La madurez del cine mexicano

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La madurez merenguera

En la coproducción mexicano-alemana Guten Tag, Ramón (Beanca Films - Fidecine / Imcine - Eficine 226 - MPN Cologne Film 3 - Fox International Productions, 100 minutos, 2013), conmovedor cuarto largometraje del sonriente chilango excececiano autor total en Europa radicando de 54 años Jorge Ramírez-Suárez (Morena, 1995; Conejo en la luna, 2004; Amar, 2009, además del segmento ficcional “Elevador” del film-ómnibus Los inadaptados, 2012), el cándido pero tenaz joven bailoteador merenguero duranguense candidato a emigrante clandestino Ramón Castro (Kristyan Ferrer el sensacional chavo trágico de Días de gracia bastante más crecidito al unísono de Las horas muertas) intenta cruzar por quinta vez la frontera norte a bordo de un tráiler embutido que será abandonado en mitad del desierto, sólo él sobrevive milagrosamente de entre los muertos por inanición, sufre otra deportación de manos de la migra, regresa marchando por las vías férreas a su pueblaco con el rabo entre las patas para burla general y gran decepción tanto de su sobretrabajada madre viuda Rosa (Arcelia Ramírez) como de su quejumbres abuela enferma malhumorada a perpetuidad Esperanza (Adriana Barraza) que le rogarán para comprar medicamentos costosos jalándole inútilmente la manga (“¿Qué vamos a hacer, Ramón, al rato para comer, para las medicinas que necesita tu mamá y yo? Y aquí no tienes chance”), se resiste por enésima vez a incorporarse como sicario a la narcobanda de El Chiquis (Jorge de los Reyes) y se dispone a intentar otra vez la migración, pero, a la muerte violenta de su infortunado cuate El Manotas (Luis Rosales), se deja lavar el coco por su vecino El Güero (Héctor Kotsifakis) para ahora tratar de hacerlo hacia la lejana Alemania donde residiría una tía Gloria y donde no existe migra alguna (“¿Y dónde queda Alemania?” / “Al otro lado del mundo”), por lo que le malvende unos terrenos de su propiedad familiar al Chiquis y sigue a pie juntillas las indicaciones del Güero (dictadas por la tía) para adquirir su boleto en Durango capital, tomar su autobús al aeropuerto del DF sin tocar al monstruo urbano, acometer con éxito el vuelo trasatlántico, pasar migración con sonrisitas en el aeropuerto de Frankfurt aun sin visa ni hablar una sola palabra de alemán, merced a un agente buenaonda (Marcel Batangtaris), abordar el tren, hacer complicados transbordos y seguir zu fuss la ruta marcada por el río Rhin para arribar justo de frente a la casa de la tal tía, por ventura, en un pequeño villorrio perdido dentro de los alrededores de Wiesbaden; sin embargo, un tipo malencarado lo rechaza allí sin piedad, alegando que la mujer buscada ya no vive en ese lugar y haciendo que Ramón se retire desconcertado, dejándolo de nuevo en el abandono y la inermidad totales, en el dolor del hambre y el frío, y a partir de entonces vagará sin rumbo, gastará sus últimos euros en humildes víveres (pan a veces con jitomate y chile) de la suntuosa verdulería, sobrevivirá a la intemperie, se arrimará en ocasiones al calefactor de la estación de ferrocarriles para sentir un poco de calorcito en medio de alguna helada, descubrirá que puede ganar unas monedas cargándole sus bolsas del súper a un tacaño anciano redondo Herr Schneider (Karl Friedrich) que habrá de resultar típico de ese sitio habitado principalmente por pensionados, sufrirá el robo de la mochila con boleto de regreso y pasaporte que usaba como almohada callejera, aprenderá ocasionalmente a pedir limosna con un vasito de cartón encerado a media acera, pero también a hacer mandados y diversos empleos ínfimos que le permiten sobrevivir a base de propinas roñosas o espléndidas, aunque deberá disputar ese espacio con otro menesteroso balcánico volcánico, hasta toparse con una bondadosa Frau Ruth Grotha (Ingeborg Schöner) que ya lo había abordado en una banca del parque y ahora lo defiende del explosivo indigente golpeador (“¿Por qué le pega? La calle es de todos”), le ofrece de cenar, y poco después lo interroga a través de una mercenaria traductora con premura (“¿No será de la policía?”), lo lleva a su depto, lo aloja en el amplio sótano, prácticamente lo adopta, le sirve el desayuno en su camastro la primera noche, le enseña algunas indispensables expresiones alemanas (“Guten Tag, Ramón”) al igual que la amable verdulera rubia (“Ich bin dein Freund”), le obsequia para abrigarse como sea una chamarra suya de mujer, lo introduce (“Er spricht kein Deutsch, und kein Englisch, nur Spanisch”) con el simpático vecino jubilado y folclorista internacional por afición Herr Müller (Rüdiger Evers) que lo habilitan como trabajador doméstico y van a descubrir las aptitudes de Ramón para bambolear al compás de la tambora y la salsa y el merengue, convirtiéndolo a su vez en entusiasta profesor de baile de un grupo de ruquitos ociosos y dándole oportunidad de subsistir con dignidad, cocinando burritos para él y para sus discípulos felices, e incluso telefonear a casa y poder enviar un poco de dinero (“Apunta el pinche número del envío, que la llamada me sale muy cara”) para sus urgidas parientas, hasta que una paranoica denuncia anónima de Herr Schneider hacen que el muchacho sea aprehendido como ilegal (por ende sospechoso de potencial delincuente) y deportado a su natal Durango, pero aún allí, tiempo después recibirá el depósito bancario de una fortuna en euros que le ha legado una repentinamente envejecida Frau Ruth antes de recluirse en cualquier terminal casa de asistencia.

