2000 años liderando equipos

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From the series: Directivos y líderes
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La normativa ha de ser

sólida y aplicable

San Benito de Nursia (480-547)


San Benito de Nursia, de Antonio de Comontes, s. XVI. Fuente: Museo Lázaro Galdiano, Madrid.

San Benito nació en Nursia en el 480, gemelo de quien llegaría a ser santa Escolástica, y falleció en Montecassino en el 547. Benito se fortaleció desde joven gracias al esfuerzo. No se anduvo con chiquitas; para vencer una tentación sexual se revolcó en unas zarzas. Estudió en Roma y tras residir en Efinde se estableció como eremita cerca de Subiaco. Viviría en una cueva de esa localidad, como siglos después lo haría Ignacio de Loyola en Manresa. Al conocer de su existencia algunos decidieron agregárselo llegando a fundar doce monasterios. Conscientes de su valía, le ofrecieron la dirección de uno preexistente cercano a Vicovaro, pero cuando experimentaron su exigencia trataron de envenenarle. Él les perdonó, pero… regresó a Subiaco.

Aprovechando los cimientos de un antiguo templo pagano fundó Montecassino en torno al 525 y sus primeros colaboradores fueron san Plácido y san Mauro. Allí redactó normas que han trascendido el tiempo. Parte de la inspiración procede de un texto sin autor conocido, denominado la Regla del Maestro. También tomó san Benito de lo prescrito por san Agustín y por Juan Casiano. Muchos le consideran la culminación de un proceso comenzado en Egipto en el siglo IV. Benedictinos, cistercienses, cartujos y otros se inspirarán en esa reglamentación.

Montecassino sería destruido cuarenta años después del fallecimiento de san Benito. Los lombardos saquearon a conciencia el cenobio, pero los monjes escaparon hacia Roma llevándose una copia de la regla. Pelagio II, papa reinante, les permitió erigir un monasterio junto a la basílica de Letrán. Allí residieron hasta que regresaron a Montecassino. La consolidación lograda por los abades Valentiniano y Simplicio, discípulos de San Benito, impulsó a solicitar la creación de una familia monástica. Un potentado romano, de nombre Gregorio, les proporcionó unas posesiones en Monte Celio para que construyesen un monasterio dedicado a san Andrés. Él mismo se sumó como monje. Llegaría a ser papa y biógrafo de san Benito con el nombre de san Gregorio Magno.

Los tipos de organización que habían ido configurándose hasta el momento eran:

 Cenobitas, que residen en un monasterio y obedecen una regla interpretada por un abad. En ellos se inspiró San Benito.

 Anacoretas, quienes tras un tiempo de probación en el monasterio prosiguen su ascenso hacia Dios en solitario.

 Sarabaítas, fieles al mundo, pretenden engatusar con su tonsura. Viven en tándem o por tríos, sin pastor al que obedecer. Califican de santo lo que les agrada.

 Giróvagos, que viven como jipis palurdos sin estabilidad. Su descamino más habitual es la gula.

San Columbano había publicado una regla antes de san Benito. La protección de los reyes merovingios podría haber inclinado a que se extendiese más que la de san Benito. Sin embargo no sucedió así. Según Mabillón, analista benedictino, la regla de san Benito ha alcanzado más seguimiento por su excelencia y el elogio que mereció del papa san Gregorio Magno.

El conjunto manifiesta un admirable espíritu de mansedumbre y firmeza, gobierno paternal y espíritu de familia, prueba severa del noviciado, votos indisolubles y rigor, justo equilibrio del poder confiado a uno solo emanado del sufragio de la comunidad, sentimiento de concordia e igualdad entre los hermanos, práctica de la hospitalidad y cuidado de los enfermos. Impulsaba al trabajo manual como triaca para sortear haraganes, alejaba el fantasma del maullar de las tripas mediante la laboriosidad estratégicamente orientada, promovía la industria con artes y oficios, subrayaba la relevancia del estudio. Entreabría lo que se iría configurando como cultura europea. Todo ello empapado por el oficio divino, la obra de Dios (opus Dei), que junto al resto del culto litúrgico era mimado.

