Fabricar al hombre nuevo

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From the series: Akadémica #3
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Bibliografía

Fassin, Didier, Gramdjean, H.; Kaminski, M. et al., «Connaître et comprendre les inégalités sociales de santé» en Lecrlerc et al. Les inégalités sociales de santé, Paris, La Découverte/inserm, 2000.

Harvey, David, El nuevo imperialismo: acumulación por desposesión, Buenos Aires, clacso, 2005.

Martínez, Elba y Belmont, E., «Alcances y límites para abordar la problemática de la relación salud y trabajo», en C. Uribe, y M. Carrillo, Heterogeneidad laboral: Desarrollo regional e inclusión social, México, Concyteq, 2020.

Quijano, Aníbal, Cuestiones y horizontes: de la dependencia histórico-estructural a la colonialidad/descolonialidad del poder: antología esencial, Buenos Aires, clacso, 2014.

Rosas, Tania, El valor del trabajo en la experiencia social. El caso de la industrialización de El Bajío mexicano, (tesis de doctorado (deipcs) en curso), Querétaro, UAQ, 2020.

Zemelman, Hugo, Conocimiento y sujetos sociales. Contribución al estudio del presente, Bolivia, Vicepresidencia del Estado Plurinacional de Bolivia, 2017.

Notas

[1] En «Covid-19 mata a 25 obreros de maquiladoras en Chihuahua», ­[https://www.jornada.com.mx/2020/04/30/estados/026n1est], consultado 30 de abril de 2020.

No, no me gusta el trabajo. Me encantaría holgazanear y soñar con todo lo bello que se puede hacer. No me gusta el trabajo –a nadie le agrada–, pero me gusta lo que hay en el trabajo, la oportunidad de descubrirse. Su propia realidad –para usted mismo, no para los demás– lo que nadie podrá jamás conocer de usted. Ellos sólo pueden ver las simples apariencias externas y jamás podrán decir lo que verdaderamente significan.

Joseph Conrad, El corazón de las tinieblas.

Introducción

Los países tecnológicamente avanzados han entrado en un ciclo de depresión duradera y sistémica: crecimiento muy bajo, responsabilidad abrumadora en el deterioro climático, destrucción masiva de empleos calificados, crisis del trabajo, entre otras cosas. El terrorismo de algunos miles de fundamentalistas religiosos y la aceleración de la migración internacional abonan al fortalecimiento de los derechos populistas y demagógicos. La pérdida de sentido va ganando terreno en casi todas las clases sociales.

El trabajo, actividad que estructura social y psicológicamente en el capitalismo, ha perdido su intensidad, en primer lugar, entre los jóvenes y las personas mayores que carecen de empleo; y luego, en el número de asalariados, de los cuales algunos intentan refugiarse en los empleos atípicos como el autoempresariado.

¿Qué transformaciones radicales del hombre presenciamos sin realmente percibirlas? ¿En qué medida se puede hablar del advenimiento de un hombre nuevo en el sentido gramsciano del término? ¿Cuál sería la especificidad del hombre nuevo de hoy? Un fenómeno recurrente es la adaptación de los hombres y de las mujeres a las condi­ciones de producción y de consumo. ¿Cuáles son, según las grandes transformaciones fordianas que configuraron un «nuevo tipo de traba­jador y de ser humano», referido por Antonio Gramsci, las que forjan al hombre de principios del siglo xxi, autor, podría decirse, de su trayectoria personal? Más allá de las innovaciones tecnológicas, ¿qué transformaciones antropológicas vivimos en el centro del doble fenómeno de globalización y de financiarización liberal de la economía? ¿Qué hombre emerge en y por el trabajo –o en sus márgenes, si es desempleado– en y por el consumo ya no solamente de bienes industriales sino de servicios?

La tesis que aquí se sostiene es la de la adaptación física, pero sobre todo moral e intelectual del ser humano con las exigencias del trabajo, con fines de eficacia productiva siempre creciente. Sin embargo, esta adaptación no se hace solamente en el lugar de trabajo o en las instancias de educación y de formación, también es efectiva por múltiples vías en el ámbito privado y público de consumo. Para entender esta transformación antropológica, es necesario pasar por un análisis tan fino como sea posible de las exigencias del trabajo y de los procesos de producción de los bienes industriales y de los servicios. Esto es así por­que de dichas exigencias depende la configuración de un hom­bre nue­vo; en este sentido, analizaremos las necesidades cambiantes del trabajo en materia de cualidades y de competencias de los asalaria­dos, sus adaptaciones apasionadas o recalcitrantes; es decir, las conversiones de los hombres y de las mujeres hacia el hombre nuevo del siglo que comienza.

