La condición del cine mexicano

Text
Read preview
Mark as finished
How to read the book after purchase
La condición del cine mexicano
Font:Smaller АаLarger Aa

La condición del cine mexicano

Letras Fílmicas

Centro Universitario de Estudios Cinematográficos

Jorge

Ayala Blanco

La condición

del cine mexicano

1973-1985


Universidad Nacional Autónoma de México

México, 2018

Para Andrés, Carlos y Gustavo,

Laura y Rodrigo,

por sus indispensables lealtades.

Prólogo

Cinco libros por el precio de uno.

Crisis obliga, y el lector ha de disculpar el colosal tamaño de este volumen, tercero de la serie que se inició con La aventura del cine mexicano (Era, 1968; Editorial Posada, 1985) y La búsqueda del cine mexicano UNAM, 1974; Editorial Posada, 1986). En el curso de los tres meses y medio de trabajo superintensivo que duró la recopilación de materiales y la redacción final del libro, nos fuimos dando cuenta, con pavor, de que se alargaba y se alargaba, casi por su propia voluntad. No se debía tan sólo a la longitud del periodo abarcado: trece desiguales años (1973-1985), pocos en comparación con los 37 años clásicos de La aventura (1931-1967), muchos con respecto a los 5 años de cambios turbulentos que motivaron La búsqueda (1968-1972). No se debía sólo a la abundancia de materiales previos: nuestras notas sobre cine de tres lustros, aparecidas principalmente en el suplemento La cultura en México de la revista Siempre!, que apenas fueron usadas como indispensables auxiliares mnemotécnicos. Se debía a que en realidad estábamos elaborando cinco libros a la vez.

Cinco libros de distintos tamaños (pequeños, de dimensión normal) y sabores (manualitos, breviarios, panoramas históricos). El primero, ¿Un cine popular?, resultaba un Ensayo histórico sobre la evolución del cine populachero mexicano, sus mitos y sus géneros privilegiados en los últimos años, con raíces bien fincadas en el pasado. El segundo, Una Historia mi(s)tificada, resultaba un Estudio del cine histórico mexicano, poco frecuentado tradicionalmente, pero con notables ímpetus y ambiciones sobre todo en los años setenta. El tercero, Un punto de vista de autor, resultó un Manual sobre los principales realizadores mexicanos, de la vieja y la nueva guardia así como de la generación intermedia, a base de ensayos breves, intentando capturar estilos y concepciones del mundo mediante el análisis de sus películas más destacadas y representativas. El cuarto, Un punto de vista de autora, resultó un Panorama histórico del cine femenino en México, en términos generales de surgimiento bastante reciente. El quinto, Un cine movilizado, resultó una Historia del cine político mexicano, con base específica en nuestro cine documental (tan poco estudiado) y en el cine de no-ficción en general, aunque no exclusivamente, desde sus orígenes hasta nuestros días.

A pesar de que cada librito tenía estructura propia, a veces con lenguaje y enfoques diferentes, e incluso algunos de ellos parecían exigir plena independencia (un poco el segundo, tiernamente el cuarto, radicalmente el quinto), decidimos englobarlos dentro de un solo volumen, dándoles categoría de partes de él, tal como habíamos planeado desde un primer momento, y sanseacabó. Por supuesto, como atenuante a esta grosera reducción podemos alegar que entre esas partes existen inevitables nexos, combinatorias secretas, barajeo de los mismos nombres y hasta bienvenidas invasiones; pero en muchos casos no estamos demasiado seguros de ello. Favor de consultar los índices finales. Unas palabras preliminares sobre cada una de las partes en concreto y las líneas de fuerza que las sostienen.

