Read the book: «La filosofía contada por sus protagonistas II», page 2

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Los seres humanos poseemos una gran cantidad de necesidades, que producen en nosotros una amplísima variedad de deseos. Deseamos comer, beber, compañía, saber, sentirnos aceptados… Y cuando satisfacemos nuestros deseos, nuestras necesidades, sentimos una sensación agradable —eso es el placer—, mientras que cuando no podemos hacerlo, lo que sentimos es dolor. Cuanto más aguda es la necesidad y más fuerte el deseo, más intenso es el placer cuando se satisface y más intenso el dolor cuando no se puede conseguir esa satisfacción.

Un ejemplo concreto nos puede ayudar a entender con claridad lo que acabo de explicar: el agua; cuando la consumimos con muy poca sed —durante una comida, por ejemplo—, nos proporciona un placer prácticamente insignificante, pero también es insignificante el dolor si no la podemos consumir; ahora bien, si la sed es intensa —después de un gran esfuerzo físico, por ejemplo—, beber agua se convierte en un placer extraordinario o en un sufrimiento considerable si no podemos hacerlo.

No sé si el placer se obtiene solamente al satisfacer necesidades o si el dolor aparece solo cuando no podemos conseguirlo, pero lo que ha dicho tiene sentido. Así que, por mí, puede seguir adelante.

Lo primero que hay que tener en cuenta es que de las necesidades que poseemos los humanos, unas son «naturales» y otras «artificiales». Las naturales son las que nacen con nosotros, las que poseemos por el hecho de ser humanos, mientras que las artificiales son las que adquirimos al vivir en unas sociedades que poseen siempre unas determinadas costumbres o modos de comportarse. Por ejemplo, son naturales el hambre, la sed, el deseo de aprender, de realizarnos…, mientras que son artificiales el tabaco —es verdad que esta adición no existía en mi época, pero la utilizo porque permite entender muy bien a qué me refiero al hablar de necesidades artificiales—, el deseo de ser o de tener más que los demás…

También se pueden considerar necesidades artificiales las que siendo naturales en cuanto a su origen no lo son en cuanto a los medios que se utilizan para satisfacerlas. Los seres humanos somos muy plásticos, somos muy moldeables a la hora de satisfacer nuestras necesidades, y podemos aprender a satisfacer las necesidades más básicas y naturales con medios artificiales. Por ejemplo, la sed con refrescos de diversas marcas o incluso con bebidas alcohólicas.

Pues bien, en mi opinión, para llevar una vida placentera, para vivir felizmente disfrutando del placer, lo que hay que hacer es limitarse a vivir satisfaciendo solo las necesidades naturales, y comedidamente, además. Aunque el alimento sea natural, no tiene sentido seguir comiendo una vez que se ha saciado el hambre, puesto que las consecuencias de comer de más pueden ser negativas y provocar sufrimiento. Las necesidades artificiales, sin embargo, solo hay que satisfacerlas en contadas ocasiones y siempre después de un cálculo racional, no sea que con el tiempo terminen acarreando un dolor más grande que el placer momentáneo que produce.

Por eso la prudencia, que es la virtud que nos permite realizar esos cálculos racionales adecuadamente, es una de las virtudes principales que hay que tratar de adquirir. Principio de toda vida dichosa y, por ello, el sumo bien es la prudencia; es superior a la misma filosofía; de ella se desprenden las demás virtudes, pues sin prudencia, sin moralidad y sin justicia, no es posible vivir dichoso, como viceversa, sin placer tampoco se puede vivir racional, moral y justamente.

Y ¿cuál es el motivo de esta propuesta que, a primera vista, parece un tanto insólita, puesto que para vivir placenteramente exige moderarse e incluso abstenerse de determinados placeres?

Los motivos que me llevan a mantener esta posición son varios. Creo que pueden quedar muy claros si, para reflexionar sobre el tema, consideramos la vida de una persona cualquiera no en un instante concreto sino en conjunto, en toda su duración.

