La barbarie que no vimos

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1. Realismo. Ojos que ven la atrocidads

¿Cómo podemos mostrarles el Napalm en acción? ¿Y cómo podemos mostrarles el daño causado por el Napalm? Si les mostramos fotos del daño causado por el Napalm cerrarán los ojos; luego cerrarán los ojos a la memoria; luego cerrarán los ojos a los hechos, luego cerrarán los ojos a las relaciones que hay entre ellos. Si les mostramos una persona herida con quemaduras del Napalm, herimos sus sentimientos. Si herimos sus sentimientos sentirán como si hubiéramos probado el Napalm sobre ustedes, a sus expensas. Solo podemos darles una débil demostración de cómo funciona el Napalm

Harun Farocki, del documental Fuego inextinguible

En Sobre la fotografía, Susan Sontag dibuja su primer malestar con el realismo de la imagen fija, con la idea de que la fotografía puede acortar la distancia con la realidad, al ponerla a nuestro alcance, al hacer de lo real un acto de no intervención por cuenta del registro fiel e inmediato de los hechos. Es un malestar que viene desde lejos. Como se sabe, la tecnología de la fotografía nació en un siglo, el XIX, en el que el mandato del realismo y el naturalismo en las ciencias y las artes comenzó a imperar como ruta privilegiada para acceder a la “verdad” a través del frenesí de lo visible, de aquello que pudiera ser comprobado mediante la observación empírica (Freedberg, 1992; Burke, 2001; Jay, 2007). La cámara fotográfica respondió a este mandato, al sueño de que una invención tecnológica condujera a una verosimilitud mayor del mundo, debido a su habilidad para “registrar un instante de la realidad tal como realmente sucedió”, de ser un “espejo” de la naturaleza (Jay, 2007, p. 101) y de ponerla “al alcance de cualquier ser humano” (Carey, 2009, p. 36). Desde temprano, esta se ofreció como un medio conveniente, económico y de fácil acceso, que las personas podían usar para participar en la ampliación de los campos visual y civil de la sociedad (Azoulay, 2008, pp. 85-93), para alimentar la complacencia por lo verdadero; lo que, por cierto, también despertó la prematura desconfianza de los críticos que, como el poeta Charles Baudelaire, veía en la obsesión por lo “real” de la fotografía el emblema de la decadencia estética, de la corrupción de la belleza, la sospecha de que, a diferencia del arte, esta estuviera al alcance de cualquiera, de gente ordinaria que además podía desplazar su posición: a veces ser el fotógrafo, otras veces lo fotografiado, en el marco de una movilidad igualadora que no estaba permitida en el arte, en donde no cualquiera podía llegar a ser pintor, escritor o poeta (Berman, 1988, pp. 129-173).

A su manera, Sontag se inscribe en esta indisposición. Por eso su molestia alude a una tensión mayor que ella encuentra en la naturaleza misma de la imagen fotográfica, en su capacidad para congelar un momento preciso de una acción: la de ser apariencia, pero a la vez ausencia; la de ofrecernos la realidad tal cual es, pero no su comprensión; la de mostrarnos una imagen del mundo, pero sin una narración que explique su funcionamiento (Sontag, 1996, p. 33). Una molestia que ya había sido anticipada por Siegfried Kracauer al referirse al impacto espacializador de la fotografía como “una barrera para la auténtica memoria, por más que pareciera servirle de ayuda” (Kracauer, citado en Jay, 2007, p. 108). Hablamos de la tensión entre saber y emoción, entre lo que sabemos y lo que vemos, cuyo preámbulo se puede rastrear a propósito de un comentario de Sontag a las imágenes que el fotógrafo ruso Roman Vishniac hizo de la vida diaria de los judíos en los guetos de las ciudades polacas de Lodz y Varsovia en 1938. Para ella, la reacción ante estos documentos fotográficos, “se ve abrumadoramente afectada por el conocimiento de que esa gente no tardaría en perecer” (Sontag, 1996, p. 75). Es un saber que se asienta en el hecho de que el horror y el dolor de las fotografías de Vishniac, y de tantos otros fotógrafos (algunos de ellos al servicio de los perpetradores) y fotorreporteros que capturaron escenas sobrecogedoras de personas en situaciones cotidianas, en lo que el escritor austriaco-judío Hans Maier, más conocido como ‘Jean Améry’, llamaba la “sala de espera de la muerte” (Améry, 1984, p. 36), no hay que buscarlos en el marco mismo de la imagen, sino por fuera de él.