“¿Un cine popular?” vendría a ser en gran medida el sustituto actualizado de “Los temas y las series” y un poco menos de “Fuera de serie”, las partes fundamentales de La aventura. También sería la última transformación de la “Metamorfosis de los temas y las series” y una nueva aportación a “Las cabezas cómicas”, dos de las seis partes en que se dividía La búsqueda. Pero el afán de continuidad en el análisis genérico que todavía alentaba, si bien ya diversificando, al segundo de estos volúmenes, terminó llegando a un punto muerto de irrelevancias, o topándose con pared. Hay nuevos temas y nuevas series en la decadencia del cine populachero mexicano que hoy presenciamos; imposible seguir detectando los mismos temas y series del pasado, a través de vicisitudes de poca monta. Tres ejemplos contundentes de nuevas series: las películas sobre santones (capítulo “Los santones”), los engendros piratas de ambiente fronterizo (capítulo “La frontera grifa”) y los albores de un cine sobre la cultura de la naquiza (capítulos “El nacodicioso nacodiciable” y “La naquiza en si… bemol”). Tres ejemplos de rupturas tajantes en las variaciones genéricas: ni las películas de ficheras manejan los mismos datos de las viejas cintas sobre rumberas de cabaret o pupilas de burdel que acostumbraban reunirse bajo el rubro de “La prostituta” (cf. capítulo “Las ficheras”), ni las fantasías sobre la vida urbana son tan monolíticas como las que conformaban la serie sobre “La ciudad” (cf. capítulos “El escupitajo masiosare” y “El jodidismo”), ni las películas sobre jóvenes de los cincuentas o zonarroseros de los sesentas aglutinables bajo el subtítulo de “Los adolescentes” tienen el empuje de la masificación de valores juveniles por la TV comercial (cf. capítulo “La generación cachuna”) o por la lumpenización galopante (otra vez capítulo “La naquiza en si... bemol”). Al interior de los marcos que antes utilizábamos, hubiesen quedado sin ubicación precisa vivisecciones de mentalidades como las de los capítulos “La miseria sexual”, “El arraigo acústico”, “Los mexicanitos acomplejados” o “La picardía mexicana”. Y quedarían en situación ambivalente el fenómeno de la India María que se desmenuza en “La indiota al poder” (¿dónde encasillarla, en “Las cabezas cómicas”, en “La provincia” o en “Los indígenas”?) y las especulaciones de Arau-Alcoriza sobre el “El núcleo corrupto” (¿las colocaríamos en “La comedia ranchera”, “La provincia”, “Los indígenas” o “Las cabezas cómicas”?). Al demonio; mejor borrón y cuenta nueva. Por encima de un examen genérico del cine populachero mexicano estaba el análisis de las transformaciones que éste ha sufrido tras el impacto de las muchas desinhibiciones que emprendió, con sus altibajos y nuevas represiones, desde mediados del echeverrismo. O sean: la desinhibición sexual, en “La miseria sexual”, “El cogedero sacrosanto” y “Las ficheras”; la desinhibición del lenguaje verbal, en “La picardía mexicana” y “La naquiza en si... bemol”; la desinhibición religiosa, en “Los santones”; la desinhibición autocrítica, en “El jodidismo”, “El núcleo corrupto” y “El escupitajo masiosare”; la desinhibición territorial, en “El arraigo acústico”, “Los mexicanitos acomplejados” y “La frontera grifa”, etc. El ordenamiento de los capítulos es el cronológico de las películas analizadas in extenso dentro de cada uno de ellos; finalmente, el cine popular es un proceso de aproximaciones, avances y retrocesos, siempre zarandeados por los gustos de la época y los avatares del placer colectivo en el tiempo.

