Novelas completas

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From the series: Colección Oro
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—Niña, ya es suficiente. Has estado muy bien, nos has deleitado ya suficiente; ahora deja que se luzcan las otras señoritas.

Mary, aunque fingió que no oía, se quedó un poco turbada. A Elizabeth le dio lástima de ella y sintió que su padre hubiese dicho aquello. Se dio cuenta de que por su inquietud, no había obrado nada bien. Ahora les tocaba cantar a otros.

—Si yo —dijo entonces Collins— tuviera la fortuna de tener condiciones para el canto, me gustaría mucho regalar a la concurrencia una romanza. Opino que la música es una distracción inocente y totalmente compatible con la profesión de clérigo. No quiero decir, por esto, que esté bien el consagrar demasiado tiempo a la música, pues existe, ciertamente, otras cosas que hay que cuidar. El rector de una parroquia tiene mucho trabajo. En primer lugar tiene que hacer un ajuste de los diezmos que resulte beneficioso para él y no sea una carga para su patrón. Ha de escribir los sermones, y el tiempo que le queda nunca le sobra para los deberes de la parroquia y para el cuidado y mejora de sus feligreses cuyas vidas tiene la obligación de hacer lo más llevaderas posible. Y estimo como cosa de mucha importancia que sea atento y conciliador con todo el mundo, y en especial con aquellos a quienes debe su cargo. Considero que esto es necesario y no puedo tener en buen concepto al hombre que no valorara la ocasión de presentar sus respetos a cualquiera que esté emparentado con la familia de sus benefactores.

Y con una reverencia al señor Darcy concluyó su discurso pronunciado en voz tan alta que lo oyó la mitad del salón. Muchos se quedaron mirándolo con asombro, muchos sonrieron, pero nadie se había divertido tanto como el señor Bennet, mientras que su esposa alabó en serio a Collins por haber hablado con tanta cordura, y le comentó en un cuchicheo a lady Lucas que era muy buena persona y extremadamente despierto.

A Elizabeth le parecía que si su familia hubiesen acordado hacer el ridículo en todo lo posible aquella noche, no les habría salido tan bien ni habrían conseguido tanto éxito; y se alegraba mucho de que Bingley y su hermana no se hubiesen enterado de la mitad y de que Bingley no fuese de esa clase de personas que les importa o les molesta la locura de la que hubiese sido testigo. Ya era bastante desventura que las hermanas y Darcy hubiesen tenido la oportunidad de burlarse de su familia; y no sabía qué le resultaba más intolerable: si el silencioso desprecio de Darcy o los insolentes cuchicheos de las damas.

El resto de la noche transcurrió para ella sin el mayor interés. Collins le desquició los nervios con su empeño en no separarse de ella. Aunque no consiguió convencerla de que bailase con él otra vez, le impidió que bailase con otros. De nada sirvió que le suplicase que fuese a charlar con otras personas y que se ofreciese para presentarle a algunas señoritas de la fiesta. Collins aseguró que el bailar le importaba muy poco y que su principal deseo era hacerse agradable a sus ojos con delicadas atenciones, por lo que había decidido estar a su lado toda la noche. No había nada que discutir ante tales planes. Su amiga la señorita Lucas fue la única que la consoló sentándose a su lado una y otra vez y desviando hacia ella la conversación de Collins.

Por lo menos así se vio libre de Darcy que, aunque a veces se hallaba a poca distancia de ellos completamente libre, no se acercó a hablarles. Elizabeth lo atribuyó al resultado de sus alusiones a Wickham y se alegró de ello.

La familia de Longbourn fue la última en abandonar el lugar. La señora Bennet se las arregló para que tuviesen que esperar por los carruajes hasta un cuarto de hora después de haberse marchado todo el mundo, lo cual les permitió darse cuenta de las ganas que tenían algunos de los miembros de la familia Bingley de que se esfumaran. La señora Hurst y su hermana casi no abrieron la boca para otra cosa que para quejarse de cansancio; se les notaba angustiadas por quedarse solas en la casa. Rechazaron todos los intentos de conversación de la señora Bennet y la animación bajó de tono, sin que pudieran elevarla los ampulosos discursos de Collins felicitando a Bingley y a sus hermanas por la elegancia de la fiesta y por la hospitalidad y dulzura con que habían tratado a sus invitados. Darcy no dijo absolutamente nada para él. El señor Bennet, tan callado como él, disfrutaba de la escena. Bingley y Jane estaban juntos y un poco separados de los demás, hablando el uno con el otro. Elizabeth guardó el mismo silencio que la señora Hurst y la señorita Bingley. Incluso Lydia estaba demasiado agotada para poder decir más que “¡Dios mío! ¡Qué cansada estoy!”, acompañada de grandes bostezos.

