2000 años liderando equipos

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Juzgar decisiones ajenas es sumamente complejo

Las Cruzadas (1095)

La acronotopología es indisposición frecuente en los nescientes y más en general en quienes simplifican la realidad. Consiste en interpretar momentos, circunstancias y procederes sin calar en las coordenadas de tiempo y lugar en los que los sucesos ocurren. La historia está llena de ejemplos. ¿Cómo explicar, verbigracia, los anuncios que en los albores del siglo XX aconsejaban fumar para la mejora de la salud, comenzando por el incremento de la circulación sanguínea? O, ¿cómo explicar que, durante siglos, hasta tiempos recientes, se recomendaran las sangrías como remedio eficaz para muchas enfermedades? Y más incoherente aún, ¿cómo es posible que tantos asuman acríticamente que millones de niños no nacidos sean sacrificados en la actualidad mediante el aborto cuando existen evidencias científicas de su individualidad como personas desde la concepción? Toda organización debe ser consciente del tiempo y el lugar en el que se halla. Rara vez otras coordenadas son exportables. Deben servir para aprender de aciertos y errores, no convertirse en referencia a mimetizar de forma irreflexiva.

La concepción de religión y política intrínsecamente unidas ha estado presente en múltiples circunstancias. Sin ir más lejos cuando algunos autores de la Roma imperial consideraron que era necesario acabar con los brotes cristianos porque, según ello, esa religión no casaba bien con un ordenamiento en el que los dioses se alineaban con las decisiones del emperador. Ese mismo error se introdujo en la mente de legisladores de inspiración cristiana. Personajes tan ilustres e ilustrados como Pío IX consideraban que apearse de manifestaciones de poder y soberanía terrenal significaba hacerlo en el mensaje. Pasado el tiempo, muchos consideran que fueron providenciales aquellos sucesos para que la Iglesia centrase sus esfuerzos en lo propio, llevar los hombres al Cielo y el Cielo a los hombres. Prescindir de territorios y más en el fondo del cesaropapismo se ha mostrado positivo. Sin embargo, cuando se escriben estas líneas sigue habiendo quienes añoran circunstancias en las que el poder espiritual y el temporal se entremezclaban e incluso se juzgaban indisolubles.

Concebir las Cruzadas con la mentalidad actual no es viable, como tampoco lo es comprender la evangelización de América u otros continentes. En el presente, con más frecuencia que en los siglos a los que vamos a hacer referencia, muchas personas, en buena medida influidas por el Evangelio, buscan soluciones a los desacuerdos de forma dialogada con valores que han sido asumidos recientemente por Occidente y que, en momentos de crisis, por insensible que pueda sonar, no son siempre eficaces. Pensemos en la urgencia de acabar con la Alemania nazi que sentían quienes desembarcaban en las playas de Normandía el 6 de junio de 1944. Hubo tiempos en los que la alternativa más común no era la fuerza de la razón, sino la razón de la fuerza. Hoy en día subsiste esa misma lógica en bastantes, como muestra el inhumano comportamiento del Estado islámico o de los partidos comunistas o populistas en pleno siglo XXI.

Ante la agresiva expansión del islam, que buscaba aniquilar a las otras religiones, las demás culturas y religiones se defendieron. La llegada de partidas fanatizadas a España en el 711, que aprovecharon las pugnas internas para adueñarse de la práctica totalidad de la península, marcó el comienzo de una conflagración que duraría hasta el año 1492 en que los Reyes Católicos reconquistarían Granada, último baluarte español en manos de los musulmanes.

Pero España, con el ejemplo paradigmático de las Navas de Tolosa, nominada Cruzada por Inocencio III, no fue el único frente de aquella jarana entre civilizaciones. Las dos religiones luchaban, no solo por sus creencias, sino por proponer o imponer modos incompatibles de ver el mundo.

