Las jugadas que importan

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En su versión naif, el pensamiento es una actividad representacional: lo que haríamos cuando pensamos sería construir imágenes en nuestra mente de lo que está ocurriendo en la posición –algo parecido a tomar una serie de fotografías y después analizarlas una a una–, pero no pensamos de este modo. Si alguien nos dice que hay un gato en un árbol, al momento sabemos de qué se trata sin necesidad de saber si, por ejemplo, el gato es persa o siamés, o si el árbol es de hoja caduca o perenne. La falta de estos detalles no nos impide generar automáticamente ideas acerca de cómo el gato llegó hasta allí arriba o cómo podría ingeniárselas para bajar.

De manera análoga, si le preguntásemos a un gran maestro acerca del tablero de ajedrez que tiene en su cabeza, nos daríamos cuenta de que no tiene ni un tamaño ni un color específico. De lo que disponemos es de un sentido implícito de las reglas del juego, de las relaciones entre las piezas y de los propósitos estratégicos predominantes. Aprendemos estas cosas del mismo modo en que aprendemos hablar y caminar; estos aspectos del pensamiento constituyen nuestra segunda naturaleza y operan más o menos inconscientemente, a la espera de ese momento en que sentimos, en nuestro propio cuerpo, que ya estamos listos para tomar una decisión. Cuanto más fuerte es el jugador, más abstractas serán sus imágenes visuales. Al igual que la fluidez en un idioma se consigue cuando lo hablamos sin ser conscientes de que lo estamos haciendo, la maestría en ajedrez consiste en no tener que esforzarse para imaginar una posición determinada en nuestra mente. Los ojos de nuestra mente no son ciegos, vemos algo –la entidad mental conocida como imagen eidética–, pero es cualitativamente distinto a lo que vemos en el tablero.

Vladimir Nabokov entendió bastante bien este asunto, describiéndolo de manera evocadora en La defensa desde la perspectiva del gran maestro protagonista, Luzhin:

Encontraba en ello un profundo placer, no tenía que tratar con piezas visibles, audibles ni palpables, que por la singularidad de su forma y la textura de la madera le causaban permanente desazón, aparte de que las veía tan solo como la burda envoltura mortal de las exquisitas e invisibles fuerzas del ajedrez. Cuando jugaba a ciegas era capaz de sentir esas diversas fuerzas en su pureza original. No contemplaba entonces las talladas crines de los caballos ni las cabezas brillantes de los peones, pero sentía con toda claridad que esta o aquella casilla imaginaria estaba ocupada por una fuerza definida y concentrada, de modo que le era posible concebir el movimiento de una pieza como una descarga, una sacudida o el fulgor de un relámpago, y el tablero entero de ajedrez se imantaba de tensión, y sobre esa tensión él ejercía un dominio total, concentrando aquí y liberando allá toda la energía eléctrica.

¿Por qué es importante entender el pensamiento de este modo? En mi trabajo como director de una fundación para el cambio social, así como en mi tarea de filósofo de políticas públicas, he llegado al convencimiento de que los problemas mundiales más desafiantes son, en última instancia, problemas de pensamiento. Muchos de los complejos asuntos de nuestro día a día y del mundo no pueden ser debidamente comprendidos o experimentados a no ser que consideremos simultáneamente varias ideas y formas de pensar. Sin embargo, si lo único que somos capaces de hacer es defender estas ideas sin más, en realidad no seremos capaces ni de pensar con ellas ni sobre de ellas; seremos esos pensamientos, pero en realidad no los tendremos. El físico y filósofo David Bohm describió este reto del siguiente modo:

Según la asunción tácita general, el pensamiento nos dice cómo son las cosas, pero nada más; es cosa ‘tuya’ decidir qué hacer con esa información. Pero me gustaría sostener que, en realidad, no decidimos qué hacer con la información, sino que la información es la que toma el control de nuestras acciones, la que nos dirige. El pensamiento te maneja a ti, pero, a su

vez, te ofrece la falsa información de que eres tú el que lo está manejando, que eres el único que controla tu pensamiento, cuando en realidad es el pensamiento el que nos controla a cada uno de todos nosotros.13

