más le convenga? —Fabio puso sobre el escritorio su iPad, escudriñando de soslayo el rostro de su prospecto en busca de sus reacciones—. ¿Por qué sufrir después de cada encuentro clandestino con la zozobra de no saber si fue descubierto por algún indiscreto? —agregó sin esperar respuesta mientras, con sutileza, colocaba a la vista de su prospecto el diminuto monitor, para que éste pudiera leer una lista completa de las ventajas que obtendría al hacerse socio de Ángeles Guardianes.



El silencio se instaló incómodamente entre ellos mientras Don Eusebio leía atentamente. Se notaba desconfiado, lo que a Fabio le pareció normal. Generalmente, todos sus clientes dudaban al principio y, si no lo hacían, los descartaba de inmediato, pues los confiados siempre cometían errores.



 —No hay ninguna necesidad de soportar ese sudor frío que nos invade cuando se nos enrosca la lengua al tratar de explicarle a nuestra pareja un absurdo pretexto fabricado de la nada —apostilló Fabio, ahora sí, en espera de algún comentario al respecto.



Don Eusebio Gracilaza, a quien los medios habían bautizado “el último Quijote”, por su integridad y la pasión con la que defendía las causas justas (aunque éstas estuvieran perdidas), se levantó para sacar de su vitrina ambiental un estuche de puros, le ofreció uno a Fabio, éste lo rechazó amablemente, entonces el candidato tomó un Cohiba que enseguida cortó, encendió y se llevó a la boca con parsimonia, acentuando su facha de galán otoñal. Se volvió a sentar, esta vez en el filo de su escritorio, prácticamente a un lado de su visitante. Lanzó una bocanada de humo antes de preguntar solemnemente:



 —Señor Origuela, supongo conoce la historia de Ulises y las sirenas.



 —Por supuesto —afirmó Fabio, en esa ocasión sin corregir el mal pronunciamiento de su apellido.



 —Pues yo me siento como él, cuando se hizo atar al mástil de su barco para poder escuchar el canto de las sirenas, sin sucumbir ante su hipnótico poder. Solamente que yo no estoy atado por propia convicción, sino por diferentes circunstancias, que está de más el mencionarlas. Escucho constantemente el canto de esa sirena, en ocasiones es desesperante, no se imagina todo lo que he tenido que hacer para controlarme, y ya no quiero controlarme más, pues estoy comenzando a distraerme de mi campaña, eso es muy perjudicial, no sólo para mí. Así que… —el candidato lanzó una segunda bocanada de humo impregnando la habitación con un aroma a tabaco quemado— necesito de sus servicios, si es que en realidad son tan eficientes como presume, pues tratándose de quien se trata esta sirenita, no puedo correr el riesgo de que alguien se entere —Don Eusebio se puso de pie—, menos en estos momentos —espetó.



 —Entiendo perfectamente su situación —afirmó Fabio— y le garantizo que usted va a poder disfrutar de esa sirena junto con sus cantos, gritos y gemidos, sin ninguna consecuencia negativa.



 —¿No le estaré vendiendo mi alma al diablo, con ustedes por intermediarios? Van a tener información personal muy valiosa.



 —Solamente la necesaria para que ese “canto” no contamine lo más preciado para usted: su hogar, sus hijos, su reputación… su campaña —enfatizando el tono en sus últimas palabras, Fabio se dispuso a dar su speech de cierre—. Nuestro más valioso patrimonio es la discreción, la confidencialidad es nuestra prioridad. Y es que somos como ángeles, nadie nos conoce más que por nuestras acciones. Y, si usted quiere, seremos sus ángeles, sus ángeles guardianes —finalizó Fabio, dejando que el silencio diera un toque de misterio a sus palabras. Segundos después, puso al alcance de su prospecto una pequeña tarjeta en la cual únicamente estaba escrita una dirección electrónica, el número de un móvil y un logotipo.



Don Eusebio Gracilaza lanzó una tercera bocanada de humo. Tomó el puro con sus dedos índice y anular, apuntó a un lugar no definido en el rostro de Fabio y, con firmeza, advirtió:



 —Voy a confiar en ustedes, sobre todo porque están bien recomendados por alguien a quien admiro y respeto mucho. Muchas de las decisiones en mi vida las he tomado por instinto, la mayoría han sido buenas, espero no equivocarme en esta, ya que pondré en sus manos mi futuro profesional y la tranquilidad emocional de mi familia. Pero, si por algún motivo cometen el más mínimo error, le aseguro que no existirá ángel alguno que pueda protegerlos.



 —No se preocupe, puede estar totalmente tranquilo, sus intereses son nuestros intereses, los protegeremos como tal —apuntó Fabio, utilizando toda la reserva de seguridad almacenada en su pecho.



 —Pronto tendrá la oportunidad de probarlo —concedió Don Eusebio, cortésmente, antes de tomar con discreción la tarjeta que estaba a su alcance.



Fabio se levantó, despidiéndose solamente con una forzada caravana, mientras Félix, que hasta ese momento había permanecido en calidad de figura de ornato, le abría la puerta invitándolo a salir.



Salió de la oficina del candidato sonriendo por sus adentros, satisfecho por haber logrado que personaje de tal envergadura haya decidido buscar protección bajo el resguardo de sus alas, se sentía confiado, orondo.



