Novelas completas

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From the series: Colección Oro
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Capítulo XXX

A su vuelta, la señora Jennings se dirigió directamente a la habitación de Elinor y Marianne y, sin esperar que respondieran a su llamada, abrió la puerta y entró con aire de auténtica preocupación.

—¿Cómo está, querida? —le preguntó en tono compasivo a Marianne, que desvió el rostro sin hacer ningún intento por contestar.

—¿Cómo está, señorita Dashwood? ¡Pobrecita! Tiene muy mal cariz. No es de extrañar. Sí, desgraciadamente es verdad. Se va a casar pronto... ¡es un villano! No lo soporto. La señora Taylor me lo contó hace media hora, y a ella se lo contó una amiga íntima de la señorita Grey, de otra forma no lo habría podido creer; quedé anonadada al saberlo. Bien, dije, todo lo que puedo decir es que, si es verdad, se ha portado de manera indigna con una joven a quien conozco, y deseo con todo el corazón que su esposa le mortifique la vida. Y seguiré diciéndolo para siempre, querida, puede estar segura. No se me ocurre adónde irán a parar los hombres por este camino; y si alguna vez me lo vuelvo a encontrar, le daré tal admonición como no habrá tenido muchas en su vida.

Pero queda un alivio, mi querida señorita Marianne: no es el único joven del mundo que valga la pena; y con su hermosa cara a usted nunca le faltarán pretendientes. ¡Ya, pobrecita! Ya no la molestaré más, porque lo mejor sería que llorara sus penas de una vez por todas y acabara así. Por suerte, sabe usted, esta noche van a venir los Parry y los Sanderson, y eso la distraerá.

Salió entonces de la habitación caminando de puntillas, como si creyera que la aflicción de su joven amiga pudiera aumentar con el ruido.

Para sorpresa de su hermana, Marianne decidió cenar con ellas. Elinor incluso no se lo aconsejó. Pero, “no, iba a bajar; lo soportaría perfectamente, y el barullo en torno a ella sería menor”. Elinor, contenta de que por el momento fuera ese el motivo que la guiaba y aunque no la creía capaz de sentarse a cenar, no dijo nada más; así, arreglándole el vestido lo mejor que pudo mientras Marianne seguía echada sobre la cama, estuvo lista para acompañarla al comedor apenas las llamaron.

Una vez allí, aunque con aire muy triste, comió más y con mayor sosiego del que su hermana había esperado. Si hubiera intentado hablar o se hubiera dado cuenta de la mitad de las bien intencionadas pero desatinadas atenciones que le dirigía la señora Jennings, no habría podido mantener esa tranquilidad; pero sus labios no dejaron escapar ni una sílaba y su abstracción la mantuvo en la mayor ignorancia de cuanto sucedía entorno a ella.

Elinor, que valoraba la bondad de la señora Jennings aunque la efusión con que la expresaba frecuentemente era cargante y en ocasiones casi histriónica, le manifestó la gratitud y le correspondió las muestras de amabilidad que su hermana era incapaz de expresar o realizar por sí misma. Su buena amiga veía que Marianne era desgraciada, y sentía que se le debía todo aquello que pudiera disminuir su pena. La trató, entonces, con toda la cariñosa deferencia de una madre hacia su hijo favorito en su último día de vacaciones. A Marianne debía darse el mejor lugar junto a la chimenea, había que tentarla con todos los mejores manjares de la casa y distraerla con el relato de todas las noticias del día. Si Elinor no hubiera visto en el triste semblante de su hermana un freno a todo contento, habría disfrutado de los esfuerzos de la señora Jennings por curar un desengaño de amor mediante toda una variedad de confituras y aceitunas y un buen fuego de chimenea. Sin embargo, apenas la conciencia de todo esto se abrió paso en Marianne por repetirse una y otra vez, no pudo continuar ahí. Con una viva exclamación de dolor y una señal a su hermana para que no la siguiera, se levantó y salió a toda prisa de la estancia.