Bohm alude a nuestra necesidad de mejorar en nuestra comprensión del pensamiento sin ser manejados por el pensamiento mismo; se trata de encontrar una perspectiva con independencia del sistema de hechos, asociaciones y formas lingüísticas que determinan nuestra idea de lo que está ocurriendo. La esencia del desafío al que se enfrenta nuestro pensamiento radica en el hecho de que, hoy día, los problemas del mundo están profundamente interconectados, pero nuestras formas de conocimiento y de acción son fragmentarias. Esto es así debido, en parte, a que no estamos entrenados para pensar cómo las cosas se conectan entre sí desde nuestra juventud. En todo caso, esta inclinación se adquiere en otro lugar, lejos del nuestro. El progreso académico, de hecho, se basa en la especialización, no en la integración.

Para realizar una buena jugada en el tablero necesitas saber qué está pasando en el flanco de rey, en el de dama y en el centro; hay que atender de cerca a cada una de las piezas, a las batallas estratégicas que se están dando y a cualquier golpe táctico. Además, tenemos que ser capaces de considerar conjuntamente toda esta serie de detalles de la posición y así realizar una evaluación propia de lo que está pasando. Ocurre lo mismo, por ejemplo, en biología, química, física, economía, psicología, política, sociología, filosofía o teología; se trata de formas distintas de pensar la misma posición –la vida– y necesitamos urgentemente considerarlas de manera conjunta.

El ajedrez me enseñó que, para realizar buenas jugadas, es necesario considerar la posición como un todo, en toda su efervescencia dinámica, pero también aprendí gracias a él que es imposible pensar en todas las posibilidades al mismo tiempo. Al comienzo del siglo xxi, la posición a la que tenemos que enfrentarnos como especie implica cuestiones tales como, por ejemplo, qué hacer para prevenir el desempleo masivo en la era de la inteligencia artificial y la robótica, proteger la verdad en una época en que la mentira es más divertida y se transmite con mayor rapidez, fortalecer la democracia en tiempos de alienación política o confrontar de manera colectiva nuestra crisis ecológica en un mundo en el que el crecimiento de la economía intensiva sigue siendo el objetivo político prioritario. Todos estos asuntos problemáticos, y muchos más, están conectados entre sí; se manifiestan a modo de patrones en una posición concebida como un todo, y la forma en la que seamos capaces de lidiar con ellos depende de nuestras formas de pensar, percibir y conocer. Hacemos todo lo que podemos para abordar estos asuntos, pero sin realizar un esfuerzo concertado para ver cómo surgen mutuamente y se constituyen entre sí. Nunca realizaremos semejante tarea si partimos desde una perspectiva en la que vemos cada uno de los problemas como un asunto discreto, cifrado de una forma determinada y que solo puede ser analizado por una disciplina especializada en ello. Einstein tenía razón cuando dijo que no podemos resolver nuestros problemas utilizando los mismos modos de pensamiento que los causaron.14

elaborar planes

Suele decirse que no planeamos equivocarnos, sino que nos equivocamos en los planteamientos, pero esto es un poco simplista. La planificación tiene su lugar. Algunas veces fallamos a pesar de los planes que elaboramos y en otras ocasiones por culpa de ellos; también pasa que por momentos tenemos éxito gracias a nuestros planes, pero no del modo en que esperábamos.

La película del año 1958 titulada El albergue de la sexta felicidad está basada en la historia real de Gladys Aylward, una empleada doméstica británica que se marchó sola a China en los años treinta para hacerse misionera. En el momento álgido de la película, logra salvar heroicamente a un centenar de niños llevándolos hasta una montaña. El coronel Lin Nan, un oficial chino, se enamora de Gladys, pero su amor entra en contradicción con su sentido del deber. Cuando un viejo mandarín de la localidad le pregunta a Lin Nan por qué terminó inclinándose a favor del deber, el coronel le respondió, con arrepentimiento, que su vida ya estaba planeada de antemano. El mandarín le replicó diciéndole que una vida planificada es una vida clausurada, y que dure lo que dure, no puede ser vivida.