Este capítulo pretende aclimatar un primer debate en torno al poder de las imágenes fotográficas, concretamente alrededor de la idea de que mostrar las atrocidades de la guerra, hacer evidente su realismo y su crueldad, lleva a conocer mejor nuestra historia, a luchar contra el olvido y generar mayores niveles de crítica democrática, ya que cuando el horror es lo bastante vívido, conduce a las personas a entender que la guerra es una estupidez. Un planteamiento con el que Sontag no está de acuerdo. Para esto, partimos de un breve recorrido por las motivaciones que llevaron a intelectuales, escritores y periodistas de una época anterior a la de Sontag a considerar que mostrar los horrores de la guerra era una razón más que suficiente para movilizarse en contra de la misma. ¿Estaban realmente equivocados? Luego, se pone en juego la crítica de Sontag, para quien las imágenes por sí solas no bastan para motivar una acción y un discurso político eficaz frente a la guerra, a no ser que estas cuenten con un espacio político e ideológico propicio que las haga hablar, que les otorgue un nombre; un anhelo que no ha sido posible ni en todas las épocas, ni en todos los lugares. El capítulo cierra con la inquietud de qué pudo sucederles a esos espacios que en otros momentos dieron lugar al vínculo entre la imagen intolerable y la conciencia de la realidad, y que fundaron la confianza en ese uso militante de la imagen política, que nos advierte que primero hay que “darse cuenta” para después “actuar” o, mejor, que el conocimiento es una condición anterior a la acción. La epifanía negativa de Sontag sobre un antes y un después de nuestras relaciones con la imagen se vislumbra clave para esto.

Imágenes que muestran el horror

Veinticinco años más tarde de haber elaborado sus primeros planteamientos sobre la naturaleza realista de la fotografía, Sontag vuelve sobre estos. En Ante el dolor de los demás, un libro que surgió luego de que la escritora fuera invitada a impartir la cátedra Amnesty, de la Universidad de Oxford, en febrero de 2001, la inquietud inicial sobre el realismo de la imagen fotográfica para mostrar hechos crueles y desagradables reaparece en los pensamientos de Sontag, esta vez al comparar dos instancias de “verdad”: la pintura y la fotografía. Con este propósito, ella hace un largo viaje que la lleva hasta Los desastres de la guerra, la serie numerada de 83 grabados realizados por Francisco de Goya entre 1810 y 1820, que evoca las barbaridades que cometieron los soldados de Napoleón al invadir España en 1808. Para Sontag, el hecho de que las atrocidades representadas por Goya “no hayan sucedido exactamente como se muestra –digamos que la víctima no quedara exactamente así, que no ocurriera junto a un árbol– no desacredita en absoluto Los desastres de la guerra” (2003, p. 58). Esto es así porque la pintura busca evocar, su pretensión es sugerir “que sucedieron cosas como estas”, pero su cometido no es ofrecer evidencias de lo que allí sucedió. Esto último es lo que se supone hace la fotografía, que no evoca, sino que muestra, porque las suyas, “a diferencia de las imágenes hechas a mano, se pueden tener por pruebas. Pero, ¿pruebas de qué?” (2003, p. 58).

La travesía que motiva a Sontag a responder este interrogante y, por lo mismo, a cuestionar más fuertemente el realismo de la imagen, a tomar partido en la tensión entre lo que sabemos y lo que vemos, es otra distinta a la anterior. Es aquella que la instala en un debate con la escritora Virginia Woolf. En el primer capítulo de Ante el dolor de los demás, Sontag formula algunos comentarios a las respuestas que le diera Woolf a un prominente abogado de Londres que, en 1935, le preguntaba, a propósito de la guerra civil en España: “¿Cómo hemos de evitar la guerra en su opinión?” (Sontag, 2003, p. 11). Publicada en junio de 1938, bajo el nombre de Tres guineas, las palabras de Woolf llaman la atención de Sontag, porque provienen de una intelectual que a comienzos del siglo XX creía que las fotografías crudas de una atrocidad, a pesar de no ser argumentaciones dirigidas a la mente, podían producir una reacción en contra de la guerra. Las imágenes que Woolf evocó no aludían a la guerra como una gesta heroica, un empeño de hombres valientes dispuestos a morir por la “patria”, sino a “un modo específico de comprenderla, un modo que en esa época se calificaba rutinariamente de ‘bárbaro’, y en el cual los ciudadanos son el blanco” (2003, p. 17).