—¡Pobre criatura! —exclamó la señora Jennings tan pronto hubo salido—. ¡Cómo me duele verla! ¡Y miren ustedes, si no se ha ido sin terminar su vino! ¡Y también ha dejado las cerezas confitadas! ¡Dios mío! Nada parece consolarla. Créanme que si supiera de algo que le apeteciera, mandaría recorrer toda la ciudad hasta encontrarlo. ¡Vaya, es la cosa más indigna que un hombre haya tratado tan mal a una chica tan preciosa! Pero cuando la plata abunda por un lado y escasea totalmente por el otro, ¡que Dios me ampare!, ya tanto les da tales cosas.

—Entonces, la dama en cuestión, la señorita Grey creo que la llamó usted, ¿es muy rica?

—Cincuenta mil libras, querida mía. ¿La ha visto alguna vez? Una chica elegante, muy a la moda, según dicen, pero nada atractiva. Recuerdo muy bien a su tía, Biddy Henshawe; se casó con un hombre muy rico. Pero todos en la familia son ricos. ¡Cincuenta mil libras! Y desde todo punto de vista van a llegar muy a tiempo, porque dicen que él está en la ruina. ¡Era natural, siempre luciéndose por ahí con su calesín y sus caballos y perros de caza! Vaya, sin ánimo de enjuiciar, pero cuando un joven, sea quien sea, viene y enamora a una linda chica y le promete matrimonio, no tiene derecho a romper su palabra solo por haberse ido a la miseria y que una muchacha rica esté dispuesta a aceptarlo. ¿Por qué, en ese caso, no vende sus caballos, alquila su casa, despide a sus criados, y no da un real vuelco a su vida? Les aseguro que la señorita Marianne habría estado dispuesta a esperar hasta que las cosas se hubieran solucionado. Pero no es así como se hacen las cosas hoy en día; los jóvenes de hoy nunca van a renunciar a ninguna comodidad.

—¿Sabe usted qué clase de muchacha es la señorita Grey? ¿Tiene fama de ser amable?

—Nunca he escuchado nada malo de ella; de hecho, casi nunca he oído hablar de ella; salvo que la señora Taylor sí dijo esta mañana que un día la señorita Walker le insinuó que creía que el señor y la señora Ellison no lamentarían ver casada a la señorita Grey, porque ella y la señora Ellison jamás se habían avenido.

—¿Y quiénes son los Ellison?

—Sus tutores, querida. Pero ya es mayor de edad y puede escoger por sí misma; ¡y una hermosa elección ha hecho! Y ahora —tras un breve inciso—, su pobre hermana se ha ido a su habitación, supongo, a lamentarse a solas. ¿No hay nada que se pueda hacer para consolarla? Pobrecita, parece tan cruel dejarla sola. Pero bueno, poco a poco traeremos nuevos amigos, y eso la divertirá algo. ¿A qué podemos jugar? Sé que ella no le gusta el whist; pero, ¿no hay ningún juego que se haga en ronda que sea de su preferencia?

—Mi querida señora, tanta gentileza es totalmente innecesaria. Estoy segura de que Marianne no saldrá de su habitación esta noche. Intentaré convencerla, si es que puedo, de que se vaya a la cama temprano, porque estoy segura de que necesita descansar.

—Claro, eso será lo mejor para ella. Que diga lo que desea comer, y se acueste. ¡Dios!

No es de extrañar que haya tenido tan mala cara y tan deprimida la semana pasada y la anterior, porque imagino que esta cosa ha estado encima de ella todo ese tiempo. ¡Y la carta que le llegó hoy fue la última gota! ¡Pobre criatura! Si lo hubiera sabido, por supuesto que no le habría hecho bromas sobre ello ni por todo el oro del mundo. Pero entonces, usted sabe, ¿cómo podría haberlo adivinado? Estaba segura de que no era sino una carta de amor común y corriente, y usted sabe que a los jóvenes les gusta que uno se ría un poco de ellos con esas cosas. ¡Dios! ¡Cómo estarán de preocupados sir John y mis hijas cuando lo sepan! Si hubiera estado en mis cabales, podría haber pasado por Conduit Street en mi camino a casa y lo hubiera contado. Pero los veré mañana.

