La barbarie que no vimos

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Esto es así porque la representación no llega sola. Esta hace parte de procesos de producción, circulación y consumo que afectan el contenido mismo de la imagen. El problema, para Sontag, es que ser testigo de la atrocidad en estado de ignorancia solo conmociona los sentidos. Por tanto, no es el realismo de la guerra, sino la existencia de un espacio apropiado de formación de la conciencia política lo que posibilita que una fotografía sea interpretada de una manera diferente a la de su contexto original, o tome un rumbo contrario a las intenciones de los perpetradores de la violencia. En su comentario al planteamiento de Virginia Woolf de que la crudeza de las imágenes es una razón suficiente para promover una acción, o una respuesta efectiva en contra de la guerra, Sontag señala que

[…] las fotografías de cuerpos mutilados sin duda pueden usarse del modo como lo hace Woolf, a fin de vivificar la condena a la guerra, y acaso puedan traer al país, por una temporada, parte de su realidad a quienes no la han vivido nunca (Sontag, 2003, p. 20).

Sin embargo, agrega, “quien acepte que en un mundo dividido como el actual la guerra puede llegar a ser inevitable, incluso justa, podría responder que las fotografías no ofrecen prueba alguna, ninguna, para renunciar a la guerra” (Sontag, 2003, p. 20).

En la respuesta de Sontag se vislumbra su posición frente a la ambivalencia de la imagen según el contexto de su recepción, esto es, respecto a esa esfera pública que propicia o inhibe la deliberación: “las fotografías de una atrocidad pueden producir reacciones opuestas. Un llamado a la paz. Un grito de venganza. O simplemente la confundida conciencia, repostada sin pausa de información fotográfica, de que suceden cosas terribles” (2003, p. 21). Porque “para los que están seguros de que lo correcto está de un lado, la opresión y la injusticia del otro, y de que la guerra debe seguir, lo que importa es quién muere y a manos de quién”. Para estos, “la identidad lo es todo” (2003, p. 18). De ahí que, para Sontag,

[…] la índole destructiva de la guerra –salvo la destrucción total, que no es guerra sino suicidio– no es en sí misma un argumento en contra de la acción bélica, a menos que se crea (y en efecto pocas personas lo creen en verdad) que la violencia siempre es injustificable, que la fuerza está mal siempre y en toda circunstancia; mal porque, como afirma Simone Weil en un ensayo sublime sobre la guerra, La “Ilíada” o el poema de la fuerza (1940), la violencia convierte en cosa a quien está sujeto a ella. No –replican quienes en una situación dada no ven alternativa al conflicto armado–, la violencia puede exaltar a alguien subyugado y convertirlo en mártir o en héroe (2003, pp. 20-21).

Al fin y al cabo, el largo camino recorrido por las imágenes fotográficas no solo las ha puesto en la ruta de los movimientos pacifistas, como pensaba Woolf, sino también al servicio de la propaganda, a la servidumbre de un amplio abanico de operaciones políticas y militares que han hecho de la representación visual un ámbito eficaz tanto para enaltecer la moral de las tropas, como para vencer al enemigo, reducirlo simbólica e ideológicamente, esta vez por fuera del campo de batalla (Kunczik, 1992). Pues, como afirma Sontag, la historia de la fotografía es igualmente la del trucaje. Fotografiar es componer, alterar, hacer montajes. Ella nos recuerda que, durante los combates entre serbios y croatas, en la llamada guerra de los Balcanes (1991-1999), las mismas fotografías de niños muertos a causa del bombardeo contra un poblado pasaron de mano en mano en las reuniones propagandísticas de ambos bandos. “Altérese el pie y la muerte de los niños puede usarse una y otra vez” (Sontag, 2003, p. 19). De modo que “las imágenes de ciudadanos muertos y casas arrasadas acaso sirven para concitar el odio al enemigo” (2003, p. 19); o para ser denunciadas como viles montajes de la cámara cuando la prueba de la atrocidad atenta contra fervores infranqueables, o cuando los responsables de la atrocidad hacen parte del bando propio. Hablamos de un uso propagandístico de la imagen que, además, habitúa desmitificar los valores del fotoperiodismo liberal de la “objetividad”, la “independencia” y el “equilibrio”, al hacer evidentes tanto la tensión que existe entre el derecho a saber del público y las necesidades de callar de las autoridades, como la simbiosis que durante las confrontaciones armadas suele presentarse entre reporteros, políticos y militares, con el fin de movilizar el apoyo del público en favor de la causa de la guerra (Hallin, 1986; Bennett, Lawrence y Livingston, 2007), lo que lleva a ubicar a la fotografía de atrocidades en el terreno de las narrativas poderosas: patriotismo, identidades nacionales, mitos fundadores (Bonilla, 2015).