Detengámonos en Woolf:

Aquí, sobre la mesa, tenemos las fotografías. El gobierno español nos las manda con paciente pertinacia dos veces por semana. No son fotografías de placentera contemplación. En su mayor parte, son fotografías de cuerpos muertos. En el grupo de esta mañana, hay una foto de lo que puede ser el cuerpo de un hombre o una mujer. Está tan mutilado que también pudiera ser el cuerpo de un cerdo. Pero estos cuerpos son ciertamente cadáveres de niños, y esto y otro es, sin duda, la sección vertical de una casa. Una bomba ha derribado la fachada, todavía está una jaula de un pájaro colgando en lo que seguramente fue la sala de estar, pero el resto de la casa no es más que un montón de palos y astillas suspendido en el aire. Estas fotografías no son un argumento. Son simplemente la burda expresión de un hecho, dirigida a la vista. Pero la vista está conectada con la mente, y la mente lo está con el sistema nervioso. Este sistema manda sus mensajes, en un relampagueo, a los recuerdos del pasado y a los sentimientos presentes. Cuando contemplamos esas fotografías, en nuestro interior se produce una fusión por diferente que sea nuestra educación y la tradición a nuestra espalda, tenemos las mismas sensaciones, y son sensaciones violentas. Usted, señor, dice que son sensaciones de “horror y repulsión”. También nosotras decimos horror y repulsión. Las mismas palabras se forman en nuestros labios. La guerra, dice usted, es abominable, una barbaridad, la guerra ha de evitarse a toda costa. Sí, por cuanto ahora, por fin, contemplamos las mismas imágenes, vemos los mismos cuerpos muertos, las mismas casas derruidas (Woolf, 1999, pp. 19-20).

 

Mostrar los horrores de la guerra era, para Woolf, como para otros artistas, intelectuales, periodistas y fotógrafos de su tiempo, una forma de provocar el rechazo, de avivar la condena universal en contra de la misma y de redimir a la víctima anónima e inocente (Sontag, 2003; Crane, 2008; Freedberg, 2014). Ella creía que el poder de las imágenes fotográficas que retrataban escenas de dolor y sufrimiento, recaía en su capacidad de conmocionar; pero, sobre todo, en su fuerza para activar un sentimiento de repugnancia que no estaba dirigido contra la imagen como tal, sino hacia el evento que la había producido. Por tanto, “no condolerse con esas fotos, no retraerse ante ellas, no afanarse en abolir lo que causa semejante estrago”, eran, según Sontag al referirse a Woolf, “las reacciones de un monstruo moral”, la evidencia más notable de un fallo de nuestra imaginación y empatía ante el sufrimiento de los demás (Sontag, 2003, p. 16). Sus palabras eran el eco de una preocupación compartida de época, basada en la convicción de que el repudio creado por semejantes imágenes permitiría que la gente entendiese que la guerra era una atrocidad, una insensatez (2003, p. 22). Una preocupación que, por cierto, venía de más lejos: del ideal del humanitarismo liberal, surgido a partir de la segunda mitad del siglo XVIII, según el cual la repugnancia moral, más que apartar a las personas del camino o de la vista de quienes sufren, se constituye en una base universal de oposición a lo que ocasiona ese sufrimiento (Halttunen, 1995; Ignatieff, 1999).

Esta fue la creencia que llevó al Daily Worker, un diario comunista estadounidense, a publicar, el 12 de noviembre de 1936, las imágenes de varios de los setenta niños españoles muertos como consecuencia de un bombardeo, por aviones alemanes al servicio del gobierno fascista del general Francisco Franco, a una escuela cerca de Madrid. Ante la pregunta: “¿Por qué publicamos esta página?”,8 Walter Holmes, el editor del diario, aducía que “la guerra tiene abominaciones tan asquerosas que solamente existen para los que han tenido que verlas” (Daily Worker, 12 de noviembre de 1936, p. 5; traducción propia), por lo que mostrar esas imágenes servía a un gran propósito: alentar la determinación contra el fascismo y defender la democracia. Su respuesta se inscribía en la idea de que la exposición de los crímenes atroces motivaría la esperanza de una acción política eficaz y conduciría a la memoria o la justicia, a pesar de lo profundamente problemático que había en el hecho de infringir la dignidad humana, la decencia y la privacidad mediante la lente de la cámara (Linfield, 2010, p. 132).