—Estoy segura de que no será necesario advertir a la señora Palmer y a sir John para que no nombren al señor Willoughby ni hagan la menor referencia a lo que ha acontecido frente a mi hermana. Su propia bondad natural les indicará cuán cruel es mostrar en su presencia que se sabe algo de ello; y mientras menos se me hable a mí sobre el tema, más padecimientos me ahorrarán, como bien podrá saberlo usted, mi querida señora.

—¡Ay, Dios! Sí, desde luego. Debe ser terrible para usted escuchar los dimes y diretes; y respecto de su hermana, le aseguro que por nada del mundo le mencionaré ni una palabra sobre el asunto. Ya vio usted que no lo hice durante la cena. Y tampoco lo harán ni sir John ni mis hijas, porque son muy conscientes y considerados, en especial si se lo advierto, como por cierto lo haré. Por mi parte, pienso que mientras menos se diga acerca de estas cosas mejor es y más rápido desaparecen y se olvidan. Y cuándo se ha sacado algo de bueno con hablar, ¿no?

—En el caso actual, solo puede producir daño... más quizá que en muchos otros similares, porque este ha ido acompañado de algunas circunstancias que, por el bien de todos los interesados, tienen el inconveniente que se transforme en materia de comentario público. Tengo que reconocerle esto al señor Willoughby: no ha roto ningún compromiso efectivo con mi hermana.

—¡Por Dios, querida! No intente justificarlo. ¡Qué me habla de ningún compromiso efectivo después de hacerla recorrer toda la casa de Allenham y mostrarle las habitaciones mismas en que iban a vivir de ahí en adelante!

Pensando en su hermana, Elinor no deseó continuar con el tema, y también por Willoughby esperaba que no le pidieran hacerlo, pues aunque Marianne podía perder mucho, era poco lo que él podía ganar si se hacía valer la verdad. Tras un corto silencio por ambas partes, la señora Jennings, con todo su engorroso buen humor, se embarcó de nuevo en el tema.

—Bueno, querida, como dicen, nadie sabe para quién trabaja, porque el que saldrá ganando con todo esto es el coronel Brandon. Al final la tendrá; sí, claro, la tendrá. Escuche lo que le digo, si no van a estar casados ya para el verano. ¡Dios! ¡Cómo no va a estar contento el coronel con estas noticias! Espero que venga esta noche. Apostaría todo a uno a que será una unión mucho más ventajosa para su hermana. Dos mil al año sin deudas ni cargas... excepto, claro está, la jovencita, su hija natural; claro, se me olvidaba ella, pero sin mayores gastos la pueden poner de aprendiza en alguna parte, y entonces ya no tendrá ningún problema. Delaford es un sitio muy agradable, se lo garantizo; exactamente lo que llamo un agradable sitio tradicional, lleno de comodidades y conveniencias; rodeado de un enorme huerto con los mejores frutales de toda la región, ¡y qué morera en una esquina! ¡Dios! ¡Cómo nos hartamos con Charlotte la única vez que estuvimos! Además hay un palomar, unos excelentes estanques con peces para la mesa y una preciosa canaleta; en resumen, todo lo que uno podría desear; y, más todavía, está próximo a la iglesia y a solo un cuarto de milla de un camino de portazgo, así que nunca es aburrido, pues basta ir a sentarse en una vieja glorieta bajo un tejo detrás de la casa y se puede ver pasar los carruajes. ¡Ah, es un hermoso lugar! Un carnicero cerca en el pueblo y la casa del párroco a tiro de honda. Para mi gusto, mil veces más hermoso que Barton Park, donde tienen que recorrer tres millas para ir por la carne y no hay ningún vecino más cerca que la madre de ustedes. Bueno, le daré ánimos al coronel apenas pueda. Ya sabe usted, un clavo saca otro clavo. ¡Si pudiéramos desterrarle a Willoughby de su corazón!

 

—Ay, si pudiéramos hacer al menos eso, señora —dijo Elinor—, nos arreglaríamos de lo más bien con o sin el coronel Brandon.

Levantándose, entonces, fue a reunirse con Marianne, a quien encontró, tal como se lo había esperado, en su habitación, inclinada en silenciosa depresión sobre los restos de lumbre en la chimenea, que hasta la entrada de Elinor habían sido su única luz.