La madurez merenguera consuma una meditación sobre la soledad a través de dos solitarios límite que se reúnen bajo la divisa de la espontánea y azarosa solidaridad en la ignominia (la evidente, la invisible) como común denominador, en esta fábula edificante con cálidas bocanadas gélidas de cuento de hadas, en torno a la vetusta pensionada generosa y un nuevo insólito Norteado, cual viviente homenaje juvenil a aquel titular del oaxaqueño Perezcano (2010), cual versión más animada de la Dama y el vagabundo disneyanos, convirtiendo la dramática parábola de La jaula de oro (Diego Quemada-Diez, 2013) en la reconfortante semifantasía de La jauja de oro, más allá de la miseria, la violencia y el hambre, que a final de cuentas coincide con el imaginario ilusorio de todo emigrante y el iluso de toda aspiración benigna o escapista, aunque sin moraleja ni repetición posible en puerta, pero dejando así asentada, pese a su tinte sonrosado de novela rosa, la distancia abismal que aún separa al Tercer Inmundo de la prosperidad del Primer Mundo, a México de la verdadera civilización actual, incluyendo asimismo una dimensión Guten Tag, Mamón que le dice al alemán promedio algo de lo que más le gusta oír de sí mismo: “Cuando los alemanes dan su amistad son de una lealtad inquebrantable”, declaró merengueramente Ramírez-Suárez a la prensa germana (según Alia Lira Hartmann en La Jornada el 31 de marzo de 2015) a raíz del estreno del film con 52 copias (inhabituales para una película mexicana) en Alemania.