Desde 1071, cuando los turcos de apoderaron de Asia Menor, los viajes religiosos a Tierra Santa se tornaron casi inviables. Esas peregrinaciones eran de máxima importancia para los católicos de la época. En 1086, las hordas de Orthok se apropiaron de Jerusalén y devastaron los templos cristianos. Se hizo del todo imposible visitar los santos lugares. Urbano II (1042-1099), de raíces cluniacenses –llegó a ser prior de la orden–, convocó a los occidentales para la guerra. La experiencia de España servía de ejemplo. La demanda de ayuda había sido presentada por representantes de Alexio, emperador bizantino –protagonista de la maravillosa crónica Alexiada, escrita hacia 1148 por su hija, Anna Comneno–, en el sínodo de Piacenza de 1095. Fue el impulso definitivo que precisaba Urbano II. En el sínodo de Clermont de noviembre de ese mismo año se dirigió a los doscientos prelados, a los nobles y a los numerosos fieles presentes:

«Bien amados hermanos (…), yo, Urbano, que llevo con el permiso de Dios la tiara pontifical, pontífice de toda la Tierra, he venido aquí hacia vosotros, servidores de Dios, en calidad de mensajero para desvelaros la orden divina (…). Es urgente llevar con premura a vuestros hermanos de Oriente la ayuda tantas veces prometida y la necesidad apremiante. Los turcos y los árabes los han atacado y se han adelantado en el territorio de la Romania hasta esta parte del Mediterráneo que llamamos Brazo de San Jorge (El Bósforo) y, penetrando siempre más hacia delante en el país de esos cristianos, les han vencido siete veces en batalla, han matado y hecho cautivos a gran número, han destruido las iglesias y devastado el reino. Si los dejáis ahora sin resistir, extenderán su oleada más ampliamente sobre fieles servidores de Dios.

»Por ello os ruego y exhorto –y no yo, sino que el Señor os ruega y exhorta como heraldos de Cristo–, a los pobres como a los ricos, que os deis prisa en arrojar a esta vil ralea de las regiones habitadas por nuestros hermanos y llevar una ayuda oportuna a los adoradores de Cristo. Hablo a quienes están presentes y lo proclamaré a los ausentes, pero es Cristo quien ordena.

»Que quienes estaban habituados antes a combatir perversamente en guerra privada contra los fieles se batan contra los infieles y conduzcan a un fin victorioso a la guerra que habría debido comenzar desde hace ya mucho tiempo; que quienes han sido bandoleros hasta ahora se conviertan en soldados; que quienes fueron en otro tiempo mercenarios por sueldos sórdidos, ganen ahora las recompensas eternas; que quienes se agotaron en detrimento a la vez de su cuerpo y de su alma, se esfuercen ahora por una doble recompensa. ¿Qué agregaré? A un lado estarán los miserables, en el otro los verdaderos ricos; aquí los enemigos de Dios, allá sus amigos. Alístense sin tardanza, que los guerreros arreglen sus asuntos y reúnan lo necesario para cubrir necesidades; y que, cuando termine el invierno y venga la primavera, se pongan en movimiento alegremente para emprender la ruta guiados por el Señor».

A Urbano II no le faltarían contradicciones, incluida la presencia del anti papa Clemente III (1080-1100). Para enfrentarse a él, que ocupaba la mayor parte de Roma, se estableció algún tiempo en Santa María a Cappella, en el actual Trastévere, desde donde accedía al mar a través del Tíber. En el siglo XXI se encontrarían en ese lugar algunas reliquias de san Pedro y otros papas, trasladadas allí por Urbano II.

El eco a su convocatoria de lucha contra el infiel fue inmediato y entusiasta. Entre otros, el obispo Ademaro de Puy, Godofredo de Bouillon, sus dos hermanos Balduino y Eustaquio, Roberto de Flandes, Roberto de Normandía, Raimundo de Tolosa o Tancredo se convirtieron en ardientes propagandistas de la nueva iniciativa.

