Las jugadas que importan

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Stuart ganó el torneo con todo merecimiento. Su estado de forma siempre ha sido fluctuante, pero es un profesional experimentado con un estilo notable y característico. Su amplio repertorio de aperturas hace imposible la preparación contra él. En su punto álgido, en el año 2001, alcanzó el puesto número 88 en el ranking mundial. Entre algunos de los grandes hitos de su carrera se encuentra la victoria frente al excampeón mundial Mijaíl Tal en el año 1988.

Stuart hizo historia por ser la primera persona de su colegio de Hastings en lograr una plaza en la Universidad de Cambridge para estudiar Lenguas Modernas. Sin embargo, justo en aquel momento acababa de consagrarse campeón mundial para menores de dieciséis años en Argentina y estaba en todo lo alto del ajedrez, por lo que pidió un aplazamiento en la universidad. Durante ese año las cosas salieron bien en lo ajedrecístico, así que volvió a pedir un nuevo aplazamiento, y otro, y otro. A la tercera petición, la Universidad de Cambridge le dijo que, de estudiar, tendría que ser ahora o nunca, pero Stuart decidió continuar con el ajedrez en lugar de ir a la universidad.

Veinte años más tarde solicitó nuevamente una plaza para estudiar en el Trinity College de Cambridge, en esta ocasión para cursar Estudios Anglosajones, Nórdicos y Celtas. Se dirigió mediante una misiva al decano, explicándole su caso, y recibió una réplica cuya primera frase resulta memorable: “Querido mister Conquest: usted es un caso único”.

Stuart llegó a ser entrevistado en la universidad, pero finalmente no consiguió la plaza. No lo he corroborado con él, pero creo que en alguna ocasión tuvo que arrepentirse de la decisión que tomó al no aceptar la oferta de Cambridge. ¿Quién sabe si un camino mucho más convencional le habría proporcionado una vida mejor?

Stuart contactó conmigo vía e-mail antes de que diera comienzo el campeonato británico del año 2008. En su correo electrónico expresaba su desacuerdo con el formato del torneo, se congratulaba de haber resuelto fácilmente un problema de ajedrez bastante complicado y me pedía mi número de móvil, por si necesitaba mi ayuda durante el evento. Mientras leía este e-mail le comenté a Siva, mi mujer: “Estoy convencido de que Stuart va a ganar el torneo este año”.

Resulta difícil saber qué había en ese e-mail para que yo llegara a semejante conclusión, pero en el tono general del correo se percibía una mezcla de tensión, reflexión, confianza y anticipación, condiciones ideales para que surja la concentración y sea efectiva durante un torneo. Se trataba del tono de alguien consciente de sus fuerzas y limitaciones, y que estaba plenamente dispuesto para llevar a cabo aquello que más le importaba en la vida.

Una actuación equilibrada durante todo el torneo, con solo unos cuantos momentos delicados, fue suficiente para compartir el primer puesto con el gran maestro Keith Arkell, que logró la misma puntuación. Stuart preparó el desempate analizando las partidas recientes de su rival en su ordenador portátil, mientras desayunaba un McMuffin con salchichas y huevos en un McDonald’s. Fue capaz de predecir con bastante acierto la apertura que iba a jugar su rival, preparando una mejora que le permitió una excelente victoria.12

La decisión vital tomada por Stuart parece haber consistido en seguir su propio camino, en lugar de armar una vida en base a las obligaciones prospectivas de una más convencional. Este tipo de decisiones suelen catalogarse como formas de “salirse” de la normalidad, pero se tratan más bien de una de adhesión a un tipo de vida determinado. Cuando tienes el control de tu propio tiempo eres libre para tener una relación más directa con la vida, eligiendo en todo momento en qué centrar tu atención y tus preferencias en lugar de conformarse con los patrones basados en las normas culturales prevalecientes, cuyas manifestaciones más típicas son el trabajo rutinario, el hogar y la familia. Stuart y yo tenemos personalidades distintas y él es una década mayor que yo, así que ninguno de los dos podría haber vivido la vida del otro. Aun así, Stuart ha representado para mi psique, en algunos momentos, una suerte de alter ego ajedrecístico, alguien que vivía el tipo de vida aparentemente libre que yo podría haber tenido de haber continuado en la senda del ajedrez.