Por tanto, no es el realismo lo que nos devuelve contra el crimen, el genocidio y el terror; es la conciencia de que el crimen, el genocidio y el terror son evitables, lo que hace que las imágenes y los relatos alimenten nuestra conmoción, pero también nuestra comprensión (Sontag, 2003, pp. 111-119). A propósito de las imágenes que el fotógrafo del ejército estadounidense Ronald Haeberle tomó de la matanza de civiles perpetrada por una unidad militar de la Compañía Charlie en la aldea de May Lai, Vietnam, el 16 de marzo de 1968, Sontag sostiene que estas imágenes “se volvieron importantes porque alentaban la oposición ante una guerra que estaba lejos de ser inevitable, lejos de ser insoluble, y que pudo pararse mucho antes” (2003, p. 105). Publicadas por el diario Cleveland Plain Dealer, el 20 de noviembre de 1969, veinte meses después de cometida la masacre, Sontag sostiene que “se pudo sentir obligación de ver aquellas fotografías, si bien espeluznantes, porque había algo que hacer, en ese mismo instante, respecto de lo que mostraban” (2003, pp. 105-106). ¿Y qué se podía hacer? Devolverse contra la guerra, no alimentar el cinismo ni el hastío ante su infamia, quitarle el halo de inevitabilidad a la atrocidad, despertar la resistencia. Así lo entendía Friedrich en 1924, lo testimoniaba Capa en 1936, lo pensaba Woolf en 1938, y, muy a su pesar, también lo creía Sontag en plena guerra de Vietnam, gracias al grado de madurez política que, según ella, había alcanzado el público estadounidense por cuenta de la existencia de un espacio político favorable, habitado por diversos sectores de opinión que no solo respaldaron la labor de los periodistas “en su esfuerzo por obtener aquellas imágenes”, sino que también habían “definido el acontecimiento como una guerra colonial salvaje” (Sontag, 1996, p. 28).

El historiador David Culbert plantea un asunto similar. En su análisis sobre el impacto de las imágenes de Vietnam, luego de que en 1968 los ejércitos comunistas emprendieran una ofensiva sin precedentes contra las tropas de Estados Unidos, Culbert sostiene que el dramatismo de estas imágenes12 fue importante, porque le restó poder narrativo a las elites político-militares sobre qué historias contar, y porque, además, alentó otras miradas en el público acerca de la guerra, que se inscribieron en un espacio ideológico propicio para la crítica. Situación que, por cierto, ha llevado a que Vietnam se convierta en un punto de inflexión en la representación visual de las confrontaciones bélicas contemporáneas, por dos razones (Bonilla, 2001): una, porque fue una guerra donde los periodistas hicieron algo más que sintonizarse con los poderes del Estado, y en la que los ciudadanos tuvieron la sensación de que lo que contemplaban no era material de propaganda (Culbert, 1998, pp. 421-435); dos, porque existe la suposición de que la excesiva exposición de cuerpos muertos e imágenes de sufrimiento en las pantallas de la televisión y en las portadas de diarios y revistas minó el apoyo del público estadounidense a la guerra (Hallin, 1986). La primera está relacionada con la idea de que la de Vietnam fue una guerra no censurada, en la que, por primera vez, el periodismo mantuvo cierta independencia frente al poder político-militar (Hallin, 1986). La segunda está asociada al denominado “síndrome de Vietnam”, esto es, a la creencia, que sostienen sectores con liderazgo político-militar, según la cual en las democracias occidentales la aversión de la opinión pública a las víctimas civiles, así como el cubrimiento informativo centrado en los horrores de la guerra, son razones más que suficientes para explicar por qué las personas se devuelven contra esta (Hallin, 1997; Carruthers, 2011).