El primero de ellos es de carácter económico. Satisfacer las necesidades naturales es barato. Beber agua cuando tenemos sed o comer alimentos naturales cuando tenemos apetito, apenas cuesta dinero. Los refrescos, las bebidas alcohólicas o los manjares muy elaborados son mucho más caros y, en la mayoría de las ocasiones, conseguir ese dinero obliga a una serie de trabajos y de penalidades que no dejan ni siquiera tiempo para poder disfrutar del placer. Pero, aunque tengamos dinero y no necesitemos hacer esfuerzo alguno para conseguirlo, ¿quién nos garantiza que lo vamos a tener siempre?; y ¿qué ocurrirá si nos acostumbramos a satisfacer la sed o el hambre con productos caros y, por el motivo que sea, nos encontramos de pronto con que no tenemos dinero para adquirirlos? Que lo pasamos mal, que sufriremos recordando lo que fue y ya no puede ser. Por el contrario, si nos acostumbramos a vivir satisfaciendo exclusivamente nuestros deseos naturales con medios naturales, es mucho más difícil que tengamos que sufrir porque llegue un momento en que no podamos hacerlo.

Bastarnos a nosotros mismos, la «autarquía», es un gran bien para ser felices disfrutando del placer. Cuando no necesitamos de la riqueza para poder vivir placenteramente, cuando nos bastamos a nosotros mismos, poseemos ese bien inestimable que es la libertad. Hemos de contentarnos con poco, ya que gozan más de la riqueza los que menos necesidad tienen de ella; lo natural es fácil de alcanzar, mientras que lo que es vano resulta difícil de poseer. Vivir satisfaciendo las necesidades artificiales obliga a tener que luchar por acumular riquezas, y el que quiere llevar una vida libre no puede adquirir grandes riquezas, pues estas no se pueden conseguir sin tener que realizar a cambio servicios al vulgo o a los poderosos. La persona libre posee todo lo necesario para ser feliz en su misma libertad.

El segundo tiene que ver con la salud. Vivir satisfaciendo las necesidades naturales, y con medida, además, es muy saludable: no deteriora el organismo e incluso ayuda a mantenerlo en buen estado. No ocurre lo mismo con la mayoría de las necesidades artificiales: disfrutar de ellas exige poseer una buena salud, pero la van minando poco a poco las copiosas y muy elaboradas comidas de manjares grasientos, el alcohol, el tabaco…, que tienen efectos nefastos en el organismo. Además, los humanos no siempre disfrutamos de una buena salud. Sobre todo en los últimos años de la vida, nuestra salud suele ser deficiente y, si nos hemos acostumbrado a vivir satisfaciendo necesidades artificiales, como nuestra salud ya no nos permite seguir haciéndolo al llegar a una determinada edad, vamos a sufrir recordando lo que hacíamos en el pasado y ya no podemos hacer.

Parece, por lo que está diciendo, que la vida placentera se consigue no tanto buscando el placer cuanto evitando el dolor.

Efectivamente. El dolor es lo contrario al placer, y vivir una vida placentera exige tratar de evitar el dolor por todos los medios. Para conseguirlo, tenemos que tratar de vivir disfrutando habitualmente de la satisfacción moderada de las necesidades naturales, deleitándonos con las artificiales solo en contadas ocasiones y con precaución, para no tener que sufrir por lo que hemos perdido.

Antes has afirmado que mi posición podía parecer insólita, y de insólita tiene muy poco. No solo en mi época sino a lo largo de toda la Historia, han sido muchos los movimientos culturales que han mantenido una posición semejante —las razones pueden haber sido algo diferentes en algunos casos— y han propuesto vivir satisfaciendo las necesidades naturales y disfrutando de lo que la naturaleza nos proporciona directamente y sin elaboraciones sofisticadas.

Aunque pueda parecer pretencioso por mi parte —reconozco que es una exageración el tipo de personajes históricos con los que me relaciona—, quiero resumirte lo que dice de mí un contemporáneo tuyo. Me refiero, en concreto, al gastrónomo Xavier Domingo.

Hablando en un artículo de cómo tenemos que alimentarnos para disfrutar de verdad de la comida, recomienda consumir habitualmente alimentos frugales: verduras cocidas o a la plancha, pescados y carnes, también a la plancha, y frutas, para, de vez en cuando, salirse de esa línea habitual y disfrutar de un plato suculento —el ejemplo que pone es un foie de oca con salsa de uvas, pero sirven otros muchos—. Indiscutiblemente, el foie —si a uno le gusta, claro está— proporciona un placer mayor que las verduras cocidas o a la plancha, pero su consumo habitual destrozaría rápidamente nuestra salud y su precio exigiría poseer una economía muy boyante. Para disfrutar de verdad de la comida, recomienda, pues, consumir habitualmente platos sencillos y sanos y disfrutar de platos suntuosos solo en contadas ocasiones y con cálculo. Termina el artículo, que refleja bastante bien mi posición en relación con el placer, aunque él la centra solo en el tema de la comida, con una afirmación que me parece desmesurada por los personajes con los que me compara: Ni Marx, ni Jesucristo: Epicuro.