—Mejor me dejas sola —fue toda la señal de vida que dio a su hermana.

—Lo haré —dijo Elinor—, si te acuestas.

A esto, sin embargo, con la momentánea porfía de un ardoroso sufrimiento, se negó en un principio. Pero los insistentes, aunque gentiles, argumentos de su hermana pronto la condujeron dulcemente a la docilidad; y antes de dejarla, Elinor la vio recostar su adolorida cabeza sobre la almohada y, tal como esperaba, en camino a una cierta tranquilidad.

En la sala, adonde entonces se encaminó, pronto se le reunió la señora Jennings con un vaso de vino, lleno de algo, en la mano.

—Querida —le dijo al entrar—, acabo de recordar que aquí en la casa tengo un poco del mejor vino añejo de Constantia que haya probado, así que le traje un vaso para su hermana. ¡Mi pobre esposo! ¡Cómo le gustaba! Cada vez que le daba uno de sus ataques de gota hepática, decía que no habrá en el mundo remedio mejor. Por favor, lléveselo a su hermana.

—Mi querida señora —replicó Elinor, sonriendo ante la diferencia de los males para los que lo recomendaba—, ¡qué buena es usted! Pero acabo de dejar a Marianne acostada y, espero, casi dormida; y como creo que nada le servirá más que el descanso, si me lo permite, yo me beberé el vino.

La señora Jennings, aunque lamentando no haber llegado cinco minutos antes, quedó satisfecha con el apaño; y Elinor, mientras se lo bebía, pensaba que aunque su efecto en la gota hepática no tenía ninguna importancia entonces, sus poderes curativos sobre un corazón roto bien podían ensayarse en ella tanto como en su hermana.

El coronel Brandon llegó cuando se encontraban tomando el té, y por su forma de inspeccionar su entorno para ver si estaba Marianne, Elinor pensó enseguida que ni esperaba ni deseaba verla ahí y, en definitiva, que ya sabía la causa de su ausencia. A la señora Jennings no se le ocurrió lo mismo, pues poco después de la llegada del coronel cruzó la habitación hasta la mesa de té que presidía Elinor y le dijo muy bajo:

—Mire usted, el coronel está tan serio como siempre. No sabe nada de lo ocurrido; vamos, explíqueselo, querida.

Al poco él acercó una silla a la mesa de Elinor, y con un aire que la hizo sentirse segura de que estaba totalmente al tanto, la interrogó sobre su hermana.

—Marianne no se encuentra bien —dijo ella—. Ha estado indispuesta durante todo el día y la hemos convencido de que se vaya a la cama.

—Entonces, quizá —respondió vacilante—, lo que escuché esta mañana puede ser verdad... puede ser más cierto de lo que creí posible en un principio.

—¿Qué fue lo que escuchó?

—Que un caballero, respecto del cual tenía motivos para dudar... en suma, que un hombre a quien se sabía comprometido... pero, ¿cómo se lo puedo decir? Si ya lo sabe, como es lo más seguro, puede ahorrarme el tener que repetirlo.

—Usted se refiere —respondió Elinor con forzada calma— al matrimonio del señor Willoughby con la señorita Grey. Sí, sí sabemos todo sobre ello. Este parece haber sido un día de generales revelaciones, porque hoy mismo en la mañana recién lo descubrimos. ¡El señor Willoughby es inimaginable! ¿Dónde lo escuchó usted?

—En una tienda de artículos de escritorio en Pall Mall, adonde tuve que ir por la mañana. Dos señoras estaban aguardando su coche y una le estaba refiriendo a la otra esta futura boda, en una voz tan poco reservada que me fue imposible no escuchar todo. El nombre de Willoughby, John Willoughby, repetido una y otra vez, atrajo primero mi atención, y a ello siguió la inequívoca declaración de que todo estaba ya acordado en relación con su matrimonio con la señorita Grey; ya no era materia reservada, la boda tendría efecto dentro de pocas semanas, y muchos otros detalles sobre los preparativos y otros asuntos. Sobre todo, recuerdo una cosa, porque me permitió identificar al hombre con mayor exactitud: tan pronto finalizara la ceremonia partirían a Combe Magna, su propiedad en Somersetshire. ¡No se imagina mi sorpresa! Pero me sería imposible describir lo que sentí. La tan comunicativa dama, se me informó al preguntarlo, porque permanecí en la tienda hasta que se hubieron ido, era una tal señora Ellison; y ese, según me han dicho, es el nombre del tutor de la señorita Grey.