Pero, “¿quién cree en la actualidad que se puede abolir la guerra?”, escribía Sontag en 2003, justo en el tiempo en que el Gobierno de su país emprendía una nueva campaña militar contra pueblos lejanos, alentada por la unanimidad de una esfera pública casera henchida de celebración y drama, de ira y orgullo. El alcance de esta pregunta con que la escritora punza al lector radica en que interpela una época política, pero también una condición de la mirada de las sociedades contemporáneas, y, por supuesto, en que desnuda su propio pesimismo. Dice Sontag: “Solía creerse, cuando no eran comunes las imágenes audaces, que la muestra de algo que era necesario ver, aproximando una realidad dolorosa, con seguridad incitaría a los espectadores a sentir con mayor intensidad” (2003, p. 93). Y bien, ¿qué ha ocurrido hoy? Primero, que en un contexto político de exaltación militar que promueve la negativa de asumir la guerra como algo que se puede evitar, tan “solo aspiramos (en vano hasta ahora) a impedir el genocidio” (2003, p. 13), lo cual es otra manera de convidar a la indiferencia. Segundo, que las imágenes audaces se fatigaron, debido a su reproducción tecnológica: estas dejaron de ser escasas y se convirtieron en familiares, provocando con ello tanto el entumecimiento del espectador como su impotencia y fatalismo. Un trastocamiento que, en palabras de Sontag, ha llevado a que casi todas las imágenes de atrocidades y sufrimiento que hoy alcanzan gran difusión, se encuentren bajo sospecha, por lo que “es menos probable que muevan a la compasión fácil o a la identificación” (2003, p. 37). Hablamos de un lamento que contiene un desengaño mayor. Es la denuncia que sugiere que las imágenes de atrocidad ya no se producen, circulan ni se apropian en contextos políticos propicios que permitan transitar el camino recto que va de la representación (la imagen) al conocimiento (la conciencia política) y, por último, a la acción (el compromiso de cambiar el mundo). A esto se refería Sontag cuando afirmaba, páginas atrás, que se pudo sentir obligación de ver las fotografías espeluznantes de la guerra de Vietnam, porque a finales de los años sesenta del siglo XX había algo que hacer respecto a lo que estas imágenes mostraban: debatir, resistir, actuar.

 

Siguiendo a Jacques Rancière, este ha sido el modo tradicional de razonar sobre una política de las imágenes, que consiste en establecer un vínculo directo entre representación, conocimiento y acción, en tanto ruta privilegiada para explicar cómo funcionan las imágenes (Rancière, 2010, p. 103); una unión en la que Sontag depositó su fe, tanto como su escepticismo. En este vínculo, señala Rancière, “la imagen intolerable obtenía de hecho su poder de la evidencia de los escenarios teóricos que permitían identificar su contenido, y de la fuerza de los movimientos políticos que los traducían en una práctica” (2010, p. 103): hacer ver al espectador, para comprometerlo en la lucha. ¿Qué ha sucedido con ese vínculo? Que

[…] el debilitamiento de esos escenarios y de esos movimientos ha producido un divorcio, que opone el poder anestésico de la imagen a la capacidad de comprender y a la decisión de actuar. La crítica del espectáculo y el discurso de lo irrepresentable han ocupado entonces la escena, nutriendo una suspicacia global sobre la capacidad política de toda imagen (2010, p. 103).

De ahí la decepción y también la dificultad de los partidarios de la línea recta entre percepción, afección, comprensión y acción para renovar la confianza en la capacidad política de las imágenes; para imaginar que estas pueden contribuir a “diseñar configuraciones nuevas de lo visible, de lo decible y de lo pensable” (Rancière, 2010, p. 103), romper con sus propios marcos y poner en tela de juicio una realidad dada por hecho (Butler, 2010, p. 28), pero “a condición de no anticipar su sentido ni su efecto” (Rancière, 2010, p. 103).