Cuando, por fin, se levantaron para despedirse, la señora Bennet insistió con mucha amabilidad en su deseo de ver pronto en Longbourn a toda la familia, se dirigió especialmente a Bingley para comunicarle que se verían muy honrados si un día iba a su casa a almorzar con ellos en familia, sin la etiqueta de una invitación formal. Bingley se lo agradeció encantado y se comprometió de inmediato a aprovechar la primera oportunidad que se le presentase para visitarles, a su regreso de Londres, adonde tenía que ir al día siguiente, aunque no tardaría en estar de regreso.

La señora Bennet no cabía en sí de gozo y salió de la casa convencida de que contando el tiempo necesario para los preparativos de la celebración, compra de nuevos coches y trajes de boda, iba a ver a su hija instalada en Netherfield dentro de tres o cuatro meses. Con la misma certeza y con considerable, aunque no igual agrado, aguardaba tener pronto otra hija casada con Collins. Elizabeth era a la que menos quería de todas sus hijas, y si bien el pretendiente y la boda colmaban sus deseos para ella, quedaban en la sombra por Bingley y por Netherfield.

Capítulo XIX

Al día siguiente, hubo otro suceso en Longbourn. Collins se declaró puntualmente. Resolvió hacerlo sin pérdida de tiempo, pues su permiso expiraba el próximo sábado; y como tenía plena confianza en el éxito, emprendió la tarea de modo cuidadoso y con todas las formalidades que consideraba de rigor en tales circunstancias. Poco después del desayuno encontró juntas a la señora Bennet, a Elizabeth y a una de las hijas menores, y se dirigió a la madre de esta manera:

—¿Puedo esperar, señora, dado su preocupación por su bella hija Elizabeth, que se me conceda el honor de una entrevista privada con ella, en el transcurso de esta misma mañana?

Antes de que Elizabeth hubiese tenido tiempo de nada más que de ponerse colorada por la sorpresa, la señora Bennet contestó rápido:

—¡Oh, querido! ¡No faltaba más! Estoy segura de que Elizabeth estará encantada y de que no tendrá ningún obstáculo para ello. Ven, Kitty, te necesito arriba.

Y recogiendo su labor se apresuró a dejarlos solos. Elizabeth la llamó suplicante:

—Mamá, querida, no te vayas. Te lo ruego, no te vayas. El señor Collins me disculpará; pero no tiene nada que decirme que no pueda saberlo todo el mundo. Soy yo la que me voy.

—No, no seas tonta, Lizzy. Quédate donde estás. Y al darse cuenta que Elizabeth, disgustada y furiosa, estaba a punto de marcharse, añadió:

—Lizzy, te mando que te quedes y que escuches al señor Collins.

Elizabeth no pudo desobedecer semejantes órdenes. En un instante lo pensó mejor y creyó más juicioso acabar con todo aquello lo antes posible en paz y sosiego. Se volvió a sentar y trató de disimular con rabia, por un lado, la sensación de angustia, y por otro, lo que le divertía aquel asunto. La señora Bennet y Kitty se fueron, y entonces Collins empezó:

—Créame, mi querida señorita Elizabeth, que su recato, en vez de perjudicarla, viene a sumarse a sus otras perfecciones. Me habría parecido usted menos adorable si no hubiese mostrado esa pequeña resistencia. Pero permítame asegurarle que su madre me ha dado permiso para esta entrevista. Ya debe saber cuál es el motivo de mi discurso; aunque su natural delicadeza la lleve a disimularlo; mis intenciones han quedado demasiado claras para que puedan inducir a equívoco. Casi en el instante en que pisé esta casa, la elegí a usted para futura compañera de mi vida. Pero antes de expresar mis sentimientos, quizá sea aconsejable que exponga los motivos que me mueven a casarme, y por qué vine a Hertfordshire con el propósito de buscar una esposa precisamente aquí.