Un abad debía ser un dechado de virtudes, respondiendo al nombre asumido, que hace referencia a Dios mismo. No improvisaba ordenanzas; la responsabilidad de los superiores consistía en facilitar el camino a los demás. Había de tener presente la cuenta que pedirá el Creador. Debía enseñar más con su proceder que con palabras, lo cual no excluye que se impusiese la necesaria disciplina. No debía hacerse acepción de personas, inclinándose por la meritocracia. El superior había de reprender a los díscolos, exhortar a los mansos y pacientes, y castigar a los negligentes y arrogantes. Normas que, a grandes rasgos, rubricaría cualquier organización.

Recomienda actuar sin paños calientes en temas esenciales y de manera moderada en lo accidental. En aquella época no se excluían los azotes u otros castigos corporales. Seguían en este punto al Libro de los Proverbios: «Pega a tu hijo con la vara, y librarás su alma de la muerte» (23, 14). Se advierte a los seguidores de la regla: «Sepa qué difícil y ardua es la tarea que toma: regir almas y servir a los temperamentos de muchos, pues con unos debe emplear halagos, reprensiones con otros, y con otros consejos. Deberá conformarse y adaptarse a todos según su condición e inteligencia, de modo que no solo no padezca detrimento la grey que le ha sido confiada, sino que él pueda alegrarse con el crecimiento del rebaño. Ante todo, no se preocupe de las cosas pasajeras, terrenas y caducas de tal modo que descuide o no dé importancia a la salud de las almas a él encomendadas. Piense siempre que recibió el gobierno de almas de las que ha de dar cuenta».

La gestión del poder se inicia de forma participativa. Siempre que en el monasterio hubiese que tratar de asuntos de importancia, el abad convocaba a la comunidad. «Oiga el consejo de los hermanos, reflexione consigo mismo, y haga lo que juzgue más útil. Hemos dicho que todos sean llamados a consejo porque muchas veces el Señor revela al más joven lo que es mejor». Podía discreparse, pero siempre con respeto. «Los hermanos den su consejo con toda sumisión y humildad, y no se atrevan a defender con insolencia su opinión. La decisión dependa del parecer del abad y todos obedecerán lo que él juzgue más oportuno. Pero, así como conviene que los discípulos obedezcan al maestro, así corresponde que este disponga todo con probidad y justicia (…). Todos sigan, pues, la regla como la maestra de todas las cosas, y nadie se aparte temerariamente de ella. Nadie siga en el monasterio la voluntad de su propio corazón. Ninguno se atreva a discutir con su abad osadamente. Pero si alguno se atreve, quede sujeto a la disciplina regular. Mas el mismo abad haga todo con temor de Dios y observando la regla, sabiendo que ha de dar cuenta, sin duda alguna, de todos sus juicios a Dios, justísimo juez». Si los temas eran de escasa importancia, bastaba aconsejarse con los ancianos.

He aquí un elenco de tesituras esenciales para los seguidores de san Benito: 1. No ceder a la ira; 2. No guardar rencor; 3. No jurar; 4. No devolver mal por mal; 5. No maldecir a los que maldicen, sino procurar bendecirlos; 6. Sufrir persecución por la justicia; 7. No ser bravucón; 8. No bisbisear.

Como no es posible dar abasto, aconsejaba delegar. Si la comunidad era numerosa, se elegirían hermanos con buena fama y vida santa como decanos para que velasen con solicitud según los mandamientos de Dios y los decretos del abad. Los mandos intermedios no debían ser elegidos por mera antigüedad, sino por su vida y sabiduría. Si alguno se hinchaba de orgullo, había que corregirle, concediéndole hasta tres oportunidades. Si no mejoraba, se le sustituiría. Las medidas de prudencia se multiplican. De haberse aplicado algunas en nuestro tiempo se habrían evitado no pocos problemas e incluso delitos: «Los hermanos más jóvenes no tengan camas contiguas, sino intercaladas con las de los ancianos. Cuando se levanten para la Obra de Dios anímense discretamente unos a otros, para que los soñolientos no puedan excusarse».