Así que lo que se perfila en el pensamiento de Sontag es un antes y un después apuntalado por ese momento de verdad que para ella significó su primer encuentro con el inventario fotográfico del horror extremo, esa epifanía negativa que la condujo a vivir entre el dolor y el entumecimiento, entre la conciencia de hacer algo y la fatiga de no poder hacer nada, entre el saber propiciado por la conciencia política y el ver atizado por la imagen. Una tensión que la llevó a suponer que si los espectadores contemporáneos somos indiferentes al sufrimiento ajeno, tampoco los que sufren tienen por qué comunicar su dolor, no necesitan buscar nuestra mirada, no requieren decirnos nada. ¿Para qué? Esto es lo que se puede apreciar en el comentario final de su libro Ante el dolor de los demás, en el que Sontag aborda la inmensa fotografía Dead Troops Talking (A vision after an ambush of a Red Army patrol near Moqor, Afghanistan, winter, 1986), realizada por el fotógrafo canadiense Jeff Wall en 1992. En esta imagen, los soldados rusos muertos hablan entre sí en un ambiente de camaradería, sin que les importe comunicar su dolor a quienes están por fuera de la escena. “¿Por qué habrían de buscar nuestra mirada? ¿Qué podrían decirnos?”, se pregunta Sontag (2003, p. 146). Para ella, estos muertos están tan desinteresados de los vivos, porque el espectador actual que los mira es “todo aquel que nunca ha vivido nada semejante a lo padecido por ellos”, un “nosotros” al que se le hace imposible imaginar lo espantosa y aterradora que es la guerra, “y cómo se convierte en normalidad” (2003, p. 146).

¿Quiere decir Sontag que ya no hay un modo de imaginar la guerra, a no ser que sea de primera mano?12 Porque al sugerir que solamente los testigos directos, aquellos combatientes y sobrevivientes que han sufrido en carne propia su destrucción, pueden pronunciarse sobre la guerra, Sontag contradice su exigencia inicial acerca de la necesidad que tienen las sociedades que se hunden en el remolino de la barbarie, de propiciar espacios políticos de deliberación que les permita a los ciudadanos tomar conciencia sobre el significado mismo de la catástrofe; de la urgencia, para este tipo de sociedades, de una esfera pública capaz de ir más allá de la convicción de que el realismo, la conmoción y la vivencia son experiencias más que suficientes para motivar una acción política eficaz en contra de la guerra, y capaz también de interrogar por qué se muestran determinadas imágenes y qué contextos de debate son posibles para abordarlas.

Una contradicción que nos remite a un apartado de El impostor (2014), ese relato novelado del escritor español Javier Cercas, que narra la historia de Enric Marco, un célebre impostor catalán que logró mantener viva, durante décadas, la mentira sobre su pasado de víctima del nazismo, y en donde Cercas controvierte la idea, defendida, entre otros, por el también escritor Elie Wiesel, sobreviviente de Auschwitz y Buchenwald, de que únicamente los supervivientes de los campos de concentración nazis “tienen que decir sobre lo que allí pasó más que todos los historiadores juntos”, porque “solo los que estuvieron allí saben lo que fue aquello; los demás nunca lo sabrán” (Wiesel, citado en Cercas, 2014, p. 276). Un argumento que, para Cercas, si bien tiene mucho de verdad, porque es cierto que nunca podremos redimir el sufrimiento de las víctimas, desnuda “el chantaje del testigo”, pues frente al testimonio imbatible: “¿Y usted qué sabe de aquello si no estuvo allí?”, habría que agregar que, aunque es cierto que

[…] los supervivientes de los campos nazis son los únicos que conocen de verdad el horror incalculable de aquel experimento diabólico […] eso no significa que entendiesen el experimento, y sí más bien que, demasiado ocupados con su propia supervivencia, quizá se hallan en la peor situación posible para entenderlo. Tolstói afirma en Guerra y paz que “el individuo que desempeña un papel en el acontecer histórico nunca entiende su significado”. En la undécima parte de esa novela, Pierre Bezujov se adentra en la batalla de Bordino; va en busca de las glorias que ha leído en los libros, pero lo único que encuentra es un caos total o, como escribe Isaiah Berlin, “la confusión habitual de los individuos, ocupados en satisfacer al azar tal o cual deseo humano […] una sucesión de accidentes cuyos orígenes y cuyas consecuencias, en general, no se puede rastrear ni predecir” (Cercas, 2014, p. 277).