La madurez merenguera emplea en toda ocasión un tono cálido y auténtico, antimelodramático, como si se tratase de la simple observación documental del choque aplazado y suavemente ligero entre dos culturas y mentalidades opuestas, yendo con leve ironía de la dureza de los planos cerradísimos del desorden asfixiante (del vagón pollero y de la desolación rural que parece hecha de narcoecos residuales de El infierno de Luis Estrada, 2010) al orden asfixiante de la prosperidad germánica, cual docuficción vagamente humorística y severa con firmeza, bien apoyado un guión rebosante de monos detalles y agudas anotaciones ambientales y gestuales, una fotografía de Carlos Hidalgo sobria hasta la elegancia en sus secuencias casi subliminales, una música siempre desenfadada de Rodrigo Flores López (más canciones tradicionales mexicanas tipo “El sauce y la palma” y atronadores ritmos de merengue por los corredores y escaleras, que hábilmente coexisten con fragmentos del Concierto para piano 20 de Mozart y la Segunda sonata de Beethoven), una dirección de arte de Florent Vitse ejercida en México y en Europa con real conocimiento de causa y last but not least una insinuante edición del realizador con Sam Baixauli y Sonia Sánchez Carrasco, sobre todo en el enfoque de ese ínfimo dorf donde hay un receptáculo callejero para reciclar cascos de botella blancos y otro para verdes y donde la entrañable ruquita solterona a perpetuidad (por haberse enamorado en su juventud del hijo de un odiado SS hitleriano) puede conducir sin escándalo a Ramón a un burdel superhigiénico para que desahogue sus endorfinas acumuladas con una sexoservidora al gusto, cual casta posesión de la anciana por interpósita persona en las antípodas del pintor extraviado y su provecta anfitriona pueblerina en el Japón del erotómano Carlos Reygadas (2002).

Y la madurez merenguera no se consuma como un encomio a la caridad cristiana, ni a la generosidad en el vacío (lo primero que hará Ramón con el dinero que reciba de la opulenta Alemania superdesarrollada será comprar unos simbólicos anteojos para ver mejor su realidad circundante), ni a la abnegación churrimelodramática, ni al sacrificio autoinmolatorio, sino a la amistad encarnada y un hiperelogio al concepto juguiano del Amor Absoluto, aquel en el cual uno de los amantes voluntariamente decide dedicarse a la construcción del otro como ser creativo y productor, un amor absoluto y absuelto cuya ausencia se dejaba sentir en el cine mexicano desde La casa chica de Roberto Gavaldón (con uno de los pocos guiones originales de José Revueltas, 1949), un amor absoluto que rompe de tajo sentimental que no sentimentalista con la clásica autocompasión nacional de los De Fuentes / Fernández / Galindo / Rodríguez (¿para acercarse a la anglo-hindú del escocés Danny Boyle de Quisiera ser millonario, 2008, aunque en versión antichantajista?), un amor absoluto que hubiese fundado una más de aquellas “familias paralelas, afectuosas y hermanables, bajo la cariñosa protección de la madre” (diría el José Donoso de las Conjeturas sobre la memoria de mi tribu), el tema concreto y explícito del amor absoluto que en su novela La tejedora de sombras se le escaparía por su prosa de Corín Tellado al brillante narrador Jorge Volpi de En busca de Klingsor, un amor absoluto matizado y expandido como concepto mismo, un magnánimo amor absoluto que la disputa con la esposa-hermana-amiga-compañera-comadrita de la invención de la encegueciente transexual discapacitada Irina en la obra maestra docuficcional Morir de pie (Jacaranda Correa, 2011), una sublime obsesión a lo Douglas Sirk-Rainer Werner Fassbinder que oscila entre los perfiles radiantes pese a todo de Ramón recortados sobre profundidades de campo en contrapicado (un Krystian Ferrer que sin duda “sostiene la cinta con su simpatía, carisma, ojos picarescos y fácil sonrisa”: Ernesto Diezmartínez, también regocijado con esta “desbocada fantasía migrante”, “de plano inverosímil, pero todo está hecho con tan buen humor que uno lo deja pasar” en Primera Fila de Reforma, 22 de agosto de 2014) y esos momentos supremos de empatía emocional cual ultraemotivo teléfono descompuesto (“Usted es como mi hada madrina, mi ángel de la guarda”), un bendecido y beatífico amor absoluto compartido por el chavo guapachoso y la señora tristona por partes iguales, como en ese magnífico por mutuamente magnificado diálogo de sordos monologales que subsanaba la soledad de dos almas gentiles de diferentes latitudes y razas y edades y costumbres y culturas y valores pero perfectamente conectadas en lo afectivo a la hora de la prodigiosa comunicación confesional de la sobremesa y al final metaforizado por ese travelling ascendente sobre el Río Rhin (¿esquina con Reforma?).