“Una Historia mi(s)tificada” se adjudica otro tipo de ordenamiento cronológico. Ya no de acuerdo con las fechas de producción de los filmes analizados, sino de los acontecimientos históricos reales a los que remiten y glosan: desde la época colonial hasta la sucesión presidencial (1920-1930) y la sublevación cristera (1926-1929). Nos limitamos, por supuesto, a la Historia de México, aunque el cine nacional haya frecuentado de manera episódica la Historia de algún otro país latinoamericano o de la Historia Universal. Cada capítulo lleva su propio resumen introductorio acerca del evento a tratar y en seguida expone la muy particular versión que de él ha ofrecido nuestro cine. Todas las cintas históricas repertoriadas pertenecen a la producción de los trece años elegidos como límites del libro, salvo una: La sombra del caudillo (Bracho, 1960); se trata de una película maldita, prohibida durante más de un cuarto de siglo, pero de gran vigencia actual y asimismo de virulencia inmediata, pues ha constituido el mayor éxito de la videocasetera clandestina, en los tempranos ochentas mexicanos; sólo así, burlando a la censura oficial —heredada, continuada y perfeccionada en el presente— la cinta ha conseguido un estreno y una difusión “normales”. Introduce esta parte del volumen una fantasía especulativa sobre un misterio de nuestra Historia, “El nacimiento del guadalupanismo”; la concluyen dos rápidos vistazos sobre el cine biográfico del periodo: “Los preciosos ridículos” está integrado con apuntes sobre las biografías fílmicas de Javier Mina, William C. Greene, Belisario Domínguez, Felipe Carrillo Puerto y José Clemente Orozco; y “Las tres (des) gracias” comprende recientes esbozos biográficos de Juana de Asbaje, Antonieta Rivas Mercado y Frida Kahlo. Sobre el cine histórico mexicano, abarcando un periodo de estudio más extenso que el de nuestro ensayo, existen ya dos trabajos acuciosos a los que remitimos de inmediato: el libro La batalla y su sombra (La revolución en el cine mexicano) de Andrés de Luna y la tesis profesional de Gustavo García sobre El cine biográfico mexicano.

“Un punto de vista de autor” colecciona una decena y media de análisis sobre los grandes cineastas mexicanos que filmaron una o varias películas notables durante el periodo. Los pequeños ensayos van encabezados por el nombre de cada realizador, se añaden entre paréntesis los datos de lugar y año de nacimiento (en dos ocasiones también de su muerte); se continúa con un enlistado de todas sus películas, especificando la longitud en caso de que no sean de largometraje (cortos y mediometrajes), su formato en caso de que no sean de 35mm (super 8, 16mm), su nacionalidad en caso de que no sea la mexicana (cintas extranjeras, coproducciones) y / o algunas otras características de su realización (codirecciones, ejercicios colectivos, nombre del episodio si el film se compone de varios). De cada realizador se estudian en detalle únicamente sus películas de “autor”, aquellas que llegan a un acabamiento en sus cualidades de estilo y de visión del mundo. Hemos evitado al máximo el error de considerar que todas las películas de un buen estilista o de un cineasta de enorme personalidad e impronta distintiva, son películas de “autor”. De ninguna manera endilgaríamos al lector el análisis de las 68 irregulares películas de Rogelio A. González, para concluir que nada más un par de ellas merecen el calificativo de “obras de autor”. Una excepción a este método: en el caso de Jaime Humberto Hermosillo se analiza en dos líneas temáticas el conjunto de su obra, desde su esplendor hasta su decadencia, pues ninguna de sus películas, o selección de ellas, eran lo suficientemente representativas y redondas como para abarcar la trayectoria de un cineasta de perspectivas tan sostenidas. El ordenamiento de los capítulos en esta parte se ha efectuado por edades confesadas de los realizadores, desde el más viejo hasta el más joven, justo es aclarar que cuatro de las películas de los autores seleccionados, dos de Echevarría, una de Corkidi y una de Estrada, ya habían sido analizadas ampliamente en el capítulo “Los santones” de la primera parte del libro; hasta allá remitimos al lector para completar los estudios practicados sobre estos cineastas, Por supuesto, habrá sorpresas, como la inclusión de pequeños autores tipo Juan Manuel Torres; desconciertos, como la inclusión de alguna cinta juzgada menor o indigna de cineastas que ya rindieron, tipo Emilio Fernández; y apuestas al futuro, como la inclusión de jóvenes cineastas de carrera incipiente o meramente estudiantil tipo Ramón Cervantes y Gerardo Lara. De la gerontofilia a la neofilia, siempre habrá mucho de subjetividad, niveles personales de exigencia y afinidades electivas en el juego del “cine de autor”. ¿Para qué negarlo? Nuestra lista difiere en forma inevitable de la que otros colegas habrían elaborado. No hay aquí omisiones accidentales; también nos mueve un ánimo justiciero, desmitificante y reivindicador; todas las exclusiones advertibles son premeditadas y deliberadas. Tanto la crítica oficializada del echeverrismo y sus discípulos repartidores de pueriles estrellitas calificativas para promover los estropicios de los cuates o defender los intereses gubernamentales en los periódicos, como los “expertos” extranjeros tipo Peter B. Schumann y el estalinismo boy scout de sus juicios discriminatorios (cf. Handbuch des lateinamerikanischen Films, Verlag Klaus Dieter Vervuert, 1982, Frankfurt am Main), han contribuido a la erección y sostenimiento de falsos prestigios, sin sustento sostenido o ya en definitiva declinación. Por otra parte, confiamos en que prácticamente todas las películas mexicanas significativas del periodo, de autores y no autores, son estudiadas o aludidas en uno o varios capítulos de las cinco partes del volumen. Ítem más: en esta parte se inserta, tomando en cuenta la edad media que les suponemos a sus participantes, el reporte de una curiosa e irrepetible experiencia colectiva de autor (capítulo “La hora de los pornos”).

