Historias del hecho religioso en Colombia

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“DE ESPOSAS DE JESUCRISTO A ESPOSAS DEL DEMONIO”: EL CASO DE SACRILEGIO DEL CONVENTO DE NUESTRA SEÑORA DE LA ENCARNACIÓN DE POPAYÁN, 1608-1629 1

Carolina Abadía Quintero

INTRODUCCIÓN

El 14 de abril de 1610, Juan Montaño, deán del cabildo catedral de Popayán, dio al rey y a la Audiencia de Quito un reporte alarmante de dos sucesos que habían agitado la ciudad en los últimos años: por un lado, el extraño comportamiento del nuevo obispo, Juan González de Mendoza2, quien era tildado por indios, negros esclavizados y mulatos, de “brujo” o “hechicero”, pues con dos varillas que tenía podía determinar quién era más santo entre todos los santos o quién mentía más entre los presentes en una sala; por otro lado, denunciaba la indebida entrada nocturna de dos frailes de la orden de Santo Domingo en el convento de monjas agustinas de Nuestra Señora de la Encarnación3. Ambos sospechosos pasaron la noche entre treinta religiosas y al día siguiente se escondieron en el convento al saberse descubiertos por Montaño, quien, junto con algunos clérigos y uno de los alcaldes ordinarios de la ciudad, registró el dicho claustro sin encontrarlos. Furtivamente creyeron los frailes escapar de sus perseguidores al saltar la cerca del recinto en donde se escondían, siendo pillados por los hombres que había apostado el deán en las afueras del convento4.

De este acontecimiento se desprendió un periodo de escándalo, crisis y conflicto entre las autoridades eclesiásticas, los civiles y los vecinos de la ciudad de Popayán; un momento de tensión que tuvo como excusa el quebrantamiento de la clausura conventual y como protagonistas a las 33 monjas que vivían en el Convento de la Encarnación y quienes por cinco años fueron juzgadas y castigadas en múltiples ocasiones, por distintos jueces, terminando desterradas en otros conventos de Pasto y Quito.

Se podría pensar que en una época marcada por la extrema religiosidad y el control sobre las creencias religiosas, los casos de sacrilegio y amores prohibidos, muchos de estos de índole religiosa, en conventos femeninos no debieron ser abundantes. No obstante, lo que revela la vida cotidiana de los claustros, tanto femeninos como masculinos, es un extraordinario universo de prácticas amorosas, de contravenciones sexuales, de deseos ocultos y reprimidos, como bien lo revelan Asunción Lavrin para el caso de la Nueva España5 y Fernanda Molina para el de Perú6. La explicación de estas transgresiones la encontraba la Iglesia católica en la inevitable relación que desde la Edad Media se había construido en torno a la mujer y el demonio, el cual siempre la iba a atraer hacia el inevitable camino de la lujuria y, en general, del pecado; la única opción de la mujer para evitar su condición de pecadora era seguir la ruta de la castidad y el matrimonio con Jesucristo.

Si bien acerca del Nuevo Reino de Granada hay varios trabajos que abordan el universo de la espiritualidad y la vida religiosa femenina en los claustros7, estos se dedican más al gobierno interno y a la cotidianidad de estos espacios dominados por mujeres, así como a su significación como espacios de relativa liberación femenina. A partir del caso de las monjas agustinas de la Encarnación de Popayán, en este trabajo consideramos el convento como escenario de tensión en el que se representan los conflictos de una sociedad en gestación y las posibilidades de resistencia de un grupo de mujeres dedicadas a la vida religiosa, que vivieron en una época en que era frecuente que ellas se debatieran entre la norma y la práctica8. Como lo menciona Álvarez Díaz, el convento debe entenderse como un espacio contradictorio, en la medida en que fue un escenario de realización o de represión para las mujeres que lo habitaron9, mujeres que, como lo afirma Lavrin, representaron un rol protagónico en el afianzamiento del cristianismo en las Indias10.