No obstante, sé de buena tinta (y creo que Stuart estaría de acuerdo conmigo) que nuestra implicación con el ajedrez tiene sus altibajos y, metidos de lleno en el quehacer de la libertad, se pueden llegar a sentir momentos de inquietud y dislocación. La mayoría de los ajedrecistas profesionales disponen de su tiempo, viajan y tienen numerosas amistades, pero su vida es nómada e instable en lo económico. En algunos países los jugadores de ajedrez serios reciben apoyo financiero de sponsors comerciales o de sus propios Gobiernos, pero la mayoría de los grandes maestros viven con lo justo, obteniendo sus ingresos impartiendo clases y escribiendo libros, con algún premio en metálico puntual o recibiendo una remuneración fija por jugar en ligas profesionales por equipos.

Durante varios años viajé de Londres a Birmingham para jugar en una de esas ligas. Recibía un importe fijo por fin de semana para hacer las veces de “sicario” y disputar once partidas repartidas en cinco fines de semanas, pero tenía que cubrir con ese importe mis gastos de transporte y manutención. Me consideraba afortunado porque mi compañero de equipo, el gran maestro Daniel King, solía participar en el mismo evento y se trasladaba desde un lugar cercano a donde yo vivía. Dan es una persona adulta en un mundo donde a muchos les cuesta abandonar la adolescencia. Es un jugador serio y formal, pero también divertido, carismático y un gran comunicador. Posiblemente sea el mejor comentarista de ajedrez del mundo. Está respaldado por una vida familiar plena y además toca el contrabajo en una banda local. Se trata de un modelo de madurez a seguir: su amor por el ajedrez es contagioso y encontraba en él una excelente compañía. Pero, a decir verdad, mi motivación principal para pasar dos horas viajando en coche con él era que, de este modo, no tenía que gastarme unas 40 libras en el tren. Semejante cantidad de dinero no resultaba decisiva en absoluto, pero sentía como un logro el hecho de no gastar cuando no había necesidad para ello –en aquel momento, ahorrar era una parte del juego de la vida–. Después de unos cuantos viajes, en respuesta a un e-mail en el que le preguntaba si manteníamos el mismo acuerdo de antes, Dan me respondió: “Si no es molestia, en esta ocasión prefiero ir solo. Quiero mantener mi cabeza despejada antes de la partida”. En su momento esta respuesta me dolió e incluso me dejó consternado, pero ahora, viéndolo desde la perspectiva de un adulto con hijos y con muy poco tiempo para estar a solas, admiro la decisión. Quizá di esos viajes por sentado, o tal vez hablaba demasiado en el coche. Es probable, también, que la decisión no fuera por un tema personal. En cualquier caso, aprendí a respetar a mis conocidos y a tener conciencia de sus límites. La concentración también consiste en decir no, y lo mismo ocurre con la libertad bien entendida.

secretos a voces

A finales del año 2008 todo el mundo hablaba de un secreto a voces en el mundo del ajedrez. Se sabía que durante casi un año entero el decimotercer campeón mundial, Garri Kaspárov, había entrenado a Hikaru Nakamura, el jugador número uno de Estados Unidos por aquel entonces, y uno de los mejores ajedrecistas del mundo. Kaspárov estaba retirado formalmente, pero, tras haber permanecido en la élite del ajedrez durante dos décadas, era una de las leyendas vivas del ajedrez y siguen siendo muy conocidas y temidas sus profundas preparaciones en la fase de la apertura, lo que le permitía lograr excelentes posiciones al comienzo de la partida. Jugar contra Kaspárov equivalía en muchas ocasiones a esperar el momento en que ibas a ser atacado con un arma oculta, o “atracado en plena calle”, como dijo un conocido gran maestro islandés.

Kaspárov y Nakamura decidieron no “confirmar ni desmentir” los rumores, y por ello la colaboración entre ambos fue más potente: era una sospecha más que un hecho plenamente conocido. Como revelan las mejores películas de terror, lo que nos asusta por encima de todas las cosas es nuestra propia imaginación. Cuando sabes que te estás enfrentando a una de las preparaciones de Kaspárov, puedes prepararte para un desafío formidable, pero cuando sientes que podrías estar enfrentándote a semejante preparación, es difícil saber qué tipo de respuesta psicológica hay que implementar. El secreto a voces se confirmó pocos meses después y fue una suerte de alivio para los oponentes de Nakamura saber a ciencia cierta lo que previamente sospechaban. Kaspárov y Nakamura habían dejado de trabajar conjuntamente unos meses antes.

