La barbarie que no vimos

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Con el tiempo, el vaticinio de Benjamin se hizo realidad. Hace décadas que el pie de foto o las leyendas son elementos esenciales del fotoperiodismo e, incluso, de la fotografía documental cuando esta se convierte en arte. Con una aclaración: históricamente, las imágenes han sido consideradas las pelusas del texto informativo o del reportaje de no ficción, materiales evaluados apenas como secundarios que aparecen de manera adjunta al texto escrito (Zelizer, 2010), “aproximaciones” que son etiquetadas bajo la rúbrica de “ilustraciones” que, por lo mismo, deben se completadas mediante la estabilidad de las palabras. No en vano, la supremacía de las palabras sobre las imágenes es una práctica incrustada en la historia del periodismo moderno y en los códigos de conducta con los que este ha buscado su inserción en el debate público racional a través de la producción diaria de la realidad, ya sea en forma de opinión, noticia o reportaje.

Sin embargo, no siempre la escritura hace más legible la imagen. Al contrario, la puede volver más borrosa de lo que es. En esto Sontag se distancia de Benjamin e introduce un contrapunto a su propia reflexión. Si, como ella sostiene, “solo aquello que narra puede permitirnos comprender”, ¿por qué no habríamos de esperar lo mejor de las palabras en su misión de salvar una imagen? Porque para ella, si bien “las palabras dicen más que las imágenes”, y aunque los pies de foto tiendan “a invalidar lo que es evidente a los propios ojos”, ninguno “puede restringir o asegurar permanentemente el significado de una imagen” (Sontag, 1996, p. 111). Hay un filme que Sontag cita para llevar a cabo este contrapunto. Es el mediometraje producido por Jean-Luc Godard y Jean-Pierre Gorin, realizado a la manera de posdata a su película Tout Va Bien, titulado Letter to Jane (1972), en el que los citados cineastas hacen una dura réplica al pie de foto que acompañó una fotografía de la actriz estadounidense Jean Fonda en su visita a Vietnam del Norte, tomada por el reportero estadounidense Joseph Kraft y publicada por la revista francesa L’Express en agosto de 1972, y que motivó a Sontag a plantear cómo, para los norvietnamitas, el valor de uso revolucionario de una imagen resultó saboteado, no por la ausencia del texto, sino por la escritura misma que escoltó la fotografía.

Fijemos nuestra atención en esta imagen. El pie de foto que aparece debajo de la fotografía publicada por L’Express explica que la actriz Jean Fonda, una militante de la paz, viajó a Vietnam del Norte en compañía de un periodista moderado y famoso de Estados Unidos para percatarse personalmente de la guerra. El texto dice que Fonda formula preguntas a los vietnamitas de Hanoi, en una aparente concordancia con la imagen que muestra el rostro definido la actriz, de lado en el recuadro de la foto, mientras los interrogados están de espaldas, a excepción de un anónimo vietnamita que aparece junto a ella con el rostro borroso. “¿Realmente está Fonda preguntando?”, dudan Godard y Gorin. En la revisión que hacen del encuadre, el ángulo y el enfoque de la cámara, ellos observan otra cosa: ella no pregunta, escucha. El detalle de la boca cerrada de la actriz así lo confirma. Eso es lo que se ve. “Quizás sea un momento de escucha demasiado breve”, tomado de manera accidental, “pero es el momento que se captura y se ve en Occidente”, dice una de las voces en off que guían el filme (Godard y Gorin, 1972). ¿Es casual este detalle? Godard y Gorin consideran que no. Porque además de la boca cerrada, la fotografía encuadra la mirada consternada de la actriz, no lo que ella ve. Sin embargo, sus ojos miran a ningún lado, están perdidos en la imagen. Para ambos cineastas, a pesar de que hay solo dos personas de frente a la cámara, y que el resto está de espaldas, el rostro borroso del anónimo vietnamita es claro, mientras el de Fonda es confuso. ¿Por qué? Porque la expresión facial de Fonda es la de una actriz dramática que ya ha ensayado ese gesto en algunas de sus películas. La del vietnamita, en cambio, es una cara de lucha. Sus ojos reflejan a lo que se enfrenta a diario. “¿En qué piensa Fonda?”, se preguntan ellos. Puede ser en Vietnam, pero puede ser en otra cosa. Esos ojos y esa boca requieren, por tanto, de la leyenda que ayude a explicar este vacío de la imagen, pero a costa de sabotearla, de tornarla más opaca.