Siento estar continuamente hablando de comida y de bebida, pero creo que el hambre y la sed son las necesidades más básicas de los humanos —de hecho, escribí que el placer comienza por el estómago— y las que más ayudan a entender mi posición sobre el placer.

Me parece oportuna esta última aclaración porque, además, me da pie a una pregunta que llevaba rondándome por la cabeza desde que ha comenzado a hablar del placer. ¿Solo existen placeres materiales, es decir, placeres ligados a la satisfacción de necesidades materiales como la comida, la bebida, el sexo…?

En absoluto. También existen necesidades espirituales y, por lo mismo, deseos y placeres ligados al alma. Los placeres del alma son superiores a los placeres materiales, a los del cuerpo. Además, están a nuestro alcance con mucha más facilidad, puesto que los placeres del cuerpo solo se disfrutan en el momento en el que aparece la necesidad y se satisface, es decir, en un presente, mientras que el espíritu puede disfrutar del presente, pero también del pasado y del futuro. Mantener una conversación agradable, contemplar un paisaje hermoso, leer un buen libro, contemplar una obra de arte… son todas ellas actividades que proporcionan placer en el momento en que se realizan y que, además, no cuestan dinero ni exigen poseer una buena salud para disfrutar de ellas.

Pero, además de esos placeres que se obtienen en un presente, el alma puede recrearse tomando posesión de los placeres del pasado mediante el pensamiento, recordándolos o planificando acciones positivas que va a realizar en un futuro. Estos placeres son fáciles de conseguir y, además, son de lo más gratificantes.

Como puedes ver, es mucho más difícil que nos veamos privados de los placeres del alma que de los del cuerpo, y que esa privación nos pueda acarrear dolor. No obstante, a pesar de su inferioridad, los primeros en ser atendidos tienen que ser los placeres del cuerpo: hay que eliminar el dolor de estómago que provoca el hambre antes de poder gozar de otros placeres.

Los placeres del alma ¿son todos iguales o hay algunos superiores a otros?

De entre todos los placeres del espíritu, el más importante y el que más hay que tratar de cultivar es la amistad. De todos los bienes que la sabiduría procura para la felicidad de una vida completa, el mayor es, con mucho, la adquisición de la amistad. Al cultivar la amistad, la vida humana se ve revestida del mayor placer posible y adquiere, además, una dimensión universal puesto que puede darse entre personas que pertenecen a cualquier clase social.

En el jardín de mi casa de Atenas —en el que, por cierto, se cultivaban hortalizas para poder satisfacer naturalmente nuestras necesidades más básicas, por lo que más que un jardín era un huerto—, fueron estas ideas las que enseñé y conforme a las que traté de vivir. A diferencia del resto de las escuelas filosóficas, tanto antiguas como posteriores, al jardín de mi casa acudían todo tipo de personas, independientemente de su sexo, condición o clase social: allí podían verse tanto mujeres como hombres, tanto ciudadanos libres como esclavos, y procurábamos entablar entre todos nosotros relaciones amistosas, puesto que la amistad va recorriendo el Universo como un heraldo que nos invita a la felicidad.

En mi opinión, la amistad es incluso preferible al amor, ya que resulta menos intranquilizadora que este. Es posible que el amor proporcione más intensidad en el placer, pero lo que también es cierto es que proporciona más sufrimiento con su desaparición.

Creo que su pensamiento ha quedado suficientemente claro. Por eso, y para terminar la entrevista, quiero darle las gracias por haber accedido a ella pero, antes de despedirnos, quiero comentarle algo que me ha llamado la atención y negativamente, además. Espero que mi comentario no le moleste. Exceptuando lo que ha dicho sobre la amistad, los «otros» no han aparecido por ningún lado en sus reflexiones. ¿Significa eso que, en su opinión, los seres humanos tenemos que vivir preocupándonos solo de nosotros mismos, sin tener en cuenta a los demás?