A Elizabeth casi le vino un ataque de risa al imaginárselo expresando sus sentimientos; y no pudo aprovechar la breve pausa que hizo para evitar que continuase adelante. Collins reanudó su súplica:

—Los motivos que me mueven a casarme son: primero, que la obligación de un clérigo en circunstancias favorables como las mías, es dar ejemplo de matrimonio en su parroquia; segundo, que estoy convencido de que eso contribuirá en gran manera a mi felicidad; y tercero, cosa que tal vez hubiese debido poner en primer término, que es el particular consejo y recomendación de la nobilísima dama a quien tengo el honor de llamar mi protectora. Por dos veces se ha dignado aconsejármelo, incluso sin habérselo yo insinuado, y el mismo sábado por la noche, antes de que saliese de Hunsford y durante nuestra partida de cuatrillo, mientras la señora Jenkinson arreglaba el silletín de la señorita de Bourgh, me dijo: “Señor Collins, tiene usted que casarse. Un clérigo como usted debe estar casado. Elija usted bien, elija pensando en mí y en usted mismo; procure que sea una persona activa y útil, de educación no muy elevada, pero capaz de sacar buen partido a pequeñas ganancias. Este es mi deseo. Busque usted esa mujer cuanto antes, tráigala a Hunsford y que yo la vea”. Permítame, de paso, señalarle, hermosa prima, que no estimo como la menor de las ventajas que puedo ofrecerle, el conocer y disfrutar de la generosidad de lady Catherine de Bourgh. Sus modales le parecerán muy por encima de cuanto yo pueda informarle, y la viveza e ingenio de usted le parecerán a ella muy conforme, sobre todo cuando se vean moderados por la discreción y el respeto que su alto rango impone sin duda. Esto es todo en cuanto a mis propósitos generales en favor del matrimonio; ya no me resta por decir más, que el motivo de que me haya dirigido directamente a Longbourn en vez de buscar en mi propia localidad, donde, le aseguro, hay muchas señoritas merecedoras. Pero es el caso que siendo como soy el heredero de Longbourn a la muerte de su honorable padre, que ojalá viva muchos años, no estaría satisfecho si no eligiese esposa entre sus hijas, para atenuar en todo lo posible la pérdida que sufrirán al sobrevenir tan triste suceso que, como ya le he dicho, deseo que no suceda hasta dentro de muchos años. Esta ha sido la causa, hermosa prima, y tengo la esperanza de que no me hará desmerecer en su aprecio. Y ahora ya no me queda más que expresarle, con las más pomposas palabras, la fuerza de mi afecto. En lo relativo a su dote, no me importa, y no he de pedirle a su padre nada que yo sepa que no pueda cumplir; de forma que no tendrá usted que aportar más que las mil libras al cuatro por ciento que le tocarán a la muerte de su madre. Pero no seré exigente y puede usted tener la seguridad de que ningún reproche interesado saldrá de mis labios en cuanto estemos casados.

 

Era absolutamente necesario interrumpirle rápido.

—Va usted demasiado de prisa —exclamó Elizabeth—. Olvida que no le he respondido. Déjeme que lo haga sin más circunloquios. Le agradezco su atención y el honor que su proposición significa, pero no puedo menos que desestimarla.

—Sé de sobra —replicó Collins con un grave gesto de su mano— que entre las jóvenes es muy corriente rechazar las proposiciones del hombre a quien, en definitiva, piensan aceptar, cuando pide su preferencia por primera vez, y que la negativa se repite una segunda o incluso una tercera vez. Por esto no me desalienta en absoluto lo que acaba de comunicarme, y espero conducirla al altar dentro de poco.

—¡Vaya, señor! —exclamó Elizabeth—. ¡No sé qué esperanzas le pueden restar después de mi respuesta! Tenga por seguro que no soy de esas mujeres, si es que tales mujeres existen, tan osadas que arriesgan su felicidad al azar de que las soliciten una segunda vez. Mi negativa es irrevocable. No podría hacerme feliz, y estoy convencida de que yo soy la última mujer del mundo que podría hacerle feliz a usted. Es más, si su amiga lady Catherine me conociera, me da la sensación que concluiría que soy, en todos los aspectos, la menos adecuada para usted.