¿Quién comunica entonces el significado: el texto o la imagen? A propósito de Accidental Napalm Attack, una de las fotografías más icónicas de las guerras contemporáneas tomada por Nick Ut, el fotógrafo de la Associated Press (AP), en junio de 1972, en la que aparece una niña desnuda escapando a un bombardeo cerca de la frontera con Camboya, los académicos Robert Hariman y John Lucaites afirman que el texto que acompaña esta imagen ciertamente proporciona un contexto que es revelador. ¿Cuál? Que la fotografía fue tomada en Vietnam, que la horrorizada niña tiene quemaduras en la espalda y que está huyendo, desnuda, junto con otros niños vietnamitas, por una carretera luego de que la aldea donde vivían fuera bombardeada con napalm (Hariman y Lucaites, 2003, p. 40). Por medio de la leyenda, el espectador recibe señales que le ofrecen una información que la imagen no suministra: es una descripción que combina un significado que, por un lado, se encuentra en la imagen, pero, por otro, está por fuera de ella. Sin embargo, así como esta fotografía requiere de las palabras para comunicar un significado específico al espectador, no depende del texto para afectarlo moralmente. Su significado moral, dicen estos autores, está precisamente en la ruptura, en el desgarro que la imagen de la aterrorizada niña produce en las narrativas oficiales que justificaron la acción militar en Vietnam e inhibieron la conciencia moral sobre sus desastres (2003, p. 41). El poder de fotografías como Accidental Napalm Attack se deriva de la imagen misma, aunque esta sea difícil de aprehender.

¿Por qué son poderosas este tipo de fotografías? Esta imagen es poderosa por múltiples razones: porque “muestra lo que las narrativas de la prensa ocultan” (Hariman y Lucaites, 2003, p. 40); porque presenta verdades incómodas que la gente ha sospechado; porque revela que los niños no deben estar envueltos en la guerra y, mucho menos, ser objetivos de esta; porque las fotografías de niñas desnudas no deben difundirse; o porque, como espectadores, nos sentimos incómodos si tomamos conciencia de que estas cosas suceden (Möller, 2009). Para Frank Möller, la respuesta al poder de una imagen como estas puede estar en una combinación de las anteriores conjeturas, pero en todas ellas habrá siempre un grado de desasosiego y ambigüedad en cuanto a lo que constituye dicho poder. El meollo es que esa pluralidad de sentidos se suele interpretar como una carencia del significado estable, del significado brindado por el texto, en el marco de una obsesión que consiste en reducir las imágenes al lenguaje, lo cual, según Möller, refleja una incomprensión de cómo trabaja la cultura visual y, por ende, un desconocimiento de ese residuo de incertidumbre inherente a las imágenes que es difícil de domesticar, por mucho que lo intentemos (Möller, 2009, p. 176).

Dudas como estas coinciden con la afirmación de Sontag de que si bien se espera que el pie de foto –la voz ausente de la fotografía– diga la verdad, “aun un pie absolutamente preciso es solo una interpretación, necesariamente limitada, de la fotografía que acompaña” (Sontag, 1996, p. 111). Pero, al fin y al cabo, es una interpretación, que además introduce un modo de conocimiento que, según Sontag, la fotografía no tiene. Porque, aun cuando ella reconoce que mirar el dolor de los demás es el primer paso para articular un proceso cognitivo, la sola reivindicación de la imagen no basta para que el sufrimiento del otro “sea percibido y pueda sostener un juicio intelectual (de conocimiento) y moral (de práctica)” (Sarlo, 2003, p. 10), razón por la cual las imágenes deben esperar a que alguien las interprete, a que exista un ambiente adecuado que les permita hablar: un espacio político por fuera de la imagen misma. De ahí que, siguiendo a Sontag, a la fotografía no se la pueda dejar sola, y que sea preciso apoyarse en los pies de foto que suplan lo visual, en las narraciones que suministren los contextos y en los análisis que complementen las imágenes obsesivas y puntuales de la fotografía, como si estas fueran apenas un vehículo de transmisión de respuestas primarias que se instalan en un estadio anterior a la interpretación e inferior a la comprensión: son preinterpretativas e infracomprensivas.

