¿A dónde van las estrellas cuando mueren?

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¿A dónde van las estrellas cuando mueren?
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© del texto y de las ilustraciones: Jorge Fuentes Fernández

© diseño de cubierta: Equipo BABIDI–BÚ

© de esta edición:

Editorial BABIDI–BÚ, 2020

Fernández de Ribera 32, 2ºD

41005 – Sevilla

Tlfns: 912.665.684

info@babidibulibros.com

www.babidibulibros.com

Primera edición: noviembre, 2020

ISBN: 978-84-18297-83-0

Producción del ePub: booqlab

«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o scanear algún fragmento de esta obra».

Índice

Prólogo

Primera parte

Los seres vivos nacen, crecen y toda esa parafernalia

Lo que es y lo que no es (parte I)

La historia de la Osa Mayor

Lo que es y lo que no es (parte II)

Las estrellas tienen planetas y los planetas tienen satélites

Un nuevo libro de unas cosas nuevas

El día del saqueo

Otros planetas en otras estrellas

Segunda parte

Una estrella se reproduce

Preguntas sin respuesta y leyendas del cielo y el mar

Una estrella nace

Una estrella crece

Una estrella muere (parte I)

Huye de aquí, ¡pirata!

Una nueva responsabilidad

Una estrella muere (parte II)

Yo he visto una estrella muerta con mis propios ojos

Una estrella muere (parte III)

Estrellas vampiro y otros asuntos más oscuros

La tormenta

Tercera parte

La vida renovada

¿Por qué no existen las estrellas verdes?

¿Y cómo sabemos todo lo que sabemos?

El mapa (parte I)

El mapa (parte II)

Arcoíris estelares

El mapa (parte III)

¿A dónde van las estrellas cuando mueren?

Carla

Una despedida inesperada

EPÍLOGO

El libro que vas a empezar a leer fue recibido en una libreta maltratada, escrito a puño y letra, y a lápiz, de la mano de un misterioso hombre con seis dedos en cada mano, y con una serie de dibujos, también a lápiz, que han sido cuida dosamente digitalizados, retocados e incluidos en el texto.

Prólogo

La Luna asoma en el este por un horizonte invisible; partida exactamente por la mitad y de color naranja. Debe de ser ya más de medianoche, maldita sea. Esto es una locura o una genialidad.

Se me ocurre ahora que la Luna no va a ayudarme mucho en toda esta «genialidad» mía. ¿No es así, Luna? Cada noche vas a estar saliendo más tarde y más pequeña. Pues oye bien: ni falta que me haces.

Mirándola de nuevo me sonsaca una sonrisa. Es esa sonrisa maliciosa sin haber hecho nada malo, aún; esa sonrisa de «hoy cierran los colegios porque está nevando», de «mañana me voy de acampada sin mis padres por primera vez en la vida».

¿Se puede leer con los ojos cerrados? Sería perfecto para poder imaginarme aquí, sentado en una hamaca bajo las estrellas, con las piernas cruzadas, y con un lápiz en la mano y una libreta esperando a ser atiborrada hasta la última de sus páginas. El olor es el del mar abierto, y el sonido es el de las olas y el crujir de la madera, que apenas alcanzan a enmudecer los ronquidos de más de una decena de piratas, hombres y mujeres, que duermen en las salas inferiores.

¡Piratas! Lo dicen como si se tratase de una obra de teatro vagabunda, de una escena sin su público; un puñado de don Quijotes a la deriva en un velero pasado de siglo. Pero la verdad es que a mí me cae simpático todo esto: es la puerta perfecta para escapar.

Y no es que sepa yo mucho de barcos, pero la Rasalhague me parece una curiosa mezcla entre un barco pirata de los de antes y uno de estos veleros más… de los de ahora. Tiene su castillo de popa en la parte de atrás, con su timón encima, y sus ocho cañones por banda que parecieran robados de algún museo de artillería antigua; pero las velas se ven más modernas, diría yo. He hecho un dibujito, y hasta le he puesto su buena bandera pirata, aunque confieso que en realidad no sé si tiene. Al menos, por ahora, izada no está.