La metáfora que mejor representa el claustro como epicentro de violencias se encuentra en la explicación dada por el deán Montaño respecto a los sucesos desatados en el Convento de la Encarnación de Popayán, cuando sentencia que al convento “entró el demonio con sus lazos”11. Sobre este acontecimiento Peter Marzahl12 hace mención, y referencia de manera muy general, sintética, y con algunas inexactitudes, a las sentencias contra las monjas y civiles culpados, pues si el escándalo inició con la acusación contra los tres frailes dominicos, luego se denunció la entrada de civiles; por su parte, María Alexandra Méndez Valencia, continuando con la versión de Marzahl, achaca a la reforma protestante la relajación de costumbres que se experimentó en el convento, destacando la actuación del obispo fray Juan González de Mendoza como juez de las monjas13; y María Isabel Viforcos Marinas expone, también brevemente, los hechos sacrílegos, sin brindar explicaciones más amplias al respecto14. Ninguna mención les dedican estos autores a las monjas implicadas ni a la continua resistencia que ejercieron para defenderse, ante el rey y la sociedad payanesa, de sus acusadores. ¿Cómo reacciona la sociedad ante un suceso de esta magnitud? ¿Es posible rescatar la voz de las mujeres protagonistas en un contexto en el que generalmente se les tilda de invisibilizadas?

Este texto tiene como objetivos estudiar los sucesos y protagonistas del sacrilegio del Convento de Nuestra Señora de la Encarnación de Popayán para comprender qué presuponía para la época el rompimiento de la clausura conventual en una sociedad local; analizar el papel del rumor, la devoción amorosa y la desobediencia eclesiástica en un claustro; y evidenciar las tensiones y enfrentamientos entre las monjas agustinas culpadas y las autoridades eclesiásticas payanesas, con el fin de comprender los procesos de juzgamiento de sacrilegios en conventos femeninos durante el periodo colonial. Además del expediente que contiene el caso de sacrilegio, fue posible revisar correspondencia variada, reales cédulas, provisiones y documentos de los gobernadores de Popayán que exponen la preocupación de las autoridades por el escándalo generado; y memoriales e interrogatorios que muestran, aparte del complejo mundo jurisdiccional eclesiástico colonial, las presiones y castigos a los que fueron sometidas las monjas. En términos generales, salvo las correspondencias, que están escritas en un tono más personal, buena parte de estos documentos son judiciales, por lo que la enunciación intenta dar cuenta de la inocencia o culpabilidad de los implicados; toda esta documentación proviene del Archivo General de Indias, del Archivo Histórico de Quito y del Archivo Nacional del Ecuador.

DEVOCIÓN Y SACRILEGIO EN POPAYÁN

La primera mención escrita que se hizo de este proceso se encuentra en una de las actas de reunión del cabildo catedral de Popayán, con fecha del 11 de mayo de 1609, que iba acompañada de una carta del deán Montaño en la que hizo referencia a los continuos rumores que desde el año anterior (1608) se habían extendido por la ciudad debido a las entradas continuas al convento, y a horas indecentes, de algunos frailes dominicos, cuyo convento colindaba en una esquina con el de las monjas agustinas. A pesar de las reconvenciones del deán y sus capitulares, las monjas habían decidido no obedecer, pues los frailes dominicos les habían explicado que no eran monjas profesas, sino mujeres recogidas y no sujetas a religión, y que solo el provincial de su orden podía juzgarlas y sentenciarlas. Esta inicial rebeldía obligó a Montaño, el 8 de agosto de 1608, a apostar espías en ambos claustros para comprobar si eran ciertas las entradas furtivas al convento y si había religiosas que se dirigían al convento de Santo Domingo a comer y merendar en altas horas de la noche. Esta explicación brindada por las monjas bien permite apreciar que, en términos de jurisdicción eclesiástica, los conventos femeninos estaban sujetos o a la autoridad de sus émulos masculinos o, en el caso de las fundaciones conventuales que se presentaron después del Concilio de Trento, a los obispos y arzobispos15. A pesar de estas consideraciones, los argumentos de las monjas revelan: 1) que no consideraban estar sujetas al ordinario, es decir, a la jurisdicción del obispo o de su correspondiente cabildo catedral, sino al provincial de la orden agustina, desconociendo con esto que su fundador había sido un anterior obispo de Popayán; y 2) que al no estar presente un provincial o, en este caso, el obispo, la profesión de fe de varias de ellas no se había realizado, por lo que no eran religiosas todavía y, por ende, no debían seguir la regla de clausura que por obligación debían acatar y respetar.