Hay un dicho judío que capta la idea de que la calidad de vida radica en su inherente imprevisibilidad: “El hombre propone, pero Dios se ríe”. Esta afirmación puede entenderse desde el punto de vista filosófico o religioso, pero no estoy seguro de cuál es preferible. Cuando tenía once años, no planeé conscientemente que el ajedrez iba a ser gran parte de mi futuro, pero sí que puedo trazar mi desarrollo en ajedrez tomando como punto de partida aquel día en que llegó a mi casa de Aberdeen un paquete de libros de ajedrez de la editorial Batsford, equivalente a unas 200 libras. Se trataba del premio que obtuve por resolver correctamente una serie de ejercicios de ajedrez, y también porque mi nombre fue el primero que salió de un gorro en un sorteo en Londres. Puede decirse que este regalo no fue más que un golpe de suerte, pero, incluso hoy día, yo no lo siento así. Tres décadas después de aquel momento clave, me parece que se trató más de un acto de la providencia que de la suerte, como si supusiera que iba a ocurrir, aunque no puedo explicar correctamente esta sensación.

Cuando abrí las cajas en mi habitación, uno de los libros me llamó la atención más que el resto. Estaba encuadernado con tapas blandas de color escarlata y traía en la portada la fotografía de un señor con un bigote imponente. El título, escrito con letras gruesas y en negrita para resaltar la importancia, rezaba así: Las mejores partidas de Alekhine. Alexander Alekhine fue el cuarto campeón del mundo y tuvo una vida bastante convulsa. Conservó el título durante gran parte del segundo cuarto del siglo xx (1927-1935, 1937-1946). El mamotreto con sus partidas siempre estaba ahí, presente, exigiendo sigilosamente ser abierto. Recuerdo que temía por su integridad siempre que lo estudiaba, debido a que su grueso lomo estaba resquebrajado. Era como si su autor fuese a increparme por estropear su colección de partidas.

 

Alekhine vivió las dos guerras mundiales, estuvo casado en tres ocasiones, vivió en países invadidos tanto por los nazis (Francia) como por los bolcheviques (Rusia), escribió una tesis doctoral acerca del sistema de prisiones chino y murió en Portugal, bajo extrañas circunstancias, después de ingerir un pequeño pedazo de carne en mal estado. Parece que murió atragantado, pero algunos historiadores creen que la comida fue colocada en la garganta de Alekhine después de que fuera asesinado tal vez por agentes soviéticos (para quienes este había traicionado a su patria) o franceses (para quienes era un supuesto colaborador de los nazis). Portugal fue un país neutral durante la Segunda Guerra Mundial y la tensa posguerra, y es comprensible que las autoridades portuguesas prefirieran no implicarse en semejante controversia.

Una descripción más detallada de la vida y muerte de Alekhine excede la temática de este libro, pero en julio del año 1944 envió la siguiente reflexión, con tintes de arrepentimiento, al periodista y jugador de ajedrez Juan Fernández Rúa:

La mejor parte de mi vida se ha esfumado entre dos guerras mundiales que han dejado Europa totalmente desolada. Los dos conflictos me han dejado arruinado, pero con una diferencia entre ambas: al final de la primera tenía veintiséis años y un entusiasmo ilimitado, cosa que no volví a tener nunca más. Si, en alguna ocasión, escribiera mis memorias

–lo que es muy posible– la gente se daría cuenta de que el ajedrez ha sido un asunto menor en mi vida. Me dio la oportunidad de dar rienda suelta a la ambición y, al mismo tiempo, de convencerme de su futilidad. Hoy día, continúo jugando al ajedrez tan solo porque ocupa mi mente y me mantiene alejado de los recuerdos y la melancolía.

En el año 1946, aun siendo campeón del mundo, y justo después de saber que se había reunido el dinero necesario para defender su corona en Inglaterra, Alekhine falleció (o quizá fue asesinado), empobrecido y solo, tan solo con un tablero y unas piezas delante de él. La guerra, por su parte, causó directa o indirectamente un millón de bajas.

Lo que aprendí de aquel voluminoso libro rojo con las partidas de Alekhine fue profundo y sustancial; Alekhine era capaz de prever con muchas jugadas de antelación una posición determinada y sus partidas eran ilustrativas y ricas en contenido conceptual. Había absorbido todo el conocimiento ajedrecístico existente en su momento y lo había llevado un poco más allá. Se trataba de un jugador muy completo, sin preferencias acusadas o debilidades destacables. Alekhine solía decir que un gran maestro en ajedrez necesitaba ser “una combinación de bestia de presa y de monje”. Tiene que ser agresivo, pero el fuego siempre debe estar bajo control. Necesitamos reflexionar y concentrarnos, pero también es necesaria la voluntad de ganar.

