Perros sí, negros no

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Perros sí, negros no
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PERROS SÍ, NEGROS NO

LAS RAÍCES Y LOS FRUTOS

DEL RACISMO ESTADOUNIDENSE

BIBLIOTECA JAVIER COY D’ESTUDIS NORD-AMERICANS

http://puv.uv.es/biblioteca-javier-coy-destudis-nord-americans.html http://bibliotecajaviercoy.com

DIRECTORA

Carme Manuel

(Universitat de València)

PERROS SÍ, NEGROS NO

LAS RAÍCES Y LOS FRUTOS

DEL RACISMO ESTADOUNIDENSE

Jorge Majfud

Biblioteca Javier Coy d’estudis nord-americans

Universitat de València

Perros sí, negros no:

las raíces y los frutos del racismo estadounidense

© Jorge Majfud

1ª edición de 2020

Reservados todos los derechos

Prohibida su reproducción total o parcial

ISBN: 978-84-9134-685-2

Fotografía de la cubierta: The Hunted Slaves (1861), Richard Ansdell

Diseño de la cubierta: Celso Hernández de la Figuera

Publicacions de la Universitat de València

http://puv.uv.es

publicacions@uv.es

Edición digital

ÍNDICE

EL PASADO QUE SE NIEGA A SER PASADO

El racismo no necesita racistas

Breve historia de la idiotez ajena

Si América Latina hubiese sido una empresa inglesa

El lenguaje de los tambores

Los verdaderos muros de la democracia estadounidense

Las raíces americanas del nazismo

Inspiraciones nazis

La culpa es de los pobres

Somos civilizados porque matamos a todos los salvajes

Blanco x Negro = Negro

Diálogo del amo, moral del esclavo

El dulce azote del lenguaje

La enfermedad moral del patriotismo

Nuestro idioma es mejor porque se entiende

El lento suicidio de Occidente

El falso dilema del patriotismo

La colonización intra-nacional de los patriotismos

Nacionalistas y patriotas

“Los principios que sostienen la Patria”

El viejo sueño de los golpistas travestidos

La paradoja del patriotismo militarista latinoamericano

La vanidad de los pueblos

Por derecho divino

Patriotismo by default

¿Por qué los nacionalismos ahora?

ACCIONES Y REACCIONES

El enemigo interior

Vientos de odio

El peligro de la diversidad

Cuando la historia se anuncia en una pequeña aldea

El terrorismo blanco y sus fantasías

Perros sí, negros no

¿Es la discapacidad una característica de las razas superiores?

Los Hijos del Sol o la lógica del racismo

Elecciones en Estados Unidos: cuando se acaba la cerveza

Los dos Estados desUnidos

Cuando los de abajo se odian

Una sola Bolivia, blanca y próspera

Si las bombas fueran la solución, el mundo sería un mar de paz

Cuando la resistencia es progreso y el cambio, reacción

Carta abierta a Donald Trump

Cuando las razas inferiores dicen basta, es violencia

DISTRACCIONES ESTRATÉGICAS

¿La verdad o algo mejor?

Guerras santas

La pornografía política

Cuando la guerra se filtra en nuestro mundo de ilusiones

Reparaciones y distracciones

La trampa de las palabras

El mayor mito de la historia

Caza de pobres: La distracción perfecta

¿De verdad quiere usted salvar vidas humanas?

Caribeños inmigrantes en el Cono Sur

Latinos corruptos

La guerra de los cerdos y la política tribal

Los años Trump por venir

INMIGRANTES

Seis mitos fundamentales sobre la inmigración

El destino de un millón de jóvenes a subasta

El peligro del arte mexicano

Dejen que los niños vengan a mí

Los esclavistas se preocupaban por la libertad de conciencia

La libertad de esclavizar

Esclavos felices

Blancos, los verdaderos amigos de la libertad

EL PASADO QUE SE NIEGA A SER PASADO

El racismo no necesita racistas

En mis clases siempre intento dejar claro qué es una opinión y qué un hecho, como regla elemental, como un ejercicio intelectual muy simple que nos debemos en la era post Ilustración. Comencé a obsesionarme con estas obviedades cuando en el 2005 descubrí que algunos estudiantes argumentaban que algo “es verdad porque yo lo creo” y no lo decían en broma. Desde entonces, sospeché que este entrenamiento intelectual, esta confusión de la física con la metafísica (aclarada por Averroes hace ya casi mil años) que cada año se hacía más dominante (la fe como valor supremo, aun contradiciendo todas las evidencias) provenía de las majestuosas iglesias del sur de Estados Unidos.