Los secretos a voces son un fenómeno bastante profundo que revela un rasgo fundamental de la naturaleza social de la cognición humana, así como de nuestra capacidad de ocultar cosas, tanto a nosotros mismos como a otras personas. El científico cognitivo Marvin Minsky sostiene que “no podemos pensar el pensamiento sin la convicción de que el pensamiento siempre versa sobre algo”. Esta afirmación es útil para explicar por qué el ajedrez es usado frecuentemente para experimentos en psicología cognitiva, ya que se trata de un entorno intelectual relativamente controlado y contenido que ayuda a centrarse en el proceso de pensamiento como tal –no solo en pensar, sino en pensar acerca del pensamiento, donde el ajedrez juega el rol protagonista en cuanto que aquello sobre lo que pensamos–.

No obstante, pienso que los secretos a voces son un punto de partida aún más determinante para indagar sobre la naturaleza del pensamiento. Solemos estar convencidos de que sabemos qué es lo que conocemos y lo que no. Sin embargo, hay situaciones en las que lo importante es saber lo que otros saben o, más aún, saber lo que otros creen saber acerca de lo que un tercero sabe. Esta experiencia de in­­ten­­tar mantener perspectivas múltiples en la cabeza, y solo entonces pen­­sar de manera productiva sin dejar nada fuera del tintero, es una forma exquisita de tortura; curiosamente, hay gente que la disfruta mu­­chísimo.

 

En psicología existe la noción de “carga psicológica” para referirse al número de ítems acerca de los que podemos pensar en un mismo momento. En los años cincuenta, el número promedio era de “siete, más o menos dos”, y de ahí que la mayoría de los números de teléfono tuviesen seis o siete cifras antes de que fueran desbancados por completo por nuestros móviles. Mediante el procedimiento de la “fragmentación” podemos mejorar en esta habilidad, ya que podemos comprimir grupos extensos de ideas en paquetes de significado. Así es como intentamos recordar, por ejemplo, nuestro propio número de teléfono, recitándolo de esa forma tan particular con fragmentos divididos. De manera similar, en ajedrez, una posición en la que el rey está enrocado está conformada por cinco elementos (el rey, la torre y tres peones), pero para un jugador de ajedrez experimentado, el enroque es procesado como un fragmento compacto. Sin embargo, lo que podemos aprender del ajedrez no es tanto cómo percibimos –en este caso, una posición–, sino la experiencia de las idas y venidas de la concentración. Reconstruimos progresivamente nuestra comprensión a medida que vamos examinando el mismo conjunto de cosas. Mientras tanto, en paralelo, acomodamos nuevas cosas sin que todo el proceso de pensamiento colapse en el intento. Para concentrarnos adecuadamente necesitamos esta suerte de resiliencia, ya que de otro modo estaríamos regresando continuamente al principio del proceso de pensamiento y no iríamos a ninguna parte.

Este desafío se pone de manifiesto en un rompecabezas lógico que me encanta y que aprendí de John Hawthorne, filósofo de la mente. Se nos dice que hay tres personas en una isla cuyas caras son todas azules. La situación es irreal, pero suspendamos nuestra incredulidad, olvidemos el sentido común y hagamos las veces de Sherlock Holmes.

La situación en la isla es un tanto delicada. Los tres hombres de rostro azulado conviven diariamente y se miran entre sí, pero ninguno de ellos sabe cuál es el color de su rostro. Todos saben que puede ser azul o rojo, pero si alguno de los tres descubre el color exacto de su cara, tiene que acabar con su vida con un disparo al llegar la medianoche. Estas son las reglas; un poco retorcidas, lo sé, pero al menos son bastante claras y no dejan lugar a dudas.

A los habitantes de la isla hablar de manera descuidada puede costarles la vida, así que no se dirigen la palabra. También se cuidan de no ver su propio reflejo. No obstante, a pesar de la presión y del ambiente tan tenso, conviven en una dichosa ignorancia durante varios años. Pero en una de estas un turista escocés llamado Jim llega a la isla, procedente de Glasgow. Jim eligió esta isla debido a que estaba intentando superar la crisis de los cuarenta y no quería soportar el tedio de otras vacaciones veraniegas en España.