Esta era la misma premisa que motivó al anarquista y objetor de conciencia alemán Ernst Friedrich a publicar años antes, en 1924, ¡Guerra contra la guerra!, un foto-libro con más de 180 fotografías que mostraban los horrores producidos por el fuego, el acero, el veneno y el gas durante la Primera Guerra Mundial. Escenas ante las cuales, como el propio Friedrich lo decía en el prólogo del mencionado libro, “el tesoro de las palabras” no era suficiente para “pintar correctamente”, por lo que era necesario acudir a “las incorruptibles e inexorables lentes fotográficas”, con el fin de avivar la conciencia cosmopolita de los “seres humanos de todos los países”, de “los pueblos de todas las naciones” (Friedrich, citado en Sánchez, 2000, pp. 20-24). Aclamado por escritores, artistas, intelectuales de izquierda y ligas civiles opuestas a la guerra, este manifiesto fotográfico pronto alcanzó varias ediciones y fue traducido a varios idiomas, reafirmando así la confianza en la influencia positiva que las imágenes podrían tener en la opinión pública (Sontag, 2003, p. 24).

O si no la confianza, por lo menos la duda con la forma en que los regímenes políticos de entonces ocultaban las atrocidades de la vista de sus poblaciones, con un velo de sombra y silencio, que fue lo que motivó a Bertold Brecht, un consumado crítico de la fotografía, a invitar a los alemanes para que consiguieran el libro de Friedrich y contrastaran en sus páginas los documentos visuales sobre la infamia que allí se mostraba, ya que al hacerlo se podría restituir la verdad que los nacionalismos y sus llamados a “la movilización total” querían encubrir. Pues, mientras, en 1926,

[…] la gente se entretenía con los estereotipos lingüísticos sobre los “horrores de la guerra” –y hacía lo posible para consolarse de inmediato, para no imaginar las cosas mismas de las que hablaba, para empobrecer de hecho toda su capacidad de contarlas– (Didi-Huberman, 2014, p. 17),

Brecht aconsejaba ver ese montón de cadáveres y cuerpos desfigurados por la guerra, porque contradecían la grandeza de las palabras que hablaban en nombre del esplendor del “pueblo combatiente”. Como lo recuerda Didi-Huberman, lo que ¡Guerra contra la guerra! mostraba no era el triunfo de las palabras, sino su contradicción, el uso deliberado de estas para ocultar la barbarie, desnudado por las imágenes de cuerpos quebrados, mutilados y ofendidos que retaban a los discursos triunfalistas y nacionalistas de la época (2014, pp. 17-19).

En parte, esta también era la consigna que guiaba el trabajo de ese gran reportero gráfico de origen húngaro-judío llamado Andrei Friedman, más conocido como ‘Robert Capa’. Con una aclaración: si bien Capa pensaba que la guerra era una actividad humana –no un desastre natural, ni un destino inevitable– que “debía ser visualizada en términos humanos” (Linfield, 2010, p. 198; traducción propia), tenía una aversión a fotografiar la impotencia absoluta y la humillación total de las víctimas, actitud que, entre otras cosas, lo condujo a la negativa de acompañar a las tropas Aliadas a la liberación de los campos de concentración del Tercer Reich en 1945, pues como él mismo lo señalaba, estos sitios “fueron un hervidero de fotógrafos, y cada nueva fotografía del horror solo servía para disminuir el efecto total” (Capa, citado en Linfield, 2010, p. 185; traducción propia). Como afirma Susie Linfield, el propósito de Capa no era recabar en el sufrimiento físico, las atrocidades, las batallas; su empeño era, más bien, re-personalizar la guerra a través de la ternura, la belleza, la determinación, la dignidad, la esperanza y las relaciones personales por fuera del campo de batalla (Linfield, 2010, pp. 175-202), en lugar de deslumbrarse con el poderío de los ejércitos o la crudeza de las imágenes, como así lo pueden atestiguar buena parte de las fotos que él tomó durante la guerra civil española. No obstante, al igual que los editores del Daily Worker, o del foto-libro ¡Guerra contra la guerra!, Capa también creía que el poder de la imagen, aquella que representa las realidades prosaicas de las personas atrapadas en la guerra, sus detalles más mundanos, estaba en su capacidad para persuadir a los espectadores a tomar parte activa y apoyar las causas en contra del fascismo.