Pero el pensamiento crítico es mucho más complejo que distinguir hechos de opiniones. Bastaría con intentar definir un hecho. La misma idea de objetividad, paradójicamente, procede de la visión desde un punto, desde un objetivo, y cualquiera sabe que con el objetivo de una cámara fotográfica o de una filmadora se obtiene sólo una parte de a realidad que, con mucha frecuencia, es subjetiva o se usa para distorsionar la realidad bajo la pretensión de objetividad.

 

Por alguna razón, los estudiantes suelen estar más interesados en las opiniones que en los hechos. Tal vez por la superstición de que una opinión informada es una síntesis de miles de hechos. Esta idea es muy peligrosa, pero no podemos escapar al compromiso de dar nuestra opinión cuando se requiere. Sólo podemos, y debemos, advertir que una opinión informada sigue siendo una opinión que debe ser probada o desafiada.

La semana pasada los estudiantes discutían sobre la caravana de centroamericanos que se dirige a la frontera de Estados Unidos. Como uno de ellos insistió en saber mi opinión, comencé por el lado más controvertido: este país, Estados Unidos, está fundado en el miedo de una invasión y sólo unos pocos han sabido siempre cómo explotar esa debilidad, con consecuencias trágicas. Tal vez esta paranoia surgió con la invasión inglesa en 1812, pero si algo nos dice la historia es que prácticamente nunca ha sufrido una invasión a su territorio (si excluimos el ataque del 2001, el de Pearl Harbor, una base militar en territorio extranjero y, antes, la breve incursión de un mexicano montado a caballo, llamado Pancho Villa) y sí se ha especializado en invadir decenas de otros países desde su fundación (territorios indios) en el nombre de la defensa y la seguridad. Siempre con consecuencias trágicas.

Por lo tanto, la idea de que unos pocos miles de pobres de a pie van a invadir el país más poderoso del mundo es simplemente una broma de mal gusto. Como de mal gusto es que algunos mexicanos del otro lado adopten este discurso xenófobo que ellos mismos sufren, consolidando la ley del gallinero.

En la conversación mencioné, al pasar, que aparte de la paranoia infundada había un componente racial en la discusión.

You don’t need to be a racist to defend the borders”, dijo un estudiante.

Cierto, observé. Uno no necesita ser racista para defender las fronteras o las leyes. En una lectura inicial, la frase es irrefutable. Sin embargo, si tomamos en consideración la historia y un contexto presente más amplio, enseguida salta un patrón abiertamente racista.

El novelista francés Anatole France, a finales del siglo XIX, había escrito: “La Ley, en su magnífica ecuanimidad, prohíbe, tanto al rico como al pobre, dormir bajo los puentes, mendigar por las calles y robar pan”. Uno no necesita ser clasista para apoyar una cultura clasista. Uno no necesita ser machista para reproducir el machismo más rampante. Con frecuencia, basta con reproducir, de forma acrítica, una cultura y defender alguna que otra ley.

Dibujé una figura geométrica en la pizarra y les pregunté qué veían allí. Todos dijeron un cubo, una caja. Las variaciones más creativas no salían de una idea tridimensional, cuando en realidad lo dibujado no era más que tres rombos formando un hexágono. Algunas tribus en Australia no ven 3D sino 2D en la misma imagen. Vemos lo que pensamos y a eso le llamamos objetividad.

Cuando Lincoln venció en la guerra civil, puso fin a una dictadura de cien años que hasta hoy todos llaman “democracia”. Por el siglo XVIII, los negros esclavos llegaban a ser más del cincuenta por ciento en estados como Carolina del Sur, pero no eran siquiera ciudadanos estadounidenses ni eran seres humanos con derechos mínimos. Desde mucho antes de Lincoln, racistas y anti racistas propusieron solucionar el “problema de los negros” enviándolos “de regreso” a Haití o a África, donde muchos de ellos terminaron fundado Liberia (la familia de Adja, una de mis estudiantes de este semestre, procede de ese país africano). Lo mismo hicieron los ingleses para limpiar de negros Inglaterra. Pero con Lincoln los negros se convirtieron en ciudadanos, y una forma de reducirlos a una minoría no fue solo poniéndoles trabas para votar (como el pago de una cuota) sino abriendo las fronteras a la inmigración.