—Sí lo es. Pero, ¿escuchó también que la señorita Grey tiene cincuenta mil libras? Eso puede explicarlo, si es que algo puede hacerlo.

—Podría ser así; pero Willoughby es capaz... al menos eso creo —se interrumpió durante un momento, y después agregó en una voz que parecía desconfiar de sí misma—; y su hermana, ¿cómo lo ha...?

—Su sufrimiento ha sido extraordinario. Tan solo me queda esperar que sea proporcionalmente corto. Ha sido, es la más cruel aflicción. Hasta ayer, creo, ella nunca dudó del afecto de Willoughby; e incluso ahora, quizá... pero, por mi parte, tengo casi la certeza de que él nunca estuvo realmente interesado en ella. ¡Ha sido tan villano! Y, en algunas cosas, parece haber una cierta perfidia en él.

—¡Ah! —dijo el coronel Brandon—, por cierto que la hay. Pero su hermana no... me parece habérselo oído comentar a usted... no piensa lo mismo, ¿no?

—Usted sabe cómo es ella, y se imaginará de qué manera lo justificaría si estuviera en su mano.

Él no contestó; y poco después, como se retirara el servicio de té y se formaran los grupos para jugar a las cartas, debieron dejar de lado el tema. La señora Jennings, que los había observado conversar con gran complacencia y que esperaba ver cómo las palabras de la señorita Dashwood producían en el coronel Brandon un instantánea alegría, semejante a la que correspondería a un hombre en la flor de la juventud, de la esperanza y de la felicidad, llena de sorpresa lo vio permanecer toda la tarde más pensativo y más serio que nunca.

Capítulo XXXI

Tras una noche en que había dormido más de lo esperado, Marianne despertó a la mañana siguiente para encontrarse sabiéndose tan desgraciada como cuando había cerrado los ojos.

Elinor la animó cuanto pudo a hablar de lo que sentía; y antes de que estuviera listo el desayuno, habían repasado la situación una y otra vez, Elinor sin alterar su tranquila certeza y afectuosos consejos, y Marianne manteniendo el apasionamiento de sus emociones y cambiando una y otra vez sus opiniones. A ratos creía a Willoughby tan desgraciado e inocente como ella; y en otros, se desconsolaba ante la imposibilidad de perdonarlo. En un momento le eran totalmente indiferentes los comentarios del mundo, al siguiente se retiraría de él para siempre, y luego iba a resistirlo con toda su fuerza. En una cosa, sin embargo, permanecía constante al tratarse ese punto: en evitar, siempre que fuera posible, la presencia de la señora Jennings, y en su decisión de continuar en absoluto silencio cuando se viera obligada a soportarla. Su corazón se rehusaba a creer que la señora Jennings pudiera participar en su dolor con alguna conmiseración.

—No, no, no, no puede ser —exclamó—, ella es incapaz de sentir. Su afabilidad no es compasión; su buen carácter no es cariño. Todo lo que le interesa es cotillear, y solo le gusto porque le doy material para hacerlo.

Elinor no necesitaba escuchar esto para darse cuenta de cuántas injusticias podía cometer su hermana, arrastrada por el irritable refinamiento de su retorcida mente cuando se trataba de opinar sobre los demás, y la excesiva importancia que atribuía a las amabilidades propias de una gran sensibilidad y a la cortesía de los modales refinados. Al igual que medio mundo, si más de medio mundo fuera inteligente y bueno, Marianne, con sus excelentes cualidades y excelente formación, no era ni razonable ni justa. Aguardaba que los demás tuvieran sus mismas opiniones y sentimientos, y calificaba sus motivos por el efecto inmediato que tenían sus acciones en ella. Fue en esta situación que, mientras las hermanas estaban en su habitación después del desayuno, sucedió algo que rebajó aún más su opinión sobre la calidad de los sentimientos de la señora Jennings; pues, por su propia debilidad, permitió que le ocasionara un nuevo sufrimiento, aunque la buena señora había estado guiada por la mejor intención.