Pues, pese a que pueda parecer un poco fuerte, y aunque tal vez lo has planteado demasiado tajantemente, así es como pienso que hay que vivir. Quizá mi posición ante este tema tenga mucho que ver con la situación social y política que me tocó vivir. Eran tiempos de profunda crisis, tanto política como moral. Vivíamos agitados por continuas guerras y enzarzados en constantes luchas por el poder y, por eso, en mi opinión, la única posibilidad que teníamos de ser felices pasaba por renunciar a preocuparnos por los demás y, sobre todo, por abstenernos de cualquier tipo de participación en la vida política.

Si antes he afirmado que el que quiere ser feliz no necesita de la riqueza sino de la libertad, ahora añado que no debe preocuparse por mejorar las condiciones de vida de los «otros», que no debe inmiscuirse en los asuntos públicos ni aceptar en modo alguno cargos públicos. Su relación con los demás debe limitarse exclusivamente a acatar las leyes del lugar en el que vive.

Que conste que no estoy tratando de justificarme. Sé que en la filosofía griega anterior a mí, y en la mayoría de las filosofías posteriores, el compromiso con la polis es imprescindible para vivir una vida de verdad humana, pero, en mi época, la posibilidad de ser feliz —y no hay que olvidar que este es el objetivo principal de nuestra vida— pasaba por abstenerse de participar en la vida pública.

Quiero terminar la entrevista dándote las gracias yo a ti por haberme permitido una vez más explicar mi pensamiento. Hablar de nosotros mismos y de lo que pensamos, y que nos escuchen con interés, es sin duda alguna un placer exquisito.

Zenón de Citio


Al comenzar la entrevista a su contemporáneo Epicuro, le planteaba lo difícil que me iba a resultar conversar con él porque apenas nos quedaban escritos suyos. Sin embargo, en su caso, la dificultad es aún mayor ya que no se conserva ninguna de sus obras.

Efectivamente. Escribí numerosas obras, entre cuyos títulos destacan De la vida conforme a la naturaleza, De los universales, Argumentos dialécticos y De las pasiones. Sin embargo, se han perdido todas ellas; solo se conservan algunas sentencias sueltas que se conocen, además, a través de terceros, especialmente a través de Diógenes Laercio. Por suerte, a mi muerte, se hicieron cargo de la escuela dos de mis discípulos más identificados con mis enseñanzas: Cleantes, en primer lugar, y, más adelante, Crisipo, que se encargaron de sistematizarlas y de fijar lo que podríamos llamar el «canon» de la filosofía estoica. El fruto de la labor que realizaron contiene las ideas fundamentales de lo que se conoce como «estoicismo antiguo» y es diferente del «estoicismo medio» y del «estoicismo nuevo», que son el resultado de la evolución de mi pensamiento en los siglos posteriores.

De las obras de estos dos seguidores míos sí han quedado textos y también referencias, pero como es complicado discernir qué partes de las ideas que exponen se deben a mi persona y cuáles a ellos, lo que voy a hacer en esta entrevista es exponer la doctrina del estoicismo antiguo como si fuera mía exclusivamente, aunque advirtiendo de antemano que en ella se encuentran mis ideas pero también las adiciones y aclaraciones de estos dos discípulos y sucesores míos.

De acuerdo. Vamos, pues, a realizar la entrevista sabiendo que corremos el riesgo de presentar como suyas ideas que quizá fueron de sus sucesores pero, como es la única posibilidad que tenemos, vamos a arriesgarnos a ello. Así que, si le parece, podría comenzar por hablarnos de su vida y de la época en que transcurrió, para situar adecuadamente su pensamiento.