Así, frente al aviso de la presencia dominica en la Encarnación, llegó el deán a las puertas del convento, siendo recibido por la priora, quien le confesó que había dos frailes en el interior del espacio claustral, en la huerta, por lo que Montaño, junto con otros clérigos y el notario, entró al convento para apresarlos, momento aprovechado por las monjas para esconder a ambos frailes debajo de los colchones de una religiosa que se encontraba enferma. Esta situación dio inicio al primer proceso que juzgó a las monjas de la Encarnación y en el que se empieza a denotar su desafío a las autoridades eclesiásticas y su doble defensa, por un lado, de la pertenencia jurisdiccional de su convento y, por otro lado, de su rol como religiosas. Por no haber obispo —para 1608 aún no había sido nombrado nuevo prelado para Popayán— le correspondió a Montaño servir de juez al ser el provisor en sede vacante, encontrando a tres religiosas culpables de violar la clausura, a las que sentenció a seis años de cárcel, privadas del velo negro y del voto perpetuo. Respecto a los frailes, el cabildo eclesiástico no podía juzgarlos, dado que no tenía jurisdicción eclesiástica sobre las órdenes religiosas masculinas. Montaño mencionó que en general existían en el obispado 11 conventos que vivían en continua relajación, derrochando dinero y viviendo en el total escándalo al no guardar la clausura de forma debida. He aquí una primera clave que nos permite ir entendiendo la vida disoluta en la que se encontraban los claustros payaneses16, pues el encontrarse lejos de sus provinciales, ubicados en una zona geográfica que a principios del siglo XVII se caracterizaba por la dificultad de comunicación y la debilidad de las autoridades civil y eclesiástica, pudo haber permitido que la disciplina y la regla eclesiástica conventual fueran debilitándose poco a poco.

 

Como medida preventiva se colocó en la puerta de la iglesia del convento un auto en el que se señalaba la prohibición de visitas y conversaciones ordinarias entre las monjas del convento y cualquier persona seglar o eclesiástica de la ciudad, aunque fuera familiar de alguna de las religiosas. Sin embargo, el cabildo eclesiástico tenía la leve sospecha de que las religiosas mantenían sus vínculos con los frailes, pues se supo que ante los castigos que impuso el deán corrían las monjas a ser absueltas de las censuras por los dominicos.

Hablemos de las tres monjas acusadas: la priora del convento, María Gabriela de la Encarnación, y las monjas profesas, Margarita de Jesucristo y María Magdalena de la Purificación, quienes, en voz de la primera, por ser su priora, manifestaron en el primer interrogatorio que recusaban a su juez por no corresponderle la jurisdicción regular sino la ordinaria. A pesar de este recurso brindado por el derecho, el deán, junto con su cabildo eclesiástico, levantó 17 cargos de rompimiento de clausura, vida disoluta y relajamiento de las costumbres religiosas a las tres monjas —la mayor parte de los cargos recayeron en la priora—, ante lo cual fueron declaradas las siguientes sentencias:

1. Para las tres monjas mencionadas: despojo y privación de su hábito, quedando con el velo blanco; privación de voto activo y pasivo, con lo que no podían elegir ni ser electas en ningún cargo en el convento; pérdida de la antigüedad en el convento, coro y refectorio; prisión y aislamiento por seis años en una celda cuya puerta estuviera tapiada con lodo y con un torno para que pudieran comer; y, terminado este presidio, quedarían en condición de donadas, haciendo los oficios de la cocina.

2. A la priora y a todas las monjas del convento, por sus desobediencias con el cabildo, se les ordenó ayunar los miércoles y viernes con pan y agua; rezo los viernes de los salmos penitenciales con sus letanías; y prohibición para ser electas como prioras por un tiempo de seis meses.

3. A todas las monjas se prohibía por dos años la entrada al locutorio y entablar conversación con cualquier persona sin licencia episcopal; además de no permitírseles el tocado con copete ni ningún tipo de ornamento más allá del blanco y negro, ni que criaran cabello alguno. Aquella que fuere pillada con tocado o con cabello recibiría un castigo por seis meses continuos en el cepo17.