Con una carta en su mano extendida y una alegre sonrisa nacida de la convicción de ser portadora de alivio, entró en la habitación diciendo:

—Mire, querida, le traigo algo que estoy segura le reconfortará.

Marianne no necesitaba escuchar más. En un instante su imaginación le puso por delante una carta de Willoughby, llena de ternura y arrepentimiento, que explicaba lo ocurrido a toda satisfacción y de manera convincente, seguida de inmediato por Willoughby en persona, abalanzándose a la habitación para reforzar, a sus pies y con la elocuencia de su mirada, las declaraciones de su carta. La obra de un momento fue destruida por la realidad. Frente a ella estaba la escritura de su madre, que hasta entonces nunca había sido mal recibida; y en la agudeza de su desilusión tras un éxtasis que había sido de algo más que esperanza, sintió como si, hasta ese instante, jamás hubiera sufrido.

No tenía adjetivo para la crueldad de la señora Jennings, aunque ciertamente hubiera sabido cómo llamarla en sus momentos de más feliz elocuencia; ahora solo podía reprochársela mediante las lágrimas que le arrasaron los ojos con apasionada violencia; un reproche, sin embargo, tan por completo desperdiciado en aquella a quien estaba dirigido, que esta, tras muchas expresiones de compasión, se retiró sin dejar de encomendarle la carta como gran consuelo. Pero cuando tuvo la tranquilidad suficiente para leerla, fue poco el alivio que encontró en ella. Cada línea estaba llena de Willoughby. La señora Dashwood, todavía confiada en su compromiso y creyendo con la calidez de siempre en la lealtad del joven, solo por la insistencia de Elinor se había decidido a exigir de Marianne una mayor sinceridad hacia ambas, y esto con tal cariño hacia ella, tal afecto por Willoughby y tal certeza sobre la felicidad que cada uno encontraría en el otro, que no pudo dejar de llorar sin parar hasta terminar de leer.

De nuevo se despertó en Marianne toda su impaciencia por volver a casa; nunca su madre le había sido más querida, incluso por el mismo exceso de su equivocada confianza en Willoughby, y anhelaba desesperadamente haber partido ya. Elinor, incapaz de decidir por sí misma qué sería mejor para Marianne, si estar en Londres o en Barton, no le ofreció otro consuelo que la recomendación de paciencia hasta que conocieran los deseos de su madre; y finalmente logró que su hermana consintiera aguardar hasta saberlo.

La señora Jennings salió más temprano que de costumbre, pues no podía quedarse tranquila hasta que los Middleton y los Palmer pudieran lamentarse tanto como ella; y rehusando terminantemente el ofrecimiento de Elinor de acompañarla, salió sola durante el resto de la mañana. Elinor, con el corazón deprimido, consciente del dolor que iba a causar y dándose cuenta por la carta a Marianne del escaso éxito que había tenido en preparar a su madre, se sentó a escribirle relatándole lo ocurrido y a pedirle que las guiara en cómo debían obrar en adelante. Marianne, entretanto, que había acudido a la sala al salir la señora Jennings, se mantuvo inmóvil junto a la mesa donde Elinor escribía, observando cómo avanzaba su pluma, lamentando la dureza de su tarea, y lamentando con más aprecio aún el efecto que tendría en su madre.

 

Llevaban en esto alrededor de un cuarto de hora cuando Marianne, cuyos nervios no soportaban en ese instante ningún ruido súbito, se sobresaltó al escuchar un golpe en la puerta.

—¿Quién puede ser? —exclamó Elinor—. ¡Y tan temprano! Creía que estábamos a cubierto.

Marianne se aproximó a la ventana.

—Es el coronel Brandon —dijo, molesta—. Nunca estamos protegidos de él.

—Como la señora Jennings está fuera, no entrará.

—Yo no confiaría en eso —retirándose a su habitación—. Un hombre que no sabe qué hacer con su tiempo no tiene conciencia alguna de su indiscreción en el de los demás.

