Null Island

Text
From the series: Candaya Narrativa #63
Read preview
Mark as finished
How to read the book after purchase
Font:Smaller АаLarger Aa

La prosa circunstancial es como el nabo Daikon del sushi. Nadie se lo come, pero resalta el corte del pescado.

LA SECTA DEL FÉNIX

En el interior del centro médico observo que el mostrador de recepción está situado en la propia sala de espera. La estrechez de la sala me hace temer que el resto de pacientes puedan escuchar (a pesar de que uso un tono de voz casi imperceptible) mis palabras cuando digo que vengo a la consulta del urólogo. Siempre he sido muy pudoroso, no tanto en aquello que tiene que ver con mis ideas y mis pensamientos sino con mi cuerpo. En realidad siempre he experimentado el cuerpo como una especie de molestia y mal necesario para que encarnen en él las ideas y las palabras que consiguen expresarlas. Me siento en uno de los sillones libres de la sala y espero mi turno escondiendo mi cabeza en un ensayo de Nicolas Bourriaud. Bourriaud habla de la locura de Althusser, de signos y objetos excluidos del sistema, ligados a un imaginario del residuo. Lo llama exforma. Yo pienso en mi polla como en un ejemplo más de exforma, en todos los sentidos. Imagino (dramáticamente) que nunca recupere del todo su forma ni su funcionalidad. En ese caso mi polla no deja de ser un órgano prescindible, como el apéndice o la muela del juicio, un puro residuo. Inmerso en estas consideraciones apenas reparo en que el urólogo (un hombre circunspecto) está plantado en medio de la salita de espera pronunciando mi nombre. Me levanto y marcho tras él, siguiendo su indicación. Entro a la sala de consulta y cierro la puerta a mi espalda. Bien, qué le ocurre, me pregunta. Yo le pongo en antedecentes (dificultad para conseguir la erección, dureza en el tallo del pene –intento usar un lenguaje que aúne lo técnico y lo florido–, y una ligera curvatura del mismo) y, sin dejarme acabar, me dice que me tumbe. Embute su mano en un guante de látex. No me dice que me baje los pantalones, pero yo lo hago. Imagino que es lo que hay que hacer y que el hecho de que no lo diga supone una tácita muestra de pudor y de camaradería masculina. Coge mi miembro entre sus dedos y lo estruja como quien comprueba la madurez de una fruta. Yo miro al techo. Doy por supuesto que lo correcto es no mirarlo a los ojos ya que eso podría crear una relación de complicidad indeseada seguramente para ambos. Voy a decir algo, pero antes de poder hacerlo me ha dicho que me vista. Cuando regreso a mi asiento ya me ha extendido un volante solicitando una ecografía. En el diagnóstico leo enfermedad de Peyronie. No pregunto porque no tengo tiempo, porque ya se ha levantado para decirme que pida una próxima cita para la realización de la prueba. Pienso que la relación con mi carnicero es infinitamente más íntima y satisfactoria que con la de este urólogo.

Jacques Lacan inventa un concepto extraño: el sinthome. Este objeto mental se presenta como una pieza suelta, una pieza que se separa del resto de nuestro cerebro, funciona mal y no cumple otro rol más allá de poner trabas a las funciones del individuo. Mi polla es una exforma y un sinthome, al mismo tiempo. Los teóricos franceses son gente estupenda (siempre lo fueron) para relativizar las tribulaciones de índole sexual.

La curvatura de un pene es un asunto de vital importancia. Un pene puede ser enhiesto como una cucaña o curvo como una playa convexa.

Síndrome de Peyronie. Ese es el diagnóstico. Suena sofisticado, a enfermedad rara, de esas que amadrina nuestra reina vestida de Hugo Voss; a haber sido agraciado con la lotería de la desgracia. Resulta que mi polla puede sorprenderme, que la idea mental que me había hecho de ella (mi polla en cuanto concepto) resulta a partir de este momento perfectamente inútil. Mi polla se ha convertido en un objeto poético en el sentido de que ha roto la expectativa que tenía de ella. Ha pasado de ser el motor de mis actos a un objeto pasible, solicitante de cuidados y ternezas. Soy, a partir de ahora, un hombre herido en lo más profundo. Mi sistema de coordenadas flota por mi anatomía sin un asidero claro, desnortado. Debí haberlo sospechado, pues antes que los síntomas físicos había apreciado otro tipo de indicios que en su momento me parecieron baladíes pero que ahora, bajo la perspectiva de un diagnóstico médico, se me tornan acuciantes. Había adquirido la costumbre, al ver pasar por la calle a una mujer hermosa, de detener el paso. A una distancia prudencial, sin interferir su trayectoria, me quedaba mirándola, sin deseo en realidad, admirándola como se admira una obra de arte en un museo o como se contempla una aparición repentina en el cielo, un meteorito, una estrella fugaz que dejaba un rastro de aire incendiado, dominado por la conciencia un tanto romántica (mono no aware, dirían los japoneses) de que había una belleza intensa y dolorosa en lo efímero y, ya en adelante, irrenunciable.