Ahora, ¿es cierto que las fotografías que documentan la matanza de los civiles inocentes, en lugar del combate entre los heroicos ejércitos, fomentan el repudio contra la guerra?, se pregunta Sontag (2003, pp. 16-17). Al fin y al cabo, ni las fotografías recopiladas por Friedrich, ni las palabras de Woolf, ni la singularidad prosaica de Capa lograron detener la guerra por cuenta del realismo de las imágenes, de su valor testimonial, de sus gritos de denuncia y esperanza. Esta sobrevino después con más fuerza. En 1939, Europa se derrumbaba en la Segunda Guerra Mundial. Ni siquiera las fotografías que los movimientos internacionales de resistencia al fascismo difundían por el mundo “libre”, denunciando, primero, la segregación, luego, el confinamiento, y finalmente, el exterminio de la población judía europea, lograban estimular la indignación y producir un efecto de movilización.9 En la etapa previa a la liberación de los campos de concentración, estos documentos de barbarie fueron valorados por los gobiernos y la prensa occidental apenas como propaganda política no confiable, como historias imposibles de creer por lo exageradas, eventualmente relegadas a las páginas interiores de los diarios, en el marco de un clima de incredulidad atizado, además, por un antisemitismo endémico (Zelizer, 1998, pp. 38-41; Linfield, 2010, p. 72).

¿Por qué fracasan las imágenes?

En los comentarios de Sontag a la idea profesada por Woolf de que la indignación y la repugnancia producidas por el horror de las imágenes eran emociones suficientes para motivar una respuesta efectiva y universal en contra de la guerra, está entonces el comienzo de una crítica que nos invita a dilucidar por qué fracasan las imágenes. Estas fallan por algo que las desborda, por un emplazamiento que no está inmerso en ellas: las imágenes se malogran por la carencia de un contexto apropiado para mirar, por la ausencia de un espacio político adecuado para decirle no a la guerra; y ese espacio, al decir de Sontag, no lo proporciona el realismo fotográfico, ni mucho menos la conmoción que suscitan las imágenes. Para Sontag, “atribuir a las imágenes, como lo hace Woolf, solo lo que confirma la general repugnancia a la guerra es apartarse de un vínculo con España en cuanto país con historia. Es descartar la política” (2003, p. 18).

La preocupación por la existencia de unas condiciones políticas, ideológicas y de conocimiento oportunas que hagan posible “hablar” a las imágenes es común a los dos libros aquí citados de Sontag. En Sobre la fotografía, ella sostiene que por más cruel o atroz que sea un acontecimiento “digno” de fotografiarse, no se reduce a su registro, a la evidencia de lo que allí sucedió, ni mucho menos se restringe a la conmoción propiciada por la imagen: el mérito de su existencia hay que buscarlo en aquello que antecede a la imagen, que la nombra, que permite ir más allá de la simple perturbación, ir más lejos de la sola emoción. Dice Sontag: “no puede haber pruebas, fotográficas o cualesquiera, de un acontecimiento hasta que no recibe un nombre y se lo caracteriza” (1996, p. 28). Y ese nombre lo otorga la conciencia política, porque es esta arena la que habilita la presencia del acontecimiento, no la imagen como tal, cuya función –la de esta última– es ir detrás de la denominación que ha recibido el evento que ha tenido lugar. Por eso,

 

[…] lo que determina la posibilidad de ser afectado moralmente por fotografías es la existencia de una conciencia política relevante. Sin política, las fotografías del matadero de la historia simplemente se vivirán, con toda probabilidad, como irreales o como golpes emocionales desmoralizadores (Sontag, 1996, p. 28).