A pesar de estos evidentes castigos, las tres monjas habían continuado con sus apelaciones, dirigiéndose al cabildo catedral de Santa Fe, gracias a fray Antonio Badillo, prior del convento de san Agustín en dicha ciudad, quien presentó su caso ante esta corporación, que dio la orden de que fueran liberadas de sus prisiones18, dado que se consideró como insuficiente el derecho jurisdiccional del deán y se aceptó el argumento de no profesión por falta de provincial presentado por las religiosas. Este primer momento da cuenta de las continuas tensiones que se podían gestar por la falta de claridad y la incomprensión de la potestad jurisdiccional en los claustros femeninos, pero también indica la posibilidad que tenían las religiosas de pedir la procuración de cercanos que pudieran abogar por sus procesos.

Así, el electo obispo de Popayán, fray Juan González de Mendoza, encontró libres en 1610 a las religiosas de la Encarnación, iniciando con la llegada de este personaje reformador y autoritario un capítulo nuevo dentro del juzgamiento de las monjas, quienes le habían ganado el pulso del proceso al deán Montaño al ser liberadas. Llegado el obispo, como lo dispone el derecho común, este se dedicó a corregir, visitar y castigar a las monjas y a los dominicos implicados, dada la ausencia del superior regular de ambas órdenes19; además envió diversas cartas a la Audiencia de Quito y al rey, pidiendo ayuda para avanzar en el proceso judicial contra los implicados y excomulgó a aquellos vecinos que apoyaban a las monjas o a los que se comprobó que habían ingresado, como los dominicos, al convento.

Todo el proceso liderado por el prelado contó con dos interrogatorios realizados por el obispo a las monjas; un juicio civil ejecutado en 1611 por Diego de Zorrilla, juez pesquisidor enviado por la Audiencia de Quito; y una investigación hecha por el general de la provincia dominicana de Santa Catarina contra los frailes dominicos culpados de violar la clausura conventual y de sembrar ideas heréticas en la profesión de las monjas. ¿Por qué, dado el argumento de las monjas sobre la jurisdicción y la sentencia del cabildo eclesiástico de Santa Fe, continuó el obispo con el proceso? Porque el 7 de abril de 1611 el prelado recibió una carta del prior del convento de San Agustín de Cali, que sería, según los argumentos de las religiosas, su provincial, en la que le autorizaba y daba licencia para castigar a las monjas de la Encarnación20; y porque, según se da cuenta en un documento que revela el largo proceso cursado por los vecinos de Popayán contra el prelado en la Audiencia de Quito, en 1611, González decidió “resucitar las cosas antiguas del sacrilegio que diferentes personas así seculares como eclesiásticas habían cometido en el convento de monjas”21. Solicitó entonces a la Audiencia de Quito un oidor que revisara el caso y sirviera de juez, y presentó un informe en el que daba cuenta de los “desórdenes pasados” que se habían presentado en el convento y que eran conocidos por el virrey en Lima22.

No obstante, el primer pulso entre González de Mendoza y las monjas de la Encarnación se dio en 1610, año en el que el obispo había decidido visitar el claustro para investigar los sucesos de sacrilegio y quebrantamiento de la clausura, encontrándose con que la priora suspensa le impidió la entrada al claustro porque ella, junto con varias de las religiosas del convento, no reconocían su autoridad. Tras esta visita, el prelado decidió castigar con el cepo a la priora suspensa María Gabriela de Salazar y a la profesa Isabel de Jesús, ambas hermanas de sangre, quienes no obstante la autoridad de su juez quemaron el cepo hasta que quedó hecho ceniza y se liberaron de su prisión. El administrador provincial y vicario general, Diego Rengifo, quien había quedado encargado de los asuntos del obispado en ausencia del obispo, fue informado de tal suceso, por lo que pidió entrar al convento para reconvenir e interrogar a las dos monjas. A la pregunta del porqué habían desobedecido la orden de su obispo, María Gabriela de Salazar contestó que no le conocía ni reconocía como tal, y que tampoco reconocía al provisor ni a la nueva priora encargada del convento, María de los Ángeles, lo cual iba en público desacato de la autoridad episcopal. En uno de los interrogatorios hechos a Salazar por el obispo, esta confesó que la quema del cepo fue un accidente, puesto que la primera noche de su castigo había hecho frío en el refectorio, por lo que pidió junto con su hermana les trajeran unas brasas para calentarse, pero quemaron el cepo accidentalmente, el cual abandonaron para salvarse.