¿Y sí están realmente tan desinteresados de los demás aquellos que han sufrido las tragedias de la guerra? A contrapelo de Sontag, habría que decir que las personas que han experimentado la destrucción de sus vidas, han tenido mucho que contarnos, y lo han tratado de hacer de múltiples maneras, en distintos momentos, en diferentes circunstancias. A esto se refiere Susie Linfield cuando plantea que, a lo largo de la historia, en medio de las catástrofes humanas, y pone ella como ejemplo la del exterminio de los judíos en la Alemania nazi, los hombres y las mujeres hicieron todo lo posible para comunicar su situación bajo las condiciones más inimaginables, al borde de la desesperación. Y lo hicieron mediante informes, fotografías, hojas sueltas, radios y periódicos clandestinos, con la esperanza de que sus testimonios, pensamientos, poesías, relatos, imágenes se pudieran escuchar en medio del naufragio, de que el conocimiento que los ciudadanos libres obtuvieran de lo que allí estaba sucediendo, permitiera detener los crímenes cometidos por los verdugos del nazismo (Linfield, 2010, p. 99). No lo lograron. Pero entonces, no es que los muertos no tengan nada que decirnos, como finaliza Sontag su libro, sino que somos los vivos los que tenemos problemas para ver, entender y escuchar. Una dificultad que tiene que ver con el segundo litigio que Sontag sostuvo con la fotografía.

2. Exceso. De la perturbación al entumecimiento

Algunas fotografías son horribles porque las miramos desde una posición de libertad

Geneviève Serreau, Bertold Brecht

A Sontag le preocupaba la capacidad de la fotografía para modificar nuestra valoración política de la guerra y actuar en consecuencia. Si su malestar inicial apuntaba a cuestionar la promesa con que nació el invento de la cámara, esto es, la de ser representación mimética del mundo, y con ello erigirse en una prueba suficiente de verdad, la segunda contrariedad se dirige al exceso de presencia de la imagen –esta como narcótico y espectáculo–, a su efímera familiaridad que lleva a la pérdida de la experiencia o, peor aún, al entumecimiento de la razón. A diferencia de las fotografías de atrocidades que Virginia Woolf evoca en Tres guineas, en el invierno de 1936 a 1937, o de las que Sontag rememora en Sobre la fotografía, a propósito de la liberación de los campos de concentración alemanes en 1945, aquí la situación que Sontag señala es otra: es el tránsito que ha tenido la imagen que va de la novedad a la saturación, de la escasez a la repetición, y esto debido al paso del tiempo y a su excesivo uso.

En Sobre la fotografía, Sontag insistía en una idea que se ha convertido en legión, a pesar de que años después ella misma se encargaría de refutar: la exhibición repetida de fotografías de dolor ha hecho más por anestesiar las conciencias que por despertarlas, ya que “el impacto ante las atrocidades fotografiadas se desgasta con la repetición” (Sontag, 1996, p. 30). Allí, Sontag advertía que cuando los espectadores se enfrentan a imágenes de eventos dolorosos que contienen una fuerte carga emocional, por lo general siguen la ruta que conduce de la perturbación a la fascinación, luego al acostumbramiento y finalmente a la indiferencia o la impotencia. Un problema que apunta a la “apariencia de participación” que fomenta la fotografía, situación que, por una parte, posibilita que un acontecimiento conocido mediante imágenes adquiera más realidad de la que jamás hubiera soñado; pero, por otra, produce un efecto contrario: de tanto reiterarse, ese acontecimiento se desgasta, pierde realidad, deja de ser auténtico (1996, pp. 20-21). Así, Sontag señala que “el vasto catálogo fotográfico de la miseria y la injusticia”, las fotografías tantas veces repetidas de los campos de exterminio –esas que ella vio por primera vez en 1945, cuando el mundo apenas despertaba a las atrocidades cometidas por los verdugos de la Alemania de Hitler– terminaron por anestesiar la experiencia de la atrocidad, porque normalizaron lo terrible y pusieron el horror en los límites de la comprensión, “volviendo más ordinario lo horrible, haciéndolo familiar, remoto” (1996, p. 30). De modo que si en “la época de las primeras fotografías de los campos de concentración nazis, esas imágenes no eran triviales en absoluto”, décadas después “quizá se haya llegado a un punto de saturación” (1996, p. 30). Lejos de cambiar el mundo, son imágenes que han trabajado en un sentido contrario: estas han adormecido la capacidad emocional de los pasivos espectadores frente a las catástrofes humanas, en una mezcla de exceso y entumecimiento que ha dado lugar a una “fatiga de la compasión”, un término que más adelante retomamos.