La polis de la imagen: marco, interpretación y afecto

¿Es la interpretación visual un oxímoron? Judith Butler no lo piensa así. En el capítulo 2 del libro Marcos de guerra. Las vidas lloradas, Butler entabla una interesante discusión con la dificultad que tiene Sontag para entender “la manera cómo [sic] elaboran sus ‘argumentos’ [los] medios de comunicación no verbales o no lingüísticos” (Butler, 2010, p. 104). Lo que, según ella, obedece a que, en el pensamiento de Sontag, “existe una especie de persistente escisión entre estar afectados y ser capaces de pensar y comprender, una escisión representada en los efectos diferentes de la fotografía y la prosa” (2010, p. 104), que lleva a la escritora a disociar la comprensión del afecto, la emoción de la explicación, o, en otras palabras, a asumir que las imágenes son cruciales para el afecto, pero inocuas para el pensamiento. A propósito de las escenas de tortura ocurridas en la cárcel de Abu Ghraib, Irak, entre 2003 y 2004, Buttler sostiene que “la fotografía no es meramente una imagen visual en espera de interpretación; ella misma está interpretando de manera activa, incluso, a veces, de manera coercitiva” (2010, p. 106). ¿Cómo? A través del frame, es decir, del “marco”, “encuadre” o “enmarcado”, que funciona no solo como frontera de la imagen, sino también como estructurador de la misma (2010, pp. 105-106), porque

 

[…] al enmarcar la realidad, la fotografía ya ha determinado lo que va a contar dentro del marco, [lo que constituye] un acto de delimitación que es interpretativo con toda seguridad, como lo son, potencialmente los distintos efectos del ángulo, el enfoque, la luz, etcétera (2010, pp. 100-101).

A igual que Sontag, Butler está interesada en la representación visual de la atrocidad, razón por la cual dirige su atención a los modos en que respondemos al dolor de los demás a través de esquemas normativos de percepción y reconocimiento de lo humano –los marcos–, que hacen posible que, en situaciones de guerra, unas vidas sean calificadas como dignas de ser lloradas, de salvarse y defenderse, mientras que otras no; son esquemas perceptivos que hacen que reaccionemos ante ciertas formas de violencia con horror, mientras que a otras las afrontamos con aceptación, superioridad moral e, incluso, con triunfalismo (Butler, 2010, p. 78). “¿Qué permite a una vida volverse visible en su precariedad y en su necesidad de cobijo, y qué es lo que nos impide ver o comprender ciertas vidas de esta manera?” (Butler, 2010, p. 80). Para Butler, lo que hace posible llorar unas vidas, elaborarles el duelo público que a otras se les niega, radica tanto en una estructura del pensamiento como también del afecto, algo que en las confrontaciones bélicas se experimenta de modo diferencial, ya que ni los cuerpos ni los objetos comprometidos en la violencia generan de forma natural afectos. A ella le llama la atención cómo, en las guerras actuales, los poderes político y militar trabajan detalladamente en los ámbitos de la percepción y la representabilidad, esto es, en apropiarse de los campos de percepción inmaterial, “con el fin de controlar el afecto, en anticipación a la manera como este no solo es estructurado por la interpretación, sino también como estructura a su vez la interpretación”, pues para estos poderes, “lo que está en juego es la regulación de las imágenes que pudieran galvanizar a la oposición política de una guerra” (2010, p. 107). Dice Butler,

El plan interpretativo tácito que divide a las vidas en meritorias y no meritorias funciona fundamentalmente a través de los sentidos, diferenciando los gritos que podemos oír de los que no podemos oír, las visiones que podemos ver de las que no podemos ver, y lo mismo al nivel del tacto o del olfato. La guerra sostiene sus prácticas actuando sobre los sentidos, trabajándolos para poder aprehender el mundo de manera selectiva, anestesiando el afecto como respuesta a ciertas imágenes y sonidos, y vivificando las respuestas afectivas a otras personas (2010, p. 81).

Las imágenes no son, entonces, objetos inertes, necesitadas de un sujeto políticamente activo que las pueda interpretar. Ellas son estructuradas por la interpretación, pero también estructuran la interpretación, en la medida en que son objetos vivos que actúan sobre el espectador. Butler señala que si bien Sontag reconoce esta función transitiva de la fotografía, es decir, su capacidad de actuar sobre quienes las miran, “de tal manera que ejercen un influjo directo en el tipo de juicios que estos formularán después sobre el mundo” (Butler, 2010, p. 101), la misma Sontag se muestra “menos convencida de que una fotografía pueda motivar, a quien la mira, a cambiar su punto de vista” (Butler, 2010, p. 102). ¿Por qué? Porque las fotografías transmiten afectos que “invocan un tipo de capacidad de respuesta que amenaza el único modelo de comprensión en el que Sontag confía” (Butler, 2010, p. 103): el de la interpretación verbal, aquel que pone énfasis en la dimensión logocéntrica de la política y alfabetizada de la esfera pública.