 

La madurez macabrona

En Piel rota (Utopía 7 Films, 91 minutos, 2014), trastornante film 19 realizado con bajísimo presupuesto independiente por el ahora hombre-orquesta a la vez guionista-fotógrafo-coproductor-compositor-editor-director defeño de 44 años Leopoldo Laborde (de Utopía 7, 1995, a Hasta encontrarte, 2014, y acaso el cineasta con mayor número de largometrajes inéditos en la Historia del cine mexicano), incluido como plato fuerte en el fatídico XIII Festival Macabro ávido de estrenos genéricos mexicanos de 2014, el pésimo estudiante de 16 años atribulado por los vívidos recuerdos de sus desencuentros sexuales nunca amorosos Diego (Luis Fernando Schivy pleno de reveladores matices) es citado en una estación vacía del tren ligero por su precoz exnovia rubia también de 16 años Karina (Ari Cesari superatractiva pese a sus apeñuscados frenillos metálicos que la afean sin clemencia), dentro de lo que él entiende (“Cuando te conviene no me dejas esperando, ahora sí llegaste puntual”) como parte del acostón-separación rutinario, del exitoso asedio erótico que ella le ha tendido por largo tiempo, desde que rompieron por sentir insoportable su relación, dejándolo a merced de la pérfida tiranía absorbente de la incolmable progenitora de ella (Annie Salomón de irresistible cabellera recogida) que a perpetuidad insatisfecha lo forzaría a cumplirle complaciente en la cama por haber cedido alguna vez a su adulto poder de seducción (“Eres un pendejo, sólo sirves para coger”), e inclusive lo obligaría a convocar a cualquier exasperante compañero (Adrián Schivy) urgido en realizar tríos sexuales, y quedando así reducido entre ambas insaciables hembras, madre e hija, a nivel de rata escondida en su propia casa, sin ánimo para responder ni a un pinche mensaje de celular, conformándose con la omnicompensadora compañía exclusiva de un maniquí femenino tamaño humano; pero esta vez la llamada de Karina al chavo es angustiosa, manipuladora y chantajista al máximo (“¿Lo vas a hacer o no? Ya te lo puse en el mensaje” / “Estás pero si bien pendeja”), pues tiene como fin convencerlo de que, bajo el melodramático pretexto de un supuesto padre agobiado por cierto cáncer suicida y encerrándose en el baño como infalible chantaje sentimental, vaya en busca de la madre, de cuyo hogar ha huido, para presuntamente hablar con ella, a lo cual el crédulo Diego accederá a regañadientes, poniendo sólo ingenuas condiciones (“No se vale, Karina, te la voy a traer, pero se van a otra parte, a la calle, al parque, pero aquí no van a estar”), y recoge a la abominada tipa de cola de caballo en su mansión furibunda (“Tú y la otra, ¿dónde se habían metido, pendejos, me tienen hasta la madre?”); sin embargo, al tenerla a su alcance en su guarida perentoria, la curvilínea chava antes sólo ultraexigente emerge de la nada, explota vengativa y arremete a contundentes tabicazos traidores, a diestra y siniestra, contra la mujer que la dio a penumbrosa luz -si bien luego su odiada opresora y rival-, imparable (“¿Qué estás haciendo? ¡Puta madre!”), repudiándola ya desangrada y deleznándola muerta en el suelito lindo, para después zafarse de la situación, largándose rumbo al parque, apenas seguida por un Diego incapaz de acudir a los policías en bicicleta para delatarla (o delatarse), y acabar abandonando el lejano cadáver en manos del desesperado muchacho, ya sin otra solución que destazar con esmero el fiambre en el cuarto de baño, meter los pedazos en vinílicas bolsas translúcidas o negras para basura macabrona y diseminarlas a escondidas en un fino jardincillo por arroyuelos naturales enervado.