 

“Un punto de vista de autora” tiene características análogas a la parte anterior, en presentación y estructura interna, sólo que se refiere en exclusiva, naturalmente, a mujeres cineastas nacionales. Sin embargo, los tres primeros capítulos requieren alguna advertencia especial. El dedicado a Matilde Landeta se refiere a la exigua obra de esta cineasta veterana, rodada entre 1948 y 1951; sin embargo, olvidada por completo, menospreciada o desconocida, tuvo su merecido revival hasta 1975; es de elemental justicia incluirla en este panorama. El capítulo “El parto de los montes feministas” no se concentra en ninguna cineasta en particular; trata de esclarecer por qué falló la experiencia de un cine explícitamente feminista en México. El dedicado a Marcela Fernández Violante debe completarse con un par de análisis que se encuentran desplazados en los capítulos “La cristiada” y “Los preciosos ridículos”. Nada más.

Y “Un cine movilizado” se inicia con el capítulo más extenso del volumen: “La permanencia involuntaria de los trabajadores”, revisión total de la historia de nuestro cine (desde la época silente hasta 1974) desde el punto de vista de la imagen de la clase obrera y su manipulación, un breviario en sí mismo, verdadero “libro dentro, de un libro dentro de un libro” para retomar nuestras dudas preliminares. Siendo tan teórico, dogmático, pobre y autopromocional todo lo que se ha escrito sobre el cine político y el cine militante en América Latina, ésta fue la parte más difícil del libro; había que desechar rollos, volver a las películas mismas, implementar categorías de juicio a partir del “cómo es” (S. Beckett). Se analiza un corpus bastante extenso de películas documentales, apenas dos películas de ficción totalmente fuera de serie (Cascabel, Cualquier cosa) y el epílogo lo constituye un noticiero de TV filmado en video, ya que no desechamos ninguna apertura técnica del cine así lo haga estallar en mil pedazos. La visión que ofrece de México esta parte del volumen puede resultar inesperada y hasta escalofriante; allí se asoma el México que se ocultaba tras apariencias de prosperidad ya en crisis, el México de la desigualdad inhumana (La condición inhumana en el cine mexicano) y luchas tan temerariamente sostenidas como sordamente aplastadas, el México producido por la pudrición de todo un sistema social y político. También, capítulo a capítulo, se irá desplegando sin proponérselo una Historia anticonvencional, paralela, de la asfixia vital en nuestro país, con ecos atroces, durante los últimos trece años.