En esta introducción, tenemos que remitirnos a los escritos de Antonio Gramsci sobre esta cuestión que planteó en las primeras ­décadas fordianas, completados por algunas reflexiones más recientes, justamente en el momento en que el fordismo entraba en crisis, es decir, durante la década de 1970. Eso justifica que nuestra referencia al hombre nuevo sea indiferente al desarrollo que ha acompañado a los regímenes totalitarios del socialismo real o fascista (Alemania, Italia), estos desaparecieron en tanto que las democracias liberales que emulan a la americana continúan participando en el orden capitalista del que ya hablaba Gramsci hace cerca de un siglo.

Gramsci y el hombre nuevo

En su prisión mussoliniana, Antonio Gramsci se mantiene informa­do de los cambios políticos y sociales y toma la distancia necesaria para un filósofo. En su artículo «Americanismo y Fordismo» (1934), muestra cómo la industria automotriz americana había requerido una mano de obra con las prácticas regulares, estabilizada y disciplinada para ensamblar en serie los automóviles en la fábrica de Rivière Rouge en Detroit. Para reducir una tasa de rotación de los obreros que alcanzara 300% anual, Henry Ford propuso duplicar sus salarios; el efecto es inmediato y la tasa de rotación cayó rápidamente a unos cuantos porcentajes. Pero como lo recuerda Benjamin Coriat, no todos pueden beneficiarse de Five Dollars a Day (FDD)[1]. Están excluidos:

 los obreros que no tienen por lo menos seis meses de antigüedad;

 los jóvenes menores de veintiún años;

 las mujeres: Ford espera que las jóvenes se casarán.

Además, se exigen condiciones «de buena moral»: «propiedad y reserva eran cualidades clave; prohibido el uso del tabaco y del alcohol»; incluso «el juego estaba proscrito como estaba prohibido frecuentar bares, en especial bares de hombres» (Coriat, 1979: 96).

Para asegurarse de la calidad y de la disciplina de sus obreros, Ford recluta expertos provenientes de la universidad (sociólogos, psicólogos, psicotécnicos) y crea un Departamento de Sociología[2] con un cuerpo de inspectores cuya misión esencial es «controlar, desplazándose a los hogares de los obreros y los lugares que frecuentan, cuál es su comportamiento general y, en particular, de qué forma gastan su salario» (ibid).

Si en los Estados Unidos de principios del siglo xx, «el trabajo en la cadena requería una disciplina de fábrica superior a la que caracterizaba a la masa de trabajadores no calificados en esa época» (Bleitrach y Chenu, 1979: 50) –en especial entre los inmigrantes provenientes de las regiones rurales europeas pobres– Ford también construye esta disciplina en el espacio en que se reproduce la fuerza de trabajo. El «salario alto» de cinco dólares diarios es:

el instrumento de Estado que sirve para seleccionar una mano de obra adaptada al sistema de producción y de trabajo, y mantenerla estable. Pero el salario alto es un instrumento de doble filo: es necesario que el trabajador gaste «racionalmente» su salario más alto, con la finalidad de mantener, de renovar y, si es posible, de acrecentar su eficiencia muscular y nerviosa, y no para destruirla o aminorarla. Resulta que la lucha contra el alcohol, el factor más peligroso de destrucción de las fuerzas de trabajo, se vuelve un asunto de Estado (Gramsci, 1975: 700).

Más allá del alcohol y de su prohibición por una política estatal, Gramsci cuestiona, además, la irregularidad de la sexualidad que sería el segundo enemigo de la energía nerviosa necesaria para la buena ejecución del trabajo en la fábrica:

La «caza de la mujer» exige demasiados tiempos libres. En el obrero de tipo nuevo, uno verá repetirse, de otra manera, lo que se produce en los campesinos en los pueblos. La relativa constancia de las uniones sexuales campesinas está estrechamente ligada al sistema de trabajo en el campo. El campesino que regresa a su casa en la tarde después de una larga y agotadora jornada de trabajo desea «el amor fácil y siempre a su alcance», del que habla Horacio; no está dispuesto a ir a rondar mujeres que encuentre al azar; ama a su mujer porque está seguro de ella, porque ella no se irá, no se hará del rogar y no pretenderá actuar la comedia de la seducción y de la violación para ser poseí­da. Parece que así la función sexual se mecaniza; pero en realidad se trata del surgimiento de una nueva forma de unión sexual despojada de los colores «deslumbrantes» y del oropel romántico propios del pequeño burgués y del «bohemio» desocupado. Parece que el nuevo industrialismo quiere la monogamia, quiere que el trabajador no desperdicie su energía nerviosa en la búsqueda desordenada y excitante de la satisfacción sexual ocasional: el obrero que llega al trabajo después de una noche de «libertinaje» no es un buen trabajador; la exaltación pasional no puede ir a la par con los movimientos cronometrados de las acciones de la producción ligadas a los automatismos más perfectos (Gramsci, 1979: 701)[3].