Es un hecho. Las mujeres singularmente hermosas caminan más rápido. Electrones acelerados por esos fotones que son las miradas ajenas, se mueven con una prisa desmesurada, como si quisiesen escapar, desaparecer de esa escena de laboratorio arquetípica que representa el objeto sometido al escrutinio de la admiración o el deseo. La mirada busca detener ese resplandor fulgurante; esfuerzo inútil, porque la belleza, dramáticamente condenada a la atención de los que la rodean, solo encuentra su libertad en el movimiento.

De vuelta a casa pienso que la flaccidez de mi polla tiene que ver con la tesitura en la que me encuentro en relación a la escritura. En mi dimisión de los personajes. Se me aparece con toda claridad que un protagonista es una polla, del mismo modo en que la polla es el gran personaje que se esconde en todas y cada una de las peripecias de una trama y, por ende, de la gran trama que es la Historia. La púa gobierna el mundo, me decía muy cachazudamente un amigo; y el tiempo me ha hecho comprender que la púa es el motor de todas las historias. Pues del mismo modo en el que el deseo sexual resulta ser la gran motivación de muchos de nosotros a la hora de dar coherencia y continuidad a nuestros actos y costumbres, el sexo, o más bien la metáfora del mismo, es el motor de buena parte de las narraciones. Una metáfora en un sentido (tal vez más de uno) que se me antoja nítido, y es la aplazada expectativa del lector de lograr el clímax a través de la resolución de un misterio o del hallazgo del último eslabón de una cadena causal. Así cabría concebir la novela sexual (en el sentido metafórico recién enunciado) como generalidad, contrapunteada por sus dos posibles excepciones: 1.- La novela onanista, autosuficiente, aquella que no necesita un prójimo sino que se satisface a sí misma a través de una sucesión ininterrumpida de intensidades, y 2.- La novela fláccida, la novela que es una sucesión de tentativas, que quiere y no puede y que precisamente hace de su no poder su justificación y su nobleza; del mismo modo, por cierto, en el que hay sucesiones que convergen a un único punto, otras que lo hacen a varios (potencialmente infinitos) y otras que divergen o que simplemente se muestran erráticas; y sin embargo es ese errar y esa deriva la que puede definir un nuevo territorio antes no explorado al igual que los imprevisibles dígitos del número pi encierran el secreto de la circularidad.

Falo y fallo, descubro con sorpresa, tienen la misma etimología. Proceden de la raíz indoeuropea bhel, de cuyo significado derivan flor, inflar y falacia. La etimología, por tanto, viene a darme la razón. El falo está en la raíz misma de la ficción. O, dicho de otra manera, lo que se infla es falaz y, además, propenso a la falencia.

Resulta llamativo que mi sexo deje de funcionar en el justo momento en el que he decidido prescindir de los personajes (aunque desconozco cuál sea la causa y cuál el efecto, a este respecto mi miopía metafísica tiende a fusionarlos), en el instante en el que he decidido optar por la más absoluta de las democracias. He sustituido el sexo por el erotismo. Ya no deseo un plano fijo sino una sucesión de encuadres, de pequeñas intensidades como estrellas que constituyen una nebulosa, como una casa construida al borde de un acantilado por cuyas hendijas se cuela el chiflido del viento, como esas manchas de gotelé que disparan la imaginación y entablan una relación biunívoca con la fantasía. Una frase tras otra, una perspectiva tras otra, un objeto tras otro, aguantando la respiración bajo la superficie del lenguaje. La hipotaxis es, al fin y al cabo, la apnea del pensamiento.