La definición de puestos manifiesta sapiencia. Se elegiría para administrador del monasterio a alguien sabio, maduro y frugal, ni engolado, ni agitado, ni propenso a injurias, temeroso de Dios, para que fuese como un padre. «Tenga cuidado de todo –se recomienda–. No haga nada sin orden del abad, sino que cumpla todo lo que se le mande. No contriste a los hermanos. Si quizás algún hermano pide algo sin razón, no lo desprecie, sino niéguele razonablemente y con humildad lo que él pide indebidamente (…). Si se sorprende a alguno que se complace en este pésimo vicio (de guardarse cosas para su uso personal), amonéstelo una y otra vez, y si no se enmienda sométasele a corrección».

A pesar de la buena actitud que se presupone, aconseja disponer de auditores que contribuyan al buen comportamiento. Hoy lo llamaríamos compliance. Se designaban uno o dos provectos para que recorriesen el monasterio durante las horas de estudio. Si hallaban a alguien casquivano, se le reconvenía; si no se corregía, se llegaría hasta la expulsión.

Para el proceso de admisión más valía calidad que cantidad. «Si quien viene persevera llamando y parece soportar con paciencia durante cuatro o cinco días las injurias que se le hacen y la dilación de su ingreso, y persiste en su petición, permítasele entrar y esté en la hospedería unos días. Después de esto, viva en la residencia de los novicios, donde estos meditan, comen y duermen. Asígneseles a estos un anciano que sea apto para ganar almas, para que vele sobre ellos con todo cuidado (…). Si promete perseverar (…), tras dos meses léasele por orden esta regla y dígasele: ‘He aquí la ley bajo la cual quieres militar. Si puedes observarla, entra; pero si no puedes, vete libremente’». De mantenerse tenaz, se le llevaba a la residencia de los novicios y proseguía la probación. Seis meses después se le leía la regla. Si proseguía impávido, se repasaba con él el texto cuatro meses más tarde. No se ocultaba la exigencia, ni se edulcoraba.

 

La problemática de los millennials estaba presente. La resuelve san Benito desde el punto de vista formal: «Los jóvenes honren a sus mayores, y los mayores amen a los más jóvenes. Al dirigirse a alguien, nadie llame a otro por su solo nombre, sino que los mayores digan hermanos a los más jóvenes y los jóvenes díganle padres a sus mayores, que es expresión que denota reverencia».

La afectación de directivos o subordinados daña. Sobre la cuestión se previene, ya que algunos se imaginaban ser segundos abades y se atribuían un poder que nadie les había conferido. Eran fuente de escándalos y discrepancias. Brotaban disensiones, envidias y desórdenes cuando no se coordinaban prior y abad. Cada grupo adulaba a uno u otro esperando recibir prebendas.

Las normas había que memorizarlas y se leían reiteradamente a la comunidad, como hoy en día se instalan paneles con los valores de la organización. La comunicación había de ser vertical, en ambos sentidos: «Si sucede que a un hermano se le mandan cosas difíciles o imposibles, reciba este el precepto del que manda con toda mansedumbre y obediencia. Pero si ve que el peso de la carga excede absolutamente la medida de sus fuerzas, exponga a su superior las causas de su imposibilidad con paciencia y oportunamente, y no con soberbia, resistencia o contradicción».

Si tras las alegaciones el superior mantiene su decisión, el subordinado ha de obedecer siquiera a regañadientes.