La madurez macabrona sólo conoce como formas relacionales posibles a la cogida soft que siempre parece perversión así sea entre tres o entre aparentemente sólo dos (en el plano del acercamiento y contacto físicos) y al pendejeo neto y excluyente (en el plano del acercamiento y el contacto verbales), lo cual replantea una presencia inminente e impositiva de los personajes, siempre reducidos conductual, behaviourista y antipsicológicamente, porque han sido construidos sobre una inminencia casi abstracta, transparente y fugitiva a la vez, una inminencia que se solaza contemplando a ese chavo visiblemente perturbado cual héroe labordiano perfecto al refugiarse de pronto y por mero instinto adolorido en la asfixiante soledad mentalista de Cu4tro paredes (Laborde, 2010) y materialmente atrincherarse tras la exasperación de ellas, una inminencia de mosca entre las moscas que surcan por turno el rostro del chavo abrazando a su muñeca de labios purpurinos también hollados o las extremidades de su fornido cuerpo continuamente al desnudo (esas moscas que merecen figurar entre los mejores intérpretes del establo labordiano), una inminencia que prefiere comunicarse y sentir apego hacia un maniquí desmontable por encima de los seres vivos al cortejarlo y apapacharlo y recibir de su pasta un tieso afecto corporal y destruirlo en un arrebato y envolverlo furioso bajo desfiguradoras tiras pegajosas de cinta canela en la boca y por todas partes que lo deshacen y roen y degradan de inmediato hasta un nivel rojicorroído y putrefacto, una inminencia cuya consistencia misteriosa e inquietante proviene del inclasificable Sin destino (1999) del mismo realizador y se ha sostenido a lo largo de sus numerosas cintas posteriores, aún en sus recodos más entrañables (Un secreto de Esperanza, 2002-2004) o sus devaneos más cienciaficcionales o abiertamente fantásticos (Angeluz, 1997-2001), una inminencia que se descubre invariable y maltrecha a imagen y semejanza de su protagonista-pivote de la ficción.

La madurez macabrona resume y rezuma, padece y disfruta los peores defectos y los mejores aciertos (¿o eran los mejores defectos y los peores aciertos?) del cine intuitivo del salvajemente autodidacta Laborde capaz de caer en pavorosos desbarrancaderos formales, así como de explotar provechosamente sus ideas geniales: expresivas, dramáticas, brillantes dentro de una búsqueda quasi hiriente de la opacidad y la miniatura desmesurada, contándose entre los primeros ese constante recurso de la cámara más o menos borracha pero siempre en la mano como sinónimo de inquietud permanente o inmitigable zozobra interior de los personajes socavados, ese empleo indiscriminado de disolvencias y cadenas de disolvencias y sobreimpresiones ad nauseam (ante todo al principio, en el relamido arranque inflasecuencias) que no permiten ver la película ni disfrutar de la efusión de los cuerpos así escamoteados (ímpetus calenturientos, recorrido de pieles ardorosas, enhiestas tetas duras como piedras, coitos con el calzón puesto) ni apreciar apenas la exactitud de encuadres y visiones, y al último pero no lo más insignificante, ese uso súbito de facilonas hiperfragmentaciones amorperrunas en las escenas clave de violencia (sobre todo en la ultimación matricida), y así, de manera delicuescente, amén.

La madurez macabrona adopta una estructura de rompecabezas no sólo en el relato que tarda eternidades en hallar su presente, o un presente posible de identificar como tal, o siquiera estable, sino también con respecto a la secuencia, cada secuencia en sí, trabajada de modo dislocado, para lograr con mayor eficacia e intensidad la realización de su metamórfica escalada estilística y genérica, del melodrama erótico al crispado thriller sexual y de ahí a un horror asesino cercano al gore sin jamás solazarse en el guinda y blanco, el guinda de la sangre y el blanco de alma en pena, que deberán atascarse al final con las hipermisóginas consecuencias de la chava diabólica de inofensiva sudadera sonriente que confirma el dictum hustoniano según el cual quien chantajea y traiciona al último chantajea y traiciona mejor, que para eso esta hostil Karina ostenta en todo momento y circunstancia su neopremingeriana Cara de inocencia / Angel Face (1952), revelando un equivalente de aquella hermosa e insospechada ambigüedad maléfica de Jean Simmons, para traspasar y trastocar una inocente perversidad femenina polimorfa bastante menos que aparente.