Butler, en cambio, advierte que “la interpretación tiene lugar en virtud de los condicionamientos estructuradores de género y forma sobre la comunicabilidad del afecto” (2010, p. 101). Por consiguiente, “no es solo que quien hace la fotografía y/o quien la mira interpreten de manera activa y deliberada, sino que la fotografía misma se convierte en una escena estructuradora de interpretación” (2010, p. 101). Esta se constituye en un marco que no solo funciona como frontera de la imagen, sino también como estructurador de esta, y que, por lo mismo, “puede perturbar tanto al que hace la fotografía como al que la mira” (2010, p. 101); una escena en la que “no hay necesidad de que se nos ofrezca un pie de foto para entender que un trasfondo político está siendo explícitamente formulado y renovado mediante y por el marco” (2010, p. 105). Por tanto, señala Butler,

[…] la cuestión para la fotografía bélica no es solo, así, lo que muestra sino cómo muestra lo que muestra. El “cómo” no solo organiza la imagen, sino que además trabaja para organizar nuestra percepción y nuestro pensamiento igualmente (2010, p. 106).

Así sea apenas como “registro”, la fotografía interpreta la realidad.

En su crítica al modelo del periodismo “incorporado” que asumieron los medios de comunicación estadounidenses para informar sobre la invasión a Irak en marzo de 2003, y que implicó prescribir el punto de vista desde el que se podía ver/sentir/comprender la guerra, al encuadrarla en una serie de marcos narrativos –no mostrar cuerpos muertos, ni imágenes de sufrimiento– establecidos por los militares y las autoridades gubernamentales,27 Butler afirma que

[…] si el poder estatal intenta regular una perspectiva que los reporteros gráficos y de televisión van luego a confirmar, entonces la acción de la perspectiva en y como marco forma parte de la interpretación de la guerra prescrita por el Estado (2010, p. 106).

Y

[…] aunque limitar cómo vemos o qué vemos no es exactamente lo mismo que dictar el guion, sí es una manera de interpretar por adelantado lo que se va a incluir, o no, en el campo de la percepción (2010, p. 99).

De ahí que nuestra capacidad para reaccionar con indignación, impugnación y crítica dependerá, en parte, de cómo se comunique la norma diferencial de lo humano mediante marcos visuales y discursivos. Habrá maneras de enmarcar que pongan a la vista lo humano en su fragilidad y precariedad, que ofrezcan la posibilidad del escrutinio público e, incluso, constituyan un acto de ver desobediente, y habrá otras que actúen como hilo conductor de la norma deshumanizadora.

Por eso, para Butler, “aprender a ver el marco que nos ciega respecto a lo que vemos no es cosa baladí” (2010, p. 143). Al final de su comentario sobre las imágenes que se difundieron de las torturas infligidas por los soldados estadounidenses contra prisioneros de guerra en la cárcel militar de Abu Ghraib, Butler plantea que “si existe un papel crítico para la cultura visual en tiempo de guerra, no es otro que tematizar el marco coercitivo”, aquel que llama a “no ver” en medio del ver, que obliga a “no ver” como condición del ver. Y para esto, dice ella, no basta con denunciar las condiciones técnicas de reproducción y reproducibilidad de los marcos ya existentes, invocando para ello la producción incontaminada de nuevos contenidos por parte de los medios de comunicación alternativos, sino que es necesario estar atentos al momento en que un marco dado por hecho rompe consigo mismo y se “escapa de las manos” de sus contextos y propósitos iniciales, al desplazarse por el espacio y el tiempo, y al introducirse en el ámbito público como objeto de escrutinio (2010, pp. 24-28), que fue lo que sucedió con las fotografías de Abu Ghraib.28 Allí, el marco inicial de la deshumanización de la vida, de la exhibición contumaz de un crimen de guerra, presentado como si se tratara de un asunto “divertido”, fue puesto en tela de juicio gracias al desplazamiento de las imágenes, debido a que la circulación de esas fotografías fuera de la escena de su producción socavó su pretensión de imposición y “dio al traste con el mecanismo de la deslegitimación, dejando tras sí toda una estela de dolor e indignación” (2010, p. 144).