Esta tarde me la he recorrido de pe a pa, y ese suave olor a mar desaparece de golpe y porrazo en el instante en que uno se adentra en las cámaras inferiores, al punto de volverse de un insoportable que no sé si ponerme a reír o a llorar: ahí abajo el olor es más como una mezcla de humedad, sudor, pis, caca y vómito, a la que uno parece acabar acostumbrándose después de un par de semanas. Para colmo de males, no creo que estas gentes se duchen muy a menudo; no por cochinos, sino porque a ver de dónde saca uno el agua dulce en el medio del océano… ¡La vida pirata, la vida mejor! Eso sí, la cubierta hay que limpiarla todos los días, aunque sea con agua del mar. Yo, por eso, he colocado aquí mi hamaca.

Pero vaya, que así dormimos todos aquí, ¿eh?; en un saco de dormir sobre una hamaca. Todos, menos la capitana, supongo. Yo me la imagino en su camarote toda espatarrada en una de esas camas que son más anchas que largas, con un gran cabezal de caoba tallada.

Parece que al fin me consigo relajar un poco. Hace unos minutos, escudriñando el cielo con una Luna que no hace más que estorbar, encima de Sagitario y Escorpio he localizado a Rasalhague, la estrella que da nombre al barco; como si las estrellas mismas hubieran ideado el plan perfecto para hacerme embarcar. Y ya que estoy en estas, debo decir que Rasalhague no es precisamente de las estrellas que más brillen en el cielo. Bajo las luces de la ciudad, en una noche de verano, podría tal vez dejarse ver tímidamente, y entonces le ocurre lo que a la estrella Polar —la que señala siempre al norte—: uno la reconoce solo si sabe dónde mirar, y no porque tenga un brillo especial.

Para localizar mi estrella-barco se puede dibujar un gran cuadrilátero —tan grande que ocupa más de la mitad del cielo— con las estrellas de verano Vega, Arturo, Antares y Altair, que sí que resaltan por su brillo, y Rasalhague queda justamente en el centro, en el cruce de las dos diagonales.


Aquí, sin embargo, en el inmenso mar y tan lejos de la costa, Rasalhague se deshace de toda timidez y pretende brillar como la que más. Pienso ahora que es el nombre perfecto para este barco y para mi cometido en él. Lo único que me molesta es que siento que nunca me voy a acostumbrar al vaivén de las olas. Arriba y abajo, arriba y abajo; un buen pirata no se puede marear. ¡Ay! ¡Si tan solo fuese yo un pirata!

 

Veamos. Toda esta locura empezó en verdad hace ya bastante tiempo, una noche en que iba yo solo atravesando un puente muy laaargo que cruzaba un río muy aaancho —tanto, que un amigo lo confundió una vez con un lago—. Caminaba yo mirando al cielo, observando las estrellas, vaciando mi mente de todo cuanto rodeaba mi vida en aquel entonces, y me perdí; me perdí dentro de mí. De repente tuve la ilusión de que las luces de la ciudad, adelante y atrás de mí, se debilitaban hasta desaparecer; que la noche se cerraba a mi alrededor; y que las estrellas comenzaban a arroparme, por así decirlo, parpadeando más y más fuerte cada segundo que pasaba. Y entonces, empecé a oírlas dentro de mi cabeza. A las estrellas, sí.

Me pareció que susurraban muy bajito, como suaves ecos que resonaban en mi cabeza. Hasta tuve que detenerme para oírlas bien. Y juro por mis cinco sentidos que me estaban pidiendo, por favor, que escribiera sobre ellas: su vida. Así de claro.

A la mañana siguiente, por supuesto, no lo tenía yo tan claro, y al final acabé ignorándolo por completo durante algunos años, hasta que hace no mucho las estrellas volvieron a acentuar su parpadeo y regresaron los susurros, los ecos, las súplicas. Por falta de tiempo, o tal vez por incredulidad, quise volver a hacer oídos sordos, pero esta vez no funcionó: las estrellas empezaron a gritar más fuerte y con mayor insistencia, y empezaron los dolores de cabeza y las noches con la cabeza bajo la almohada y con las persianas completamente cerradas para que no entrara el más mínimo atisbo de su luz. Me estaba volviendo loco.