Al llegar a Constantinopla los primeros guerreros occidentales encontraron la desatención, cuando no la traición bizantina, justificada por Anna Comneno en el exceso de tropas como un intento de arrebatarle el poder. Partieron pronto hacia Antioquía, ciudad en la que derrotaron al Ejército turco. Mientras Balduino fundaba el principado de Edessa, el resto de efectivos alcanzaron Jerusalén en Pentecostés de 1099. El 15 de julio, agotada la resistencia de los pobladores, entraron en la ciudad. Godofredo de Bouillon fue nombrado rey; tras su prematura desaparición fue sucedido por Balduino. Para las Navidades de ese año se convocó un concilio con el objetivo de organizar el nuevo reino. Además de Jerusalén fueron creados los estados cristianos de Edessa, Antioquía y Trípoli.

Edessa caería ante las cuadrillas del mosul Noradino en 1144. San Bernardo fue estimulado por Eugenio III para abanderar una nueva Cruzada dirigida por Luis VII de Francia y Conrado III de Alemania. Comenzó en 1147, pero la falta de apoyo de los bizantinos y la felonía de los griegos la condenaron a irse al garete. Si bien llegaron a Jerusalén en 1148, poco más pudieron hacer, ni siquiera recuperar Damasco. Los supervivientes regresaron a Europa en 1159.

En medio de esta marabunta surgieron los templarios. En esa organización casi cada uno de los veintitrés maestres acumula enseñanzas, y solo unos pocos descréditos. En el caso de Roberto de Craon (1136-1149), cabe señalar que su habilidad para imbuir flexibilidad quedó ensombrecida por su empeño en una glorificación comunal que condujo a una dañina hinchazón corporativa. Dejando atrás Angulema y Aquitania, había viajado a Tierra Santa. Contra todo pronóstico, se incorporó al Temple en 1126. Elegido senescal y más tarde gran maestre, estrechó lazos con las dinastías reales de Oriente y promovió la condescendencia entre las tres religiones monoteístas. Se ocupó en la regulación de la orden, sin olvidar que por importantes que sean las actividades propias es imprescindible un soporte jurídico estable. Si, además, hubiera evitado sentirse en la cresta de la ola, hubiese sido prototipo de directivo.

 

En la Segunda Cruzada actuó de forma inapropiada otro gran maestre, Odón de San Amando, que había cargado sin haber coordinado con el resto de la tropa contra el Ejército de Saladino, invasor de Galilea en el 1179. Tuvo la hombría de negarse a que se abonase por él el rescate que Saladino solicitaba. Lo explicó así: «Un templario no puede ofrecer como rescate más que su cinturón y su cuchillo de armas».

Murió el 9 de octubre de 1180 y fue reemplazado por Arnoldo de la Torroge, antiguo maestre del Temple en España.

La Tercera Cruzada comenzó en buena medida por el errado comportamiento del gran maestre Gerardo de Ridefort. Este aventurero había solicitado al conde de Trípoli casarse con la heredera de Boutron tras el fallecimiento de su padre, Guillermo de Orel. Fue entregada, por el contrario, al acaudalado Plivain, que pagó literalmente el peso de la muchacha en oro. Despechado, Gerardo solicitó la admisión en el Temple y dos décadas después era el gran maestre. En ese momento Raimundo de Trípoli fungía de regente en Tierra Santa. El anterior berrinche culminó en la inapropiada actuación de Ridefort en la batalla de los Cuernos de Hattin, que acabó en hecatombe con él huyendo. El motivo último fue la tregua firmada por Raimundo de Trípoli y Saladino que Ridefort quebró atacando una caravana de civiles musulmanes. Ese conflicto concluyó, a pesar de los consejos de Roger des Moulins de guarecerse en una fortaleza, en la catástrofe del 4 de julio en Hattin, en la que doscientos treinta templarios pagaron con su vida la temeridad de su indigno dirigente. Solo Ridefort y otros dos caballeros se salvaron en Hattin. Este, muy envanecido, había asegurado que atacaría. Cuando le habían recomendado que no lo hiciera, acusó al mariscal del Temple Jaime de Mailly de pelagatos: «Vos amáis demasiado vuestra rubia cabeza para querer perderla».