Comencé a sentir en mis propias carnes esta idea en torno al año 1990, en una casa de un suburbio de Glasgow, donde, con otros chicos preadolescentes, estaba sentado una tarde junto a nuestro gurú ajedrecístico, Ian Swan. Ian es profesor de profesión y uno de los jugadores de ataque más peligrosos de Escocia, pero aquella tarde intentaba que nos entusiasmáramos analizando lo que a primera vista parecía un final de partida bastante aburrido. Un final es una posición donde el material de ambos bandos está equilibrado, hay pocas piezas en el ta­­blero y muy poco contacto directo entre ellas. En aquel momento no existía la tensión competitiva o intelectual necesaria para que nos sintiéramos especialmente emocionados por una posición.

Cada uno de los bandos disponía tan solo de un alfil de casillas negras y dos torres, además de tres peones en cada uno de los flancos distribuidos de forma un tanto asimétrica. Cuando Ian nos dijo que formuláramos el plan ganador para las negras, miré incrédulo a cada uno de los compañeros; ninguno de nosotros acertó a encontrar algo significativo en todo aquello. Como suele ocurrir frecuentemente en la vida, nuestra imaginación se encontraba bloqueada debido a la convicción de que todo aquello era un aburrimiento. En ese momento, no éramos ni bestias de caza ni monjes.

La posición pertenecía a una partida entre Eugene A. Znosko Borovsky y Alexander Alekhine, jugada en París en el año 1933, y nunca olvidaré cómo aquella posición seca y tablífera15 se vio revitalizada gracias a la fuerza de voluntad orquestada por Alekhine. Casi de la nada, el monje ideó el elaborado plan de juego que, supuestamente, nosotros debíamos haber encontrado, mientras que la bestia de presa lo ejecutó con total precisión.

La “acción en ciernes” implicaba ideas misteriosas tales como “cambiar solo un par de torres”, “ubicar el rey en el lugar donde tenemos ventaja”, “avanzar el peón de torre aislado para cambiarlo por otro peón”, “crear debilidades en la posición del rival”, “ganar espacio en el flanco de dama” y, solo entonces, ganar en base al “principio de las dos debilidades”. Esta última idea resultaba novedosa para nosotros en aquel momento, pero consiste básicamente en sobrecargar la defensa del oponente en un sector del tablero y, solo entonces, atacar en el otro flanco gracias a nuestra mayor movilidad. Por regla general, el bando defensor queda atado a la defensa de ciertas piezas o casillas, lo que provoca que las fuerzas defensivas sean menores que las de ataque.

Las ideas de Alekhine en aquella partida no eran de ningún modo suficientes para ganar la partida frente a la mejor oposición objetiva. La posición estaba equilibrada y llena de recursos defensivos por parte del rival, pero ese no era el asunto principal. Por primera vez en mi vida sentí el poder de la planificación en ajedrez y tuve la sensación de que la fuerza de voluntad aumenta en proporción a nuestros propósitos. Estoy muy agradecido a Ian, porque recuerdo que aquella misma noche saqué el libro rojo con las partidas de Alekhine y me dispuse a estudiarlas con diligencia.

Muchos dan por sentado que el ajedrez tan solo gira en torno a este tipo de planificaciones, pero en mayor medida se trata de enfrentarse y adaptarse, cosa que suele traducirse en adivinar las intenciones del rival y engañarlo. El ajedrez me enseñó que el propósito real de la planificación en la vida no tiene mucho que ver con lograr aquello que quieres ser, sino más bien con fortalecer la voluntad que se necesita para llegar a un buen lugar sin más. Clarificar los propósitos mediante planes consiste en saber cómo quieres que cambien las relaciones. Cuando comienzas a sentir que las relaciones se están dirigiendo hacia el lugar adecuado debido a la forma en la que lo has planteado, los propósitos aumentan en lo relativo al interés, del mismo modo que los granos de arroz aumentaban exponencialmente en las casillas del tablero.