Hasta que, simple y llanamente, me rendí.

Ahora, en el silencio de la madrugada, salvo por el seseo del Mediterráneo y el crujir de la Rasalhague, me parece poder oírlas algo más calmadas, como si estuvieran susurrando algo entre ellas; y espero poder tranquilizarlas pronto, pues aquí tendré muchísimo tiempo para escribir. Por eso me embarqué.


¿Cómo es que supe de la Rasalhague? Resulta que la capitana, Carla «Sable», es una sobrina segunda o tercera de mi padre: hija de un primo segundo suyo o algo así, lo cual supongo que la convierte en mi prima lejana. Cuando supe el nombre del barco lo interpreté como una señal del universo para que me embarcara. Para añadirle cuento y por si todo esto no fuese ya lo suficientemente ridículo, Carla tiene una prótesis de madera en su pierna izquierda: ¡una pata de palo! Y el caso es que, por alguna extraña razón que aún no acabo de comprender, Carla aceptó de buena gana acogerme como uno más de su tripulación, mientras yo escribo mi libro sobre las estrellas.

El cocinero de a bordo se llama Silva «el Largo», y lo único que tendré que hacer a cambio de haberme dejado acompañarlos será ayudarlo a él en la cocina. ¡Es todo!

Luego están la contramaestre de Carla, Ana «Boon», y el timonel, Íñigo «Seisdedos», que sí, que tiene seis dedos en cada mano. Y creo que esta mañana me he quedado mirándole las manos durante más tiempo del reglamentario, porque un rato después de que Carla me lo presentara se me ha acercado Boon, la contramaestre, sin que la viera venir siquiera, y me ha dicho cerca del oído con voz ronca y acento isleño:

—No verás otro timón como el de la Rasalhague. Fue tallado durante seis semanas y seis días para ser manejado solo por una persona con seis dedos en cada mano.

Boon ha concluido tosiendo desagradablemente junto a mi oreja. Y no sé si eso del timón tiene algún sentido o acaso los meses en alta mar acaban volviendo a uno chiflado —aunque puede que eso case bien con todo el asunto este de las estrellas que me hablan—, pero confieso que Boon me ha dado un poco de yuyu. Tiene tanta o más pinta de pirata de cuento como la tiene Carla: con un tatuaje de una serpiente en su antebrazo izquierdo que sube desde su muñeca hasta la parte interior de su codo, y una cicatriz blanca que le cruza la cara desde la parte derecha de la frente, por el entrecejo, hasta la mejilla izquierda. Vaya, que sí, que un poco de miedito sí que me ha dado.


Una última cosa que debo decir es que aquí todo el mundo tiene un apodo, así que pienso que me tendré que buscar uno yo también. Un día en cubierta me ha bastado para aprendérmelos todos, aunque aún no sé bien quién es quién. Trece en total: Boon, Catalejo, Garfio, Jarana, Largo, Lobo, Navaja, Pala, Sangre, Sable, Seisdedos, Timple y Vudú.

Y no ha sido hasta que nos estábamos alejando de la costa cuando realmente he caído en la cuenta de que este no es un barco cualquiera, sino un puñetero barco pirata, ¡lleno de puñeteros y puñeteras piratas! Como un completo idiota, he subido al castillo de popa y me he acercado tímidamente a Carla para preguntarle si tendré que participar yo en los saqueos y en los abordajes y en todas esas cosas de piratas. ¿A quién se le ocurre? Lo dicho: solo a un idiota. Ella ha soltado una carcajada mientras azotaba su pata de palo contra el suelo de madera y me ha gritado:

—¡Bienvenido a bordo de la Rasalhague, bribón!

Está bien… pero ¿eso es un sí o un no?

Después me ha invitado a acompañarla a mirar por la borda y ha acariciado el barandal del barco mientras susurraba su nombre:

—Rasalhague…

Tras un rato en silencio me ha dicho, con su mirada fija en la costa:

—Despídete de tu tierra como lo haría una estrella de su constelación. —Volviéndose luego hacia mí—. Es lo que somos, ¿no?