 

Este capítulo afronta las anteriores preocupaciones, pero inscribiéndolas en un debate más amplio sobre la imagen. Se inicia con un breve recorrido que plantea que la tesis del efecto analgésico de las imágenes a la que Sontag se refiere no es un tema nuevo; esta es una idea de más larga duración, que es preciso examinar en una doble dirección: por un lado, hace parte de un pensamiento que ha asociado la repetición de las formas simbólicas de la experiencia humana con el declive de la acción colectiva o, en todo caso, con la insensibilización de nuestra capacidad de reacción cuando el placer se apodera de la contemplación y la distancia se adueña de la realidad; y, por otro, es una tesis que ha estado vinculada a un litigio más complejo sobre cómo y desde dónde asumir la autenticidad, la originalidad y la respuesta correcta del espectador en una cultura moderna circundada por imágenes. Posteriormente, se propone una sucinta discusión sobre algunos de los temores más frecuentes en torno a la demasía de las imágenes, esto es, al hecho de que la repetición sea asumida, por algunos críticos de la cultura visual, tanto como un menoscabo de la autenticidad, como una partera del vicio, la indiferencia y la corrupción de la mirada, que es otro modo de encarar la discusión sobre el efecto narcotizante de la imagen. Por último, se aborda la autocrítica de Sontag respecto a sus planteamientos iniciales acerca de la pérdida de poder de la imagen fotográfica debido a su saturación, una reconsideración que algunos de los teóricos de la imagen que frecuentan citar a Sontag no se percataron, o no leyeron con cuidado.

El espectador entumecido: saturación, desatención y vicio

En la crítica inicial de Sontag al modo en que las fotografías del Holocausto normalizaron lo terrible subyace la tesis del efecto analgésico de las imágenes. Según esto, la repetición constante de fotografías de sufrimiento no necesariamente fortalece la conciencia o la compasión del espectador, sino que, por el contrario, pueden llevarlo a la corrupción de la mirada, al consumismo inocuo y, por aún, a una adicción pasiva de las imágenes (Sontag, 1996, p. 29). Algo que, por cierto, nos recuerda la larga marcha del ilusionismo, esa experiencia fundacional con lo sensible y lo intangible, a la que nos remite la “Alegoría de la caverna” de Platón: dejarse engañar por medio de las imágenes o, en cualquier caso, narcotizarse con ellas (Huyssen, 2009; Machado, 2009). Y cuyas causas se pueden cotejar en varias afirmaciones que recorren Sobre la fotografía: por ejemplo, en la compulsión al exceso, las apariencias y la curiosidad sin consecuencias, que son comunes al capitalismo contemporáneo (Sontag, 1996, p. 33); en “la supresión gradual de los escrúpulos” y la disminución de la tolerancia a lo grotesco, propia del arte moderno, lo que “refuerza la alienación” e “incapacita las reacciones de la vida” (1996, p. 48); en la confusión de la realidad producida por el realismo fotográfico, “que resulta (a largo plazo) moralmente analgésica y además (a corto plazo) sensorialmente estimulante” (1996, p. 112); en fin, en el “consumismo estético al que hoy todos son adictos” (1996, p. 33).

Esta es una ansiedad que tiene una larga historia. En su lomo cabalga la idea de que la sobrecarga de imágenes y la normalización del evento perturbador por cuenta de la visión reiterada de este conducen a la insensibilización del espectador (Cohen, 2005, pp. 204-211). Susan Sontag ha sido una de las intelectuales más acuciosas para alertar sobre esta situación, pero no la única. A finales de la década de los cuarenta del siglo anterior, dos reconocidos investigadores de la tradición funcionalista liberal, Paul Lazarsfeld y Robert Merton, ya habían incursionado en las mismas preocupaciones de Sontag. En un texto clásico, dedicado a estudiar las funciones de los medios de comunicación en la integración social y en el establecimiento del consenso a favor del cambio social dirigido, ambos aludían a un efecto no estimado de la información masificada, a una consecuencia social de los mass-media que, en su entender, había pasado hasta entonces desapercibida; o “al menos, ha recibido muy pocos comentarios explícitos y, al parecer, no ha sido sistemáticamente utilizada para promover objetivos planificados. Cabe darle la denominación de disfunción narcotizante de los mass-media” (Lazarsfeld y Merton, 1985, p. 35). Con este nombre, los autores se referían a los desarreglos producidos por el constante suministro de información que “puede suscitar tan solo una preocupación superficial por los problemas de la sociedad” y, en consecuencia, “servir para narcotizar más bien que para dinamizar al lector o al oyente medio”, puesto que “a medida que aumenta el tiempo dedicado a la lectura y a la escucha, decrece el disponible para la acción organizada” (1985, p. 35). Según esta perspectiva,