La estatua de la Libertad, donada por los franceses, todavía reza: “dame los pobres del mundo, los desamparados…” Así, Estados Unidos recibió oleadas de inmigrantes pobres. Claro, pobres blancos en su abrumadora mayoría. Muchos resistieron a los italianos y a los irlandeses porque eran pelirrojos católicos. Pero, en cualquier caso, eran mejor que los negros. Los negros no podían inmigrar de África, no solo porque estaban mucho más lejos que los europeos sino porque eran mucho más pobres y casi no había rutas marítimas que los conectara con Nueva York. Los chinos tenían más posibilidades de alcanzar la costa oeste, y tal vez por eso mismo se aprobó una ley prohibiéndoles la entrada por el solo hecho de ser chinos.

Esta, entiendo, fue una forma muy sutil y poderosa de romper las proporciones demográficas, es decir, políticas, sociales y raciales de los Estados Unidos. El nerviosismo actual de un cambio de esas proporciones es sólo la continuación de la misma lógica. Si no, ¿qué podría tener de malo pertenecer a una minoría, de ser especial?

Claro, si uno es un hombre de bien y está a favor de hacer cumplir las leyes como corresponde, no por ello es racista. Uno no necesita ser racista cuando las leyes y la cultura ya lo son. En Estados Unidos nadie protesta por los inmigrantes canadienses o europeos. Lo mismo en Europa y hasta en el Cono Sur. Pero todos están preocupados por los negros y los mestizos híbridos del sur. Porque no son blancos, buenos, y porque son pobres, malos. Actualmente, casi medio millón de inmigrantes europeos viven ilegalmente en Estados Unidos. Nadie habla de ellos, como nadie habla de que en México vive un millón de estadounidenses, muchos de ellos de forma ilegal.

Terminada la excusa del comunismo (ninguno de esos crónicos Estados fallidos es comunista sino más capitalistas que Estados Unidos), volvemos a las excusas raciales y culturales del siglo anterior a la Guerra Fría. En cada trabajador de piel oscura se ve un criminal, no una oportunidad de desarrollo mutuo. Las mismas leyes de inmigración tienen pánico de los trabajadores pobres.

Es verdad, uno no necesita ser racista para apoyar las leyes y unas fronteras más seguras. Tampoco necesita ser racista para reproducir y consolidar un antiguo patrón racista y de clase, mientras nos llenamos la boca con eso de la compasión y la lucha por la libertad y la dignidad humana.

2018

Breve historia de la idiotez ajena

Esta semana el biólogo James Watson volvió a insistir sobre la antigua teoría de la inferioridad intelectual de los negros. Hace más de diez años publicamos una reflexión sobre un estudio hecho por Charles Murray y Herrnstein sobre “ethnic differences in cognitive ability” que mostraban gráficas de coeficientes intelectuales claramente desfavorables a la raza negra. Aunque la historia de las ciencias no difiere mucho del resto de la historia, con sus aciertos y sus tradicionales equívocos, sin proceder por un rechazo a epidérmico pensamos que valía la siguiente reflexión: “supongamos que un día se demuestre que hay razas menos inteligentes (y que se defina exactamente lo que quiere decir eso de “inteligencia”, sin recaer en una explicación escolar o zoológica). En ese caso, los seres humanos deberán estar mejor preparadas para la verdad. Esto quiere decir que debemos esperar que las razas se traten entre sí como si no estuviesen unas por encima de otras sino en la misma superficie redonda de Gea. Es decir, que no se traten como ahora se tratan suponiendo una inteligencia racial uniforme” (Crítica, 1998).

