Read the book: «El anorak de Picasso»
José Antonio Garriga Vela
José Antonio Garriga Vela (Barcelona 1954) debutó como novelista con Una visión del jardín en 1985. Desde la aparición de Muntaner, 38, (Premio Jaén de Novela 1996) es considerado uno de los autores fundamentales de la narrativa contemporánea española. Sus últimas novelas son: El vendedor de rosas (2000), Los que no están (2001) y Pacífico (Premio Dulce Chacón a la mejor novela publicada en lengua española en 2008). Es autor de varios libros de cuentos y de dos obras de teatro. Reside en Málaga, es columnista del Diario Sur y pertenece a la Orden de Caballeros del Finnegans.
Candaya Narrativa, 18
EL ANORAK DE PICASSO
© José Antonio Garriga Vela
Primera edición: abril de 2010
© Editorial Candaya S.L.
Camí de l’Arboçar, 4 - Les Gunyoles
08793 Avinyonet del Penedès (Barcelona)
Diseño de la colección:
Francesc Fernández
Imagen de la cubierta:
Francesc Fernández (composición a partir de fotografías de Zsolt Horvath y David Douglas Duncan)
BIC: FA
ISBN: 978-84-15934-91-2
Depósito Legal:
Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier procedimiento, sin la previa autorización del editor.
Índice
EL ANORAK DE PICASSO
EL CUARTO DEL CONTADOR
EL TELÉFONO DEL SEÑOR PERMANYER
DÍAS FELICES EN TÁNGER
EL KILÓMETRO CERO
EL ANORAK DE PICASSO
El anorak de Picasso es una historia verdadera. En ella he combinado textos del libro de Josep Pla, titulado Santiago Rusiñol y su tiempo, con algunos recuerdos y reflexiones personales. También aparecen en este relato una serie de circunstancias casuales que relacionaron a Santiago Rusiñol, el Cau Ferrat y Pablo Picasso con mi familia. Al cabo de los años, he llegado a la conclusión de que el mundo es bastante más pequeño de lo que yo pensaba y de que la gloriosa existencia de los hombres transcurre en un barrio insignificante del universo.
Me gustaría expresar mi agradecimiento a Josep Pla por contarme la historia de Rusiñol y el Cau Ferrat, si no hubiera sido por él nunca me habría enterado de los acontecimientos que se produjeron en la casa donde nací. El libro de Pla representa para mí una especie de certificado de garantía, probablemente si él no lo hubiese escrito nadie me creería.
Así pues dedico este relato a Josep Pla. A Santiago Rusiñol, que me transmitió el conocimiento de las cosas invisibles. Y también a Pablo Picasso por recibirnos, a mis padres y a mí, en su casa de Château de Vauvenargues en agosto de 1959.
1
Nunca he pertenecido a esa clase de personas que piensan que ciertos lugares quedan impregnados de la energía de quienes los habitaron. Incluso hoy, cuando la propia experiencia me ha demostrado lo contrario, sigo sin creer en las casas encantadas. Sin embargo nací y estuve viviendo durante cerca de veinte años en una de ellas. Me refiero al piso bajo primera de calle Muntaner 38. No descubrí su magia entonces sino bastantes años más tarde. Tampoco creo que mi manera de ser la haya heredado del famoso artista que ocupó mi cuarto antes de que yo naciera, aunque me agradaría que así fuese. Pero he de confesar que al descubrir lo que había sucedido entre aquellas paredes, los personajes que por allí pasaron y las profundas afinidades que me unían al antiguo inquilino, no tuve más remedio que ceder a la evidencia de que el espíritu de ciertas personas permanece en determinados lugares, como he constatado con la presencia de Santiago Rusiñol en la casa de Muntaner.
No sabría nada de lo que digo si no fuera porque cuando publiqué Muntaner, 38, en noviembre de 1996, el escritor barcelonés Enrique Vila-Matas hizo una crítica del libro en la que acababa planteando la siguiente pregunta al autor de la novela: “¿Sabe que en Muntaner 38 precisamente fue donde Santiago Rusiñol fundó el Cau Ferrat?”. Enseguida me puse en contacto con Vila-Matas que me remitió al libro de Josep Pla. No fue fácil conseguir el volumen en el que Pla cuenta la vida del poeta y pintor Santiago Rusiñol y la historia sentimental del Cau Ferrat.