Pues, ¿qué quieres que te diga? A mí como metáfora me ha parecido un poco raro. Supongo que eso de las estrellas me lo ha dicho porque pensaría que así me estaba hablando «en mi idioma»… Yo qué sé.

Pero, en fin, ¿no iba yo a escribir un libro sobre las estrellas? ¿Qué demonios estoy haciendo entonces? Ahora a ver por dónde empiezo…

¿A dónde van las estrellas cuando mueren?

¡Ah, sí! ¡Quería empezar con aquello de que los seres vivos nacen, crecen y toda esa parafernalia! Pero eso ya tendrá que ser mañana. Ahora voy a tratar de descansar un poco que, para ser la primera noche, menudo prólogo me he echao…

¿Que si me creo lo que está sucediendo? No del todo. ¿Que si va a servir de algo? No estoy muy seguro. ¿Que si estoy emocionado? ¡No te imaginas cuánto!

Luna, espero no volver a verte en varios días. Me quedo con las estrellas.

Primera parte

SEGUNDA NOCHE
Los seres vivos nacen, crecen y toda esa parafernalia

Cuando era niño me enseñaron en la escuela que los seres vivos nacen, crecen, se reproducen y mueren. Pues una de las cosas más geniales que he aprendido en toda mi vida es que las estrellas también nacen, crecen y mueren; y que luego se reproducen.

Aunque, por lo que yo sé, solo hay dos maneras de aprender esto, y la primera es ser niño durante toda la vida. Esto lo supe cuando leí Peter Pan y Wendy, de James M. Barrie, y ahora puedo decir con seguridad que eso de que las estrellas nacen, crecen, mueren y se reproducen, Peter Pan debía saberlo muy, pero que muy bien. El pobre era un despreocupado y un descarado de lo peor; no creo que hubiera nada en el mundo que le importara más que más bien poco —como no podía ser de otra manera, dicho sea de paso, ya que no tenía una mamá ni un papá—, pero lo que sí es cierto es que ser niño durante tanto tiempo le había enseñado muchísimas cosas. Peter podía volar, incluso sin polvo de hadas, y comprendía el lenguaje de las estrellas. Tanto es así que a menudo jugaba a bromear con ellas: se cuenta que cuando estaba aburrido se les acercaba volando por detrás en silencio y trataba de apagarlas de un soplido. Y, de hecho, fue precisamente una estrella, la más pequeña del cielo, la que le avisó que los papás de la niña Wendy estaban fuera de juego para que Peter pudiera entrar en casa a buscar su sombra, que había perdido en su última visita. Posiblemente fue la estrella número 61 de la constelación del Cisne, yo diría… Pero a lo que iba, que eso de que las estrellas nacen, crecen, mueren y se reproducen, Peter seguro que lo sabía.

Sin embargo, aun siendo niño durante toda una vida, uno corre el riesgo de olvidarlo todo si crece, como temo que me pasará a mí si algún día bajo de este barco, lo que me lleva de forma inevitable a la segunda manera.

La segunda manera, pues, es ser de mayor algo que se llama astrofísico.

Pero hay que andarse con ojo, porque se trata de una de esas palabras raras, como… anacrusa, por ejemplo; una de esas palabras que cuando la gente las escucha responde con caras aún más raras: como si de la noche a la mañana te hubieras convertido en un monstruoso insecto, como en un cuento que leí una vez, o con esa admiración burlesca que no resulta menos incómoda… Y aunque para llegar a ser astrofísico es un requisito indispensable aprender que las estrellas nacen, crecen, mueren y se reproducen, aun así, son pocos los que consiguen llegar a aprehenderlo de verdad, con hache intercalada; y esto significa asimilarlo como algo real, algo que te acompaña cada noche cuando miras el cielo, poder interiorizarlo y hacerlo propio, creértelo de corazón.