Encantado. Nací en Chipre, en concreto en la ciudad de Citio, en el año 331 a. C. De origen fenicio, mi padre se dedicaba al comercio y me trajo de Atenas algunos libros de Sócrates y de otros filósofos. Su lectura hizo nacer en mí la afición por el estudio y la reflexión. No obstante, tuve que seguir el camino de mi progenitor y dedicarme al comercio. A los treinta años, y cuando realizaba un viaje de negocios en barco, sufrí un naufragio al encallar en la costa griega, cerca de El Pireo. Me dirigí a Atenas, aunque no era esta la meta de mi viaje, y en esa ciudad me encontré casualmente con el cínico Crates, cuyas enseñanzas seguí por espacio de algunos años. Frecuenté, después, las escuelas megárica y platónica pero, como no me identificaba con ninguna de esas doctrinas, al cabo de veinte años de estudio y de reflexión, formé un sistema filosófico propio, que comencé a explicar públicamente en el Pórtico pintado de Polignoto, el mismo en donde algunos años antes los Treinta Tiranos habían ajusticiado a mil cuatrocientos atenienses. Por este motivo, como, en griego, «pórtico» se dice stoa, a mis alumnos se les llamó los estoicos o, en ocasiones, los filósofos del Pórtico.

Los atenienses me admiraron tanto que me entregaron las llaves de la ciudad, me ciñeron la cabeza con una corona de oro y me erigieron, después de mi muerte, una estatua de bronce. También fui muy apreciado por el rey macedónico Antígono que, cada vez que visitaba Atenas, no dejaba de asistir jamás al Pórtico para escuchar mis enseñanzas. Mantuve con este rey un nutrido intercambio de correspondencia, y en las repetidas ocasiones en que me invitó a su corte, rechacé la invitación con la excusa de que era demasiado viejo. La realidad era que odiaba las fiestas y cualquier tipo de reunión. En las largas mesas de los convites a los que no me quedaba otro remedio que asistir, acostumbraba a sentarme al final de las mismas y, cuando me preguntaban el motivo, contestaba: así, al menos de un lado puedo sentirme solo.

Fallecí a los setenta años, sin haber estado nunca enfermo, debido a una caída que sufrí al salir de la escuela: tropecé en las escaleras del Pórtico.

De todas formas, y como ha dicho también Epicuro en la entrevista que le habéis realizado —que he leído antes de someterme a la mía—, para entender mi pensamiento creo que es más importante tener en cuenta lo que ocurrió en Grecia en la época en la que me tocó vivir, que los detalles concretos de mi vida. Por eso, aunque no voy a repetir la narración de los acontecimientos históricos —los ha detallado Epicuro con toda claridad—, sí voy a analizar las consecuencias de los mismos, ya que esta labor me parece necesaria para ayudar a hacer comprensible mi pensamiento.

¿Significa lo que ha dicho hasta ahora que está de acuerdo con Epicuro?

En absoluto. Mi pensamiento y el de Epicuro son muy diferentes. En lo que sí estoy de acuerdo con él es en reconocer que, si se quieren comprender adecuadamente los caminos por los que transitó la filosofía de nuestra época, es imprescindible tener presentes los acontecimientos que se produjeron en Grecia a finales del siglo iv a. C. y durante la primera mitad del iii y, sobre todo, la nueva forma de vida que surgió de ellos. Tanto su filosofía como la mía, aun siendo totalmente distintas, son el reflejo de esa nueva situación en Grecia.

¿Cuál es, en concreto, esa nueva situación y cómo influye en su filosofía?

Las polis, que habían ido perdiendo poco a poco independencia en los siglos anteriores, aunque siguieron existiendo, lo hicieron de forma totalmente diferente a la del siglo anterior, puesto que dejaron de ser autónomas y entraron a formar parte de un gran imperio. Los que vivíamos en ellas perdimos por completo la posibilidad de participar en su organización y ahora éramos simplemente miembros de una vasta comunidad política gobernada desde muy lejos.

Si a esto unimos la compleja situación política por la que atravesábamos —Atenas, en la primera mitad del siglo iii a. C., cambió siete veces de amo, se rebeló en tres oportunidades, rebeliones que acabaron en baños de sangre, sostuvo cinco bloqueos y fue tomada en tres ocasiones—, se puede entender claramente por qué era imprescindible que la filosofía cambiara de orientación y se centrara no en la polis sino en los individuos concretos, y se ocupara de la solución de sus problemas prácticos, dejando de lado las especulaciones teóricas que habían caracterizado a la filosofía anterior.