Para Sontag, las imágenes que logran hacer mella en la opinión pública son, entonces, aquellas que se inscriben en un contexto apropiado de disposición y actitud, donde se convenga que las cosas pueden ser de otra manera, un espacio donde lo que sabemos ayude a orientar el significado de lo que vemos. Por tanto, las imágenes que pueden llegar a significar algo más que una simple conmoción, serían las que están cobijadas bajo un ámbito propicio de conciencia política –una especie de paradigma cívico–, que no solo es preexistente al mundo de las representaciones visuales, sino que, además, sirve para encausar la imagen misma, para politizar la mirada del espectador y para intervenir decididamente sobre la realidad, lo cual implica la presencia de un sujeto activo capaz de interpretar las imágenes y ofrecerles un cauce de acción. En parte, se trata de un planteamiento que invita a que las imágenes sean incluidas en una esfera pública de deliberación, caracterizada por la existencia de sujetos cívicos capaces de interactuar con otros mediante la palabra, la conversación y la civilidad, un propósito que es esencial para que las sociedades puedan “dominar su pasado” (Arendt, 1990, p. 31), enfrentar su presente, cuestionarse sobre lo que ha ocurrido en abierto debate crítico, e identificar las circunstancias para que, por ejemplo, una narrativa tenga más peso que otra, una imagen adquiera más relevancia que otra (Lara, 2009, pp. 52-169).

El problema es que ni en todas las guerras ni en todos los momentos históricos se presenta ese espacio de conciencia política que fomente tal disposición, esa esfera pública civilista que promueva dicha deliberación, ese uso político de la imagen que señale la línea directa entre la representación (la imagen), el saber (la conciencia política) y la intervención eficaz (la acción). Este fue el caso de las fotografías sobre la guerra de Secesión estadounidense (1861-1865) que Alexander Gardner y Timothy O’Sullivan tomaron para la casa fotográfica que dirigía Mathew Brady. El realismo con que estos incipientes fotorreporteros dejaron constancia de la crudeza de la guerra a través de escenas impactantes de soldados de ambos bandos caídos en los campos de Antietam (septiembre de 1862) y Gettysburg (julio de 1863), sirvió para quitarle la inocencia a esa mirada bucólica de los paisajes sublimes donde se libraban las batallas, propia de las guerras caballerescas (Burke, 2001; Chouliaraki, 2013); también, para darle la bienvenida a un nuevo género, el reportaje bélico, “que fomentó la contradicción típicamente moderna entre el mito de la gloria y la realidad” (Ignatieff, 1999, p. 110), pero no disuadió a los civiles, ni mucho menos a los combatientes, de continuarla. En el texto que acompaña a una de las fotografías más icónicas de esa guerra, tomada por O’Sullivan, titulada A Harvest of Death, Gardner mostraba esa esperanza vana en que la crudeza –y la repugnancia– de una imagen podía promover una reacción en contra de la guerra:

Tal foto, escribía él, transmite una moraleja útil: muestra el horror nítido y la realidad de la guerra, en oposición a su pompa. ¡Aquí están los espantosos pormenores! Que sirvan para evitar que otra calamidad semejante se abata sobre nuestra nación (Gardner, citado en Goldberg, 1991, p. 28; citado en Sontag, 2003, p. 64).

Del mismo modo, Sontag sostiene que la fuerza que movilizó el consenso de los estadounidenses en favor de que su país interviniera en la guerra de Corea (1950-1953) no se debió a la ausencia de imágenes que mostraran las pruebas irrefutables de su devastación, “en algunos aspectos un ecocidio y genocidio más rotundos que los infligidos en Vietnam un decenio más tarde”. “Pero la suposición es trivial”, agrega. “El público no vio esas fotografías porque no había espacio ideológico para ellas” (Sontag, 1996, pp. 27-28). Al contrario de esta situación, Sontag afirma que fue la comprensión política alcanzada en los años sesenta del siglo XX lo que permitió, a muchos estadounidenses, apreciar como un crimen de Estado las fotografías tomadas por Dorothea Lange de los centros de concentración carcelarios a donde fueron enviados millares de japonesesamericanos residentes en Estados Unidos en 1942, a quienes el Gobierno de ese país señaló como enemigos, tras el ataque japonés contra la base naval de Pearl Harbor en Hawái. En los años cuarenta, agrega, “poca gente habría tenido una reacción tan inequívoca ante esas fotografías; las bases para un juicio semejante –ver esas imágenes como un crimen– estaban cubiertas por el consenso belicista” (Sontag, 1996, p. 27).