Watson, de paso, ha propuesto la manipulación genética para curar la estupidez, pero no menciona si es conveniente curar la estupidez antes de realizar cualquier manipulación genética. También los nazis —y quizás Michael Jackson— eran de la misma idea que Watson. Ni Hitler ni los nazis carecían de inteligencia ni de una alta moral de criminales. Como recordó un personaje del novelista Érico Veríssimo, “durante a era hitlerista os humanistas alemães emigraram. Os tecnocratas ficaram com as mãos e as patas livres”.

No vamos a problematizar aquí qué significa “sabiduría” por una razón de espacio, pero basta con observar que es algo que no se mide usando un gaussmeter sino recogiendo la experiencia de nuestra problemática especie, desde que se puso en pie. Pero sólo a modo de ejemplo veamos un caso que nos toca.

Por sus denuncias a la opresión de los indígenas americanos, Bartolomé de las Casas fue acusado de enfermo mental y sus indios de idiotas que merecían la esclavitud. Es cierto que sus crónicas y denuncias fueron aprovechadas para acusar a un imperio en decadencia por parte de la maquinaria publicitaria de otro imperio en ascenso, el británico. Pero esto es tema para otra reflexión.

Molesto por la crónica del religioso rebelde, el erudito español Marcelino Menéndez Pelayo en 1895 calificó a de las Casas de “fanático intolerante” y a Brevísima Historia, de “monstruoso delirio”. Su más célebre alumno y miembro de la Real Academia Española, Ramón Menéndez Pidal, fue de la misma opinión. En su publicitado y extenso libro, El padre Las Casas (1963) desarrolló la tesis de la enfermedad mental del sacerdote denunciante al mismo tiempo que justificó la acción de los conquistadores, como la muerte de tres mil indios en Cholula a manos de Hernán Cortés porque era una “matanza necesaria a fin de desbaratar una peligrosísima conjura que para acabar con los españoles tramaba Moctezuma”. Según Menéndez Pidal, Bartolomé de las Casas “era una víctima inconsciente de su delirio incriminatorio, de su regla de depravación inaceptable”. Pero al regresar a España para denunciar las supuestas injusticias contra los indios, “se encontró con la gravísima sorpresa de que su opinión extrema sobre la evangelización del Nuevo Mundo tenía enfrente otra opinión, extrema también, en defensa de la esclavitud y la encomienda. Esa opinión estaba sostenida muy sabiamente por el Doctor Juan Ginés de Sepúlveda [a través de] un opúsculo escrito en elegante latín y titulado Democrates alter, sirve de justis belli causis apud Indos”. Una nota al pié dice: “Publicado con una hermosa traducción, por Menéndez Pelayo en Boletín de la Real Acad. De la Historia, XXI, 1891”. Ginés de Sepúlveda, basándose en la Biblia (Proverbios), afirmaba que “la guerra justa es causa de justa esclavitud […] siendo este principio y concentrándose al caso del Nuevo Mundo, los indios ‘son inferiores a los españoles como los niños son a los adultos, las mujeres a los hombres, los fieros y crueles a los clementísimos, […] y en fin casi diría como los simios a los hombres’”. Con frecuencia, Pidal confunde su voz narrativa con la de Sepúlveda. “Bien podemos creer que Dios ha dado clarísimos indicios para el exterminio de estos bárbaros, y no faltan doctísimos teólogos que traen a comparación los idólatras Cananeos y Amorreos, exterminados por el pueblo de Israel”. Según Fray Domingo de Soto, teólogo imperial, “por la rudeza de sus ingenios, gente servil y bárbara están obligados a servir a los de ingenio más elegante”. Menéndez Pidal insistía en su tesis de la incapacidad mental de quienes criticaban a los conquistadores, como “el indio Poma de Ayala, [que] mira con maliciosos ojos a dominicos, agustinos y mercedarios, mientras advierte que franciscanos, jesuitas y ermitaños hacen mucho bien y no toman limosna de plata”. Según Pidal, esto se debía a que “a esos indios prehistóricos, venidos de la edad neolítica, no era posible atraerlos con la Suma teológica de Santo Tomás de Aquino, sino con las Florecillas Espirituales del Santo de Asís”.