La priora encargada por el prelado, en su testimonio mencionó que su convento se encontraba dividido entre quienes seguían y obedecían al obispo, y quienes, además de no obedecerle, lo recusaban como su juez, como ya habían hecho con el deán Montaño. Con esto se decidió poner presas a ambas hermanas, junto con Andrea María de la Encarnación, Juana de Ávila y Brígida de la Concepción, haciéndose la salvedad de que María Gabriela e Isabel llevarían el peso de los grillos en sus pies. No obstante, fue aumentando el número de prisioneras, extendiéndose el encierro perentorio a Isabel de San Juan, Isabel de San Agustín, Catalina de San José, María de la Encarnación, Catalina de Santiago, Michaela, que era donada, Ana de los Reyes, Ana de la Cruz, Catalina de San Pedro, Francisca del Espíritu Santo y Juana de los Ángeles23. No sobra decir que además de la prisión habían recibido pública excomunión por sostener la idea de ilegitimidad del prelado.

El escenario permanente de encuentro entre las obedientes y las desobedientes llevó a las monjas a enfrentarse continuamente en el coro del convento; tensión que obligó a la priora María de los Ángeles a llamar a las segundas impertinentes y rebeldes. A pesar de esto, meses después, el 2 de agosto de 1610, aún sin saber bajo qué argumentos, las desobedientes decidieron escribir una carta al obispo aceptando y reduciéndose a su jurisdicción y competencia dando inicio a los interrogatorios y torturas que el obispo Juan González de Mendoza les aplicó, antes de desterrarlas a otros conventos de la Audiencia de Quito. No sobra anotar que este cambio de decisiones, así como la división entre las religiosas, se presentó en varios momentos de su proceso de juzgamiento, como signo inequívoco de que la colegialidad, es decir, el grado de consenso y cohesión de un grupo de personas pertenecientes a una corporación24, se había roto, afectando por obvias razones su vida en comunidad.

González de Mendoza retomó y fortaleció las acusaciones de devoción amorosa, embarazo, relaciones carnales y rompimiento de la clausura conventual hechas contra las monjas, quienes se veían enfrentadas a merecer la pena de destierro; pero cabe anotar que también era una actitud sacrílega de parte de las religiosas no cumplir con su voto de obediencia y no aceptar la jurisdicción episcopal25. El voto de obediencia estaba referido a la “renuncia de la propia voluntad y la subordinación incondicional a la autoridad de los prelados y a la abadesa del convento”26, mientras el voto de pobreza aseguraba la renuncia de los bienes materiales y el voto de castidad se refería a “la pureza en cuerpo y alma”27; los tres debían ser cumplidos en los claustros femeninos, pues aseguraban la disciplina de las monjas y novicias en el enclaustramiento —seguido solo por los conventos femeninos28—, que fue el mejor mecanismo para lograr una adecuada profesión religiosa. En el caso de las agustinas payanesas, el rompimiento de los votos de obediencia y castidad connotaba graves faltas que el obispo capitalizaría rápidamente con el destierro. ¿Quiénes fueron las monjas culpadas? ¿Es posible tener acceso tanto a sus nombres de profesión como a los terrenales? La tabla 1 relaciona el nombre de las monjas agustinas habitantes del convento de la Encarnación en el momento de los sucesos, lo que permite empezar a brindarles rostro a las protagonistas de estos hechos sacrílegos.

TABLA 1. Listado de las monjas del convento de la Encarnación, 1610


MONJAS PROFESAS
María de los ÁngelesFrancisca del Espíritu Santo
Leonor de la TrinidadMargarita de Jesucristo
María Gabriela de la EncarnaciónCatalina de San Joseph
Brígida de la ConcepciónMaría Magdalena de la Purificación
Isabel de JesúsAndrea de San Pedro
Beatriz de Santa ClaraCatalina de Santiago
Elvira de Santo DomingoJacinta Lara de Jesús
Juana de los ÁngelesMaría de la Encarnación
Isabela de San AgustínIsabel de San Jacinto
Juana de Ávila del Espíritu SantoAna de la Cruz
Mariana de Aguirre y JesúsJuana del Santísimo
Ana de San Juan BautistaInés de Jesús
Blanca de JesucristoCatalina de San Pedro
Barbola de San MiguelJuana de San Antonio
Ana de los ReyesIsabel de San Juan
MONJAS DE VELO BLANCO PROFESAS
Barbola de San Francisco
Michaela de Santa Ana
NOVICIAS
Mariana de San Lorenzo
Ana de Santa Cruz
Francisca de San Ildefonso
Juana de San Nicolás

FUENTE: tabla elaborada por la autora a partir de la información contenida en el Archivo General de Indias.