 

La construcción del hombre nuevo se hace en gran medida en su vida privada, bajo la vigilancia del empleador que desea estar seguro de su buena moralidad. La disciplina exigida en el trabajo forma un todo con la de la vida doméstica y, además, se prepara en el espacio familiar. Gramsci va todavía más lejos, con una visión premonitoria cuando escribe que:

este equilibrio [psicofísico del trabajador] no puede ser sino puramente externo y mecánico, pero podrá volverse interno, si es propuesto por el propio trabajador y no impuesto desde afuera, si es propuesto por una nueva forma de sociedad con medios apropiados y originales (idem: 699).

Planificando ya la sociedad de consumo, incluso el hombre unidimensional, plantea el asunto de la armonía o del equilibrio entre espacio de producción y espacio de consumo, no desde el punto de vista económico como lo hará la Escuela de la Regulación cuatro décadas más tarde (Aglietta, 1977), sino desde el punto de vista moral y disciplinario. Él establece una relación intrínseca entre las exigencias de la producción y del trabajo, y su preparación por parte de los obreros en la vida cotidiana. Lejos de nosotros está la idea de adoctrinamiento o de adiestramiento social de los obreros con objeto de que respondan a las necesidades de la industria. En especial, porque los individuos pueden escapar «del sistema» rechazando entrar en él o salir de él –es cierto en qué condiciones ¡si este paga un salario doble!–. Sin embargo, cierto funcionalismo podría transparentarse en el análisis gramsciano si se le hace decir que el capitalismo produce las reglas de vida obrera para desarrollarse mejor o para fortalecerse. Como si la mano invisible de la libre competencia o un gran Organizador planificara la producción ideológica y moral de la sociedad capitalista para hacerla perdurar mejor en una producción eficaz, lisa y sin contratiempos. Por el contrario, presenciamos más una especie de ajustes sucesivos, por pruebas y errores, incluso una suerte de autopoiesis o de autoorganización (Varela, 1998: 61), que es una serie de resoluciones de antinomias críticas sin que las contradicciones fundamentales sean tratadas; de ahí la sucesión de crisis más o menos agravadas de las que habla este libro como telón de fondo en cuanto al escenario del trabajo. Dicho de otra forma, si esta interpretación funcionalista no se produce, debemos en cualquier caso constatar cuánto se ha preparado el hombre nuevo, en Ford y luego en sus sucesores, para la producción por su modo de vida: prohibición del alcohol, vida sexual más o menos regulada por el matrimonio, regularidad de los horarios, tiempos de sueño controlado, etcétera.

El mérito de Gramsci es haber percibido, desde principios del siglo pasado, el estrecho vínculo entre un tipo de industria (la industria masiva) y la orientación del control de la moralidad y del psiquismo de los obreros. Otro pasaje del mismo texto destaca por ejemplo el cinismo brutal de Frederick Winslow Tylor que tiende a deshacerse de las cualidades profesionales de los obreros (activa participación de la inteligencia, de la imaginación y de la iniciativa del trabajador) en el momento en que las operaciones de producción se reducen a su solo aspecto físico y maquinal. Dicho de otra forma, pone en evidencia la estrecha relación entre las condiciones de la producción y la vida cotidiana, doméstica y en el barrio que, a través de un control estricto, preparan a los obreros para adoptar cierto comportamiento, el de la estabilidad. Aquí se podría hablar de un habitus fordiano para caracterizar el establecimiento, en ocasiones muy acelerado, de las disposiciones indispensables para mantenerse en el empleo. En condiciones semejantes, aunque más tardías, Danielle Bleitrach y Alain Chenu (1979: 45) muestran que la estabilidad permite capitalizar la experiencia o adquirir la destreza necesaria para los rendimientos esperados. Así es como el obrero fordiano es el «gorila amaestrado» en el que Taylor pensaba algunos años antes de que Ford creara las condiciones de su aparición. Por lo tanto, si «la hegemonía nace de la fábrica» como lo escribe Gramsci, el nacimiento de un trabajador estable, sobrio, monógamo y disciplinado se vuelve un «acto de civilización»; nosotros encontramos esta problemática antropológica de las preparaciones diferenciadas de los hombres, según los periodos históricos, en la producción y en el consumo, o también su transformación en el tiempo.