En su intención de demostrar la enfermedad mental del denunciante, Pidal se encuentra con indicios contrarios y resuelve, por su parte, una regla psicológica que lo arregla todo: “el paranoico, cuando sale del tema de sus delirios, es un hombre enteramente normal”. Luego: “Las Casas es un paranoico, no un demente o loco en estado de inconsciencia. Su lucidez habitual hace que su anormalidad sea caso difícil de establecer y graduar”. Que es como decir que era tan inteligente que no podía razonar correctamente, o por su lucidez veía ilusiones. Bartolomé de las Casas “vive tan ensimismado en un mundo imaginario, que queda incapaz para percibir la realidad externa”. Una confesión significativa: “Las Casas hubiera sido, dada su extraordinaria actividad, un excelente obispo en cualquier diócesis de España, pero su constitución mental le impedía desempeñar rectamente un obispado en las Indias”. De aquí se deducen dos posibilidades: (1) América tenía un efecto mágico-narcótico en algunas personas o (2) los obispos de España eran paranoicos como de las Casas pero por ser mayoría era tenido como algo normal.

 

Esta idea de atribuir deficiencias mentales en el adversario dialéctico, se renueva y extiende en libros masivamente publicitados sobre América Latina, como Manual del perfecto idiota latinoamericano (1996) y El regreso del idiota (2007). Uno de los libros objetos de sus burlas, Para leer al pato Donald (1972) de Ariel Dorfman y Armand Matterlart, parece contestar esta posición desde el pasado. El discurso de las historietas infantiles de Disney consiste en que, “no habiendo otorgado a los buenos salvajes el privilegio del futuro y del conocimiento, todo saqueo no parece como tal, ya que extirpa lo que es superfluo”. El despojo es doble, casi siempre coronado con un happy ending: “Pobres nativos. Qué ingenuos son. Pero si ellos no usan su oro, es mejor llevárselo. En otra parte servirá de algo”. Sócrates o Galileo pudieron hacerse pasar por necios, pero ninguno de aquellos necios que los condenaron pudieron fingir inteligencia. Eso en la teoría, porque como decía Demócrates, “el que amonesta a un hombre que se cree inteligente trabaja en vano”.

En Examen de ingenios para las ciencias (1575), el médico Juan Huarte compartía la convicción científica de la época según la cual el cabello rubio — como el de su rey, Felipe II— era producto de un vapor grueso que se levantaba del conocimiento que hace el cerebro al tiempo de su nutrición. Sin embargo, afirmaba Huarte, no era el caso de los alemanes e ingleses, porque su cabello rubio nace de la quema del mucho frío. La belleza es signo de inteligencia, porque es el cuerpo su residencia. “Los padres que quisieren gozar de hijos sabios y de gran habilidad para las letras, han de procurar que nazcan varones”. La ciencia de la época sabía que para engendrar varón se debía procurar que el semen saliera del testículo derecho y entrase en el lado derecho del útero. Luego Huarte da fórmulas precisas para engendrar hijos de buen entendimiento “que es el ingenio más ordinario en España”.

En la Grecia antigua, como dice Aristóteles, se daba por hecho que los pueblos que vivían más al sur, como el egipcio, eran naturalmente más sabios e ingeniosos que los bárbaros que habitaban en las regiones frías. Alguna vez los rubios germánicos fueron considerados bárbaros, atrasados e incapaces de civilización. Y fueron tratados como tales por los más avanzados imperios de piel oscurecida por los soles del Sur. Lo que demuestra que la estupidez no es propiedad de ninguna raza.

2007

Si América Latina hubiese sido una empresa inglesa

En el proceso de un reciente estudio en la Universidad de Georgia, una estudiante se entrevistó con una muchacha colombiana y grabó la entrevista. La muchacha refirió su experiencia en Inglaterra y cómo los ingleses estaban interesados en conocer la realidad de Colombia. Después que la muchacha detalló los problemas que tenían en su país, un inglés observó la paradoja de que siendo Inglaterra más pequeña y con menos recursos naturales que Colombia, era mucho más rica. Su conclusión fue tajante: “Si Inglaterra hubiese administrado Colombia como una empresa, los colombianos hoy serían mucho más ricos”.