Algunas enseñanzas

 Ante situaciones extraordinarias se precisan decisiones excepcionales

 Los sabios escuchan el silencio

 Hay personas que no saben lo que quieren, más vale alejarse de ellas

 Los maestros impelen más que los eruditos

 Conocer y reconocer los antecedentes es honrado y no menoscaba la autoridad

 Las iniciativas valiosas se inventan y se reinventan

 Mucho y bien el pájaro no vuela. Vivir es tomar decisiones

 Los sistemas de control son imprescindibles, también entre personas supuestamente honestas

 El líder ha de estar preparado en lo técnico y ser bueno éticamente

 Gobernar reclama empatizar con los dirigidos


Las buenas ideas

trascienden el tiempo

Los benedictinos (529)


La tentación de san Antonio, por Hieronymus Bosch, c. 1530-1600. Fuente: Shutterstock.

La originaria vida monástica de la que venimos hablando se presentó en dos modalidades ortodoxas. San Pacomio lideró a los cenobitas; san Antonio, a los eremitas. Hasta el siglo III no había aparecido ninguna organización como tal separada del resto de fieles. A finales de esa centuria se comienza a denominar monjes a los solitarios, por el origen griego del término solo.

San Pablo de Tebas (228-342) fue probablemente el primero que se retiró al desierto para asumir una vida eremítica. Siglos más tarde, inspirándose en él, surgiría en Hungría, por impulso del beato Eusebio de Esztergom (1200-1270), la Orden de San Pablo Primer Eremita o monjes paulinos. A esa orden, cuando escribo estas líneas, le ha sido encargado el culto del monasterio de Yuste (España). Lo que conocemos de san Pablo de Tebas es más piadoso que histórico. Por hache o por be, los líderes de las dos opciones son los citados san Pacomio y san Antonio.

San Antonio (251-356) es reconocido como el incipiente precursor de la vida eremítica. Las primeras comunidades se establecieron en el este del delta del Nilo, hacia el desierto de Libia, y también hacia el sur, siempre en torno al caudal. Levantaban celdas en rededor de un templo. Los signos definitorios de este modelo son la soledad, la tensión por adquirir virtudes y una estricta penitencia. Los monjes vivían en cubículos separados. Solo se reunían sábado y domingo para el culto divino en la capilla. Carecían de una regla común estable. Los ya apergaminados desplegaban autoridad sobre los más jóvenes y enseñaban a modo de tradición las claves de su modo de vida. En circunstancias especiales se apiñaban para abismarse en la Biblia. La ausencia de reglas claras y estables implicaba desbarajuste, y algunos comenzaron a sentir la necesidad de organizarse. También para regularizar el trabajo y unificar la política alimentaria.

San Pacomio contribuyó a sistematizar con una regla cuando fundó el primer cenobio hacia el 315. Propuso el reconocimiento de una autoridad y el agrupamiento de los monjes dentro de un mismo círculo o cenobio (del griego, vida común). Lo esencial era fijar una observancia sensata y obligatoria, manteniendo cierto margen de libertad en función del celo de cada uno.

San Benito, como acabamos de ver, no sería el fundador de este estilo de vida, pero sí el regulador de referencia. Su desafío era promover la vida contemplativa, distribuyendo el día entre la plegaria litúrgica, la oración, el estudio y el trabajo manual, ocupando el lugar central el mencionado oficio divino (opus Dei). Hasta el mismo trabajo manual tenía por objeto la liturgia; se dedicaban con predilección a la confección de bordados y miniaturas, obras de arte destinadas al culto.

En el capítulo anterior se han espigado enseñanzas de la regla benedictina para el management. Me detengo ahora en momentos esenciales de la orden y de su influencia en la historia europea. De algún modo, el viejo continente es hijo de esta orden. Lo verificaremos también al hablar de reformas como Cluny y el Císter. De algún modo puede ser calificada, empleando terminología del siglo XXI, como exonomics o economía exponencial.