Impugnó el vejado: «Moriré en la batalla como un valiente. Sois vos quien huirá como un traidor». Así acaeció.


Batalla de los Cuernos de Hattin, Gustave Doré. Fuente: Wikimedia Commons.

Ridefort falleció el 1 de octubre de 1189 ante San Juan de Acre, luchando contra los de Saladino tras haber jurado que nunca lo haría, motivo por el cual el jefe musulmán había respetado previamente su cabeza.

La Tercera Cruzada se encuadra entre 1189 y 1192. Saladino había invadido Jerusalén el 3 de octubre de 1187. En 1189, los ejércitos de Federico I Barbarroja (Alemania), Felipe II Augusto (Francia) y Ricardo Corazón de León (Inglaterra) se pusieron en marcha. Federico falleció al atravesar el río Calicadno en Cilicia. Su hijo, Federico de Suabia, feneció por la peste en Ptolemaida. El mal más grave se alojaba dentro de las filas cruzadas: franceses e ingleses no dejaban de guerrear entre ellos. El galo retornó enseguida y Ricardo siguió sus pasos en 1192 cuando pactó con Saladino que los peregrinos europeos pudieran alcanzar Jerusalén.

Inocencio III suscitó la Cuarta Cruzada (1202-1204). Intervinieron en esta ocasión tropas francesas bajo las órdenes de Bonifacio de Montferrat y Balduino de Flandes. De nuevo surgieron estropicios intestinos. Enrico Dandolo (1107-1205), dux de Venecia, en vez de alinearse intrigó para medrar. Tras obligar por motivos económicos a la toma de Zara (costa Dálmata), se encaminó a Constantinopla y allí erigió un imperio latino que se prolongaría durante medio siglo. Todo, contra los designios del romano pontífice. Concluyó la Cruzada con más pena que gloria.

La Quinta (1217-1221) fue impulsada por Inocencio III con ocasión del IV Concilio de Letrán. Seguía a una a la que no se ha concedido numeración, la de los Niños, que acabó en fiasco. Los dirigentes de referencia fueron Andrés II de Hungría y Leopoldo VII de Austria. El húngaro pronto se retiró. Leopoldo sitió Daimeta, pero tras fracasar en la toma regresó a Europa.

En 1228, se alzó la Sexta. El objetivo, de nuevo Jerusalén. La meta se logró, a la vez que también se liberaron Nazaret, Jaffa y Belén. Fue promovida a espaldas del papa. La motivación última era que Federico II había maridado con Yolanda de Jerusalén en 1225. Aspiraba por eso al trono de la Ciudad Santa. Dos guerras civiles sincrónicas, una entre cristianos partidarios del papado y del imperio y otra entre los musulmanes del sultán al-Kamil contra los de al-Naser, permitieron que Federico II se hiciera con el trono. Para remediar problemas europeos, Federico II regresó y en 1244 la ciudad de Jerusalén cayó de nuevo en manos musulmanas.

El último que izó bandera de Cruzadas fue el rey de Francia, que llegó a ser canonizado, Luis IX (1214-1270). La primera iniciativa entre 1248 y 1249 y la segunda en 1270, año en el que pereció. Conquistada Daimeta en 1248, fue apresado de camino a El Cairo. Tuvo que devolver la ciudad y desembolsar una exorbitante reparación. Permaneció años en Tierra Santa favoreciendo a los estados cristianos de Akon, Jaffa, Sidón y Cesarea. En 1254 regresó a Europa. En julio de 1270, en compañía de tres vástagos y de los reyes de Navarra y Sicilia, atacó Túnez. La peste zanjó la vida de uno de sus hijos, la del legado pontificio y la del monarca.