Trato de averiguar si mi aversión (la palabra no es aversión, tal vez sea desamor o, mejor, desesperanza) por los personajes se traduce en la lectura. Tomo un volumen de Pérez Reverte que un familiar despistado me regaló por mi último cumpleaños y lo abro por la primera página. No tardo en constatar que la escritura, a pesar de su sencillez y evidente corrección, me parece ilegible. Creo estar leyendo un idioma extraterrestre cuyas circunstancias y motivaciones carecen de sentido. Luego cojo una Biblia. Me ocurre otro tanto. La Biblia está escrita en un lenguaje encriptado que –ya– me es imposible descifrar. Sé perfectamente que soy yo quien constituye una excepción (mi incapacidad para la épica y la religión). Siempre lo supe, pero mi reluctancia (esa era la palabra) ya no se basa en prejuicios intelectuales sino en el modo en el que mis ideas han acabado dando forma a mi lenguaje, aunque tal vez ocurra lo contrario y sea mi lenguaje el que haya acabado cerrándome las puertas de cierta realidad, asequible por otra parte al común de los mortales. En verdad no sé muy bien cuál haya de ser la causa y el efecto. En el fondo estoy convencido de que en toda circunstancia todo procede de un juego del azar, un azar que divide el tiempo en dos partes (antes y después de la jugada de dados) y es por mera convención que llamemos a cada una de esas partes causa y efecto, huevo o gallina. Decantarse por uno u otro solo depende de las cartas que uno tenga en la mano, de qué lado de la balanza hayamos hecho nuestra apuesta. En lo que a mí respecta, se acabaron las apuestas, más bien me adjudico el papel del azar. Hasta tal punto llegó mi grado de pereza (¿flaccidez?) ontológica.

 

Un día más jadeo bajo mi máscara de Hombre Lobo. Me siento iniciado en un misterio hasta ahora desconocido. Me viene a la cabeza aquel relato de Borges titulado La Secta del Fénix. Sus miembros solo se reconocen a través de un ritual secreto. Sin un libro sagrado que los congregue como la Escritura a Israel, sin una memoria común, sin esa otra memoria que es un idioma, desparramados por la faz de la tierra, diversos de color y de rasgos, una sola cosa ­–el Secreto–­ los une y los unirá hasta el fin de sus días. El autor no llega a decir en qué consiste dicho secreto pero estoy convencido de que tiene que ver con la escritura enmascarada, con una raza letrada de Hombres Lobo. Unas líneas más abajo dice el narrador que El Secreto es sagrado pero no deja de ser un poco ridículo; su ejercicio es furtivo y aun clandestino y los adeptos no hablan de él. Sin duda Borges está hablando del ejercicio de la escritura. La escritura es furtiva y, sobre todo, ridícula. La Secta del Fénix está formada por escritores, esa me parece la clave indudable del relato.

Busco en internet y encuentro sin dificultad escritores cubiertos con una máscara. Cortázar enmascarado junto a García Márquez, Joan Perucho... Me viene a la memoria el Mishima de Confesiones de una máscara. Ser escritor es, en definitiva, habituarse a una máscara. O mejor, no a una sino a muchas. Por qué conformarse con un solo narrador, cuando todos llevamos dentro docenas y docenas de narradores: un narrador solemne que disfruta siendo lapidario, uno jocoso capaz de reírse de cualquier cosa, uno cínico que no cree en nada, y menos que nada en su escritura; incluso un narrador cursi que pergeña páginas que resplandecen saturadas de brillo como esas imágenes que sirven para ilustrar las bodas y algunos perfiles de Facebook. Y teniendo en cuenta que todos esos narradores están desconectados entre sí, incomunicados el uno con el otro, del mismo modo en el que dos máscaras carecen de intersección, al igual que esos criminales que acaparan momentáneamente los noticiarios resultan incomprensibles para sus vecinos (era tan educado cuando lo tropezábamos en el ascensor o en la escalera, me ayudaba a acarrear las bolsas de la compra), para su familia (siempre fue un hijo ejemplar, no bebía ni tomaba drogas), ni siquiera para sí mismos (tenía que hacerlo aunque no sé muy bien por qué, si me condenan condenarán a la parte culpable pero también encerrarán a la inocente).