Jim no era antropólogo de profesión, sino contable, y después de pasar unos cuantos días con los nativos no pudo aguantar la tensión y sintió la incontrolable urgencia de soltar una de esas ocurrencias tan típicas de los escoceses de la zona oeste. A su favor, hay que decir que lo que Jim les comentó a los tres nativos era algo que, según pensaba, ellos ya sabían. Una vez subido en su embarcación de regreso, Jim les dijo: “Que sepáis que al menos uno de ustedes tiene la cara de color azul”. Después de decir esto abandonó la isla, rumbo a Glasgow.

Ni aquella noche ni la siguiente, sino la tercera, los tres hombres se dispararon a sí mismos. Y ahora vienen las preguntas. La primera cuestión es ¿por qué?, y la segunda es ¿qué fue lo que añadió la broma de Jim y que los habitantes de la isla no sabían hasta ese momento? Muchos intuyen la respuesta a la primera pregunta mucho antes de ser capaces de dar una respuesta a la segunda. Si el lector desea resolver el acertijo por sí mismo, puede saltarse los siguientes párrafos.

La respuesta es de naturaleza epistemológica. Está relacionada con la naturaleza del conocimiento en general y la diferencia fundamental entre conocimiento público y privado. Para resolver el problema del color de los rostros tenemos que comprender la naturaleza social y estructural del conocimiento: ¿quién sabe qué?, ¿acerca de quiénes?, ¿cómo ese conocimiento puede transmitirse por sí mismo o modificarse una vez que se comparte? También es necesario concentrarse y pensar de manera productiva, provocando la aparición de pensamientos de manera proactiva sin esperar a que surjan voluntariamente. En este sentido, el acertijo me recuerda a la forma de pensar de los ajedrecistas: nos acercamos poco a poco a la decisión final gracias a pequeñas decisiones progresivas.

Un paso bastante útil para resolver el acertijo es intentar adivinar cuál es el propósito de cada uno de sus elementos, por ejemplo, preguntándonos si existiría alguna diferencia en que la información hubiese sido escuchada por cada uno de los nativos por separado, cosa que habría sido relevante. De ser así, nada habría cambiado para los habitantes de la isla, y de ahí que el hecho de haber escuchado juntos la información resulte crucial. Esta apreciación es fascinante, ya que nos recuerda que algo tan objetivo como el significado de la información básica o factual no es independiente del contexto.

También resulta útil pensar qué hubiese ocurrido hipotéticamente con el mismo comentario de Jim en caso de que en la isla solo hubiese dos personas. En un escenario así, sabiendo que, como mínimo, uno de ellos tiene la cara azul, se mirarían entre sí, y como no pasaría nada esa noche, entonces se darían cuenta de que la otra persona no ha visto una cara roja, ya que de lo contrario se habrían pegado un tiro. La misma lógica se puede aplicar desde la óptica de la otra persona, lo que significa que, como los dos tienen la cara azul, ambos se pegarán un tiro en la segunda noche, al reconocer el color de sus caras. El desafío es bastante más complejo con tres personas, básicamente debido a nuestra capacidad mental limitada, pero puede aplicarse la misma lógica.

La nueva información que aparece tras el comentario de Jim tiene la siguiente forma lógica: “A sabe que B sabe que C sabe que al menos una persona tiene el rostro de color azul (donde las tres perspectivas son intercambiables)”. Antes de que llegara el turista, A solo sabía que B sabía, pero no sabía nada acerca del conocimiento de B acerca de C. En una primera instancia no está claro cómo de importante es este añadido, pero cambia la situación hasta el punto de tener consecuencias mortales; la cuestión contrafáctica (“si yo tuviese la cara roja, ¿qué pasaría?”) tiene de repente una respuesta distinta. Para que algo “ocurriese” la primera noche, o de no ocurrir nada (cosa que sería también significativa), alguien tendría que pensar que algún otro ha pensado que un tercero ha visto dos caras rojas, ya que esta es la única forma de que alguno de ellos pueda imaginar que otro se pegue un tiro esa noche.