La mayoría de la gente creía que Rusiñol era un hombre que se pasaba el tiempo bromeando, escribiendo y pintando jardines para venderlos en la Sala Parés de calle Petritxol. Después de estudiar profundamente tanto su vida como su obra, Josep Pla llegó a la conclusión de que la imagen popular que se tenía de Rusiñol no coincidía del todo con la realidad. Al profundizar en su conducta, Pla descubrió un Rusiñol más complejo e irónico, aunque no tan bromista. Más sarcástico que alegre. Un trabajador infatigable. Un artista solitario e insatisfecho que todo lo que hizo en este mundo fue para intentar distraer el tedio de la vida.
Un gran amigo suyo, Josep Maria Sert, afirmaba que Rusiñol sólo estaba contento cuando se sentía triste. Tal actitud no respondía a ningún comportamiento extraño. Pla afirmaba que Rusiñol era un romántico, pero no en el sentido que le dan los enamorados sino que él fue un romántico desde el punto de vista de la historia de la cultura. No un romántico diabólico, orgulloso y temerario, sino un romántico considerado y pasivo. El temperamento romántico implica dar más importancia al sentimiento que a la inteligencia y al instinto que a la prudencia. El romántico vive en un mundo construido a la medida de sus sueños y tiene un disgusto permanente con el mundo real, porque las cosas no suelen adaptarse a sus deseos. Rusiñol sufrió sin que la gente lo supiera y por eso estaba tan triste. Me gusta pensar que fue él quien me contagió el virus de la tristeza y que también heredé su forma de ser. Me reconforta imaginar que su presencia permanecía en el piso de Muntaner setenta años después de haberlo abandonado. Quizás por eso escribí “Contento de estar infeliz”cuando apenas lo conocía,un cuento donde el protagonista pronuncia una frase que podría haber escrito Santiago Rusiñol: “Delante de quien adoras es un placer estar triste”.
Leía el libro de Josep Pla y rememoraba los años que había pasado con mi familia en el piso bajo de calle Muntaner. Desde el balcón veía el silencio de la lluvia. El silencio de los tranvías y de los cascos de los caballos que galopaban tras la muchedumbre en el mes de mayo de 1968. Una película muda tras los cristales empañados. También desde allí, Rusiñol miraba pasar la vida como si fuera una ruidosa y vieja tartana. A veces imagino que estamos juntos los dos, Rusiñol y yo, quietos y callados como dos viejos fantasmas, asomados al balcón que se eleva a un metro escaso de la calle, mirando el pasado bajar al galope por calle Muntaner.
Me estremecí al traspasar la puerta del libro de Pla y encontrarme en mi casa con los amigos de Rusiñol. Los artistas más relevantes de aquella época habían estado en la misma cocina en la que mi madre guisaba. Mi dormitorio había cobijado sus sueños. El taller cubierto de claraboyas, donde estaban la mesa de sastre y las máquinas de coser de mi padre, había acogido las esculturas de Enric Clarasó y los hierros de Santiago Rusiñol. Allí se pudo escuchar la divina voz de Eleonora Duse. Ella había recorrido el mismo pasillo que años después atravesarían a diario las empleadas de mi padre. Las doce maquinistas que apretaban con sus pies el pedal de la Singer mientras soñaban que huían a paraísos lejanos. El piso donde nací guardaba en secreto los pensamientos, los sueños y las palabras de esos artistas memorables. Yo abría la puerta de mi casa en el libro de Josep Pla y me topaba con todos ellos, que no habían muerto.
El piso de Muntaner no fue sólo el espacio físico en el que se formó el embrión de uno de los movimientos culturales más importantes de Cataluña sino que aquella casa encantada también estuvo marcada por otras circunstancias que sucedieron con posterioridad y que habrían de resultar decisivas para la vida y la historia de la ciudad. Una casa marcada a la vez por el arte y la violencia; el modernismo y la guerra. Hace apenas un año se restauró la fachada tras casi un siglo de abandono. Hubo un tiempo en el que llegué a creer que Muntaner 38 era un edificio fantasma. Un lugar que no existía salvo en la memoria de los muertos y en la ficción de quienes lo habíamos habitado. Sin embargo, delante del balcón fusilaban a los prisioneros durante la guerra y allí asesinaron a los hermanos Badía.