¿Qué onda, pues, con la condición del cine mexicano? Por jodida que parezca, la condición del cine mexicano puede ser cualquier cosa, salvo algo predeterminado, fijo e inmutable, condición no implica naturaleza estática, ni condicionamiento limitador, pero sí un haz de circunstancias. La condición (cine mexicano, desde una perspectiva sociocultural, jamás será algo que ya se tiene de antemano, como un capital de ignominia o de feracidad. La condición del cine mexicano crea, se genera, se amplía en cada obra valiosa, se hace avanzar o retroceder con tropiezos y experiencias límite; desde un planteamiento íntimo, es el inconsciente fílmico que nosotros mismos nos vamos dando, del que nos vamos dotando aun sin quererlo, en la libertad de la especie espectadora, con el albedrío de la elección y en pugna o sometimiento al dintorno.

Las ciento y tantas películas nacionales cuyos análisis in extenso engendrarán observaciones conceptualizables pero nunca corroboraciones de hipótesis, no sólo habrán de ser seleccionadas por sus cualidades expresivas o estéticas, sino también porque esas configuraciones fantasmagóricas actúan como indicadores o detonadores de la condición del cine mexicano, le ofrecen variaciones novedosas, la atrofian o la enaltecen, arrojan a inexploradas realidades sociales o imaginarias.

Algunos agradecimientos obligados

La revisión general del trabajo fue realizada por el joven de 19 años Rodrigo Ayala Murúa. Por sus cualidades propias y nexos personales, era una garantía de paciencia, cuidado y minuciosidad. Era además un buen indicador de que nada de lo asentado aquí podía dejar de ser entendido y valorado por cualquier estudiante, inteligente e interesado en el tema, de la Facultad de Filosofía y Letras o del Instituto Goethe.

La iconografía que ilustra el volumen fue elaborada gracias al concurso de numerosos cineastas independientes y diversos archivos personales.

J. A. B.

I. ¿Un cine popular?

Algo de alma en la arcilla.

Odiseo Elitis, Loado sea

Al Andrés de Luna.

La miseria sexual

Con gemido de perro sediento de caricias femeninas, Novios y amantes de Sergio Véjar (1971) está compuesto por dos episodios, Noche de bodas: novios y Dúo: amantes, sin conexión argumental alguna entre ellos, dotados de repartos distintos, desarrollo en diferentes tonos de sexy-comedia (picaresca la primera, melodramática la segunda), y hasta filmados con meses de distancia (en rigor, Dúo: amantes constituía la parte inicial del film que quedó en Trío y cuarteto de Véjar, 1971). Pero algo fundamental los une. Ambos recrean, en forma de cuadro de costumbres defeñas y a nivel de producción privada, un tema predilecto del más pretencioso cine diazordacista-echeverrista: el Despertar del Sexo. Se sitúan, pues, abaratándolo y haciendo lúdicamente evidentes sus resortes, dentro de la línea trazada por Patsy, mi amor (Michel, 1968), Siempre hay una primera vez (Estrada-Murray-Walerstein, 1969) o Las reglas del juego (Walerstein, 1970), y que se prolongará hasta parábolas inenarrables como Fantoche (Jorge de la Rosa, 1976), emplazando las primeras pulsiones sexuales, graciosamente inexpertas, inaugurales y perpetuadoras del exclusivo goce masculino, entre los 16 y los 20 años, puesto que, salvo excepciones de tremebundismo perverso como El muro del silencio (Alcoriza, 1971) y Pubertinaje (Alcaraz-Leder, 1971), nuestro cine sigue ignorando, o negando prefreudianamente, la sexualidad infantil.