El ciudadano interesado e informado puede felicitarse a sí mismo por su alto nivel de interés e información, y dejar de ver que se ha abstenido en lo referente a decisión y acción […] Llega a confundir el saber acerca de los problemas del día con el hacer algo al respecto. Su conciencia social se mantiene impoluta. Se preocupa. Está informado, y tiene toda clase de ideas acerca de lo que se debiera hacerse, pero después de haber cenado, después de haber escuchado sus programas favoritos de la radio y tras haber leído el segundo periódico del día, es hora ya de acostarse (Lazarsfeld y Merton, 1985, pp. 35-36).

Años antes, a principios del siglo XX, el sociólogo alemán Georg Simmel ya había alertado sobre algo parecido cuando se refería a tres dimensiones básicas que la vida moderna había desatado. Una de ellas era el anonimato, o esa pérdida del vínculo social y de las creencias compartidas, resultado de los procesos de urbanización y masificación de la existencia; la otra era el aumento en la libertad, que comenzaban a experimentar de un modo más abstracto los individuos de las grandes ciudades, lo que, entre otras cosas, les permitía a estos recurrir a distinciones cualitativas para llamar la atención, distinguirse y diferenciarse de los demás, ya fuera por las vías de la educación, el gusto, el refinamiento, la clase o la excentricidad; y la tercera era lo que Simmel denominaba la actitud blasé: esa “disposición desatenta” del citadino para sobrevivir en medio de la sobreinformación que la ciudad produce; esa “actitud de reserva”, indiferencia y hartazgo propia del espíritu moderno que, al decir de Simmel, arrastra a los ciudadanos de las urbes a vivir en una especie de “trance urbano”, esto es, a ser selectivos, a prestar atención a aquellas cosas que tienen un interés particular para la construcción de su personalidad individual, luego de ser bombardeados por una cantidad de estímulos visuales y auditivos provenientes de la vida urbana (Simmel, 1986, pp. 5-10). Solo que, a diferencia de Sontag, que observa en la repetición incesante de la imagen fotográfica el motivo del embotamiento de la razón, o de Lazarsfeld y Merton, que perciben en el constante suministro de información de los mass-media la causa de la inmovilidad social, Simmel advierte en la actitud blasé una forma de disposición necesaria que emana del sujeto moderno –no únicamente de la imagen, ni de los mass-media– frente a la sobrecarga de nuevas excitaciones y promiscuidades físicas propias de la emergente vida en las sociedades de masas.

Parte de este trayecto se puede cotejar también en los planteamientos de Adam Smith, uno de los primeros filósofos morales en abordar la cuestión de la experiencia visual como factor clave en la formación de la conciencia cívica del espectador moderno (Wilkinson, 2013). En La teoría de los sentimientos morales, un libro cuya primera edición data de 1759, Smith indaga por el tipo de actitud que podría asumir el hombre humanitario de Europa cuando se entera, tal vez por los periódicos de la época, quizá por las voces que le llegan del puerto de la ciudad donde vive, que hubo un enorme terremoto en la China, una región con la que no tiene vínculo alguno. Y agrega: “Creo que ante todo expresaría una honda pena por la tragedia de ese pueblo infeliz, haría numerosas reflexiones sobre la precariedad de la vida humana”, pero “una vez manifestados estos filantrópicos sentimientos, continuaría con su trabajo o su recreo, su reposo o su diversión, con el mismo sosiego y tranquilidad como si ningún incidente hubiese ocurrido”. En cambio, “si fuese a perder su dedo meñique al día siguiente, no podría dormir” (Smith, 1997, p. 252).