Con estas consideraciones, Butler nos instala en un doble escenario de reflexión: en el reconocimiento de que las imágenes son seres vivos y en la idea de que es necesario controvertir la división entre palabra e imagen.29 A esto se refieren algunos investigadores provenientes del campo de los estudios visuales, para quienes las imágenes que trabajan en el arte, el cine, los medios, las figuras del lenguaje y las metáforas son objetos que tienen una vida propia (Mitchell, 2009), que excede tanto las intenciones de sus creadores como los datos del contexto en que estas han sido producidas, ámbitos estos hacia donde tradicionalmente ha apuntado la historia del arte en su ubicación de las imágenes como objetos inertes que, para ser interpretados, necesitan un conocimiento previo, proporcionado ya sea por las intencionalidades del artista –lo que quiso decir su creador– o por una colección de referencias brindadas por el contexto (Bal, 2009). De ahí el interés, en algunos de estos estudiosos, por la “presencia” de la imagen –la imagen como “presencia”–, que alude a una preocupación por su condición existencial, por su disposición de actuar y emocionar, por su fuerza performativa30 capaz de afectar las respuestas del espectador (Bal, 2009; Levin, 2009; Azoulay, 2012; Freedberg, 2014). Situación que lleva a repensar la imagen más allá de su condición de objeto estético autónomo, orientado a la “representación” o cognición del mundo (Moxey, 2009), en un desplazamiento que aboga por ir del poder representacional de la imagen en su tarea de dar cuenta de la realidad, al vigor performativo con que esta actúa sobre esa realidad.

La vida de las imágenes, como sostiene W. J. Thomas Mitchell, “no es un asunto privado o individual […] Conforman un colectivo social que mantiene una existencia paralela a la vida social de sus anfitriones humanos y del mundo de los objetos que representan” (2014, p. 104). De ahí que examinar las imágenes como especies vivas31 no implica que estas resistan al lenguaje, sean “puras” y se expliquen por sí mismas. Como afirma la teórica del arte y crítica cultural Mieke Bal, la idea de que los objetos visuales son contrarios al lenguaje, de que la visualidad es un acto inefable que, por tanto, no se puede ni se debe explicar, esconde en el fondo un sentimiento antivisual (Bal, 2004, p. 22). Esto implica asumir tres aspectos que Bal estima importantes a la hora de interrogar qué sucede cuando la gente mira y qué ocurre en el acto mismo de mirar: el primero es reconocer que se trata de un “acto profundamente impuro, orientado por los sentidos y fundamentado en la biología”, en que “la mirada se encuentra inherentemente encuadrada, delimitada, cargada de afectos”; pero, asimismo, está atravesada por una acción cognitiva intelectual que “interpreta y clasifica” (2004, p. 17); el segundo es asumir que esta impureza es susceptible “de ser aplicada a otras actividades basadas también en los sentidos como escuchar, leer, saborear u oler” (2004, p. 17), que están mutuamente permeados unos de otros; y el tercero es entender que la simultaneidad entre textos e imágenes demanda un acercamiento no esencialista de ambos registros, que permita cuestionar por igual, tanto el desprecio a la analogía lingüística en nuestra aproximación a las imágenes, como la subvaloración de las modalidades sensoriales en nuestra veneración por el pensamiento. Ni las imágenes están destinadas a desaparecer bajo el polvo de las palabras, ni tampoco están condenadas a la mudez.

 

A esto se refiere Mitchell cuando controvierte la idea de que existen medios puramente visuales o puramente lingüísticos, exclusivamente cognitivos o apenas afectivos. Para este autor, palabra e imagen es el “nombre de una distinción ordinaria”, “una forma fácil de dividir, cartografiar y organizar campos de representación”, “una etiqueta engañosamente simple, no solo para dos tipos de representación, sino para unos valores culturales profundamente contestados” (Mitchell, 2009, p. 11): en este lado la palabra, asociada al flanco de “la ley, la lectura y el dominio de las élites”; y en este otro la imagen, vinculada “a la superstición popular, a la falta de formación, a la disipación y la corrupción” (García, 2014, p. 30). Sin embargo, como el propio Mitchell sostiene,

[…] la interacción entre imágenes y textos es constitutiva de la representación en sí: todos los medios son medios mixtos32 y todas las representaciones son heterogéneas; no existen las artes “puramente” visuales o verbales, aunque el impulso de purificar los medios [alrededor de un solo órgano –la vista, el oído, el tacto–] sea uno de los gestos más importantes del modernismo (2009, p. 12).