En Noche de bodas: novios el empleadito bancario Abelardo (Fernando Balzaretti) ve sistemáticamente rechazados los avances eróticos que intenta con su noviecita clasemediera muy decente Rosalinda (Verónica Castro), pues la chica se ha encaprichado que sólo han de hacer el amor casados y sobre una inmensa cama, diseñada ex profeso, con angelitos de cabecera y molduras doradas, como la de su abuelita o de una Nana Serrano cualquiera (Baledón-Bolaños, 1979). Entre sórdidos albures de carpinteros que con ellos certifican su baja condición, el mueble ideal será por fin construido y la ceremonia ya habrá efectuado, pero al dirigirse puestazos a su nuevo departamento para la noche de bodas, todavía con los atuendos de las nupcias, los recién casados se toparán con la sorpresa de que los holgazanes cargadores han dejado la camota en la planta baja del edificio. Para subirla hasta su piso, tendrán que recurrir a sus nuevos vecinos, los cuales, antes de auxiliar a los muchachos en su aprieto, les improvisarán una fiestecita para brindar por la eterna felicidad de los contrayentes. Durante toda la noche el impaciente galán tendrá que conformarse con atisbar dentro del escote de su inestrenable esposita, o imaginarse tras el babydoll semitransparente, pues cuando digan “Al fin solos” la dichosa cama se derrumba. Será hasta la alborada del día siguiente cuando Abelardo, terriblemente fatigado por la reconstrucción del maldito mueble, ya sin arrestos ni ganas pueda acometer las preliminares ternezas para llegar al conocimiento corporal de su Rosalinda.

Aunque disfrazado de comedia sentimental clásica a lo Sucedió una noche (Capra, 1934), Noche de bodas: novios es en realidad un precipitado vodevil de frustraciones en cadena, de una vulgaridad desatada y en apariencia desinhibida. Para lograr el desperdicio de la noche de bodas, se dan cita todos los chistes soeces e ironías denigratorias sobre el tema. Pero significativo es que la trama se estructura, de manera privilegiada, sobre uno de los temores mayores, absolutamente verificables, del macho mexicano medio. El matrimonio equivale a caer En la trampa (Araiza, 1978) y el colmo es que no sirva para un carajo.

Abelardo se acepta como varón-en-trance-de-ser-domado y su ineludible matrimonio se revelará, desde un principio, con un remedio inútil para la melancólica satisfacción de sus impulsos sexuales. Aun cuando el cine populachero jamás cuestione al matrimonio por ser la institución capital de todo sometimiento, ni lo ironice como “la única forma legítima para fundar una familia”, puede atacarlo, con socarronería sexista, por sus consecuencias funestas para la libertad viril. No es el temor a la obligación económica, ni a la anulación gozosa de la mujer o a su dependencia total, ni a la propia domesticación; se teme despectivamente al matrimonio como absurda renuncia a Todas as mulheres do mundo (Oliveira, 1966) y sin provecho esencial. Nada suprimirá la represión sexual que Abelardo ha padecido a todo lo largo de su adolescencia. La deuda del hombre, por el solo hecho de serlo, permanece de cara a su propia sexualidad y a lo femenino, punto de referencia para la primigenia afirmación de la virilidad, sus ascos y prepotencias.

 

Objeto erótico en mano, legalmente adquirido, codiciado por su virginal frescura y su “decencia”, Rosalinda no dejará de manifestarse como el mito de la mujer que se rehúsa, fuente inagotable de excitaciones estériles. Poco importa que su atractivo cuerpo núbil, hipotéticamente satisfactor de cualquier deseo, incluya también una mente llena de telarañas, ideas mezquinas, arcanas extravagancias, fijaciones pueriles, dependencias familiares y cursilerías románticas, todas ellas encarnadas en el símbolo de la cama-fetiche. Han sido ésas las “virtudes”, generadas por la represión sexual de ella, lo que el joven empleadillo consideraba gracioso, irresistible, determinante en su criterio de elección contractual; fluía en ellas el proceloso rumor de las afinidades electivas y de la seducción inexperta.