 

Este castigo final recibido por las monjas provocó una fuerte oposición de los vecinos payaneses, quienes se enfrentaron al prelado para evitar el alejamiento de sus hijas y parientes, enviando a Quito a tres representantes: Francisco de Vega, escribano del cabildo, el capitán Pedro Sánchez Trigueros y Cristóbal de Mosquera, quienes iban con documentos en los que se probaban los desmanes obispales y la posibilidad de que el prelado quisiera vengarse en las monjas de las prominentes familias payanesas que se habían opuesto a sus medidas. No obstante, para marzo de 1613, el obispo González de Mendoza retornó de Quito con las provisiones de la audiencia que aprobaban la condenación final de las monjas, llamando de nuevo a los testigos para que ratificaran sus acusaciones y profiriendo la sentencia final contra las culpadas: destierro a los conventos de la Concepción en Pasto; Santa Clara, Santa Catarina y la Concepción en Quito, por la cercanía y por pertenecer Popayán a la jurisdicción vicepatronal quiteña; ayuno; encierro; penitencia y labores de criadas sin derecho al disfrute de su dote en sus nuevos claustros; todo en un periodo que variaba entre cinco y diez años, según la culpabilidad de cada monja. La primera reacción a la vuelta del prelado fue el miedo que se adueñó de siete de las religiosas acusadas, quienes para frenar la pena obispal negaron los testimonios firmados a Vega, Mosquera y Sánchez en los que inculpaban al obispo de querer vengarse a través de ellas de algunos de sus enemigos y de inducir a varias para que se declararan culpables, además de afirmar haberse visto obligadas a mentir. Sin embargo, uno de los testigos del proceso declaró que tal autoincriminación y perjurio se dio más por el ánimo de salvar a sus amantes, pues ellas, según les había escuchado, “no habían de ser causa de que ahorcasen a nadie ni de su deshonra”29.

Con esto, los meses de enero a abril de 1613 estuvieron teñidos de gran agitación y tensión, y el día en que se cumplió la sentencia de destierro contra 21 de las monjas, mientras Juan Gallegos, padre de Brígida de la Concepción y de Catalina de San José les gritaba a sus hijas que no salieran del convento sino hechas pedazos, y que si fuere necesario se echasen de las mulas, un gran lío se armó en Popayán, pues una turba descontenta conformada por varios vecinos, “parientes y amigos de las monjas y de los sacrílegos”30, al parecer apoyados por el gobernador del momento, Francisco Sarmiento, se dirigieron a la casa arzobispal dispuestos a dar muerte al obispo y a su mal visto sobrino31. De la escaramuza resultó herido el notario eclesiástico, quien recibió una cuchillada en la cabeza que no pasó a mayores gracias al cintillo del sombrero que llevaba, y fue apresado un sombrerero, que intentó herir con una daga al prelado. Estos sucesos, más la indiferencia y desprecio de la población y de ciertas autoridades, llevarían a González de Mendoza a pedir una promoción, viendo que su vida y la de sus familiares corría peligro32. Mientras tanto, en la ciudad se escucharon durante los meses siguientes al destierro de las monjas, las voces: “¡Obispo insolente! ¡Alborotador de la república! ¡Provocador de mil maldades!”33.