La disparidad entre el hecho bruto de que las tres caras son azules, y la necesidad hipotética de que uno de ellos, a pesar de ver dos caras azules, aun así pueda imaginar que otro de ellos pueda creer que hay dos caras rojas, es lo que hace que este problema sea tan difícil. Lo que ocurre es que A puede pensar que él tiene la cara roja, imaginar que B puede pensar que es él quien la tiene de este color y entonces que B, sabiendo que C sabe que como mínimo uno tiene la cara azul, pueda entonces concluir que su cara es azul y entonces matarse a sí mismo. Una forma sencilla de ver esto es que si yo tuviese la cara roja sería descartado de la consideración por parte de los otros sobre la nueva cuestión de quién tiene la cara azul, desapareciendo el escenario de la segunda persona. En este caso los tres personajes quedarían a la espera de la resolución del escenario de la segunda persona la segunda noche, y cuando no pasara nada, entonces los tres concluirían que ninguno de ellos puede tener la cara roja, luego los tres la tienen azul.

Este acertijo constituye un punto de referencia muy útil para contrastar estilos de pensamiento e inclinaciones cognitivas diversas. Algunos se aferran inmediatamente a las reglas y a la estructura lógica y analítica que atraviesa el problema, mientras que otros no pueden dejar de lado el contexto bizarro y macabro y asumen que en el problema debe existir algún truco escondido a algún tipo de alegoría psicológica. Pero ¿por qué son sus caras azules?, ¿y qué hacen, para empezar, en esa isla?, ¿de veras que podían hablar entre sí? Otros sienten que la lógica está en plena ebullición dentro del problema y pueden rápidamente exponer detalles extraños; se obsesionan con la lógica interna y encuentran muy difícil pensar en alguna otra cosa. Quienes encuentran la trama y el planteamiento absurdos e imposibles pueden llegar a considerar el trasfondo lógico como una cuestión gratuita y tediosa y solo están felices si la olvidan por completo. Ninguna de las dos reacciones es incorrecta.

El acertijo es totalmente fascinante y vivificador, pero también es una pérdida de tiempo absurda. Algo parecido podría decirse del ajedrez. De hecho, tres escritores distinguidos despreciaron sucintamente el valor de esta actividad. Sir Walter Scott catalogó el ajedrez como un “triste desgaste para el cerebro”, George Bernard Shaw dijo que el ajedrez era “un recurso ridículo para hacer creer a los vagos que están haciendo algo realmente inteligente” y Raymond Chandler llegó aún más lejos: “El ajedrez es el mayor desperdicio de inteligencia humana después de la publicidad”.

No estoy de acuerdo con estas afirmaciones, pero aun así escuecen un poco porque hay algo de verdad en ellas. No me arrepiento de ni uno de los segundos que he pasado jugando al ajedrez. Si de algo me retracto es de no haber jugado más cuando era lo suficientemente bueno como llegar a ser aún mejor. La mayoría de los momentos que pasé en un tablero de ajedrez fueron apasionantes y llenos de vitalidad, y aquellos que no lo fueron tanto resultaron necesarios para darle sentido a lo que estaba haciendo; los tonos mayores necesitan de los menores, el goce está íntimamente ligado al dolor, la luz produce sombras. La experiencia de la concentración es tan intensa y la batalla ajedrecística tan significativa, que llegas a sentirte plenamente vivo. Así que, francamente, queridos señores Scott, Shaw y Chandler, ¿saben ustedes lo que dicen? Al contrario que ustedes con sus pseudovaloraciones, nadie pretende ser más inteligente por jugar al ajedrez. ¿Cuánto tiempo han dedicado a estar delante de un tablero? Prueben a dedicar centenares de horas a pensar en un ambiente competitivo; después de hacer algo así, dudo seriamente que sigan creyendo lo que dicen.