Una vez afuera Fabio se aflojó la corbata mientras esperaba pacientemente a que el valet parking apareciera con su auto, en el lapso llegó Ismael Salas, uno de sus mejores clientes, acompañado por dos (supuso) colegas. Se saludaron efímera pero cortésmente, como si ambos fueran buenos vecinos. Fabio esperó un par de minutos más, sin percatarse que, en frente, sentada en una de las mesitas del café italiano, una mujer con grandes gafas y escote generoso lo observaba detenidamente mientras tomaba un expreso de moka. Cuando por fin el auto estuvo frente a él con la portezuela abierta esperando a que se subiera, Fabio se quitó el botón publicitario que llevaba en la solapa y se lo dio cual propina al valet parking que le entregó sus llaves. El joven, enfundado en un vistoso chaleco amarillo, lo insultó en voz baja mientras se encaminaba por un auto más.



La mujer que estaba sentada en el café italiano pagaba su cuenta en el mismo instante en el que el Director de la Agencia de Coartadas Personalizadas ingresaba a la corriente vehicular.





De pronto, como si me hubieran quitado un velo de la cara, me di cuenta que por dedicarme únicamente a sacarle brillo a mi monotonía familiar se me habían olvidado muchas cosas, como por ejemplo, lo bien que se siente una cuando se sabe deseada por un hombre atractivo.

 



Jesús, el instructor del gimnasio, quien es mucho más chico que yo, también es, a palabras de mi hermana, un auténtico bombón relleno de lujuria.



Para preparar mi rutina de ejercicios y mi programa alimenticio, Jesús me examinó de pies a cabeza. Me puse nerviosa cuando sacó las medidas de mis piernas, caderas y busto; me avergoncé cuando calculó mis niveles de grasa corporal, pero me sentí alagada cuando noté que tenía una erección. Supuse que se había apenado cuando se dio cuenta que descubrí su short deforme por la excitación, ya que trató, sin mucha suerte, de disimular su estado; sin embargo, hubo en él cierto descaro ante lo que sucedía, y me agradó.



Cuando mi joven instructor concluyó con su justificada manoseada, terminé de llenar la ficha de inscripción con mis datos personales y me fui, apurada, como siempre andaba, aunque no tuviera nada importante que hacer. Tomé camino rumbo a casa de mi hermana, pues iríamos juntas a recoger a nuestros hijos a la escuela, como habíamos quedado. Quería comentarle de inmediato que me inscribí al mismo gimnasio que ella asistía.



Mientras esperaba a que el semáforo diera el siga, un escalofrío me recorrió la espalda lascivamente. Como les comenté, hay cosas que se me habían olvidado.





A vuelta de rueda, Fabio se abría paso entre un mar de vehículos castigados por los rayos del sol. Con el aire acondicionado al máximo, al igual que el volumen de la radio, trataba de escapar momentáneamente de ese purgatorio urbano por el que se veía obligado a atravesar cuando, por alguna circunstancia ajena a sus deseos, lo sorprendía la hora pico manejando.



Se distraía observando los rostros de desesperación de sus compañeros de martirio. A un vehículo de distancia logró distinguir a una joven pareja que supuso estarían discutiendo, ya que ella lloraba mientras hablaba y él se llevaba ambas manos a la cabeza, bajándolas por su rostro en repetidas ocasiones.



Después de diez minutos logró avanzar unos cincuenta metros. A un costado de él se detuvo un camión de pasajeros que ostentaba una publicidad proselitista con el rostro sonriente de Don Eusebio y el slogan de campaña: “Porque es un Hombre de Bien”. —Pinche viejito calenturiento —comentó para sí mismo. Fue entonces cuando se puso a enumerar los pros y contras de contar con Don Eusebio como nuevo cliente. Estaba seguro que sería iluso pensar que la advertencia que le profirió fuera pura flema cazurra; sin embargo, también suponía que si quedaba satisfecho, como estaba seguro que quedaría, podría garantizar una serie de suculentos contratos con personalidades ligadas a él. Confiaba en que su agencia funcionaba con tal diligencia que los errores quedarían descartados; no tenía duda sobre eso.



Su teléfono celular vibró anunciando llamada. Bajó el volumen de su estéreo antes de contestar:



 —¿Qué pasó Wendy?... Pues dile a Pilar que por favor se apure, necesitamos enviar mañana a primera hora la invitación y el programa del congreso de medicina… A casa del doctor obviamente, confirmando que sea la esposa de él quien lo reciba… Que lo lleve Beto y de ahí que se vaya a checar que esté todo en orden en el condominio del sur, pues lo van a ocupar el fin de semana. Dile a Rivelino que vea lo de los “ángeles” que se van mañana a la playa para cubrir al ingeniero. ¿Ya llegó mi primo?... En cuanto llegue dile que me haga el favor de esperar, estoy atorado en el tráfico… Gracias Wendy.



Al colgar escuchó a varios perros peleándose en el camellón por montar a una hembra en celo. Al otro lado, sobre la acera, el bamboleo de una faldita tipo colegiala acaparó su atención. Siguió el andar de la jovencita con la mirada por el retrovisor.



 —Un buen trasero siempre será como una sonrisa amigable —afirmó, antes de avanzar lentamente. Fue hasta ese momento cuando se percató que una llamativa trigueña lo observaba fijamente desde su camioneta. Fabio sonrió, fue correspondido, su ego se inflamó y, casi al mismo tiempo, le pegó al coche de enfrente. Como torpedos se bajaron del automóvil agredido tres jóvenes con el rostro cundido de acné; Fabio lo hizo lentamente, de malas. La trigueña pasó a su lado mandándole un guiño coquetón, Fabio quiso

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