Las Cruzadas manifestaron la alta capacidad de motivación de los ideales espirituales. Muchos dieron lo mejor de sí mismos en aquellas guerras, incluida la propia vida. No faltaron atroces turbiedades. Desde un punto de vista geopolítico supusieron el baluarte por el que se difirió la embestida de los musulmanes a Europa. Facilitaron también la interconexión cultural entre Bizancio y Occidente que, desde la caída del Imperio romano en el 476, habían vivido de espaldas.

Al margen de las Cruzadas en suelo de lo que hoy conocemos como Oriente Próximo, cabe mencionar la librada en suelo francés, en el Languedoc, para neutralizar la herejía cátara, originaria de Bulgaria con la religión practicada por los bomilos. Se basaba en dos principios: el del bien, generador del espíritu; y el del mal, creador de la materia. Cristo no habría sido hijo de Dios, sino mero recadero. Por tanto, ni habría muerto en la cruz el hijo de Dios, ni habría instituido los sacramentos. Se abstenían de comer carne, productos lácteos y juzgaban que sacrificar animales era pecado porque podía tratarse de cuerpos para la reencarnación. Consideraban preferible el amor libre al matrimonio; con este se institucionalizaban relaciones íntimas, percibidas como infamantes.

Entre los denominados cátaros descollaban los perfectos, receptores del espíritu; y los creyentes, que lo albergarían en su momento. Los primeros debían ser austeros, vegetarianos y no practicar sexo. La ceremonia de referencia era el Consolamentum, mediante la cual se recibía la imposición de las manos de un perfecto y alcanzaban excelencia. La primera condena formal de excomunión partió del Concilio de Tolosa, en 1119. En 1145, Eugenio III envió al mismísimo Bernardo de Claraval, pero sin éxito. Luis VII buscó la ayuda del papa Alejandro III para controlar la herejía. Fue el artífice de las severas medidas adoptadas por Concilio de Lyon, en 1163, aunque antes se intentó una vía pacífica a través del predicador Enrico d’Albano, que resultó infructífera. El Concilio Lateranense III decretó la confiscación de bienes de los apóstatas.

Incongruentemente, Pedro el Católico, rey de Aragón, se alineó con los cátaros hasta que murió en la batalla de Muret, en 1213. Raimundo IV, con la ayuda de Jaime I, el Conquistador (hijo de Pedro), reconquistó Toulouse para los cátaros. En 1240, el Languedoc se alzaría por última vez. El reducto definitivo fue Móntsegur, rendido el 2 de marzo de 1244. El 16 de ese mes fueron inmolados en la hoguera doscientos cinco perfectos frente al castillo, conocido desde entonces como El llano de los Quemados. Fue una Cruzada propia de una mentalidad aparentemente lejana e incomprensible, de la que queda una frase de Arnaldo Almaric: «¡Matadlos a todos! ¡Dios reconocerá a los suyos!», dudosamente pronunciada durante el sitio de Béziers.

En agosto de 1255 tuvo lugar la batalla de Queribus, también en Francia; y dos años más tarde fueron capturados en Sirmione (Italia) ciento setenta herejes más, que fueron condenados en Verona. El último albigense ajusticiado fue Guillermo Bélibaste, en 1321, en Pamiers (Francia).

Cruzadas oficiales


CruzadaAño de comienzoPromotor y principales participantes
I1095Urbano II, Godofredo de Bouillon
II1145Eugenio III, Luis VII de Francia, Conrado III de Suabia
III1187Federico Barbarroja, Felipe Augusto, Ricardo Corazón de León
IV1202Inocencio III
V1215Andrés de Hungría, Juan de Brienne
VI1223Honorio III, Federico II Hohenstaufen
VII1248Luis IX de Francia, el Santo.
VIII1268Luis IX de Francia muere en Túnez (1270)

Algunas enseñanzas

 Juzgar decisiones ajenas, con más motivo en otros momentos históricos, es sumamente temerario