El hombre nuevo hoy

Actualmente, la gran mayoría de las investigaciones sobre el trabajo en sociología, en economía o en psicología destaca la creciente responsabilización de los asalariados y la ampliación de su autonomía. Estas conclusiones tienen valor para todos los sectores de actividad, pero sobre todo para casi todas las calificaciones y todas las funciones ocupadas, en los talleres, en las oficinas, en los almacenes o en otras partes. Todo sucede como si, más allá de las reglas estrictas y siempre existentes debidas a las exigencias de seguridad y de calidad, los asalariados tuvieran más bien objetivos por conservar que procedimientos por seguir. Seguramente es el principal cambio de lo que hemos denomi­nado aquí durante más de veinte años el «nuevo modelo productivo» o «el nuevo sistema productivo» (Durand, 1973; Boyer y ­Durand, 1973) a falta de un mejor apelativo del cual también se advierte que no puede perdurar, ¡ya que las transformaciones no son nuevas! Al mismo tiempo, la ausencia de un calificativo adecuado permanece. No se podría hablar de postfordismo, pues si la regulación macroeconómica de tipo fordiano entró en crisis, es preciso constatar que el principio del flujo productivo no solamente se ha fortalecido en la industria, sino se ha generalizado en toda la producción de los bienes y los servicios a través del concepto de flujo tenso que los capítulos siguientes interpretan socialmente. El término de postaylorismo tampoco conviene, ya que, si algunos ilusionistas declararon muerto el taylorismo, la mayoría de los comentaristas y de los analistas, así como por otra parte los gerentes, asimilaron que el principio de la división del trabajo entre organizadores del trabajo y operativos no podría desvanecerse en tanto que se asocia a la lógica del propio capitalismo. En el mejor de los casos, el «taylorismo flexible» puede incluir círculos retroactivos para hacer frente de manera más fácil a la versatilidad de la demanda. El concepto de toyotismo tampoco es admisible, en particular porque es demasiado significativo de un régimen de movilización muy específico geográficamente (Japón) e históricamente (la posguerra), aunque está muy ligado al automóvil. Así pues, nos encontramos frente a un vacío taxonómico en tanto que el objeto está bastante bien definido, por lo menos desde el punto de vista de la organización de la producción y del trabajo o del régimen de movilización de los asalariados, a lo que está estrechamente ligado. Es la razón por la cual seguiremos recurriendo a la noción de nuevo modelo (o sistema) productivo incluso del modelo neofordiano, a falta de algo mejor, estando perfectamente conscientes del carácter insatisfactorio de estas denominaciones.

Si nos remitimos a los debates sobre las responsabilidades de los asalariados o sobre la extensión de su autonomía, recordemos que estos tratan en la actualidad sobre la amplitud de esta autonomía o de las responsabilidades que se les otorgan. En efecto, la mayoría de los resultados que provienen de los trabajos de campo cuestionan el control y la gestión de esta autonomía: ¿cuáles son las vías por las cuales el management se asegura de los resultados cuantitativos y cualitativos del trabajo a partir de las herramientas de reporting o de evaluación? ¿Cuáles son, además, los efectos secundarios o inesperados de estos dispositivos de gestión? In fine, ¿esta responsabilización y esta autonomía son necesarias para la producción o bien salen de un nuevo régimen de movilización? ¿Acaso los dos a la vez? Deseamos dejar atrás estos debates o, mejor dicho, plantearlos de otra forma, a partir del planteamiento abierto por Gramsci en cuanto a la creación de un hombre nuevo necesario para la producción, en este caso fordiana por lo que él estudiaba. Partimos de las situaciones de trabajo, tanto en la empresa como en la administración[4], para hacer que surjan las exigencias de los sistemas productivos –entendidos como reunión de los medios físicos o intelectuales y las formas de management– ante los asalariados:

 estos últimos deben ser capaces de tener iniciativa, de tomar responsabilidades; es decir, enfrentar hechos imprevistos, con más frecuencia relacionados con medios inferiores a los que se necesita para dar una solución, si no, no se trataría de hechos. Todo entra en el término de capacidad –incluso se habla de capabilities– que a la vez significa aptitudes y calificaciones, pero también ganas y compromiso de enfrentar los hechos;

 y, al mismo tiempo, estos asalariados enfrentan los límites o los marcos que les son impuestos y que impiden que cumplan su trabajo como ellos quisieran, con el brío con el cual sus capacidades se han desarrollado. A este cuadro[*] a la vez se le exige la calidad del bien o del servicio producido, la naturaleza de los in­formes de producción capitalistas que determina las metas de la actividad, y la organización misma de la producción y del trabajo –con sus expertos y su jerarquía– que limita el espacio de las posibilidades de la intervención.