Pintura de santo Tomás de Aquino y Anselmo de Canterbury en el Santuario Nuestra Señora del Sagrado Corazón, de Francisco Labarta,1960. Fuente: Renata Sedmakova, Shutterstock.com

En el siglo XI, el benedictino san Anselmo, obispo de Canterbury, fue persona emblemática. Con veintiséis años llamó a las puertas de la abadía de Bec en Normandía. Ansiaba convertirse en discípulo del maestro Lanfranco (+1089), admirado en toda Europa. En 1060, tras un trienio de preparación, solicitaba Anselmo la cogulla benedictina. Al ser nombrado Lanfranco para la sede abadial de San Esteban de Caén, Anselmo quedó como rector de la escuela del Bec. En 1070, Anselmo sería el nuevo abad. Más tarde, y durante dieciséis años, regiría la sede primada de Canterbury. Su empeño fue defender la independencia de la Iglesia frente al poder político. Innovador y místico, fue el formulador del axioma credo, ut intellegam (creo para entender). Es reconocido universalmente como el padre de la escolástica y remoto inspirador intelectual de santo Tomás de Aquino y san Buenaventura. Falleció el 21 de abril de 1109 con setenta y seis años.

Los benedictinos fueron incansables promotores del estudio. Bien lo refleja un dicho: claustrum sine armario, quasi castrum sine armamentario (monasterio sin biblioteca es como castillo sin armería). Como proclamaría sin ambages Leibniz, «los libros y las letras nos han sido conservadas por los monasterios». Bastantes se inspirarán en los benedictinos. Sin ir más lejos, san Francisco de Asís recibió su hábito de color gris de manos de un benedictino, el abad Benigno de Valleumbroso. Es la razón por la que los primeros hijos del de Asís fueron denominados en sus albores Hermanos Grises de San Benito. Como no tenían adónde ir, la abadía de Subiaco les cedió la iglesia y el entorno de la Porciúncula. San Francisco fue con frecuencia a Subiaco para pegar la hebra con los monjes. En sucesivas ocasiones, los benedictinos ayudarían a los franciscanos.

La fundación de los benedictinos camaldulenses la llevó a cabo san Romualdo (951-1025), quien en el año 1024 promovió en la abadía de Camaldoli (Toscana, Italia) una reforma entre los monjes de san Benito. Cuatro siglos más tarde, destacó Ambrosio Traversari, abad de Santa María de los Ángeles en Florencia y general de los camaldulenses a partir de 1431. De él diría Ludwig von Pastor: «Este varón eminente fue, como hombre y como sacerdote, dechado de pureza y santidad; como general, un ejemplo de prudente seriedad y blandura; como sabio, un provechoso escritor y trabajador; y como legado, uno de los más sagaces, activos y valerosos políticos de su época. Traversari fue propiamente el primero que llevó al terreno eclesiástico el movimiento humanista, reuniendo en su monasterio de Florencia a la flor y nata de los eruditos florentinos, clérigos y laicos a la vez, para oír con gran atención sus conferencias sobre las lenguas griega y latina y la literatura, y sus disquisiciones sobre cuestiones filosóficas y teológicas».

Como luego se verá, el dominico santo Tomás de Aquino, referente intelectual del catolicismo, residió en la abadía benedictina de Montecassino y acabaría falleciendo en otro monasterio benedictino, camino del Concilio de Lyon al que el papa le había convocado. Su madre siempre había deseado que su vástago fuese el abad y no un mendicante. Consideraba que el prestigio de su opulenta alcurnia se vería mancillado por la incorporación a otra institución que no fuesen los ensalzados benedictinos.

Los celestinos, de quien luego departiremos al tratar de Piero Morrone, fueron rama benedictina, al igual que, entre otras, la creada por san Silvestre Gozzolini (1177-1267), quien había alcanzado una canonjía, aunque renunció en 1227 para asumir una vida eremítica. Promovió la construcción de un monasterio en Montefano y allí aplicó la regla de san Benito. Inocencio IV aprobó en 1247 la nueva congregación. Los silvestrinos adoptaron como imagen de marca el color azul de su hábito.

El papa Benedicto XII, monje cisterciense, publicó en 1336 la bula Summi Magistri, también conocida como benedictina, por la que dividió la orden en treinta y dos provincias en función de las circunscripciones eclesiásticas.