Los hechos ratificaron su suposición, aunque estuviera basada en la injusticia y el error, porque el coronel Brandon sí entró; y Elinor, que estaba convencida de que su preocupación por Marianne lo había llevado hasta allí, y que veía esa preocupación en su aire melancólico y aturdido y en su ansioso, aunque breve, preguntar por ella, no pudo perdonarle a su hermana por juzgarlo con tanta frivolidad.

—Me encontré con la señora Jennings en Bond Street —le confesó, tras el primer saludo—, y ella me animó a venir; y no le fue difícil hacerlo, porque pensé que sería probable encontrarla a usted sola, que era lo que deseaba. Mi propósito... mi deseo, mi único deseo al querer eso... espero, creo que así es... es poder dar alivio... no, no debo decir alivio, no alivio momentáneo, sino una certeza, una perdurable certeza para su hermana. Mi consideración por ella, por usted, por su madre, espero me permita probársela mediante el relato de ciertas circunstancias, que nada sino una muy sincera consideración, nada sino el deseo de serles útil... creo que lo merecen. Aunque, si he debido pasar tantas horas intentando convencerme de que tengo la razón, ¿no habrá motivos para temer estar equivocado? —interrogó.

—Lo comprendo —dijo Elinor—. Tiene algo que decirme del señor Willoughby que pondrá aún más a la vista su villanía. Decirlo será el mayor signo de amistad que puede mostrar por Marianne. Cualquier información dirigida a ese fin merecerá mi inmediata gratitud, y la de ella vendrá con el tiempo. Por favor, se lo suplico, cuéntemelo.

—Lo haré; y, para ser breve, cuando dejé Barton el pasado octubre... pero así no lo entenderá. Debo retroceder más todavía. Se dará cuenta de que soy un narrador muy torpe, señorita Dashwood; ni siquiera sé dónde empezar. Creo que será necesario contarle muy brevemente sobre mí, y seré muy breve. En un tema como este —suspiró profundamente— estaré poco tentado a extenderme.

Se interrumpió un momento para ordenar sus recuerdos y después, con otro lamento, continuó:

—Probablemente habrá olvidado por completo una conversación (no se supone que haya hecho ninguna impresión en usted), una conversación que tuvimos una noche en Barton Park, una noche en que había un baile, en la cual yo mencioné una dama que había conocido hace tiempo y que se parecía, en cierto modo, a su hermana Marianne.

—En verdad —contestó Elinor—, lo recuerdo.

El coronel pareció complacido por este rememorar del pasado, y añadió:

—Si no me engaña la incertidumbre, la arbitrariedad de un dulce recuerdo, hay un gran parecido entre ellas, en mentalidad y en aspecto: la misma intensidad en sus sentimientos, la misma fuerza de imaginación y vehemencia de espíritu. Esta dama era una de mis parientes más cercanas, huérfana desde la infancia y bajo la tutela de mi padre. Teníamos casi la misma edad, y desde nuestros más tempranos años fuimos compañeros de juegos y amigos. No puedo recordar algún momento en que no haya querido a Eliza; y mi afecto por ella, a medida que crecíamos, fue tal que quizá, juzgando por mi actual carácter retraído y mi tan poco alegre seriedad, usted me crea incapaz de haberlo sentido. El de ella hacia mí fue, así lo creo, tan apasionado como el de su hermana al señor Willoughby y, aunque por motivos diferentes, no menos desafortunado. A los diecisiete años la perdí para siempre. Se casó, en contra de su voluntad, con mi hermano. Era dueña de una gran fortuna, y las propiedades de mi familia bastante importantes. Y esto, me temo, es todo lo que se puede decir respecto a la conducta de quien era al mismo tiempo su tío y tutor. Mi hermano no se la merecía; ni siquiera la estimaba. Yo había tenido la esperanza de que su afecto por mí la sostendría ante todas las dificultades, y por un tiempo así fue; pero finalmente la desgraciada situación en que vivía, porque debía soportar las mayores inclemencias, fue más fuerte que ella, y aunque me había prometido que nada... ¡pero cuán a ciegas avanzo en mi relato! No le he dicho cómo fue que ocurrió esto. Estábamos a pocas horas de huir juntos a Escocia. La falsedad, o la necedad de la doncella de mi prima nos traicionó. Fui expulsado a la casa de un pariente muy lejano, y a ella no se le permitió ninguna libertad, ninguna compañía ni diversión, hasta que convencieron a mi padre de que cediera. Yo había confiado demasiado en la fortaleza de Eliza, y el golpe fue muy duro. Pero si su matrimonio hubiese sido feliz, joven como era yo en ese entonces, en unos pocos meses habría terminado aceptándolo, o al menos no tendría que lamentarlo ahora. Pero no fue ese el caso. Mi hermano no tenía consideración alguna por ella; sus diversiones no eran las correctas, y desde un comienzo la trató de manera deshonrosa. La consecuencia de esto sobre una mente tan joven, tan vivaz, tan falta de experiencia como la de la señora Brandon, no fue sino la normal. Al comienzo se resignó a la desdicha de su situación; y esta hubiera sido feliz si ella no hubiera dedicado su vida a vencer el pesar que le ocasionaba mi recuerdo. Pero, ¿puede extrañarnos que con tal marido, que empujaba a la infidelidad, y sin un amigo que la aconsejara o la frenara (porque mi padre solo vivió algunos meses más después de que se casaron, y yo estaba con mi regimiento en las Indias Orientales), ella haya caído? Si yo me hubiera quedado en Inglaterra, quizá... pero mi intención era procurar la felicidad de ambos poniendo tierra de por medio durante algunos años, y con tal propósito había obtenido mi traslado. El golpe que su matrimonio significó para mí —continuó con voz nerviosa— no fue nada, fue algo trivial, si se lo compara con lo que sentí cuando, alrededor de dos años después, supe de su divorcio. Fue esa la causa de esta tristeza... incluso ahora, el recuerdo de lo que sufrí...

Sin poder seguir hablando, se levantó de súbito y se dedicó a dar vueltas durante algunos minutos por la habitación. Elinor, afectada por su relato, y todavía más por su congoja, tampoco pudo decir palabra. Él vio su aflicción y, acercándosele, tomó una de sus manos entre las suyas, la oprimió y besó con agradecido respeto. Unos pocos minutos más de silencioso esfuerzo le permitieron continuar con una cierta compostura.

—Pasaron unos tres años después de este desventurado período, antes de que yo regresara a Inglaterra. Mi primera preocupación, cuando llegué, naturalmente fue buscarla. Pero la búsqueda fue tan infructuosa como desgraciada. No pude rastrear sus pasos más allá del primero que la sedujo, y todo hacía temer que se había alejado de él solo para hundirse más profundamente en una vida de pecado. Su asignación legal no se correspondía con su fortuna ni era suficiente para subsistir con alguna holgura, y supe por mi hermano que algunos meses atrás le había dado poder a otra persona para recibirla. Él se imaginaba, y tranquilamente podía imaginárselo, que la malversación, y la consecuente angustia, la habían obligado a disponer de su dinero para solucionar algún problema perentorio. Por fin, sin embargo, y cuando habían transcurrido seis meses desde mi llegada a Inglaterra, pude encontrarla. El interés por un antiguo criado que, después de haber dejado mi servicio, había caído en desgracia, me llevó a visitarlo en un lugar de detención donde lo habían recluido por deudas; y allí, en el mismo lugar, en igual reclusión, se encontraba mi desgraciada hermana. ¡Tan cambiada, tan deslucida, desgastada por todo tipo de sufrimientos! A duras penas podía creer que la triste y enferma figura que tenía frente a mí fuera lo que quedaba de la adorable, floreciente, saludable muchacha de quien alguna vez había estado enamorado. Cuánto dolor hube de soportar al verla así... pero no tengo derecho a herir sus sentimientos al intentar describirlo. Ya la he hecho sufrir bastante. Que, según todas las apariencias, estaba en las últimas etapas de la tuberculosis, fue... sí, en tal situación fue mi mayor alivio. Nada podía hacer ya la vida por ella, más allá de darle tiempo para mejor prepararse a morir; y eso se le concedió. Hice que tuviera un alojamiento confortable y con la atención necesaria; la visité a diario durante el resto de su corta vida: estuve a su lado en sus últimos instantes.