Aquí Sontag propicia un debate interesante: ¿es posible regresar a las imágenes que dan cuenta de una historia de atrocidad sin que esto signifique quedar condenados a reproducir el contexto originario, ser cómplices de la mirada del perpetrador, o permanecer petrificados por los consensos de la época? En la respuesta a este interrogante subyace una importante crítica contra el poder ahistórico de cualquier producción ética y estética, que no viaja únicamente en el pensamiento de Sontag. Igualmente se puede cotejar en la pregunta que se formula Susie Linfield, a propósito del debate suscitado por una corriente de pensamiento del “rechazo”, que asume como problemático volver sobre las imágenes que dan cuenta de un pasado de ignominia, como el Holocausto, por ejemplo, porque hacerlo es re-victimizar a las víctimas, perder la compasión y profanar la memoria de los vencidos. Se pregunta Linfield:

¿Por qué una fotografía tomada por un nazi solo puede reproducir lo que los críticos llaman la “mirada nazi”? […] ¿Acaso con el tiempo no podemos mirar esas imágenes de forma crítica y activa en lugar de quedar hechizados por los valores fascistas que había en ellas? (2010, pp. 71-72; traducción propia).

Porque, tanto la apreciación de Sontag de que a comienzos de los años cuarenta del siglo XX pocos estadounidenses fueron sensibles a las fotografías de los japoneses-americanos encarcelados en Estados Unidos, como la afirmación de Linfield de que, por esa misma época, pocos gobiernos fueron receptivos al sufrimiento de los judíos europeos en los campos de exterminio nazi, proponen otro escenario: ambas controvierten la idea según la cual una imagen –pero al igual un texto literario, una obra de arte– es un sistema autónomo, cerrado e inmutable, una sustancia atemporal y definitiva, cuyo significado está acuñado de una vez y para siempre, al margen de la historia y la sociedad, lo que haría de la interacción entre productores, imágenes y públicos, de la oportunidad de hacerles nuevas preguntas a viejas producciones culturales, o de la posibilidad de sentir, pensar y debatir con otros, actos innecesarios o completamente pasivos.10 En otras palabras, ello conduce a reconocer que las imágenes no existen aisladas, ni viven en limbo de la eternidad. Estas no solo están disponibles por su ajuste intertextual –allí donde el título, la leyenda y el texto rodean el contenido de la imagen–, sino que son leídas de manera activa en el marco de continuidades, desplazamientos y transformaciones que tienen lugar en los procesos históricos y sociales (Campbell, 2004, p. 63).

Una perspectiva a la que también apunta David Campbell cuando aborda el problema de la conciencia moral en situaciones de linchamiento. En su análisis sobre Without Sanctuary,11 una exposición y publicación fotográfica que tuvo lugar en Estados Unidos en los primeros años de este siglo, y que compiló 4.742 imágenes de afroamericanos sometidos a prácticas de crueldad y sevicia entre 1882 y 1968, Campbell se pregunta si es factible ensayar otras lecturas posibles de imágenes que en su momento no tenían nada de perturbador, al menos no para quienes pertenecían al bando “correcto” de los perpetradores (2004, pp. 56-58). Como en el caso de la política de exterminio adelantada por los nazis, en las fotografías de linchamiento de los negros americanos no había lugar para la congoja, tampoco para la justicia; allí el fotógrafo no era una persona distante, un fotorreportero profesional enviado a cubrir el acontecimiento, sino alguien que formaba parte del grupo que linchaba, lo que hacía más compleja su posición como espectador. Eran, además, imágenes populares. Y lo eran, porque dramatizaban la división radical –racial y de género– sobre la que se apoyaba la supremacía blanca. Hoy, dice Campbell, esas fotografías son leídas en un contexto donde el racismo ha perdido apoyo, y al menos tiene cabida la vergüenza. Son imágenes que han ingresado de nuevo a la esfera pública y, justamente por eso, podemos preguntarles por un significado diferente al que alguna vez tuvieron; lo que por cierto habilita los asuntos de la traducción y la transgresión cultural: las mismas imágenes pueden hacer un trabajo contrario, precisamente porque han cambiado sus condiciones de recepción (2004, p. 63).