Lo que importa es que el ya explotador-explotado de esa bella mujer presiente que se ha casado con un coño de guillotina. Desde una murria noche de bodas, vive llevada al extremo revelador su futura situación normal. Si no pudo sostener libres relaciones premaritales con su mujercita, tampoco podrá iniciar con ella relaciones conyugales libres de coacciones internas (deberá cumplir más que disfrutar) o externas, entre alegres vecinos, pedones y barbajanes, que le griten sus mejores augurios (“Esta noche es Nochebuena”) y por fin lo envían al matadero del acto fallido (“Ya es hora de romper la piñata”} testigos pululantes de una sexualidad mutilada de antemano.

Testigos y prefiguraciones de su porvenir cotidiano. El relato se introducirá también en las intimidades de esas comparsas tipificadas por el excedido sentido satírico de Véjar (Cuatro contra el crimen, 1967), para desplegar un siniestro cuadro de costumbres derrotistas. Al saber que en el interior de su propio cobijo va a escenificarse el espectáculo de una iniciación sexual, oh milagro efímero de lo ensuciable, algo se les remueve muy adentro a esas conciencias cochambrosas y las perturba. La portera manoteante que se hace llamar Doña Peluffo (Socorro Avedyr) en homenaje fatuo a la primera desnudista del cine nacional, profiere expeditivos votos a la parejita, antes de abalanzarse sobre el torpe borrachín que llegó a última hora (“Peor es nada”) para materialmente violarlo en su catre de mujeruca vacante (“Solitos caen”). Otro de los vecinos se acomide a llamar a la puerta de los novios, en vista de que nada se oye, y le ofrece a Abelardo un abrelatas, a ver si así ya puede. En otro departamento, una señorona adiposa menea en vano su marchito négligée tratando de incitar a la acción a su ventrudo señor de gorrito. Tres estudiantes que se desvelaban preparando un examen, mejor se resignan a ser reprobados, para enredarse en sucedáneos juegos homosexuales sobre la misma cama en que pretendían estudiar. El forzudo Maciste del vecindario (Nicolás Jazzo Amaya) no resiste más la envidia y se pone a hacer pesas sin importarle la hora, repitiendo compulsivamente una letanía salvadora (“Mente sana en cuerpo sano”). Deben tranquilizarse, ante el escándalo de una mínima satisfacción erótica, sólo producible por la novedad de los cuerpos desconocidos, en un departamento contiguo.

Esos seres caricaturescos son el medio social que ha gestado a la joven pareja, momentáneamente en libertad inutilizable, y ya se aprestan a recuperarla, presentándonos una imagen viviente de la derrota ineluctable, por anticipado, de Abelardo y Rosalinda, amantes malditos a su manera y sin saberlo. Apenas hayan concluido su errática iniciación amorosa les aguarda la condena gozosa de un Domicilio conyugal (Truffaut, 1970) a la mexicana, de acuerdo con los modelos expuestos.

Entre el sexo adolescente, que es una tortura, y el sexo en edad adulta, que es una farsa grotesca, se abre resplandeciente el sexo joven en una Noche de Bodas, que es un dispendio estúpido. Todos quedan conmovidos ante esa demostración, tan poco ingeniosa como inamovible, de la que forman parte. Todos conformes, desde ahora y hasta siempre, con la nada que puedan arrancarle a su miseria sexual.