El castigo no terminó con el destierro de las monjas, pues las acusaciones de sacrilegio, rebeldía y ocultamiento que se siguieron en el juicio civil contra 33 hombres de diverso rango social del obispado fueron conseguidas con los testimonios de varias monjas y de siete negras, quienes como criadas de las religiosas conocían la vida del claustro, situación fundamental para que sus testimonios fueran considerados como relevantes al concebirlas como testigos de hecho de los pecados de las religiosas. Para los 33 culpados, las penas de primera instancia fueron depuestas en su mayoría por apelación en la Audiencia de Quito; así, por sacrilegio fueron condenados a pena de muerte Manuel Núñez de Castro, mercader portugués; Andrés Ruiz de Peralta, mercader; y Francisco de Espinoza, castigo que solo le fue confirmado a Núñez, quien vía tormento admitió haber cometido acto carnal en su tienda con Margarita de Jesucristo, por lo que se le condenó a muerte, sentencia cumplida el 13 de agosto de 1611, cuando fue sacado de la cárcel en una “bestia […] con soga a la garganta, los pies y manos atadas”, hasta la plaza pública, donde se había levantado una horca de tres palos de la cual fue colgado teniendo “los pies altos del suelo”. Terminada su ejecución se decidió dejar su cadáver todo el día en el patíbulo para que luego se le cortara la cabeza y fuera puesta “en la esquina del convento de las monjas en una jaula de hierro”34.

A los otros dos acusados les fue revocada la sentencia, siendo Ruiz de Peralta condenado a destierro perpetuo, como parte del cual debía cumplir dos años en las guerras de Chile por su cuenta; no obstante, el castigo no se cumplió porque huyó con la complicidad de su carcelero; y Espinoza fue castigado con el tormento ante su negación de los cargos, y condenado a vergüenza pública, a diez años de destierro y a servir también en las guerras de Chile. A 27 de los 33 implicados, que pertenecían a la gente “más granada del pueblo”35, se los acusó de rebeldía y se los condenó a muerte, sanción que se combinó con la pérdida de sus bienes, el pago de sanciones de dinero y destierros de dos años a cumplir en las guerras de Chile y de los pijaos; la mayor parte de estas sentencias fueron revocadas después, siendo absueltos varios de los implicados o sancionados tras el pago de dinero36.

Por otra parte, fray Diego de Guzmán y fray Rodrigo de la Cruz, dominicos implicados en el sacrilegio, vía tormento admitieron al obispo haber enseñado a las religiosas que “sus sensualidades no harán más de fornicaciones simples y de ninguna manera sacrilegios y que podían con suma conciencia salirse de la clausura cuando se les antojare y casar por ser inválidos los votos que profesaron en manos del ordinario, [que] se debían prometer en las de prelados de la orden de San Agustín”37. Además, uno de los indios criados de los frailes denunció que Guzmán y De la Cruz, junto a Juan de Castro, también dominico, salían en las noches del convento dominico con hábito de soldados al claustro de la Encarnación, y en dichas salidas furtivas cada fraile “llevaba su monja a la celda”38. Entre ambos religiosos, Guzmán fue continuamente señalado por los testigos de tener relaciones con tres de las monjas, y además de haber tenido un hijo con Margarita de Jesucristo, el cual “llevaron a Buga y lo entregaron a una mulata hija del cura”39. A los tres frailes se les quitó el hábito, los desterraron perpetuamente de Popayán y del Perú y condenaron a galeras a los dos más culpados, Guzmán y De la Cruz40.

Sin embargo, en 1614 un nuevo provincial dominico, fray Marcos de Flórez, le pidió al cabildo catedral de Quito, por haber sede vacante, permiso de interrogar a las monjas desterradas en los conventos de Pasto y Quito, para comprobar la culpabilidad de los frailes y de conocer cuáles fueron sus procederes en la ciudad. Los nuevos testimonios de las monjas, como se verá en el siguiente acápite, dan cuenta de la supuesta inocencia de los frailes y de la animadversión del obispo contra las órdenes religiosas del obispado. Los dos frailes que violaron la clausura, si bien por mandato real fueron requeridos por la Inquisición en Sevilla, según el obispo huyeron con apoyo de sus ordinarios a Perú y Nueva España41, situación que llevó al rey a pedir su apresamiento inmediato y que fue perfecto argumento para que González de Mendoza probara la desobediente y “disoluta voluntad”42 en la que vivían las órdenes religiosas en el obispado. Después de los interrogatorios realizados a las monjas payanesas, el capítulo provincial decidió regresarles a ambos frailes sacrílegos su hábito y permitirles seguir con su vida religiosa muy lejos de Popayán.