La muchacha admitió su fastidio, porque la expresión pretendía poner en evidencia todo lo incapaces que somos en América Latina. La lúcida madurez de la joven colombiana era evidente en el transcurso de la entrevista, pero en ese momento no encontró las palabras para contestar a un hijo del viejo imperio. El calor del momento, la desfachatez de aquellos ingleses le impidió recordar que en muchos aspectos América Latina había sido manejada como una empresa británica y que, por lo tanto, la idea no solo era poco original sino, además, era parte de la respuesta de por qué América Latina era tan pobre —admitiendo que la pobreza es escasez de capitales y no de conciencia histórica.

De acuerdo: al continente latinoamericano le pesaron demasiado los trescientos años de una colonización monopólica, retrógrada y frecuentemente brutal, la que consolidó en el espíritu de nuestros pueblos una psicología refractaria a cualquier legitimación social y política (Alberto Montaner llamó a ese rasgo cultural la “la sospechosa legitimidad original del poder”). Luego de las semi-independencias del siglo XIX, no sólo el “progreso” de los ferrocarriles ingleses fue una especie de jaula de oro —al decir de Eduardo Galeano—, de saco de fuerza para el desarrollo autóctono latinoamericano, sino que algo parecido podemos ver en África: en Mozambique, por ejemplo, país que se extiende de norte a sur, los caminos lo atravesaban de este a oeste. El Imperio británico sacaba así las riquezas de sus colonias centrales pasando por encima de la colonia portuguesa. En América Latina podemos ver todavía las redes de asfalto y acero confluyendo siempre hacia los puertos —antiguos bastiones de las colonias españolas que los nativos rebeldes contemplaban con infinito rencor desde lo alto de las sierras salvajes y los terratenientes veían como la culminación del progreso posible de países retardados por “naturaleza”.

Claro que estas observaciones no nos eximen, a los latinoamericanos, de asumir nuestras propias responsabilidades. Estamos condicionados por una infraestructura económica pero no determinados por ella, como un adulto no está atado irremediablemente a los traumas de su infancia. Seguramente debemos enfrentar en nuestros días otros sacos de fuerza, condicionamientos que nos vienen de afuera y de adentro, de la inevitable sed de predominio de potencias mundiales que no están dispuestas a cambios estratégicos, por un lado, y de la frecuente cultura de la inmovilidad propia, por el otro. Para lo primero es necesario perder la inocencia; para lo segundo necesitamos valor para criticarnos, para cambiarnos y cambiar el mundo.

2006

El lenguaje de los tambores

¿Qué se oculta detrás de la Cultura del Odio?

Empecemos por lo más fácil: no hay “Choque de Civilizaciones” sino choque de intereses. Pero como nos muestra repetidas veces la historia, los peores opresores suelen ser los mismos oprimidos: los negros esclavos eran castigados sin piedad por otros esclavos elevados un miserable escalón en la escala de opresiones. A modo ilustrativo bastaría con leer la Autobiografía de un esclavo (1835) del cubano Juan Manzano; o el desprecio y la vergüenza que algunos indígenas descargan sobre sus propios hermanos en América Latina; o el desdén de muchos “hispanos naturalizados” en Estados Unidos por los nuevos inmigrantes con caras de pobres, etc.

El mismo mecanismo perverso se reproduce a una escala mayor y más profunda: las culturas de distinto color son ahora vistas como enemigas, como incompatibles formas de vivir, hasta el extremo de matarse por esas falsas banderas y contraseñas. Estas murallas se derrumbarían con un par de observaciones de una lista casi infinita: si la historia registra, obsesivamente, el recuerdo de guerras entre pueblos, registra también, sin tanto ruido, memorias y olvidos más vastos de cristianos, judíos y musulmanes conviviendo en una misma ciudad, colaborando la mayor parte de las veces en el comercio y en la cultura. Lo mismo podríamos decir de Nueva York: si las diferencias culturales fuesen insalvables, Manhattan debería ser un área más conflictiva que Bagdad o Jerusalén, ya que allí conviven decanas de diferentes etnias y lenguas.

Pero nos han vendido el cuento del Choque de civilizaciones y lo consumimos con el ardor de verdaderos adictos. Todo tiene un Por qué, el cual es diariamente evitado con discursos políticos y mediáticos sobre el mejor Cómo.