En las ocasiones en que tenemos éxito clarificando nuestros propósitos y actuando en función de ellos con vigor, pareciera como si la voluntad se elevara y se contemplase a sí misma a través de nosotros, sonriendo como si nada. No sin razón san Francisco de Asís dijo: “Comienza haciendo aquello que es necesario y después haz lo posible. Pronto verás que estás logrando lo imposible”.

el tipo adecuado de dificultad

Algunas veces me pregunto si el ajedrez no será prisionero de su propia imagen. Suele considerarse un juego difícil y asociarse generalmente a la estrategia y la profundidad. Estos rasgos positivos hacen que la imagen del ajedrez se use para propósitos publicitarios, o para hacer creer a la audiencia, de manera sutil, que un personaje es ingenioso o sofisticado, como suele ocurrir con frecuencia en las películas justo antes de que alguien vierta una dosis de arsénico en una copa de vino.

Siempre es una cosa buena ver el ajedrez representado en el espacio público, pero la semiótica del juego suele perpetuar la idea de que se trata de una actividad intelectual o elitista, solo accesible para mentes realmente inteligentes, que aman las matemáticas y se abrochan sus camisas hasta el último botón, o bien por aspirantes a aristócratas con aires de grandeza, quienes usan el juego para proyectar una imagen culta de ellos mismos.

Como bien puede atestiguar cualquiera que haya participado en un torneo, la realidad es muy distinta. El ajedrez es, probablemente, uno de los juegos más inclusivos y meritocráticos que existen en el planeta. Aprender las reglas del ajedrez es mucho más sencillo que aprender el alfabeto. Niños de tan solo cinco años pueden jugar contra sus abuelos, sin que nadie pueda predecir con seguridad cuál será el resultado.

Además, lo más exquisito del juego y a la vez lo más desafiante es que, si bien el ajedrez es difícil, se trata de una dificultad en el buen sentido del término. No es un juego complicado de aprender ni de practicar y se puede disfrutar con él sin problemas; basta con ser capaz de pensar un poco. La dificultad en el ajedrez consiste en llegar a practicarlo con maestría, lo que puede llegar a ser el proyecto de una vida entera.

El marketing del ajedrez es un asunto delicado, ya que la mayoría de las técnicas de publicidad se centran en conseguir que las cosas difíciles parezcan fáciles. La comodidad vende, mientras que el esfuerzo no. Sin embargo, los beneficios reales del juego se logran gracias a su dificultad. Surgen del placer de intentar cometer menos errores que tu rival.

El problema es que, si consideramos que el ajedrez es difícil, puede pensarse que se trata de algo exclusivo; pero si en realidad no lo es, ¿a qué viene tanto alboroto? Esto es lo que quiero decir cuando afirmo que el ajedrez puede llegar a ser prisionero de su propia imagen. La única manera de librarse de ello, me parece, pasa por superar la falta de familiaridad generalizada con respecto a la experiencia real de jugar al ajedrez. Las cosas difíciles comienzan a ser menos exclusivas cuando todo el mundo se ve capacitado para hacerlas.

un estado de ánimo preocupante de origen incierto

En los primeros días de diciembre del año 2008, en una habitación de hotel estándar en Palma de Mallorca, me vi inmerso en un estado de ánimo desconcertante. No acertaba a saber del todo qué era lo que estaba sintiendo o por qué, pero tenía la sensación de estar desplazado con respecto a mí mismo. No reconocía mi disposición anímica y no podía identificarme con ella de tal forma que pudiera experimentarla adecuadamente o hacerle frente. No es inusual sentirse extraño con respecto a todo lo que te rodea, pero no reconocerse a uno mismo es todavía más irritante.

La experiencia no fue emocional en sí misma, sino más bien una cues­­tión relativa al ambiente, todo un cóctel de sensaciones que no estaban dentro de mí, sino entre el mundo y yo, mediando esta relación. Este acontecimiento ocurrió en el ecuador de un largo torneo internacional donde yo era el jugador de mayor ranking y el máximo favorito. Recuerdo que pensé que mi obligación era ser un gran maestro serio, depredador, lleno de energía, voluntad y espíritu competitivo, pero en realidad me sentía indecentemente apacible. No es que me sintiera infeliz, pero estaba aturdido hasta cierto punto. Me resultó extremadamente difícil convencerme a mí mismo de que ganar partidas de aje­­drez tenía que ser mi propósito fundamental en la vida.