Dúo: amantes es un cuento verde tan pesimista como el que lo precede. Después de presenciar en su alcoba de internado un show de autoritarismo desorbitado, por parte del director de la institución educativa, y tras revolcarse con sus compañeros de tertulia en un escarceo homosexualoide como el de los estudiantes desvelados de Noche de bodas: novios (o sea, ninguna duda cabe de que estamos ante machitos probados), el chulito, blanquito y riquillo universitario sonorense Juan Manuel (Valentín Trujillo) cede a la tentación de la curiosidad gregaria y, en su última noche defeña antes de salir de vacaciones, se va de putas con los ahorros que destinaba a la compra de una motocicleta. Le resulta más interesante, de golpe, conocer las caricias mercenarias y perder su virginidad que cualquier comodidad en el encierro provinciano.

Toma el metro y se baja en la barra de un cabaretucho de Niño Perdido, hasta donde se acerca a abordarlo la sensualosa prietita de peluca afro y enseñante minivestido lustroso Dalia (Meche Carreño), contoneándose en crisis de epilepsia a perpetuidad, tanto si le baila al muchachón dentro de la rueda que forman los trasnochadores en la pista como si le inspira compasión en un cuarto de hotel, fingiendo recuperarse de una madriza que le dejó la cara ensangrentada y hacérsela curar cariñosamente por el jovenazo. Le hará sabios arrumacos al solicitarle pago extra por toda la noche y tratará de robarle dinero del saco cuando se descuide, pero por fin se lo llevará a vivir con ella a su humilde aunque monísimo departamento, porque las pirujillas subdesarrolladas ya quieren ser tan románticas como Ali McGraw en Love Story (Hiller, 1970) y tan malhabladas como ella (“Ay qué cosita eres, pinche Johnny”).

También este fragmento de Novios y amantes se estructura sobre otro de los miedos mayores del macho mexicano medio y uno de sus grandes deseos: el deseo vehemente de redimir a una puta y el miedo a enamorarse de ella. ¿Se enculará el lindo Juan Manuel con esa mujer tan indigna que todavía “tiene sentimientos”? Para hacer verosímil una situación tan ansiada y tan temida a la vez, al personaje de Dalia se le “humaniza” al máximo. Solidaria con sus amigas y muy devota, del brazo de su Johnny fungirá como madrina en un bautizo, su celestial rostro circundado por los vitrales de una iglesia modernista con ecos de Le Corbusier y Oud. Tiradota en la cama como cándida criadita, lee llorosa historietas sentimentalistas de El libro semanal, con sus cabellos esmirriados ya sin peluca. Demostrando que sus aptitudes para el servilismo de pareja no han sido anuladas por el oficio degradado, le prepara el desayuno muy temprano cada mañana a su hombrecito. Caerá desmayada de ingenuidad cuando el jovencito la asuste disfrazado con una sábana y tendrá una crisis nerviosa cuando él se finja muerto con la faz pintarrajeada de rojinegro. Y luego, en un indomeñable rapto de felicidad, irá a echarse una jubilosa bailada al club nocturno.

Tan admirable sometimiento de Dalia a los valores religiosos, a la cultura de masas más chafa y a las delicias de la domesticidad, bastaría para conmover al macho más endurecido y experimentado: habrá que simpatizar, pues, con el pasajero desliz por enculamiento de ese hasta ayer impoluto joven de clase acomodada de provincia, en vías de quedar escaldado y aprender a desconfiar para siempre del amor y las mujeres. Por ventura, el cine nacional ya supone que existen algunos amores de mujer más mercenarios que otros. Una mañana, cierto pelafustán del cabaret despertará a Juan Manuel acusándolo de robo; como Dalia se ha esfumado con todos sus ahorros, el muchacho golpea a su agresor y sale en estampida al aeropuerto, para retornar a su hogar sonorense. Dalia, que había dado la señal malditaza para que su musculoso padrote acabara de desvalijar al intimidado Johnny, pronto se arrepentirá de su error, atropellará gente por los pasillos de la terminal aérea, agitará inútilmente el dinero malhabido al ver que el incipiente amor de su vida está subiendo por la escalerilla del avión, y gemirá al comprender que la redención ha partido sin remedio.