Lo cual “no quiere decir que no haya diferencias entre los medios, o entre las palabras y las imágenes”, sino que esas distinciones son mucho más complejas, porque son objeto de cruces: estas aparecen tanto dentro de los medios como entre ellos, “no pueden desligarse de las luchas que tienen lugar en la política cultural y la cultura política”, y se transforman “a lo largo del tiempo, a medida que cambian los modos de representación y las culturas” (2009, p. 11).

Narración y re-personalización

Desde otra perspectiva, pensadoras como Hannah Arendt (1990) han visto las narrativas como poderosos vehículos expresivos, que permiten echar un vistazo a determinados acontecimientos históricos de la humanidad, sin hacer uso de las herramientas conceptuales o del debate especializado de las disciplinas académicas. En Narrar el mal (2009), un libro dedicado a cómo las narrativas pueden ayudar a comprender las diferentes dimensiones del daño moral y la crueldad humana que están presentes en acontecimientos catastróficos como las guerras, la filósofa mexicana María Pía Lara se detiene en el trabajo de la imaginación moral propuesto por Arendt, con el fin de encontrar allí una guía ética para aprender de las catástrofes. Pues, como la propia Arendt decía: “ninguna filosofía, ningún análisis o aforismo, por profundo que sea, puede compararse con la intensidad y riqueza de significado de una historia bien narrada” (1990, p. 32).

Arendt “creía que la narrativa nos proveía de una mejor forma de lidiar con las crisis y con los problemas concretos, en contraste con las teorías abstractas y sistemáticas acerca de la política” (Lara, 2009, p. 79). Ella, además, mostró que “cuando necesitamos comprender algo complejo o difícil de expresar lo podemos hacer utilizando una forma narrativa como una especie de puente entre la imaginación y la comprensión” (2009, p. 80), como un vínculo entre lo expresivo y la explicación, cuya relación es necesaria en el proceso crítico que se lleva a cabo en la esfera pública cuando de aproximarse a la crueldad humana se trata. Esto, en la medida en que contar-narrar historias no es algo contrario a los argumentos, sino que estas aportan ingredientes esenciales para el proceso racional, porque al contrastar unas historias con otras, y al constatar que emergen otras nuevas que develan dimensiones no percibidas anteriormente, las sociedades pueden enfrentar su visión del pasado y cuestionarse sobre lo que antes sus integrantes no vieron, o no quisieron ver, de una forma pública y en abierto debate crítico (2009, pp. 51-78).

En todo caso, Arendt sabía que no cualquier narrativa nos enseña algo valioso sobre el daño moral, la crueldad, la maldad, la esperanza, el amor o el odio, ni que todas las historias ejercen las mismas repercusiones en los espectadores: solamente aquellas que pueden proveernos de un “efecto trágico” están habilitadas para hacerlo. En su reflexión sobre si es posible “dominar el pasado” de las guerras, esto es, saber qué sucedió en ellas, volver a la memoria de lo que allí ocurrió mediante historias bien narradas, Arendt alude a Una fábula, aquella novela publicada en 1954 por el escritor estadounidense William Faulkner, basada en un hecho sucedido durante la Primera Guerra Mundial, en la que

[…] se describe muy poco, se explica aún menos y no se “domina” nada en absoluto; su final son lágrimas que el lector también derrama y lo que queda más allá de esto es el “efecto trágico” o el “placer trágico”, la demoledora emoción que nos da la capacidad de aceptar el hecho de que algo como esta guerra haya podido suceder realmente (Arendt, 1990, pp. 30-31),

y que para Arendt está asociado a una forma de creación de lazos que vinculan a la comunidad a través de recursos expresivos, “pues también nosotros tenemos la necesidad de recordar los sucesos significativos de nuestras vidas narrándolos a nosotros mismos y a otras personas” (1990, p. 32). Hablamos de aquel efecto –el “efecto trágico”– que permite, por medio de la narración de una historia acontecida, del relato de un evento acaecido, que “los espectadores puedan cuestionarse acerca de por qué podría ocurrir algo como lo representado” (Lara, 2009, p. 90); que surge cuando “uno es capaz de aceptar que un hecho como el narrado también pudo no haber ocurrido” (Lara, 2009, p. 93), o haber sucedido de una forma diferente; que habilita echar a andar nuestra imaginación. Porque

[…] cuando somos capaces de comprender lo que ha ocurrido, podemos ser conscientes de que el pensar y el juicio no solo son “facultades profilácticas”, sino también procesos de construcción moral que permiten establecer criterios normativos para visualizar nuevos patrones de acción (2009, pp. 91-92).