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El escritor Josep Pla cuenta que un día del año 1881 Santiago Rusiñol le propuso al escultor Enric Clarasó alquilar entre los dos un taller que se encontraba en uno de los bajos del número 38 de calle Muntaner, cerca de la Gran Vía. Era uno de esos pisos amplios del nuevo barrio del Ensanche que había diseñado el ingeniero y urbanista Ildefons Cerdá. El patio interior estaba cubierto por claraboyas y a través de ellas entraba la luz que los artistas necesitaban para trabajar, aunque Rusiñol siempre prefirió pintar al aire libre. Allí Clarasó puso las esculturas y Rusiñol los hierros. A Rusiñol le gustaban los hierros. Le evocaban las callejuelas del barrio medieval en el que había vivido hasta entonces. Un barrio lóbrego, viejo y pintoresco.
Santiago Rusiñol vivió los primeros veinticinco años de su vida en calle Princesa con su abuelo Jaume Rusiñol. Los padres murieron jóvenes y los tres hijos del matrimonio fueron acogidos por ambas familias. Santiago se quedó con el abuelo paterno y sus dos hermanos con la familia de la madre. La familia Rusiñol era dueña de una fábrica de tejidos: “Jaime Rusiñol Hilados”. Mi padre era sastre, otra coincidencia que me relacionaba con Rusiñol. A mi padre le hicieron un encargo de trescientas batas azules y otros tantos monos de trabajo para los empleados de una empresa de grifería. Los días festivos, mis hermanas y yo, embarcábamos en la mesa de trabajo de mi padre y zarpábamos hacia países remotos igual que hacían las maquinistas cuando apretaban el pedal de la Singer, como si condujeran un coche hacia un lugar muy lejano que estaba dentro de sus cabezas. Los remos eran largas reglas de madera que se hundían sobre el mar de retales azules.
El domicilio de Jaume Rusiñol se encontraba a cuatro pasos de la catedral y del núcleo monumental de Barcelona que la Via Laietana destruyó para siempre. Lo que hoy queda del barrio gótico es una belleza decapitada. En aquel laberinto de callejuelas subsistía un mundo de reminiscencias y cosas hermosas. Los que allí vivían eran catalanes viejos, hijos de un suelo antiguo. Un día Josep Pla le preguntó a Rusiñol que por qué le gustaba tanto Gerona. Rusiñol se puso serio de repente y, después de una breve pausa, le contestó: “Gerona me gusta mucho, muchísimo, y me gusta tanto porque tiene alguna cosa de la Barcelona de mi tiempo, de la Barcelona que me han destruido”.
Rusiñol fue un hombre que pensaba en otra cosa. A mí también me llamaban constantemente la atención para que bajara de las nubes. La fantasía guiaba la vida de Rusiñol y yo pasaba el día en la inopia. Creo que no he cambiado desde entonces y que por eso inicié la novela Pacífico con esta cita de António Lobo Antunes: “Cuando el 25 de diciembre de 1863 Victor Hugo escribió en uno de sus cuadernos: Soy un hombre que piensa en otra cosa, se refería, claro está, a mí”. Rusiñol descubría detalles invisibles en los que apenas nadie se fijaba. Durante la época en la que la mayoría de la gente estaba más predispuesta a percibir las insinuaciones del mundo externo, Rusiñol fue sensible a la poesía de la vieja Barcelona. Aquella densa concentración humana, encajonada, casi asfixiada, en el barrio medieval.
El contraste era verdaderamente curioso. Barcelona ya se había convertido en una ciudad comercial e industrial importante, pero los barceloneses todavía se pisaban entre sí en las callejuelas del barrio viejo. Era un torrente de vida comprimida en espacios de otro tiempo. Josep Pla afirma que a Rusiñol le resultaba indiferente el confort y la higiene de la vida moderna. Le gustaban mucho más las cosas lóbregas, oxidadas, marcadas por la usura del tiempo. El hombre que pasaría a la historia del arte como la figura más representativa del modernismo adoraba las telarañas, el polvo, el moho y las maderas apolilladas. Por eso mientras en aquella Barcelona del año 1880 se incubaba una de las ampliaciones urbanísticas más intensas del continente europeo, Rusiñol dedicaba las horas libres de su juventud a dibujar el viejo hierro de forja que buscaba por la ciudad. Le gustaba rastrear las calles intrincadas. Subía las estrechas y oscuras escaleras. Se colaba en los patios húmedos. Examinaba los rincones hasta capturar la pieza. Como un cazador. A pesar de sus viajes y de sus largas estancias en el extranjero, Rusiñol jamás olvidó aquel mundo misterioso y repleto de sugerencias. Fue siempre sensible a la ciudad medieval donde transcurrieron su infancia y su adolescencia. La ciudad en la que vivió hasta su viaje a París en 1887, cuando ya tenía veintiséis años. La esencia de Barcelona es la Barcelona de Santiago Rusiñol.