El Concilio de Constanza (1414-1418), al abordar la reforma de la Iglesia dedicó atención prioritaria a las órdenes monásticas, específicamente a la vigencia de los capítulos generales concernientes a la observancia de la disciplina. Obligó a los abades benedictinos de Alemania a mancomunarse para regularizar la celebración de los capítulos y para legislar sobre los modos de mantener el espíritu primitivo. Reunidos en Peterhausen corroboraron los estatutos de la orden benedictina y se esbozó la futura congregación de Bursfeld, cuyo principal propagador fue Juan de Münden. La congregación de Bursfeld recibe ese nombre en honor al monasterio deshabitado del ducado de Brunswick que el propio Juan restauró con ayuda ducal para convertirlo en cuna de una nueva reforma, que se sumaría a las previas de Cluny y el Císter. El Concilio de Basilea confirmaría lo realizado y se difundiría por los conventos de Alemania, hasta un total de ciento cuarenta en su mejor época. Buena parte de esta labor la llevó a cabo el insigne cardenal Nicolás de Cusa (1401-1464), legado del papa Nicolás V (1397-1455) en Alemania. Mediante decretos, visitas, reuniones y capítulos infundió vida a monasterios decadentes. Tanto Nicolás V como Pío II impulsaron esta labor para retornar al fervor de los orígenes. La tracción cuajó y duró en buena medida hasta que en el siglo XVIII los revolucionarios franceses asesinaron a incontables inocentes monjes.

Otras reformas tuvieron lugar a principios del siglo XV, también en Italia, donde el centro de los renovadores pilotaba en la abadía de Santa Justina de Padua. Tuvo que soportar dificultades, fundamentalmente por parte de los venecianos, hasta que una bula de Martín V contuvo al dux.

Grandes vicisitudes surgieron en Gran Bretaña, como luego se explicará con más precisión, por la ausencia de control de Enrique VIII sobre sus pasiones, además de que olfateó que le resultaba más lucrativa una Iglesia manipulable. Al negarse Clemente VII a consentir su divorcio de Catalina de Aragón, el ególatra monarca inglés trocó en implacable perseguidor. Suprimió de un plumazo ochocientos monasterios en Inglaterra, arrebatándoles las rentas, y ordenó el asesinato de innumerables fieles, superándose los setenta mil homicidios. Entre ellos, la práctica totalidad de los monjes benedictinos residentes en Gran Bretaña.

 

Muchas fueron las reformas posteriores, como la de la Trapa, expuesta más adelante. También la de Martín de Vargas, en 1425, en Castilla; la de Portugal, en 1567; la de Aragón, a la que pertenecieron los monasterios de Poblet y Creus, en 1616; la Toscana, que se desarrolló entre 1496 y 1511, y la de ambas Calabrias en 1633; o la de los Feuillants, promovida en 1595 por Juan de la Barrièrre.

No se puede olvidar, en fin, la impulsada por el maestro de teología mística Louis de Blois (1506-1566). Se había incorporado al monasterio de Liessies, en la diócesis de Cambrais, donde despuntó por su compromiso. Amigo de infancia de Carlos V, este le ofreció el arzobispado de Cambrais, pero Louis lo rechazó porque para él hubiera sido incorporarse al carrusel equivocado. Falleció en 1566, dejando para sus seguidores tratados de gran calado intelectual como Espejo de monjes, Guía espiritual o Institución espiritual.

Algunas enseñanzas

 Siempre hay más de un camino para llegar a un fin

 Cada uno alega a favor de su opción

 Cuando las ideas son buenas superan el sañudo crisol del tiempo

 Cualquier grupo humano, por motivado que esté, precisa de normas

 Coordinar los esfuerzos en un objetivo común potencia los resultados

 Claustrum sine armario, quasi castrum sine armamentario, o estudiar libros de referencia es indispensable para no convertirse en un eunuco intelectual

 Las iniciativas de calado son revitalizadas por la persona adecuada

 La colaboración entre proyectos no debería ser excepcional

 El comité de disciplina no es una opción, sino una necesidad

 Para reinventar un proyecto resulta imprescindible un líder