Para satisfacer estas exigencias contradictorias, la relación salarial y más concretamente la empresa o la administración fabrican a este hombre nuevo que combina el deseo de actuar o de hacer, animado por sus propias iniciativas y al mismo tiempo bloqueado por una organización y una jerarquía que lo limitan, pero a las cuales él dedica su apego. Así pues, la primera tesis que vamos a sostener es la de la creación, a través del trabajo y por el trabajo organizado de cierta manera en la actualidad, del hombre nuevo así forjado que vive las exigencias contradictorias en el desempeño de su trabajo. El hombre nuevo está disociado, dividido entre la expresión de sí mismo o la realización de sí, por una parte y, por otra, el enfoque de su actividad por una organización heterónoma que podría ser menos rígida de lo que es, o al menos así la percibe. Necesidad de la organización productiva contemporánea neofordiana, este hombre disociado es también fabricado por esta misma organización productiva; es lo que demostraremos en la primera parte de la obra.

La segunda tesis sigue la intuición de Gramsci, según la cual el hombre nuevo también está preparado en el espacio de consumo, el que Karl Marx denominaba la esfera de reproducción de la fuerza de traba­jo, lugar de la realización del valor. Para nosotros no se trata de ver ahí el adiestramiento de los sujetos por el consumo, por la publicidad o por los medios de comunicación, tema tratado en múltiples ensayos. Se trata de percibir cómo la disociación del hombre nuevo también se produce por la recurrencia de servicios –más que por el consumo de bienes industriales– que interpelan a los sujetos para que ellos se realicen (industrias culturales, juegos, internet…) sin mantener sus promesas. Parece que existe una estructura semejante en el trabajo y en algunos servicios: el llamado para la realización de sí mismo se detiene por numerosas razones que llevan, entre otras cosas, a cierto deterioro de la calidad de los servicios que, por supuesto, tendremos que explicar. Dicho de otro modo, el aprendizaje de la disociación del hombre nuevo productivo se prepara o se fortalece en la disyunción entre las promesas y la realidad del servicio consumido. Como en la empresa o en la administración, el actor se enfrenta a la impersonalidad de la respuesta que lo confirma en la necesidad de aceptar como una fatalidad la suerte que le tocó: la palabra incumplida del servicio o el marco restringido y cerrado de la actividad del trabajo.

La tercera tesis se centra en las reacciones y los comportamientos diferenciados de los ciudadanos, trabajadores y consumidores frente a estas situaciones. Porque hay que explicar que frente a esta disociación que exige la organización del trabajo, algunos salen de ella y otros no. Además, habrá que observar cómo aquellos que salen viven esa disociación y cómo la enfrentan. Sin retomar toda la literatura reciente sobre estas cuestiones que giran alrededor del malestar en el trabajo, de los «riesgos psicosociales» –¡qué herejía este nombre!–, incluso de los suicidios en los lugares de trabajo, estableceremos la estrecha relación mantenida entre la disociación del hombre nuevo y estas patologías que nacen en el trabajo. El deseo del bien hacer y su imposibilidad segu­ramente tienen que ver en las crisis personales que ocasionan.

 

Los primeros capítulos de esta obra caracterizan las condiciones del trabajo desde el advenimiento de la lean production, importada de Japón en el transcurso de los años 1990-2000; se trata de aprovechar las características revolucionarias que marcan la ruptura con la clásica «organización científica del trabajo» antes de explicar la producción del hombre nuevo por el lean management. Los capítulos siguientes analizan finamente la destrucción de las identidades profesionales sin que aparezcan las condiciones de un nuevo reconocimiento. Esto se traduce por una profunda desposesión del trabajo del hombre nuevo a través de las vías de racionalización hasta entonces desconocidas; los creadores y los trabajadores intelectuales hoy están afectados del mismo modo que los ejecutantes, obreros o empleados. En una sociedad en que las actividades de servicio poco a poco han suplantado las de los talleres, la misma racionalización afecta a la mayoría de los empleos despreciándolos, en el polo opuesto de las predicciones de los apologis­tas de la revolución informacional. Ahí donde esta racionalización se apoya porque subsiste una parte intuitiva para la creación en ciertas funciones, las exigencias de rentabilidad conducen a inventar nuevas formas de empleo parecidas a los destajistas de los siglos pasados. Para abrir pistas alternativas en la desviación de las posibilidades abiertas por las tecnologías y las inventivas humanas, esta obra concluye con dos escenarios: el gris de la regresión social y el rosa de un futuro encantado. Pero, ¿cuál vencerá?