Me temo que ahora estoy obligado a contar por qué esto es así, y es que la maldición más grande de los adultos es que uno puede ponerse a estudiar un pez con tanto detalle en alguno de sus laboratorios que se olvida de que lo que está viendo es un animalito que juega dentro del mar entre colores de arrecifes de coral. El olvido es ese triste castigo que se nos puso hace mucho tiempo por querer crecer demasiado rápido, en todos los sentidos que uno pueda imaginar. Por ejemplo, de tanta prisa y desencanto, las personas, los animales y todas las cosas, hemos olvidado que una vez, hace mucho tiempo, vivíamos juntos dentro de una misma estrella. Y es que en toda buena aventura que se haya relatado, los protagonistas siempre acaban olvidando su vida anterior de una u otra manera. Esto es importante, pero me estoy adelantando…


Así que al igual que al que estudia los peces se le llama biólogo marino, al que estudia las estrellas se le llama astrofísico; y pensándolo bien, eso de las caras raras no es tanto de extrañar: imagina que alguien se te acerca y te dice que su trabajo es estudiar las estrellas. ¡Estudiar las estrellas! En verdad, es de locos.

Aunque, claro está, ni todos los biólogos marinos estudian peces, ni todos los astrofísicos estudian estrellas, pues hay muchas cosas en el mar que no son peces, y muchas cosas en el cielo que no son estrellas.

TERCERA NOCHE
Lo que es y lo que no es (parte I)

Hoy hemos cruzado las Columnas de Hércules. Finalmente, parece que la Rasalhague sí que tiene su bandera pirata, pero Carla había ordenado no izarla bajo ningún concepto hasta que perdiéramos de vista las «columnas». Aquí hay muchísimos barcos, y de todos los tipos: turistas ruidosos, aficionados a la vela, humildes pescadores que hacen que te encalles en sus redes y no te sueltan si no les pagas un «impuesto» —hablo de barcos más pequeños que la Rasalhague, por supuesto—, apetitosos comerciantes y, por encima de todo, muchísimos guardias costeros. Y supongo que los cañones, por muy de museo que se vean, ya son suficiente provocación como para ir enseñando además la dichosa banderita.

Cuentan que Hércules, el héroe griego, separó aquí Europa de África con sus propias manos, sujetando cada continente bien fuerte con dos columnas para que no se volvieran a juntar, y creando así el paso del mar Mediterráneo al inmenso océano Atlántico. Las columnas ya no existen, claro, pero el paso al océano ya se quedó abierto.

Nos dirigimos a las Canarias: un grupo de islas volcánicas llenas de piscinas naturales de roca y playas de arena negra. Allí haremos una paradita para reponer víveres antes de adentrarnos en el océano infinito y alejarnos de absolutamente todo, menos de las estrellas. Seguiremos la misma ruta que hizo Cristóbal Colón hacia las playas blancas del Caribe. Seremos como los antiguos navegantes, descubridores de tierras nuevas habitadas de gentes extrañas. Hace mucho tiempo se creía que este océano llevaba al fin del mundo, pero ya se sabe: a veces las cosas no son lo que parecen…

 

Pero venga, yo a lo mío, que ya han empezado a gritar otra vez las de ahí arriba.

Para empezar, saber qué es una estrella y qué no lo es, no es tarea fácil: existen cosas que no parecen estrellas, pero sí lo son; y otras que sí parecen estrellas y no lo son. A algunas incluso se les llama estrellas sin que lo sean. ¡Ya ves! Como grita el pirata de sobrenombre Garfio cuando encuentra mal amarrado algún cabo en cubierta: ¡qué incorrección!

Por ejemplo, hace dos días estaba yo asomado por la borda de la Rasalhague con toda la emoción del mundo mientras elevaban el ancla, y entre las olas, de repente, vi aparecer una amalgama de algas verdes que traían enredada una gigantesca estrella de mar de un intenso color rojo muy brillante. Entonces, pensé para mí que una estrella de mar no es en realidad una estrella, sino un equinodermo. Supongo que el nombre es tan difícil de recordar que los que ponen los nombres a las cosas tuvieron que buscar uno un poco más fácil, y por eso las llamaron estrellas de mar.