La palabra que los griegos usaban para designar la máscara es prosopon, de ahí el latino persona. Per-sonare: lo que resuena tras la máscara. Así que, por una de esas carambolas etimológicas, resulta que los escritores, los miembros de la Secta del Fénix, son aquellos que se enmascaran y que por tanto son las auténticas personas, o más personas que las personas, o metapersonas, es decir, personas elevadas al cuadrado o al cubo, la potencia indeterminada de una persona.

Ahora entiendo, de hecho, por qué los escritores abusan de esa pose en la que aparecen sujetándose el mentón, como si en realidad cubriesen su rostro con una máscara.

Decido darme unos minutos de tregua para poner orden en la casa. Recojo la ropa del tendedero, hago la cama, doblo un par de camisetas siguiendo el plegado origami de Marie Kondo, esa civilizadora de espacios interiores. En el salón echo un vistazo a la esquina donde una araña ha decidido construir su tela. Arthur Koestler afirmaba que una araña jamás apoyaba su tela en más de doce puntos. Ignoro si existen excepciones como en el caso del trébol, si hay arañas cuyos conocimientos geométricos van más allá del dodecágono. Tras unos instantes de duda, respeto la telaraña del cielo raso.

Marta dejó olvidado uno de sus bolsos sobre el sofá. Al cogerlo para colgarlo del perchero atisbo una carpeta con un logo que me resulta conocido. Sin poder resistir la curiosidad saco la carpeta. Es parte del material de un taller literario impartido en una importante escuela de escritores. Tardo en recuperarme de la impresión. Revolviendo entre los papeles descubro que Marta ha decidido matricularse en un taller de prácticas narrativas del yo. No termino de entender por qué Marta, que nunca manifestó ninguna veleidad literaria, se ha matriculado en un curso como este. Y mucho menos por qué ha decidido mantenerlo en secreto. Además, el curso tiene como finalidad (eso leo en el folleto explicativo) el aprendizaje de un compendio de técnicas cuyo objetivo es el dominio del relato autobiográfico. Me pregunto si la necesidad de Marta de adquirir estas técnicas está relacionada con el asunto de mi impotencia sobrevenida o simplemente ambas coincidieron en el tiempo. Y si se trata de lo primero… Me espanta que Marta pueda usarme como material para su relato. Nunca antes había sentido tan cerca la amenaza de convertirme en literatura en manos de otro, que sea un extraño (aunque este extraño sea la persona a la que amo y con la que comparto mi vida) quien maneje el encuadre y el tiempo de mi existencia. Sigo buscando entre los papeles pero no encuentro más que unas cuantas notas manuscritas y unas fotocopias con contenido teórico seguramente proporcionadas por el profesor del taller. El curso debe de estar en sus comienzos y todavía no hay ningún esbozo narrativo. Lo dejo todo en su sitio y regreso a mi puesto de trabajo.

Dejo a un lado el archivo de texto y me dedico a explorar algunos sites pornográficos. Tras un somero repaso de las novedades solo experimento indiferencia. Mujeres hermosas y atléticas cubiertas de maquillaje y lencería satisfaciendo un guión rutinario que consiste en mamada/penetración vaginal/penetración anal/recepción de semen en el rostro. Una estructura cuaternaria, la tetraktis del porno que acaba aburriendo como cualquier esquema cerrado e ideal. Busco algo de imaginación en los vídeos amateurs. Y la encuentro. No hay sexo técnicamente impecable sino ganas de sorprender, torpeza, error, el naturalismo al que siempre va ligada la improvisación y la imperfección. Gente corriente follando en probadores de ropa, en parkings y supermercados o en una habitación de estudiante; cosplayers de Leia practicando garganta profunda, Pikachus teniendo sexo anal... Es un sexo pobre pero plagado de matices. La sección amateur es el equivalente pornográfico del object trouvé en el campo del arte. En realidad ya solo me excita la honestidad, la mirada de verdadero deseo, ese imponderable que escapa a toda representación, a la mecánica brutal de los gestos.

Hay vídeos que se han reproducido ciento cincuenta millones de veces. La cifra me parece vertiginosa. No sé qué se sentirá cuando ciento cincuenta millones de personas te han visto follar. Ningún libro ha vendido tantos ejemplares, salvo la Biblia y las obras de Paulo Coelho. Ciento cincuenta millones de personas que te han deseado, que se han inclinado sobre tu imagen ejecutando esa oración desacralizada que consiste en masturbarse y eyacular mirando tu cuerpo. Una Kaaba virtual hacia la que apuntan los sexos de medio mundo.