 Realidades que fueron pacíficamente asumidas en un periodo, en otros se tornan aberraciones, y viceversa

 Aegroto, dum anima est, spes est, o aunque uno esté enfermo, mientras hay vida hay esperanza

 Siempre que sea posible, es mejor aplicar la fuerza de la razón que la razón de la fuerza

 Hay creencias pacíficas y otras que generan agresividad

 Un ejemplo local no siempre es extrapolable al ámbito global

 El éxito lo cubre todo; cuando algo triunfa todo el mundo se apunta a corearlo

 El fracaso lo descubre todo; quien más quien menos critica aquello que por un motivo u otro acaba mal

 El amasijo de intenciones rectas y adulterinas permea cualquier iniciativa

 Alieni appetens, sui profusus, o quien busca lo de los otros pierde lo propio

Maestro de maestros

San Bernardo y el císter (1098)


San Bernardo de Claraval. Fuente: Wellcome Library, Londres.

La necesidad de evolución, como de intento, he reiterado está presente en la historia de cualquier organización y de la Iglesia en su conjunto. El ensayo de Cluny quedó en buena medida diluido por la metamorfosis de frailes en apoderados de las propiedades que habían recibido. Roberto, abad de los benedictinos de Molesmes, creyó llegado el momento, a finales del siglo XI, de poner en marcha una renovación. Acompañado por veinte monjes imbuidos de idéntica ilusión se dirigió a Citeaux (Císter) para arrancar con exigencias disipadas por el tiempo. Parafraseando al Apocalipsis, aspiraban regresar al fervor de la primera caridad. Para marcar distancias se impuso el hábito blanco como símbolo de jovialidad, frente al negro de los cluniacenses.

Los monjes de Molesmes, que prometieron le estarían sometidos sin reclamar cesiones, y una orden perentoria del papa lograron el regreso de Roberto. Falleció en 1111 como benedictino de Molesmes. El Císter le debe los cimientos.

Alberico le sucedió con la meta igualmente definida de reimplantar la regla originaria. El papa Pascual II (1050-1118) le concedió absoluta independencia. Alberico fue sucedido por el británico Esteban Harding. Este combinó con acierto la jerarquía con cierta democracia. De un lado había visita por parte del abad del monasterio a las casas dependientes, pero por otro la reunión en Cîteaux de los abades en el capítulo general permitía consensuar. Se pretendía una interrelación, ciertamente pragmática, entre gestión exigente y razonable autonomía. Bajo su mandato, en 1113 se incorporó el más adelante conocido como Bernardo de Claraval, apodado el Doctor melifluo, nacido en 1090. Lo hacía tras haber puesto en marcha en Chatillón, con un grupo de amigos y parientes, una iniciativa de frugal vida común de oración. Cuando supieron de los Caballeros de Cristo, como se titulaban a sí mismos los primeros cistercienses, se pusieron en camino hacia el Císter. Sus padres, Tescelin de Fontaines y la beata Alice de Montbar, también se incorporaron.

El Císter se expandió como lo que hoy en día denominamos un «proyecto unicornio». Ese mismo 1113 se fundaba la abadía de Ferte; en 1114, la de Pontigny, y al año siguiente, el conde Hugo de Troyes solicitaba otra en su territorio. El abad Esteban aprovechó las potencialidades intraemprendedoras de san Bernardo. Fue enviado en 1115 al nuevo monasterio en Claraval (Borgoña) junto al río Aube, que debe su nombre a la referencia topográfica Santa María de Claraval, Valle Claro y Alegre. Tiempo después se escribió que habían transformado un antiguo Valle Amargo en Valle de la Luz (Clara Vallis).