—Si fuera cierto que lady Catherine tuviera esa idea... —dijo Collins con la mayor serenidad— pero estoy seguro de que Su Señoría la aprobaría. Y créame que cuando tenga el honor de volver a verla, le hablaré en los términos más laudatorios de su modestia, de su economía y de sus otras buenas cualidades.

—Por favor, señor Collins, todos los elogios que me haga serán inútiles. Déjeme juzgar por mí misma y concédame el honor de creer lo que le digo. Le deseo que logre ser muy feliz y muy rico, y al rechazar su mano hago todo lo que está a mi alcance para que no sea de otra manera. Al hacerme esta proposición debe estimar satisfecha la delicadeza de sus sentimientos respecto a mi familia, y cuando llegue la hora podrá tomar posesión de la herencia de Longbourn sin ningún cargo de conciencia. Por lo tanto, dejemos este asunto totalmente zanjado.

Mientras acababa de decir esto, se levantó, y estaba a punto de salir de la sala, cuando Collins le volvió a insistir:

—La próxima vez que tenga el honor de hablarle de este tema de nuevo, espero conseguir contestación más positiva que la que me ha dado ahora; aunque estoy lejos de creer que es usted cruel conmigo, pues ya sé que es costumbre incorregible de las mujeres rechazar a los hombres la primera vez que se declaran, y puede que me haya dicho todo eso solo para hacer más profunda mi petición como corresponde a la auténtica delicadeza del carácter femenino.

—Realmente, señor Collins —exclamó Elizabeth algo nerviosa— me confunde usted en demasía. Si todo lo que he dicho hasta ahora lo interpreta como un estímulo, no sé de qué modo expresarle mi repulsa para que se convenza definitivamente.

—Debe dejar que presuma, mi querida prima, que su rechazo ha sido solo de boquilla. Me baso en las siguientes razones: no creo que mi mano no merezca ser aceptada por usted ni que la posición que le ofrezco deje de ser altamente atractiva. Mi situación en la vida, mi relación con la familia de Bourgh y mi parentesco con usted son circunstancias fundamentales en mi favor. Considere, además, que a pesar de sus muchos atractivos, no es seguro que reciba otra proposición de matrimonio. Su fortuna es tan escasa que anulará, por desgracia, los efectos de su atractivo y buenas cualidades. Así pues, como no puedo deducir de todo esto que haya procedido sinceramente al rechazarme, pensaré por atribuirlo a su deseo de acrecentar mi amor con el suspense, de acuerdo con la práctica acostumbrada en las mujeres distinguidas.

—Le aseguro a usted, señor, que no me parece nada distinguido hacer sufrir a un hombre respetable. Preferiría que me hiciese el cumplido de creerme. Le agradezco una y mil veces el honor que me ha hecho con su proposición, pero me es totalmente imposible aceptarla. Mis sentimientos, en todos los aspectos, me lo impiden. ¿Se puede hablar más llanamente? No me considere como a una mujer elegante que pretende atormentarle, sino como a un ser racional que dice lo que siente de todo corazón.

—¡Es siempre encantadora! —exclamó él con grosera galantería—. No puedo dudar de que mi proposición será refrendada cuando sea sancionada por la autoridad de sus excelentes padres.

Ante tal empeño de engañarse a sí mismo, Elizabeth no respondió y se fue al momento sin articular palabra, decidida, en el caso de que Collins persistiese en considerar sus reiteradas negativas como un frívolo sistema de estímulo, a recurrir a su padre, cuyo rechazo sería formulado de tal manera que resultaría imposible y cuya actitud, al menos, no podría confundirse con la afectación y la coquetería de una dama elegante.

Capítulo XX

A Collins no lo dejaron mucho tiempo meditar en silencio el éxito de su amor; porque la señora Bennet que había permanecido en el vestíbulo aguardando el final de la charla, en cuanto vio que Elizabeth abría la puerta y se dirigía con paso rápido a la escalera, entró en el comedor y felicitó a Collins, por el venturoso proyecto de la cercana unión. Después de aceptar y devolver esas felicitaciones con la misma alegría, Collins procedió a explicar los detalles de la entrevista, de cuyo resultado estaba satisfecho, pues la firme negativa de su prima no podía provenir, lógicamente, más que de su tímida modestia y de la delicadeza de su carácter.