Los griegos de nuestra época necesitábamos saber cómo teníamos que vivir en la nueva situación en la que nos encontrábamos, como decía Epicuro en la entrevista que le habéis realizado. En esta línea, mi filosofía en concreto intenta ser una restauración del punto de vista socrático y pretende volver a hacer de la reflexión ética el elemento central de la filosofía. Sin embargo, no trata de recuperar la moral clásica de Platón o de Aristóteles, sino de elaborar una ética diferente. En los sistemas filosóficos anteriores, sobre todo en los de los filósofos que acabo de nombrar, la ética se hallaba confundida e identificada con la política; estaba ligada íntimamente a la política y como absorbida por ella. El resultado de esta absorción era que se nos proponía a los individuos, a las personas concretas, que viviéramos y obráramos «por» y «para» la comunidad. La comunidad se convertía en la fuente de los valores morales y en la norma principal de la moralidad de los comportamientos humanos.

Mi filosofía, en consonancia con la nueva situación, desvincula totalmente la ética de la política y, consecuentemente, mi moral adquiere un carácter subjetivo, individualista e independiente. En lugar de situar en el centro de la reflexión sobre el comportamiento a una comunidad absorbente —a la polis—, ante cuyas exigencias perdían valor todas aquellas acciones en las que los individuos buscaran su propia satisfacción, yo sitúo en ese centro al ser humano concreto y propongo como ideal de vida llegar a ser un individuo sabio, llegar a ser una persona que se basta a sí misma y se sobrepone a todo lo que no es su propia razón.

Como los griegos de mi época no se sentían satisfechos con las propuestas que la filosofía clásica había hecho para llevar una vida feliz, porque las condiciones en las que vivían eran distintas, por eso, en mi ética, el centro de gravedad de la deliberación se desplaza a un lugar diferente: no trato de reflexionar sobre cómo podía el ser humano en general llevar una vida feliz y justa en una polis feliz y justa, sino que trato de averiguar cómo pueden los individuos concretos llevar una vida feliz y justa en una sociedad infeliz e injusta.

El resto de las materias filosóficas: la física, la cosmología, la dialéctica…, se encuentran todas ellas subordinadas a la ética. A los estoicos de la época nos gustaba decir —porque pensábamos que reflejaba perfectamente nuestra posición en este tema— que la filosofía podía ser comparada a un huerto, rodeado por un muro, la «lógica», y con unos árboles en su interior, la «física»; los frutos de esos árboles son la «ética».

Muy gráfica la comparación. Teniéndola presente, supongo que va a comenzar la exposición de su pensamiento hablando de lógica, puesto que nos ha dicho que es el muro que rodea ese huerto cuyo preciado fruto es la ética.

Así es. Y lo primero que tengo que decir con respecto a la lógica es que el contenido de la misma, tal como yo la desarrollé, no coincide con el que vosotros atribuís a esta ciencia. Mi lógica incluye la «retórica», que se ocupa de la buena expresión de los razonamientos, la «dialéctica», que es la ciencia de las cosas verdaderas, de las falsas y de las que no son ni verdaderas ni falsas y, sobre todo —dada la relación que mantiene con la física y con la ética—, la «teoría del conocimiento».

En mi teoría del conocimiento —que es la parte de la lógica a la que me voy a referir exclusivamente por el poco tiempo de que disponemos— sostengo que cuando nacemos, nuestra alma es como una tabla rasa en la que nada hay escrito. No poseemos ideas innatas. Todas las ideas que aparecen después en nuestra mente tienen su origen en las sensaciones y deben su ser a la acción del entendimiento.

Las impresiones sensibles que dan origen a las sensaciones son siempre impresiones materiales, como las que produce un objeto cualquiera si se coloca sobre una cera blanda. Las sensaciones, que son la fuente de todas nuestras ideas, pueden ser de cuatro tipos: sustancia, modalidad o modo de ser, cualidad y relación. El criterio de verdad de las sensaciones, es decir, lo que nos garantiza que una sensación es verdadera, es su claridad objetiva, o sea, la fidelidad y exactitud con que reproducen y representan los objetos.

Las ideas son abstracciones elaboradas por el entendimiento a partir de las sensaciones. Son, pues, subjetivas. A las ideas no les corresponde realidad alguna objetiva. Lo único real, lo único objetivo de ellas es la palabra, el nombre que las designa. Todas las ideas, como, por ejemplo, la de «flor», la de «animal», la de «casa», o cualquier otra, no tienen su origen en realidades universales que existen en un mundo diferente a este en el que vivimos, como pretendía Platón, ni poseen realidad alguna; ni siquiera tienen un fundamento en las cosas singulares, como decía Aristóteles. Son, simplemente, abstracciones del entendimiento.