 

Las decisiones de san Bernardo marcarían tanto el ámbito civil como el eclesiástico e incluso la historia de Europa. El primer año y medio del nuevo proyecto fue peleón, porque apenas disponían de medios para comer. Con la tentación en algunos de disolverse, se reunieron in extremis para implorar una solución a Dios. Pronto llegó tal abundancia de aprovisionamiento que Bernardo temió que el exceso dañase la severidad. Muchas veces remachó san Bernardo: «No pierdas jamás la confianza, hijo mío. Si vieras a Dios, todos los días serían buenos para ti». Al principio fue inflexible. Más adelante insistió en la necesidad de que el abad, sin relegar las obligaciones, tuviera entrañas maternales. Él solicitó consejo de Guillaume de Champeaux, porque los maestros han de contar a su vez con peritos y los coachs deberían acudir periódicamente a su propio coach.

El enraizamiento de cada incorporado en una comunidad específica surge de la regla de san Benito para lograr estabilidad monástica. El santo la convirtió en objeto de un voto, una de las originalidades de su regla. Todavía en la actualidad benedictinos y cistercienses formulan voto que, salvo dispensa específica, liga a una comunidad canónicamente constituida. El motivo inicial de san Benito para imponer esa característica fue la abundancia de monjes romeros, que se comportaban de forma inestable y veleidosa. Deseaba evitar así que sus monjes se encaprichasen con muda de convento. No le gustaban los religiosos viajeros. Entendía que demasiado cambio era sospechoso para quienes ante todo necesitaban ser estrictos y leales en sus deberes. «No conviene a las almas», resumía. El monasterio debía disponer de lo preciso para los allí residentes; sería el taller en el que cada monje se entrega a su tarea, el opus Dei, la obra de Dios. Clausura y permanencia eran fundacionales.

San Bernardo, maestro de maestros, directivo de directivos, escribía a un joven abad que se lamentaba de su carga: «Este fardo es el de las almas y almas enfermas. Pues las sanas no necesitan ser llevadas o no son una carga. Entérate de que eres padre, de que eres abad de aquellos de los tuyos que veas cabizbajos, macilentos, difíciles. Consolando, animando, corrigiendo es como realizas tu trabajo, llevas tu carga; llevando curas y curando llevas. Si tienes uno incólume, hasta el punto de que te ayude a ti más que tú a él, de él no eres el padre, sino su igual, no su abad, sino su compañero. ¿Cómo te quejas de que la vida común con ciertos hermanos te sea más peso que consuelo? Precisamente has sido elegido para ser consuelo de todos, como más sano y fuerte que los demás, capaz de afianzarlos a todos por la gracia de Dios sin necesidad de ser afianzado por nadie».

San Bernardo no se amilanaba. Cuando el cardenal Harmeric le escribió con injuriosa agresividad: «No es digno que ranas ruidosas e impertinentes salgan de sus fangales para hostigar a la Santa Sede y a sus cardenales», el de Claraval respondió: «Ahora bien, ilustre Harmeric, si tanto lo deseabais, ¿quién habría podido librarme del mandato de ir si no vosotros mismos? Si hubieras prohibido a esta rana ruidosa e impertinente salir de su ciénaga para no crispar a la Santa Sede y a los cardenales, en este momento vuestro amigo no se estaría exponiendo a las acusaciones de orgullo y presunción». Las invectivas contra san Bernardo llegaban en ocasiones justificadas por su carácter enfático, que incidía con frecuencia en los dispendios de algunos eclesiásticos y también en la desaprobación de los cluniacenses, ya que consideraba que el Císter dejaba atrás los errores de aquellos monjes que se habían inspirado en idénticas fuentes benedictinas. He aquí un ejemplo: «Nuestros hermanos, pertenecientes a una orden santa con propósito celeste, monjes cluniacenses sin pudor consumen carne todo el año, y ni siquiera a escondidas, sino públicamente». Concluye con sañuda vaguedad: «Van de un sitio a otro, y como si fueran buitres, donde ven humo de cocina o sienten olor de asado, velozmente allí se dirigen».