Pero sus noticias sacaron de quicio a la señora Bennet. También ella hubiese querido creer que su hija había tratado únicamente de animar a Collins al rechazar sus proposiciones; pero no osaba darlo por seguro, y así se lo manifestó a Collins.

—Lo importante —añadió— es que Lizzy entre en razón. Hablaré personalmente con ella de este asunto. Es una chica muy tozuda y muy alocada y no sabe lo que le conviene, pero ya se lo haré saber yo.

—Perdóneme que la interrumpa —exclamó Collins—, pero si en realidad es empedernida y alocada, no sé si, en conjunto, es una esposa deseable para un hombre en mi situación, que lógicamente busca felicidad en el matrimonio. Por lo tanto, si se empecina en rechazar mi petición, quizás sea mejor no forzarla a que me acepte, porque si tiene esas cualidades negativas, no contribuiría mucho que digamos a mi ventura.

—No me ha comprendido —dijo la señora Bennet alarmada—. Lizzy es tozuda solo en estos asuntos. En todo lo demás es la muchacha más razonable que existe. Acudiré directamente al señor Bennet y no dudo de que más temprano que tarde nos habremos puesto de acuerdo con ella.

Sin darle tiempo a contestar, voló al encuentro de su marido y al entrar en la biblioteca exclamó:

—¡Oh, señor Bennet! Te necesitamos rápidamente. Estamos en un aprieto. Es necesario que vayas y convenzas a Elizabeth de que se case con Collins, pues ella ha jurado que no lo hará y si no te das prisa, Collins cambiará de planes y ya no la querrá.

Al entrar su mujer, el señor Bennet levantó los ojos del libro y los fijó en su rostro con tal calmosa tranquilidad que la noticia no alteró en absoluto.

—No he tenido el placer de entenderte —dijo cuando ella terminó su perorata—. ¿De qué estás hablando?

—Del señor Collins y Lizzy. Lizzy dice que no se casará con el señor Collins, y el señor Collins empieza a pensar que no se casará con Lizzy.

—¿Y qué voy a hacer yo? Me parece que no tiene solución.

—Háblale tú a Lizzy. Dile que deseas que se case con él.

—Mándale que baje. Oirá mi opinión.

La señora Bennet tocó la campanilla y Elizabeth fue convocada en la biblioteca.

—Ven, hija mía —dijo su padre en cuanto la joven entró—. Te he enviado a buscar para un asunto importante. Dicen que Collins te ha hecho proposiciones de matrimonio, ¿es verdad?

Elizabeth dijo que sí.

—Muy bien; y dicen que le has dicho que no.

—Así es, papá.

—Bien. Ahora vamos al asunto. Tu madre desea que lo aceptes. ¿No es verdad, señora Bennet?

—Sí, o de lo contrario no quiero verla más.

—Tienes una dramática elección ante ti, Elizabeth. Desde hoy en adelante tendrás que renunciar a uno de tus padres. Tu madre no quiere volver a verte si no te casas con Collins, y yo no quiero volver a verte si te casas con él.

Elizabeth no pudo menos que sonreír ante semejante inicio; pero la señora Bennet, que estaba convencida de que su marido abogaría en favor de aquella boda, se quedó pasmada.

—¿Qué significa, señor Bennet, ese modo de expresarte? Me habías prometido que la obligarías a casarse con el señor Collins.

—Querida mía —contestó su marido—, tengo que pedirte dos pequeños favores: primero, que me dejes usar libremente mi razón en este asunto, y segundo, que me dejes disfrutar solo de mi biblioteca en cuanto te sea posible.

Sin embargo, la señora Bennet, a pesar de la decepción que se había llevado con su marido, ni entonces se dio por vencida. Habló a Elizabeth una y otra vez, halagándola y amenazándola alternativamente. Intentó que Jane se pusiese de su parte; pero Jane, con toda la dulzura posible, prefirió no meterse. Elizabeth, unas veces con verdadera seriedad, y otras en chanza, replicó a sus embestidas; y aunque cambió de humor, su determinación permaneció invariable.

Collins, mientras tanto, meditaba en silencio todo lo sucedido. Tenía demasiado buen concepto de sí mismo para comprender qué motivos podría albergar su prima para rechazarle, y, aunque herido en su amor propio, no padecía lo más mínimo. Su interés por su prima era tan solo imaginario; la posibilidad de que fuera merecedora de los reproches de su madre, evitaba que él sintiese alguna pena.