A pesar de su animadversión a los anticuarios, Rusiñol se llevaba a casa todos los objetos que encontraba abandonados en la calle. Igual que los traperos. Más tarde escribiría: “Los coleccionistas de antigüedades son los traperos de los recuerdos”. Sin darle la más mínima importancia, se dedicó a dibujar bellísimos objetos de hierro forjado. Esta colección fue el núcleo inicial del museo del Cau Ferrat que, como señala Pla, es un auténtico título de gloria para quien la ha formado y un elevado honor para el país que la posee.
Muchos años después, yo también buscaba oro viejo en los contenedores de basura. Al llegar la noche, subía con un par de amigos por calle Muntaner hasta llegar a los barrios altos. Una de esas noches encontré un cuadro con el marco apolillado y manchas de hongos en el papel. El dibujo representaba a una muchacha moribunda y estaba firmado por Santiago Rusiñol.
El aumento progresivo de la colección de hierros le planteó a Rusiñol serios problemas de espacio. El escultor Enric Clarasó tenía en 1881 un taller en los bajos de un edificio propiedad de la familia Rusiñol. Los dos hermanos de Santiago vivían en un piso de esa casa de la Gran Vía. Él seguía viviendo con su abuelo en calle Princesa, aunque iba a menudo a ver a sus hermanos. En el transcurso de una de esas visitas descubrió el taller del escultor y sintió una gran curiosidad por conocerlo. Enseguida entablaron amistad.
Tras morir su abuelo, Santiago Rusiñol se trasladó al piso de sus hermanos en la Gran Vía y eso hizo aumentar la amistad con Clarasó. A pesar de llevar tiempo trabajando, el escultor era un hombre pobre y por las noches subía a cenar al piso de los hermanos Rusiñol, que siempre contaron con el respaldo económico de la familia. Fue entonces cuando Santiago Rusiñol le propuso a Enric Clarasó alquilar el piso bajo primera de calle Muntaner.
Alrededor del taller pronto se reunieron un grupo de amigos. Aparte de Rusiñol y Clarasó también acudieron Ramon Casas, Ramon Canudas, Soler y Rovirosa, Joan Cerdá, Frederic Rahola, Albert Llanas, Josep Yxart, Raimon Casellas, Sánchez Ortiz y varios más. Casi todos eran desconocidos, aunque algunos ya empezaban a despuntar en el mundo del arte. Al final, la mayoría de ellos alcanzó la fama. El grupo se reunía los sábados a tomar café, beber absenta y conversar sobre lo divino y lo humano. Josep Pla dice que eran jóvenes entusiastas y repletos de vitalidad. Cualquier éxito o fracaso era motivo de celebración. Lo festejaban todo. Hacían fiestas en el taller, comían y bebían copiosamente y el ingenio brotaba de manera espontánea. Después se ponían a cantar. Entonces se cantaba mucho más que ahora. Aquellos eran tiempos agradables en los que aún no se había perdido la dulzura de la vida.
El taller no tenía nombre. Hasta que un día decidieron bautizarlo. Fue puesto a votación y por mayoría ganó la palabra Cau, que en catalán suele utilizarse con un sentido peyorativo. Podría traducirse como agujero, sótano, algo oculto y siniestro. Al haber tantos hierros acabó llamándose Cau Ferrat: Agujero de Hierro. Para celebrar el bautizo encendieron velas que distribuyeron por todos los cuartos de la casa y también pusieron algunas en el balcón. Los vecinos bajaron alarmados creyendo que había sucedido una desgracia. Los transeúntes que pasaban por delante del bajo primera de calle Muntaner 38 se asomaban al balcón y los artistas del Cau Ferrat los saludaban, como si estuvieran en el interior de un acuario con los cristales abiertos. Como si el arte se refugiara en un mundo aparte. Un acuario que los distanciaba y a la vez les protegía del resto del mundo. Aquellos jóvenes fueron los pioneros de la bohemia.