Bernardo seguía en múltiples aspectos el sendero marcado por san Benito, recordando, con máxima que también haría suya san Francisco de Sales siglos después, que «más se logra con miel que con vinagre. Si hay un celo malo y amargo que separa de Dios y conduce al infierno –les advertía–, hay uno bueno que aleja de los vicios. Este es el que los monjes deben practicar». Y sugería que se anticiparan unos a otros en las muestras de deferencia. Debían transigir con paciencia las fragilidades físicas y morales, se aprestarían en la obediencia y nada antepondrían a su compromiso con el Sumo Hacedor. Así se granjearían su objetivo: llegar a Él.

Entre los litigios sobresale el mantenido con Pedro Abelardo, persona brillante que se sabe inteligente y que como fantoche engreído pulveriza a los demás. Pedro Abelardo había nacido en 1079 en la villa de Palais (Bretaña). Su padre era militar al servicio del conde de Bretaña y procuró formación para su hijo antes de que emprendiese carrera castrense. Abelardo renunció junto al destino militar a la progenitura para dedicarse en cuerpo y alma a las letras. Narró autobiográficamente en Historia de mis calamidades: «Puesto que preferí la armadura de las razones dialécticas a todos los demás estamentos de la filosofía, cambié estas armas por las otras y preferí, en lugar de los trofeos bélicos, los conflictos de las disputas. Por eso, recorriendo en plan dialéctico las diversas provincias donde había oído que estaba en vigor el estudio de este arte, llegué a ser un émulo de los peripatéticos». Entre sus discípulos se contaron Pedro Lombardo, maestro de las sentencias; Pedro Berenguer, el Satírico; o Arnaldo de Brescia, el monje tribuno.

A Abelardo le fue comisionada la formación de la sobrina del canónigo Fulberto. En aquellas sesiones urdieron enamoramiento y boda. Eloísa, nombre de la interfecta, desmintió el consumado matrimonio para salvar el prestigio de su enamorado y se incorporó al monasterio de Argenteuil. Fuera como fuese, Fulberto dispuso castrar al tutor. Tras la luctuosa incidencia, Abelardo se agregó como monje en San Dioniso. Tornó a la docencia, con críticas a la doctrina católica. San Bernardo evidenció sus herejías y Abelardo reaccionó con despecho. La colisión se producía, más que entre personas, entre dos modelos de enseñanza, en un conflicto que se arrastraba desde hacía siglos: la monástica tradicional en el claustro y la presuntamente libre de los maestros de las escuelas catedralicias o urbanas.

La autoridad eclesiástica convocó un encuentro entre los dos. La fecha elegida fue el 2 de junio de 1140, en Sens. Escuchado el discurso de san Bernardo, Abelardo, sin argüir, se retiró apelando al papa. Abelardo y san Bernardo coincidían plenamente en su juicio sobre la mundanidad y sobre el gestear postizo de quienes debían ser más coherentes entre predicación y vida. Criticaban a los abades que no habían aprendido a gobernar, a los monjes que abandonaban los monasterios y el analfabetismo. Censuraban, en fin, la palabrería frívola tan frecuente en amplios ámbitos clericales. Las conclusiones que obtenían eran dispares. San Bernardo proponía la mejora comenzando por sí mismo. Abelardo se limitaba a una descarnada diatriba. De manera brusca, quizá como reacción, san Bernardo imponía: «¿Qué importa la filosofía? Mis maestros son los apóstoles. No me enseñaron a leer a Platón ni a descifrar las sutilezas de Aristóteles. Pero me enseñaron a vivir. Y, creedme, no es esto una ciencia despreciable». Sobre la Trinidad avisaba: «Querer penetrar (este misterio) es una temeridad; creerlo, es piedad». Concluía: «Mi filosofía es conocer a Cristo, y a Cristo crucificado». Para Bernardo, los misterios de la fe trascienden el conocimiento humano y solo son poseídos a través de la contemplación mística. Consideraba descerebradas las predicaciones de Abelardo.