Pero ahora necesito hacer una pequeña pausa para algo que creo que es conveniente que explique si voy a seguir por estos caminos, y es que las estrellas no tienen forma de estrella… ¿Cómo diablos iban a tener las estrellas forma de estrella? ¡Venga ya! Las estrellas tienen forma de pelota; lo que pasa es que la mayoría están muy lejos y desde aquí se ven como puntitos brillantes. Lo de la forma de estrella es porque parpadean, y lo del parpadeo es porque su luz se distorsiona un poco cuando pasa por la atmósfera de la Tierra, igual que ocurre si te sumerges en el mar con unas gafas de bucear y tratas de ver las cosas que están fuera. Por eso luego vamos por ahí dibujándolas con forma de estrella, pero ¡que no, que no! Tienen forma de pelota, definitivamente.

Siguiendo con lo que iba, después de lo de la estrella de mar se me ocurrió que también existe un claro ejemplo de lo contrario: de algo que sí es una estrella, aunque no lo parezca, pero que, de hecho, nunca se le llama como tal.

Estoy hablando del Sol.

Sí, sí; el Sol es una estrella, y una de verdad, no como las estrellas de mar esas. El Sol es lo mismo que la mayoría de los puntitos luminosos que se ven en el cielo de noche, lo que ocurre es que es la única estrella que está realmente cerca de nosotros. Por eso a esta estrella sí le vemos la forma de pelota; por eso se ve tan grande en comparación con todas las demás, que están mucho, pero que mucho más lejos; por eso puede iluminar el cielo, el mar y la Tierra; y por eso, cuando está el Sol, las demás estrellas desaparecen…

Por cierto, anoche, cuando terminé de escribir, miré al cielo y vi que en la constelación de Libra brillaba una misteriosa «estrella» de color rojo que no era parte de la constelación —lo digo yo, que me las conozco bien—. Lo primero que se me vino a la cabeza fue que, quizás, la estrella de mar del otro día se sintió ofendida por mi pensamiento y ascendió al cielo tan pronto como pudo para darme una buena lección. Lo segundo que pensé fue que no, que ese brillante punto rojo tampoco era una estrella: nadie puede convertirse en estrella, así como así.


A punto de quedarme dormido, tumbado en mi hamaca en cubierta, de repente sentí que no estaba solo:

—¡Ey, polizón! —dijo la voz isleña de tono poco amigable—. ¿Qué estrella es aquella roja?

«Polizón», como insinuando que yo no debería estar aquí. Era la contramaestre Boon, con su extravagante voz ronca, su serpiente tatuada y su aterradora cicatriz que le cruza la cara. Y ya que estoy escribiendo esto… ¿debería estar yo aquí? La verdad es que no me lo había planteado de esa manera, pero aquel desafortunado comentario ahora me hace pensármelo.

Con un disgusto que me salió del corazón, mi respuesta fue:

—No es oro todo lo que reluce.

Y es que, si te dejas engañar, puedes ver, incluso en el cielo y de noche, muchas cosas que parecen estrellas, pero que en verdad no lo son. Las estrellas que se ven de noche nunca se mueven unas con respecto a otras, no se acercan ni se alejan entre sí, y si es que lo hacen, están tan lejos que es imposible darse cuenta a simple vista. Por eso dibujan sus formas, que llamamos constelaciones, y que son siempre las mismas: como Libra, como Orión, como Casiopea, o como la Osa Mayor. Después de mirar al cielo durante tantas noches uno se las acaba aprendiendo de memoria, y puedo asegurar que aquella susodicha «estrella» roja no estaba ahí, en la constelación de Libra, cuando decidí subirme a este barco.

Tras mi respuesta y como queriendo ganar mi juego, Boon esbozó una sonrisa misteriosa —manipuladora, me pareció a mí— y me dijo:

—No, pero no es precisamente el oro lo que hace a un pirata volver al mar.

¿Qué querría decir? No tengo ni la más mínima idea, pero ya me quedé dándole vueltas a la cabeza y me costó mucho trabajo volver a agarrar el sueño.

Espero que todo esto no haya sido una mala idea.