El ajedrez no es una pérdida de tiempo, pero el tiempo es escaso y hay muchas más cosas en la vida. Si entendemos la concentración no solo como la puesta en práctica de la libertad positiva, sino también como una forma de desarrollarla, la cuestión que se abre entonces es cuánto tiempo deberíamos dedicar a actividades tales como el ajedrez. Este juego estimula la vida y es a la vez parte de ella, pero no posee la sensualidad y la plenitud del mundo que está más allá de sus fronteras. Dejando a un lado el caso de los campeones mundiales en potencia, el juego puede y debe estimularnos para lograr una vida plena del mismo modo que un entrenamiento enfocado al desarrollo de sí mismo y el autoconocimiento, poniéndonos a punto no solo para la próxima partida, sino para la vida que se juega más allá del tablero. En esa vida situada más allá del ajedrez, también somos valorados, puestos a prueba y necesarios, tal vez en mayor medida de lo que pensamos.

realizando las preguntas pertinentes

Érase una vez un niño de tres años, mi hijo Kailash, que quería escuchar de nuevo la historia de Jack y las habichuelas mágicas. Le gustaban mucho los cuentos y no se dormía fácilmente, así que me dispuse a relatar con cierta prisa la historia de estas inverosímiles habichuelas, cómo brotaron repentinamente y de qué forma el joven Jack trepó por ellas hasta llegar a un castillo lejano, para salir de allí con un tesoro bajo el brazo, perseguido por un ogro jadeante y anglófobo: “Fee, fi, fo, fum, huelo la sangre de un inglés”.

Mientras daba lo mejor de mí mismo para condenar la violencia del ogro, o tal vez para inculcar mi prejuicio contra la gente de alta estatura, relaté cómo Jack fue capaz de alcanzar rápidamente un hacha para cortar de raíz la mata de las habichuelas. Cuando le conté a Kailash que el pobre ogro cayó al suelo “y quedó dormido durante cien años”, tuve suerte de que no me preguntara qué significaba eso exactamente. No obstante, me quedé pasmado por una pregunta distinta: “¿Y qué ocurrió con lo alto del castillo cuando Jack cortó la enredadera de las habichuelas, papá?”.

 

Lo felicité por una pregunta tan buena, le dije que pensaría la respuesta durante toda la noche y que al día siguiente se la diría. Tuve la fortuna de que se le olvidara la pregunta.

Aún no sé cuál es la respuesta. Tal vez el castillo sea una propiedad emergente de las habichuelas que muere en cuanto estas desaparecen. Puede que se trate de una entidad independiente, y las ramas de las habichuelas, tan solo una curiosa forma de llegar hasta él. O quizá no sea más que un cuento y no deberíamos tomar la pregunta demasiado en serio. Pero me encanta ese tipo de espíritu investigador. Por supuesto, las preguntas de los niños pueden ser interminables e irritantes para cualquiera, pero esos momentos de desbarajuste en los que lo familiar se transforma en algo desconcertante son uno de los regalos más preciados que tiene ser padre.

Hay distintas maneras de abordar el asunto del valor educativo del ajedrez, pero si tuviera que resumirlas en una sola palabra esta sería probablemente preguntas. Si me permitieran tres palabras, entonces diría que se trata de preguntas sobre relaciones. Tal y como la escritora Marina Benjamin dijo una vez, hacer una pregunta es invertir en atención y jugársela con una respuesta, y este es uno de los grandes regalos que brinda el ajedrez: dejas de ser un receptor pasivo de información y te conviertes en un aprendiz activo. Se trata de una experiencia realmente gratificante.

Jugar una partida de ajedrez equivale a cuestionar continuamente al oponente a la vez que se responden las preguntas que él nos realiza a nosotros. Las pequeñas preguntas se encuadran dentro de otras más grandes. A medida que vas mejorando en el juego eres capaz de enfocar la atención rápidamente en las importantes. Intuyes que determinadas preguntas son las importantes debido a que se dirigen hacia la ambigüedad conceptual que mantiene activa tu atención. La cuestión general para responder durante una partida de ajedrez es ¿cómo puedo dar jaque mate al rey rival?, pero las cuestiones recurrentes que nos ayudan a responder la cuestión mayor son tales como: ¿qué estoy intentando lograr aquí?, ¿qué pasa si hago tal cosa o tal otra?, ¿qué hago ahora?, ¿cómo responderá a esto?, ¿qué quiere ese caballo?