Tanto semen derramado en tu nombre, Lindseylove, diosa de los orgasmos.

Siempre son chicas. Los consumidores de porno somos fundamentalmente hombres. Apenas puedo ver el rostro de los chicos que la penetran, solo su sexo entrando y saliendo de su boca, de su coño o de su culo. No sé cómo son, cuál es su expresión mientras graban con su móvil o sus cámaras caseras a sus compañeras. Suelen ser quienes manejan el encuadre, los narradores de la escena. Solo vemos su miembro erecto. El resto de su anatomía resulta obsceno. Qué puede hacer una mujer con todo esto, pienso. Tal vez miren a la chica y se proyecten en ella. Entonces su placer provendrá, a diferencia de lo que ocurre en los hombres, no tanto de la visión de la desnudez del otro sexo sino de su identificación con la mujer que goza. Tendrá que ver con el hecho de que muchas mujeres cierren los ojos cuando hacen el amor, como si el placer fuese algo que buscar en sus entrañas, mientras que los hombres deseamos mirar y que nos miren, arrastrados por un placer que necesita adherirse a una imagen siempre externa.

Mi sexo, renuente a la f(r)icción estandarizada de la producción comercial, responde ante esta variante pornográfica de la autoficción literaria con una erección considerable ante la cual soy el primer sorprendido. Sin embargo, apenas centro mi atención en ella, como si fuese capaz de transmitirle mi incredulidad, se viene abajo. No desmerezco del todo el logro. Experimento la reacción del convaleciente que consigue dar de nuevo sus primeros pasos, la misma esperanza, la ilusión de que no todo está perdido.

Un niño ve una película y quiere imitar a sus personajes protagonistas. Saltará, hará esgrima, se disfrazará, replicará gestos, palabras y expresiones. Una disposición natural que vamos perdiendo con el paso de los años. La única excepción, en el caso de los adultos, tal vez sea el porno.

Ya no existen en realidad grandes estrellas del porno, como tampoco las hay de la literatura. Salvo consabidas excepciones. Solo hay una competición descontrolada por exhibirse. Un amateurismo generalizado. Nada hay que aprender de nadie. Somos tan buenos como cualquiera: follando y escribiendo. Acabaremos masturbándonos y leyéndonos a nosotros mismos. Las dos cosas, al fin y al cabo, vienen a ser lo mismo.

En realidad siempre sorteé sin excesivo dolor los reveses de la vida. Hay quien se arroja en manos de las drogas o de psicoanalistas. Yo tenía la literatura. Ser escritor me habilitaba una segunda existencia donde podía vengarme de la primera, de la vida supuestamente real, o acomodarla a mi gusto o, como poco, matizarla. Así una desgracia era en realidad una excusa para hablar de ella, una oportunidad para la literatura. Yo era un extraño animal dotado de dos vidas paralelas aunque con indiscutibles puntos de unión. Cuando las circunstancias me lo permitían, me decantaba por una de ellas en una búsqueda permanente de optimización del placer o de disminución del dolor. Era parecido a cambiar de videojuego cuando las cosas se ponían mal en uno de ellos, como hacer zapping en el momento de los anuncios, como jugar con un as escondido en la manga o, mejor, creerse una especie de faraón que se fabricaba una pirámide en el más acá para permanecer a resguardo de los males de ese más allá que era la vida.

Recibo una llamada de Marta. Me pregunta por la cita con el urólogo. Le digo que bien, ahorrándole los detalles. Le informo de que el diagnóstico probable es síndrome de Peyronie, un nombre que merecía mejor causa que una fibrosis de la túnica albugínea de los cuerpos cavernosos. Se ríe. Las risas a través del teléfono tienen un encanto especial. Desprovista de la imagen del rostro, la risa se convierte en una corriente poderosa que se transmite sin interferencias. Realmente siento el aliento de Marta y eso me reconforta. Mi pene se está volviendo barroco, aprovecho para seguir bromeando, mi polla ha decidido ella solita recorrer toda la historia del arte. Solo espero que no cumpla la funesta profecía hegeliana y todo acabe en su defunción. Marta ya no sonríe. Guarda silencio. Todo el mundo dice que el arte ha muerto, añado, con el patetismo urgente de quien se ve obligado a explicar un chiste con el que nadie se ríe. Durante un instante llego a pensar que la comunicación se ha interrumpido o, peor todavía, que Marta haya podido colgar, molesta por lo inoportuno de mi ingenio. El arte no ha muerto, mi vida, escucho aliviado sus palabras; y tu polla tampoco, añade antes de despedirse con un beso.