Al cabo de los años, ese acuario fue el comedor de la novela Muntaner, 38. Entonces, yo aún no conocía la vida de Rusiñol ni el libro de Josep Pla ni la existencia del Cau Ferrat. Sin embargo, una noche también iluminé el piso con velas, como las velas que ellos encendían en sus fiestas, y me desnudé, allí, en el mismo comedor de Rusiñol, y la sombra gigante de mi cuerpo temblaba en el techo y las paredes como temblaba la mano del artista cuando ya era viejo, tenía reuma y pintaba los jardines tristes de Aranjuez. Luego me tendí junto a la silueta de tiza de Cristina Moslares como un perro guardián. Cristina Moslares era la protagonista de mi novela. Mi heroína. La muchacha que se fue a Nueva York y posó para el fotógrafo Cecil Beaton. Mis dedos eran un pincel que iba acariciando la línea de sus piernas, la curva del pecho, el perfil de la cara. Cada mañana tenía que remarcar de nuevo su silueta. Un día con el mismo jaboncillo azul que mi padre utilizaba para señalar las telas, otro con el rosa, y el blanco. Luego coloreaba el interior con los tonos pastel que de niño utilizaba para pintar los mapas. Ella permanecía quieta, igual que al maquillarla antes de posar para una sesión fotográfica. Yo mantenía el resplandor de su imagen con el cuidado y la delicadeza de un restaurador.
Mi padre dibujaba sobre la tela. La cortaba con unas grandes tijeras de hierro y después se dedicaba a hilvanar las distintas partes de la prenda con la paciencia y la pulcritud de un cirujano. Quizás por esa razón deseaba que yo estudiase medicina. Mi padre relacionaba la sastrería con la cirugía, la pintura, la escritura, decía que eran los oficios lentos de una época demasiado apresurada. Rusiñol opinaba lo mismo que mi padre. Me habría gustado saber qué pensaba mi padre cuando perfilaba las medidas del cliente sobre el tejido. Yo, al remarcar la silueta de Cristina sobre el suelo del comedor, pensaba en los momentos que jamás habíamos compartido. La tiza era una prótesis de mi dedo índice que acariciaba el contorno de su cuerpo en un comedor iluminado con velas, como si celebrara una fiesta. Una fiesta a la que, ahora que los conozco, me sentiría orgulloso de invitar a los artistas que estuvieron hace ya más de un siglo sobre el mismo suelo que años después habría de pisar Cristina Moslares.
Según Josep Pla, lo más digno de ser recordado del Cau Ferrat de Muntaner fueron las reuniones semanales de los sábados. Algunos cambios importantes, que con el tiempo se produjeron en la ciudad, tuvieron su germen en ese taller. No se hablaba con el lenguaje convencional que se suele emplear en los cenáculos intelectuales. El sentido del ridículo de los asistentes era demasiado agudo para que la pose, la afectación o cualquier otro dogmatismo se manifestaran. Quizás por ello las reuniones resultaban agradables y persistieron a lo largo del tiempo. El Cau Ferrat nunca fue el agujero oscuro que su nombre sugiere sino un lugar de reunión al que acudieron además del grupo permanente otros grandes artistas de la época, como la divina Eleonora Duse, Isaac Albéniz, Amadeu Vives, Ramon Pitxot y Joan Maragall. La vida del Cau barcelonés duró diez años. Hasta que Clarasó, Casas y Rusiñol viajaron a París y a partir de entonces siguieron celebrando allí las tertulias. Tras el regreso de París, Rusiñol trasladó el Cau Ferrat de calle Muntaner a calle Fonollar, en Sitges, junto al Rincón de la Calma.
El mismo año en el que Santiago Rusiñol y Enric Clarasó fundaron el Cau Ferrat en el número 38 de calle Muntaner, a mil cien kilómetros de distancia nació Pablo Ruiz Picasso en el número 36 de la Plaza de Riego, en Málaga. Pero lo más curioso no fue que al cabo del tiempo coincidiera Picasso con el grupo fundado por Rusiñol y Clarasó, lo más sorprendente, al menos para mí, consiste en la misteriosa conexión que se produjo entre el Cau Ferrat y Picasso con mi familia.
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