Y la madurez macabrona culmina con la intensísima secuencia del destazamiento / evacuación / traslado en bicicleta / liquidación / desentendimiento del cadáver de la suegra y examante vuelta masa sanguinolenta a eliminar, una larguísima secuencia de 25 minutos sin diálogo alguno y sólo apoyada por la desesperación del chavo-chivo expiatorio y una contundente música reducida a simples efectos electroacústicos o ecos corales, la más bella y magistralmente absurdista secuencia nunca filmada por Laborde (“el tercer acto de mi película”, gusta llamarla de manera tan cariñosa cuan irónica), un desquiciante bloque observacional pero cinematográficamente virtuosístico que se ha resuelto en exclusiva a base de concentraciones, nerviosismo en seco, atmósferas agobiantes, penumbras cobalto, amenazantes frondas de árboles desde un contrapicado sin cesar avanzando, audaces cambios de plano, claridades deslumbrantes apabullando a un impasible reposo imposible, nexos malvados con los espacios que bordean los fuera de campo subjetivos, contacto de acres desnudeces necrofílicas cargando el fardo inanimado, archiconvincentes maquillajes truculentos perfectos (por Gamaliel de Santiago) y blancuzcos azulejos chorreantes de tinta sangre y moronga monologal en tajante silencio renovable en ritualistas coros subrepticios, hitchcockianos chorros de duchas postsuspenso cuando ya toda tortuosidad se ha consumado, roces insinuantes con un onirismo al acecho en todas las oscuridades verdiazulosas, cielos restallantemente listados, postrer reparto macabro en dificultosa bici de llanta gruesa, despavorido escape a pie por el fondo del sendero bien trazado, parpadeos de negrura total, y muchos más, muy precisos muchos más, actos puros de cine puro, ya sin manierismos expresivos de ninguna especie (ni cámara borracha, ni disolvencias, ni hiperfragmentaciones), situándose a fin de cuentas la obra fílmica entre el subgénero Macabro Fantástico (podría intitularse también El muchacho que aprendía a comunicarse con los muertos) y el subgénero Z-Extreme (podría intitularse asimismo Visceral, entre los pliegues de la locura), con espléndido rigor palpitante y perturbador, donde el personaje al parecer ya no volverá a estar a solas, pues lo acompañarán de una vez y para siempre el espectro casi autista que le ha sido tan propio, la necesidad de esconderse de sí mismo, su depresión consustancial, su imposibilidad para reconocer y diferenciar estados afectivos, su evidente trastorno mental y de personalidad agravándose agravándose y acosándolo, su inestabilidad inalterable, su alexitimia evidente, su ausencia de cognición interior, su agresivo laconismo tan similar de la película en sí, sus silencios sobrecargados de profundidad y sentido, su pavorosa incapacidad para identificar y expresar verbalmente sus emociones, su disfunción para distinguir entre la realidad y la fantasía (una conducta desconectada de lo concreto en verdad muy representativa de los chavos de su generación, según el director), su vulnerada posición a la defensiva contra el entorno, su concreción irreemplazable jamás intimista, para mejor capturar el desconsuelo absoluto y radical donde quedará sembrado, andando cabizbajo hacia la cámara en retroceso, encogido a la orilla de la banqueta matinal, ovillado en el desplome cercado de aplastantes edificios de cristal, ya no bufante en la apesadumbrada flagrancia de su impunidad sobre todos impuesta, menos ante sí mismo, ahora con la mirada fija o doblegada hacia ninguna parte.