Paso el resto de la tarde buscando información sobre el síndrome de Peyronie. La información acerca de cualquier enfermedad puede ser desoladora, y en este caso particular lo es en grado sumo. En los casos más graves, el síndrome puede abocar a la impotencia definitiva. Salto de una página a otra y visualizo mi navegación cuajando en un historial útil para alguna compañía farmacéutica. Tal vez en breve empiece a recibir información de fármacos contra la impotencia o sobre cirugías peneanas o sobre rituales ancestrales o incluso sobre implantes de microchips capaces no solo de devolverle a mi miembro sus prestaciones habituales sino otras nuevas, inimaginables.

 

El dios precolombino Tezcatlipoca, deidad de la noche y de la oscuridad, portaba colgada del cuello una piedra de obsidiana a la que sus fieles llamaban ‘espejo humeante’. En ella (creían los pueblos mexicas) se reflejaban las acciones y los pensamientos de los hombres. Ese espejo negro me recuerda a “El Aleph” de Borges, pero también a la nube donde se deposita nuestra información, donde van a parar nuestras fotografías, nuestros mensajes de correo y nuestros archivos literarios. Todas estas palabras.

Tezcatlipoca: espejo negro: black mirror. La pantalla apagada de un dispositivo conectado a la red. Una vez encendido se llenará de signos, de señales que fulguran y desaparecen. Que son humo.

Llegados a un tiempo en el que hemos agotado la insignificancia de la naturaleza, pues qué cosa es la naturaleza sino un significante desprovisto de significado o, más bien, una multiplicidad de significantes dotados de un mismo significado (la lucha por la supervivencia), ha llegado el momento histórico en el que nos vemos abocados a una nueva naturaleza, es decir a una nueva insignificancia. Se trata esta vez del Big Data, una multiplicidad de significantes para un un único significado que es la lucha por la supervivencia empresarial. Vivimos todavía en la época de los pioneros, y muy bien podemos imaginar idéntica emoción y asombro en Lope de Aguirre ante el descubrimiento del Orinoco que en el analista que rastrea el historial de navegación de las páginas de incógnito. Del mismo modo en que clasificamos la insignificancia de la naturaleza en géneros y especies, acabaremos ideando categorías y conceptuando la selva de datos, roturándola, es decir, domesticándola. E igual que nos apropiamos del único significado de la naturaleza, es decir, del ímpetu por la supervivencia, nos acabaremos apropiando del único significado del capital que es la ganancia óptima, y así cultivaremos nuestro huerto de datos, nos rodearemos de mascotas de datos que harán más leve nuestra soledad y guardarán nuestra puerta y tomarán decisiones por nosotros. Imagino de hecho una aplicación que haga acopio de todos nuestros datos, de nuestras búsquedas, de nuestros correos; una aplicación que, en función del análisis de esos datos, elija nuestro partido político, nuestra mujer ideal o qué debemos comer hoy. Qué liberación dejarse llevar por el determinismo de nuestros datos. Una aplicación por otra parte paradójica, ya que en el momento en el que ninguna decisión debe ser tomada la aplicación quedaría huérfana de nuevos datos, y qué tragedia sería esa. En realidad esa aplicación siempre ha existido, si se quiere en una versión atenuada. Se llama tradición. Se llama hábito. Se llama costumbre.

La he llamado miembro. Sin querer o, mejor dicho, sin ser consciente de ello. Esta es una de esas raras ocasiones en las que tomo conciencia de que es el lenguaje el que nos habla, el lenguaje de nuestros padres, el de las revistas y los libros que hemos leído, el de los anuncios y las películas que hemos visto, el de las conversaciones que hemos tenido. El lenguaje responde al mismo esquema de estímulo-respuesta de un acto reflejo. Lo llevamos dentro, pero no nos pertenece. Llamar miembro a la polla se me antoja como poco problemático. Al fin y al cabo es una parte del organismo que guarda cierta autonomía, cuyas reacciones son a menudo imprevisibles. Yo soy tan miembro de mi polla como ella de mí. En cualquier caso nuestra relación es más federal que centralista. La impotencia no es solo terrible por el hecho de no poder satisfacer a la persona amada sino también porque sin esa alteridad que nos acompaña a los hombres desde nuestro nacimiento nos quedamos más solos, hijos únicos de nuestra anatomía.