El antifilósofo Friedrich Nietzsche vio mejor que nadie cuál es la clave de la acción de preguntar: “Tan solo escuchamos aquellas preguntas a las que podemos responder”. El valor educativo del ajedrez radica en que hace del preguntar un acto reflejo; llegar a ser mejor jugador de ajedrez consiste en lograr que tus preguntas sean cada vez más ricas y pertinentes. Gran parte del desarrollo en ajedrez está relacionado con cultivar la inclinación de reconsiderar las jugadas de una forma más inquisitiva de lo que se suele hacer, pero este esfuerzo depende de que estés lo suficientemente concentrado. La lección para la vida que nos brinda el ajedrez suele relacionarse con la capacidad de adelantarnos a las intenciones del rival, pero creo que este objetivo nos empuja a nosotros mismos a ir más allá de nuestra zona de confort cognitiva, de cuestionar el lugar en el que, de manera natural, queremos dejar de pensar: ¿esto es lo que hay?, ¿no hay nada más que descubrir aquí?

La mayoría de los estudios acerca del pensamiento ajedrecístico versan sobre la idea de la maestría y se centran sobre todo en el asunto de la percepción; estudian la capacidad visual de ver una posición, pero no abordan el pensamiento entendido como un proceso productivo. La habilidad ajedrecística descansa sobre la capacidad de advertir patrones continuamente y reconocerlos en contextos relativos a ellos. Los patrones son el material bruto del proceso de fragmentación cognitiva, son constelaciones de piezas que gradualmente vamos comprendiendo a modo de elementos competitivamente significativos. En algunas ocasiones se trata de una estructura de peones determinada, en otros casos de una casilla en concreto y algunas veces consiste en la relación entre distintas piezas. En la mayoría de las partidas se combinan todos esos elementos y alguno más; a medida que mejoras en ajedrez, aumenta tu capacidad para experimentar la posición en su totalidad, como si se tratara de un patrón singular.

Reconocer patrones es el rasgo característico de cualquier conocimiento experto. Por ejemplo, cuando un guardaespaldas evalúa el riesgo dinámico de una situación de cara a proteger a una figura importante de una posible agresión, tiene que tomar en consideración una serie de patrones; factores tales como la visibilidad, la movilidad, la densidad del público o las condiciones climáticas. Si el patrón general que surge de la combinación de todos estos micropatrones apunta a una situación de riesgo, por razones que no siempre pueden predecirse con exactitud, se tomará una decisión determinada, por ejemplo, tomar una entrada alternativa o buscar una ruta más larga pero segura.

Sin embargo, el ajedrez en concreto puede enseñarnos algo específico acerca del cómo de la concentración; más exactamente, cómo dirigimos la atención hacia los asuntos pertinentes y con la intensidad apropiada durante varias horas. En la práctica, y con independencia de nuestras habilidades, la concentración va y viene, se despliega o se colapsa, o construye algo solo para derribarlo al instante, debido a que hay un límite con respecto al número de cosas que podemos mantener activas en nuestra cabeza en cada momento, como vimos con el problema de las caras azules. Los ajedrecistas se dirigen continuamente hacia el límite máximo de elementos para tener en cuenta, de manera rítmica y como si se tratara de un oleaje. Los jugadores fuertes son capaces de ver una mayor cantidad de patrones, debido a que gracias a cientos de horas de aprendizaje han logrado ser competentes a la hora de saber qué es lo que hay que conectar y qué hay que mantener separado.

En posiciones difíciles, contra oponentes respetables, el trabajo de pensamiento es algunas veces muy extenuante y no alcanzamos siempre a mantener todas las ideas en pie. Durante el desarrollo de una partida, por un tiempo nos manejamos en ella como si estuviésemos conduciendo un automóvil de manera más o menos automática, como si se tratara de nuestra segunda naturaleza. Pero en una de estas, surgen nuevas posibilidades inesperadas ante nosotros, como si se tratara de un pelotón de bicicletas que irrumpen repentinamente en la carretera, y entonces no tenemos más remedio que volver a conducir de manera consciente. En esos momentos, el edificio de pensamiento que veníamos construyendo amenaza con derribarse. Si no tenemos cuidado, podemos desperdiciar demasiados minutos en ese estado de irresolución perpetua, en el que andamos esforzándonos al máximo pero no encontramos una respuesta a lo que está ocurriendo, debido a que en la posición se da un exceso de significado que nuestra mente, sim­­plemente, no puede procesar. Una oleada de pensamientos llega hasta la orilla de la atención, moviendo una determinada masa de agua, y entonces choca con ella y el proceso sigue adelante. Algunas veces sabemos lo que hemos visto, pero en otras ocasiones la ola nos pasa por arriba y somos arrastrados bien lejos de la orilla.