Ahora bien, si la imagen fotográfica carece de narración en el sentido que le otorga Susan Sontag, o no está en la ruta del relato literario, poético o dramatúrgico al que se refiere Hannah Arendt, ¿por qué, entonces, acudir a la narración para comprender las potencialidades o los defectos de la imagen fotográfica en este recorrido? Porque, a pesar de sus críticos, la imagen fotográfica comparte con la narración cierta forma común de aprehender la realidad: ambas ofrecen una conexión emotiva, afectiva, re-personalizada del mundo,33 en un proceso de aprehensión donde se ponen en juego las imágenes, las palabras, los sonidos, los recuerdos y los productos de nuestra imaginación. Narramos historias, miramos imágenes, no solo para alentar una compresión racionalista del mundo que permita entender, al decir de Susie Linfield, las contradicciones internas del capitalismo global, las razones del genocidio en Ruanda, o el porqué de la guerra fratricida en Colombia, sino para otra cosa: “para tener una idea de a qué puede parecerse la crueldad, la extrañeza, la belleza, la agonía, el amor, la enfermedad, las maravillas naturales, la creación artística o la violencia depravada” (Linfield, 2010, p. 22; traducción propia). Solo que la dimensión escritural-narrativa, con sus respuestas afectivas, no carga con los mismos lastres de la imagen en general. La tensión entre pensar y sentir no ha sufrido las mismas oposiciones en las narrativas escriturales –el plano de lo profundo–, como en el caso de las querellas del pensamiento crítico contra la imagen –el plano de la superficie–: en esta última, el “y” de pensar y sentir se transforma en el “o” de pensar o sentir. Una situación que ha estado en la base de la propia “teoría social que ha preferido el tropos del desencanto sobre el totemismo, y ha hecho caso omiso al poder emocional de los objetos económicos y sociales” (Bartmanski y Alexander, 2012, p. 3; traducción propia).

Si, como escribía Bertold Brecht34 en 1931, “una fotografía de las fábricas de Krupp o de las AEG [los armamentos masivos alemanes y las compañías eléctricas, respectivamente] no nos dice nada sobre estas instituciones” (Linfield, 2010, p. 21; traducción propia), entonces hay que reconocer que “las fotografías no explican la forma en que el mundo trabaja”; ellas no ofrecen razones o causas; “no cuentan historias con un coherente, o al menos discernible, inicio, nudo y desenlace”, como tampoco “logran revelar la dinámica interna de los acontecimientos históricos” (Linfield, 2010, p. 21; traducción propia). Pero la condición antinarrativa de la fotografía no evita su poder emotivo, ni su fuerza performativa en tanto “acto” con capacidad de producir sentido. Esta no alcanza a explicar los hilos que mueven la historia, pero puede tocar al espectador moralmente. Retornando a Accidental Napalm Attack, la foto de la niña vietnamita huyendo del napalm, esta imagen fue capaz de activar la conciencia pública en contra de la guerra de Vietnam, porque recreó, a través de un acto de la imagen, asuntos importantes de la vida moral, como el dolor, la separación, las relaciones entre extraños, la ausencia de verdad de las fuentes oficiales y el trauma. Estas características fueron reforzadas por dicha representación fotográfica, al demostrar que el fotoperiodismo puede hacer un trabajo destacado en el contexto del discurso público, labor que los textos verbales, adheridos a las normas de la racionalidad discursiva, quizás no hubieran podido hacer mejor, o lo hubiesen hecho de otro modo (Hariman y Lucaites, 2003, p. 40). Es la imagen de un evento que no debió haber ocurrido. Es la fotografía de una experiencia humana difícil de comunicar solo a partir de conceptos. De ahí su capacidad para proveernos de ese “efecto trágico” del que habla Arendt, y también su disposición para alentar otras narrativas diferentes a las que justificaban la guerra.

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