Puede ser que este malestar, al menos en parte, se debiera a la cronología de este torneo. Aunque el hotel era bastante agradable, los organizadores decidieron, a petición de unos cuantos jugadores que fueron al evento a hacer turismo, que las partidas tenían que comenzar a las 20:30, pasadas las horas del optimismo mañanero o de la presteza del mediodía. Así que me pasaba todo el día perdiendo el tiempo, leyendo, comprando postales que posiblemente no enviaría a nadie y comiendo de más en el generoso bufet del hotel, en lugar de hacer todo lo posible por lograr el estado óptimo en el tablero. Las partidas, además, terminaban a medianoche.

Recuerdo que estaba atardeciendo y el sol, especialmente brillante en aquellos días, se ponía una vez más. Como todo buen profesional experimentado, tenía que realizar preparaciones detalladas, con los módulos de análisis en marcha para preparar la batalla que tenía por delante, pero de repente vi que mi apetito por la teoría de aperturas se había perdido por completo. Sentí como si estuviese analizando posiciones en una pantalla del mismo modo que se lee un menú cuando no tenemos hambre. Durante las partidas sí lograba concentrarme más y, aunque jugué por debajo de mi nivel, el torneo no fue un desastre. Mientras competimos la autoconciencia queda a un lado, y en ese momento aún era lo suficientemente profesional como para centrarme en resolver los problemas que se planteaban en las partidas; de hecho, hacer esto era una suerte de alivio. Aun así, durante unos cuantos días no fui yo mismo o, al menos, no del modo en que pensaba que era.

 

Nuestros estados de ánimo –pletóricos, aburridos, ansiosos, tranquilos, relajados– nos resultan tan familiares que solemos olvidar lo importantes y misteriosos que son. Se trata de señales inequívocas de que la vida nos resulta importante y que nuestra naturaleza no solo consiste en funcionar dentro del mundo, sino también en cuidarlo. Los estados de ánimo son misteriosos porque, al contrario que las emociones aisladas, podemos encontrarnos en un buen estado de ánimo o en uno malo, pero no tenemos este o aquel estado. Esto no es simplemente un juego de palabras. Los estados de ánimo no llegan a nosotros “desde afuera” o “desde adentro”, sino desde la relación que existe entre ambos, lo que los filósofos existencialistas denominan nuestro “ser-en-el-mundo”, y que podría entenderse como una especie de paisaje de emociones. Una de las razones por las que la expresión “¡concéntrate!” puede resultar ingenua, es que precisamente no tiene en cuenta el estado de ánimo en que nos encontramos. Antes de poder concentrarnos debemos tener la predisposición para ello, y por eso el reto de concentrarse no tiene nada que ver con la tarea que realizamos, sino con nuestra situación existencial en general.

Los estados de ánimo no suelen ser transparentes, sino más bien al contrario; incipientes, difusos, brumosos y con una tendencia inherente a la ambigüedad. Por lo general son también persistentes y cuando intentamos deshacernos de ellos casi siempre fallamos en el intento. Determinan el sentido de lo que resulta importante en un momento dado, invirtiendo por lo general nuestro sentido primario de lo que debería importar. Finalmente, los estados de ánimo no siempre tienen una orientación activa, en más de una ocasión se dejan llevar por la inercia. La afirmación “no estoy humor” puede sonar negativa o aletargada, pero también es una revelación. Nuestro estado de ánimo es la información esencial acerca de nuestros niveles de conexión con respecto a la tarea que tenemos por delante.16

El filósofo Martin Heidegger es especialmente difícil de comprender, pero coloca los estados de ánimo en el corazón de su teoría acerca de la existencia humana. Para Heidegger, los estados de ánimo (Stimmungen) son los medios con los que nos encontramos a nosotros mismos en el mundo y la forma de orientar nuestro sentido de pertenencia a él. Son fundamentales para la percepción y el pensamiento, que suele ser arrojado en estos estados. Por su parte, nuestras emociones están determinadas por la forma en que nos aferramos a ellos. Los estados de ánimo son el escenario que permite el surgimiento de cualquier tipo de trama, ya que determina y dirige nuestra capacidad de atención. En el lenguaje de Heidegger, el hecho de que las cosas sean dignas de atención de una forma determinada “se basa en nuestra propia sintonía”.17 Charles Guignon, estudioso de Heidegger, lo dice así:

Nuestros estados de ánimo modelan y dan forma a la totalidad de nuestro ser-en-el-mundo y determinan cómo las cosas cuentan para nosotros para los asuntos cotidianos. Lo que acentúa Heidegger es el hecho de que solo cuando estamos ‘sintonizados’ con el mundo de una forma determinada, podemos ‘conectar’ con las cosas y las personas que nos rodean. Sin esta sintonización, un ser humano no sería más que un amasijo de capacidades brutas tan difuso e indiferenciado que no podría descubrir nada.18

Quizá el amor al ajedrez no es más que el amor al estado de ánimo característico de este juego. Si entras en la sala de un torneo de ajedrez y te sientas a mirar lo que allí ocurre, por regla general no hay mucho que destacar, pero lo que sí hay es una predisposición generalizada que puede sentirse y apreciarse. Noto ese estado de ánimo latente en el ambiente; la intriga palpable que va surgiendo cuando, en cada tablero, algo está escondido y a punto de aflorar a la vez. He llegado a amar este ambiente lleno de expectación, muy ligado a cierta sensación de movimiento perpetuo. Cuando digo que el sentido del ajedrez está implícito, me refiero a la experiencia de sentir el desenvolvimiento progresivo del sentido.

La palabra implícito viene de la raíz latina entrelazado. No es que el significado de la vida se encuentre entretejido con las posiciones de ajedrez, como el pesto se mezcla con la pasta o la miel se disuelve en unas gachas. Si se me permite la comparación, el significado implícito del ajedrez es similar al significado que surge cuando dos cuerpos se entrelazan haciendo el amor. El sentido surge no porque dos cosas estén juntas, sino porque la experiencia de la relación entre ambas se experimenta como una forma de vida distinta, en ocasiones de manera tan intensa que nos sentimos alterados y transformados y, cuando todo sale bien, trascendemos. Aunque el sexo suele considerarse algo explícito, su significado es implícito; está relacionado con el proceso en sí mismo. Gran parte del significado del sexo queda subsumido en el acto sexual, y de ahí que acostarse con lo inefable no sea cosa demasiado inteligente. No quiero decir que el ajedrez sea mejor que el sexo, pero quizá sea más fiable. El ajedrez nos sumerge, durante horas, en un estado exquisito de lucidez cognitiva, como si se tratara de un orgasmo difuso, prolongado y estrictamente silencioso.

1 CSIKSZENTMIHÁLYI, Mihály (1998): Finding Flow: The Psychology of Engagement with Everyday Life, Nueva York, Basic Books.

2 SENZAKI, Nyogen y REPS, Paul (2000): “Great Waves”, Zen Flesh, Zen Bones, Londres, Penguin House.

3 CRAWFORD, Mathew (2016): The World Beyond Your Head: How to Flourish in an Age of Distraction, Londres, Penguin House.

4 CLAXTON, Guy (2015): Intelligence in the Flesh: Why Your Mind Needs Your Body Much More Than it Thinks, Padstow, Yale University Press.

5 CSIKSZENTMIHÁLYI, Mihály y RATHUNDE, Kevin (2014): “The Development of the Person: An Experiential Perspective on the Ontogeneis of Psychological Complexity”, Applications of Flow in Human Development and Education, The Collected Works of Mihaly Csikszentmihalyi, Nueva York, Springer.

6 SPUFFORD, Francis (2013): Unapologetic: Why, Despite Everything, Chris­­tianity Can Still Make Surprising Emotional Sense, Londres, Faber & Faber.

7 ROWSON, Jonathan (2001): The Seven Deadly Sins in Chess, Londres, Gambit.

8 ROWSON, Jonathan (2011): Transforming Behaviour Change: Beyond Nudge and Neuromania, RSA. Disponible en https://thersa.org/discover/publications-and-articles/reports/transforming-behaviour-change [consultado el 26/ 02/21].

9 Esta idea fue originalmente planteada por el excampeón mundial Garri Kaspárov, quien teorizó por primera vez la idea del material, el tiempo y la calidad en cuanto dimensiones del ajedrez, en un artículo publicado en la revista New in Chess. Contribuí al desarrollo de esta idea en mi libro Chess for Zebras (Londres, Gambit, 2005), donde añadí la cuarta dimensión del tiempo de reloj.

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