¿Cómo realiza el entendimiento esa abstracción?

El proceso es el siguiente. Supongamos que captamos a través del sentido de la vista un objeto cualquiera, una flor, por ejemplo. Esa flor que hemos visto queda impresa en ese papel que está en blanco y que es nuestra alma en el momento de nacer. Cuando dejamos de ver el objeto, porque nos vamos a otro lugar o porque cerramos los ojos, la sensación desaparece, pero conservamos el recuerdo de la misma. Las ideas se constituyen cuando nuestro entendimiento asocia el recuerdo de muchas imágenes semejantes.

Las ideas son, pues, el resultado de la asociación de cierto número de sensaciones homogéneas. Son fruto de la instrucción y del trabajo propio; por ese motivo son las únicas que merecen llamarse con propiedad nociones —o, para entendernos, conocimientos racionales—, mientras que las sensaciones son meras prenociones o anticipaciones.

La idea básica de su teoría del conocimiento, esencialmente sensualista y empírica, me parece que ha quedado suficientemente clara. Y, aunque podríamos continuar hablando de ella —me hubiera gustado, sobre todo, poder referirnos a cuándo considera que son verdaderos los conocimientos racionales—, como ha dicho que lo importante de su pensamiento es la ética, para poder dedicarnos a ella con más amplitud, vamos a pasar, si le parece, a hablar de su física.

De acuerdo. Mi física comprende tanto la «cosmología» como la «psicología» e incluso la «teología», puesto que, en mi opinión, todos los seres son materiales, corpóreos, y, por consiguiente, objeto de la física. Es cierto que algunas veces hablo de realidades incorpóreas, como el espacio, el lugar, el tiempo, pero, cuando lo hago, utilizo el término de manera impropia, ya que no son incorpóreas en sentido estricto; las denomino de esa manera porque su forma de existir es distinta de las realidades que ocupan un lugar en el espacio, y así las diferencio de ellas.

Pero, hablando con propiedad, todo ser real es corporal; todo lo que existe es cuerpo, o cosa corpórea y material, ya que todo lo que existe es capaz de acción o pasión, es decir, de actuar o de soportar las acciones de otros, y solo los cuerpos tienen esa capacidad. No hay realidad alguna que sea espíritu puro. Y no excluyo de esta valoración ni siquiera a Dios, que también es material, que también es cuerpo. Lo que denominamos comúnmente espíritu no es más que el principio o elemento activo de los cuerpos, el elemento que actúa, el que obra, en contraposición al elemento pasivo, que es el que sufre las acciones.

En conformidad con esta afirmación fundamental de mi física, el mundo, el Universo —lo que con más frecuencia denomino naturaleza— no es sino el resultado y efecto de la unión de Dios, principio activo universal, fuego creador, con una materia inerte y grosera que sirve de principio pasivo. Ahora bien, tanto el principio activo como el pasivo son materiales.

En el comienzo de los tiempos existía solo Dios, que, siendo fuego eterno, ha existido siempre y siempre existirá; luego, sucesivamente, fue generando el «fuego», el «aire», el «agua» y la «tierra». Estos cuatro elementos mezclándose en diferentes combinaciones constituyen todo cuanto existe. En cada uno de estos procesos de producción, Dios, en virtud de la mezcla total de los cuerpos, se unió con los elementos que generaba. La unión perfecta que, en todo momento, existe entre Dios y la materia se produce gracias a la posibilidad que poseen los cuerpos de dividirse infinitamente.

¿Significa lo que ha dicho que Dios forma parte de la naturaleza, que Dios se encuentra en todos los seres del Universo?

Pues sí. Dios, la sustancia etérea, el fuego creador, es un ser inteligente, dotado de Razón y, por medio de ella, actúa sobre una materia que carece por completo de cualquier cualidad y, al actuar, entra a formar parte de ella, entra a formar parte de las sustancias que produce; su actuación conlleva, pues, inmanencia. Todo cuanto existe lleva en su entraña una parte del calor o fuego divino, y es precisamente por eso por lo que existe.

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297 p. 13 illustrations
ISBN:
9788413309040
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