Del duunvirato a la monarquía.

Sé que me hago trampas, pues qué otra cosa es tratar de distanciarme de mis problemas de impotencia recurriendo al pensamiento. ¿No será, acaso, un nuevo síntoma de mi impotencia (esta vez mental) el no ser capaz de confrontarme con los hechos a través de los actos sino solamente recurriendo al pensamiento? La filosofía siempre ha resultado una consolación cuando los acontecimientos de la vida se torcían. Pienso, por ejemplo, que puesto que ninguna cosa lleva en sí misma su fundamento, lo que ocurre es que mi polla ha revelado un atributo inesperado que ha hecho que en parte deje de ser mi polla para convertirse en otras cosas que sin duda formaban parte de su coseidad pero que habían permanecido latentes hasta entonces. Mi sexo se ha convertido en materia para la experimentación y la inquisición médica, ha ampliado su mundo, un mundo que hasta entonces se había reducido a la intimidad de mis parejas sexuales. Su inesperada flaccidez la ha transmutado en objeto de estudio. Ya no son las manos amantes las que tienen la exclusiva potestad para manipularla sino que a partir de este momento se encuentra a disposición de un cuerpo médico que manifiesta a través de ella su celo profesional y las casi infinitas posibilidades de la ciencia.

Aunque puestos a dar explicaciones, también pudiera ser que mi impotencia tenga su causa en mi falta de éxito literario, si por éxito se entendía agotar varias ediciones y que los suplementos de cultura nacionales me dedicasen algo más que una columna encargada al crítico de turno. Dejando a un lado la bendición de la crítica especializada, yo deseaba en el fondo de mi alma ganarme una masa considerable de lectores, y mi repetido fracaso en este sentido (aquí va la hipótesis) no es sino una metáfora de mi falta de apetito sexual en franca correspondencia con la frigidez de mi masa receptora. Yo no me sentía deseado (como escritor), no al menos hasta las cotas con las que siempre había fantaseado, y por tanto (simbólicamente, al menos) respondía a ese rechazo con una apatía rayana en la depresión. Tal vez no desease a ninguna mujer de carne y hueso tanto como aquella imagen ideal que yo me había forjado de la lectora de mis novelas (porque si había que darle una forma a aquellos que se mostraban receptivos a mis palabras yo la imaginaba como una mujer inteligente y probablemente hermosa, una mujer de piel clorada, capaz de mimetizarse con la blancura de la página en blanco), y al fin y al cabo no era otra cosa más que la desilusión por mis lectores (la escasez de ellos) lo que había causado mi falta de deseo y, por ende, mi impotencia.

Como teoría, tengo que reconocerlo, no tiene precio.

Espero la llegada de Marta ojeando algunos de los libros que acumulo, pendientes aún de lectura. Cojo uno de ellos y lo abro por la primera página. Me quedo observando el papel y la tinta. Pasan los segundos hasta que reparo en que la tinta compone signos que forman parte de un lenguaje en el que he sido instruido. Me fijo en la frase inaugural que dice A partir de aquel día empezaron a ocurrir cosas insospechadas y mi cerebro empieza a lucubrar un sentido a dicha frase. Pero no puedo dejar de pensar en el árbol cuya madera estuvo en el origen de la pasta de celulosa de este papel. Y en los pájaros que anidaron en ese árbol. Y pienso que lo insospechado es que ese árbol creciera durante más de un siglo para convertirse en esta página sobre la que se imprimió esta frase. Y por tanto que el sentido es una corriente que transita de un lugar a otro, una nada que se mueve y se ancla transitoriamente a la materia, a los átomos de carbono de la madera, a los átomos de plomo de la tinta, y de ahí salta a las neuronas de mi cerebro; y de ahí, tal vez, con suerte, a las de cientos o miles de lectores; para regresar de nuevo a cualquier parte, a un lugar insospechado, a la cola de un lagarto o al vacío de una pompa de jabón.

You have finished the free preview. Would you like to read more?