Mientras reinaba en la familia esta confusión, llegó Charlotte Lucas que venía a pasar el día con ellos. Se encontró con Lydia en el vestíbulo, que corrió hacia ella para contarle por lo bajo lo que estaba sucediendo.

—¡Me alegro de que hayas venido, porque hay un lío aquí...! ¿Qué crees que ha ocurrido esta mañana? El señor Collins se ha declarado a Elizabeth y ella le ha dado calabazas.

Antes de que Charlotte hubiese tenido tiempo para contestar, apareció Kitty, que venía a darle la misma noticia. Y en cuanto entraron en el comedor, donde estaba sola la señora Bennet, ella también empezó a hablarle del tema. Le suplicó que se apiadara de ella y que intentase convencer a Lizzy de que cediese a los deseos de toda la familia.

—Te ruego que intercedas, querida Charlotte —añadió en tono triste—, ya que nadie está de mi parte, me tratan sin miramiento, nadie se compadece de mis pobres nervios.

Charlotte se ahorró la contestación, pues en ese momento entraron Jane y Elizabeth.

—Ahí está —continuó la señora Bennet—, tan tranquila, no le importamos un pimiento, no le preocupa nada con tal de salirse con la suya. Te voy a decir una cosa: si se te mete en la cabeza seguir rechazando de esa forma todas las ofertas de matrimonio que te hagan, permanecerás solterona; y no sé quién te va a mantener cuando muera tu padre. Yo no podré, te lo advierto. Desde hoy, he acabado contigo para siempre. Te he dicho en la biblioteca que no volvería a hablarte jamás; y lo que digo, lo cumplo. No le encuentro el gusto a hablar con hijas rebeldes. Ni con nadie. Las personas que como yo sufrimos de los nervios, no somos aficionados a la charla. ¡Nadie sabe lo que sufro! Pero pasa siempre lo mismo. A los que no se quejan, nadie les compadece.

 

Las hijas escucharon en silencio los lamentos de su madre. Sabían que si intentaban hacerla venir en razón o calmarla, solo conseguirían encolerizarla más. De modo que siguió hablando sin que nadie la interrumpiera, hasta que entró Collins con aire más pomposo que de costumbre. Al verle, la señora Bennet dijo a las muchachas:

—Ahora os ruego que os calléis la boca y nos dejéis al señor Collins y a mí para que podamos charlar un rato.

Elizabeth salió en silencio del cuarto; Jane y Kitty la siguieron, pero Lydia no se movió, decidida a escuchar todo lo que pudiera. Charlotte, detenida por la cortesía del señor Collins, cuyas preguntas acerca de ella y de su familia se sucedían sin interrupción, y también un poco por la curiosidad, se limitó a acercarse a la ventana fingiendo hacerse la desentendida. Con voz triste, la señora Bennet inició así su conversación:

—¡Oh, señor Collins!

—Mi querida señora —contestó él—, ni una palabra más sobre este tema. Estoy muy lejos —continuó con un acento que denotaba su enfado— de tener resentimientos por el comportamiento de su hija. Es deber de todos resignarse por los males inevitables; y en especial un deber para mí, que he tenido la suerte de verme tan joven en tal encumbrada posición; confío en que sabré soportarlo. Quizá mi hermosa prima, al no querer honrarme con su mano, no haya disminuido mi positiva felicidad. He observado con frecuencia que la resignación nunca es tan perfecta como cuando la dicha negada comienza a perder en nuestro aprecio algo de valor. Espero que no supondrá usted que falto al respeto de su familia, mi querida señora, al retirar mis planes acerca de su hija sin pedirles a usted y al señor Bennet que interpongan su autoridad en mi favor. Temo que mi conducta, por haber aceptado mi rechazo de labios de su hija y no de los de ustedes, pueda ser criticada. Pero todos somos capaces de cometer equivocaciones. Estoy seguro de haber procedido con la mejor intención en este tema. Mi objetivo era procurarme una dulce compañera con la debida consideración a las ventajas que ello había de aportar a toda su familia. Si mi proceder ha sido censurable, les ruego mil disculpas.