Para mi escaso entendimiento humano, el Por qué no es tan difícil de percibir. Como lo he desarrollado en otros espacios, esa lucha se libra en el “centro” de la cultura occidental, que es la cultura que ha encabezado los cambios históricos de los últimos siglos.

Vamos por parte. El breve y agonizante período histórico llamado Posmodernidad ha sido, a mi juicio, el resultado de un lógico antagonismo. Fue la consecuencia de la Modernidad, claro, pero no sólo por el rechazo a los valores de ésta (razón, abstracción, eurocentrismo, etc.) sino porque también el sector izquierdo de esta Posmodernidad radicalizó los mismos valores que había promovido la Modernidad y el humanismo contra la mentalidad escolástica: en resumen, la rebelión del individuo, primero, y de la llamada “masa” después. Las reivindicaciones de los actores periféricos no son una reacción contra la Modernidad sino una radicalización de ésta. Claro que podemos ver estos cambios como consecuencias de la (post)industrialización. Pero aún así se deben a una realidad cultural más vasta llamada Modernidad.

En definitiva, entiendo que la energía que se radicaliza en los últimos quinientos años es la que conduce al cuestionamiento de la autoridad (política, eclesiástica, sexual, cultural, colonial). Casi todo el pensamiento del siglo XX y de nuestro siglo se resume en una lucha sin tregua contra el poder económico e ideológico.

En su traducción política, esta radicalización de la Modernidad lleva a sustituir, irremediablemente, las viejas estructuras de poder que conquistaron y luego secuestraron términos y valores llamados “libertad”, “democracia”, “justicia”, etc. Estos valores han sido convertidos en ídolos con el fin de revertir un lento proceso revolucionario —la democracia progresiva— en un orden conservador: la democracia representativa.

La caída del antiguo bloque comunista dejó al centro conservador de occidente sin antagónico. Esto, a pesar del breve efecto propagandístico, no fue un triunfo de ese centro sino una derrota relativa. La caída simbólica de un muro célebre radicalizaba el mismo proceso de desobediencia civil y dejaba a las cúpulas del poder sin enemigo a la vista. Los viejos guerrilleros islámicos vinieron a ocupar el sillón vacante.

En el orden institucional, esta lucha entre los dos proyectos de Occidente se traduce en una lucha del viejo sistema de Democracia Representativa contra el siguiente estado de la historia: la Democracia Radical. Este nuevo orden es el tabú político, es el verdadero enemigo de los conservadores del viejo sistema “representativo”.

La reacción buscará, entonces, moralizar usando peones, imponiendo “el bien y la justicia” por la fuerza (Superman), luchando contra “los chicos malos” (El pato Donald) sin eliminarlos del todo. Así también los antiguos opresores se valían del esclavo negro para azotar a sus hermanos en nombre del Orden, la Paz y la Religión.

Aunque más lejanas, las sociedades islámicas se dirigen hacia este mismo estado de desobediencia social. No obstante, tanto los conservadores islámicos como los noroccidentales colaboran entre sí alimentando el antagonismo por la fuerza del miedo. El mido de nuestras sociedades a perder unos determinados “valores occidentales” nos lleva a perderlos, si consideramos que la característica de Occidente en los últimos siglos ha sido una progresiva democratización, una progresiva rebeldía y liberación de los sectores oprimidos. Al renunciar a esta exigencia de libertad, Occidente se suma al Oriente islámico y al extremo Oriente, en un modelo conservador de sociedad, con códigos morales y sexuales más propios de la Edad Media que del llamado Occidente moderno.

Parte de este discurso es repetir que la “cultura islámica es incapaz de progreso”. ¿Olvidan que gran parte del progreso occidental se inició con los progresistas islámicos, cuando Europa era aún más teocrática de lo que hoy es el mismo Irán? Para no recordar que la culta Alemania de hace apenas medio siglo, con sus millones de masacrados, no era precisamente un buen ejemplo de progreso. Para no seguir con ejemplos más recientes en España, Vietnam, Argentina… Sin embargo Europa ha cambiado de la teocracia a la llamada “democracia” occidental. ¿Estaba, entonces, el cristianismo, incapacitado para cualquier progreso? ¿Por qué se niega siempre la capacidad humana del cambio, de progreso, a los demás?

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