Una madrugada sin retorno

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Una madrugada sin retorno
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Miguel Ángel Navarro Navarro

Rectoría General

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Coordinación del Corporativo

de Empresas Universitarias

Sayri Karp Mitastein

Dirección de la Editorial Universitaria

Primera edición electrónica, 2018

© 2018, Jaime Romero de la Luz

D.R. © 2018, Universidad de Guadalajara


Editorial Universitaria

José Bonifacio Andrada 2679

Col. Lomas de Guevara

44657 Guadalajara, Jalisco

www.editorial.udg.mx

01 800 UDG LIBRO

ISBN 978 607 547 218 8

Conversión gestionada por:

Sextil Online, S.A. de C.V./ Ink it ® 2018.

+52 (55) 52 54 38 52

contacto@ink-it.ink

www.ink-it.ink

Se prohíbe la reproducción, el registro o la transmisión parcial o total de esta obra por cualquier sistema de recuperación de información, existente o por existir, sin el permiso previo por escrito del titular de los derechos correspondientes.

Hecho en México / Made in Mexico


Índice

Presentación

Vía láctea

¿Quién soy yo para juzgar?

Un beso en los labios

Lo subjetivo de las distancias

De vuelta a la sociedad

Puro instinto animal

Cruda de domingo

Aplausos para el cantante

Amor de verdad

Un poema en la oscuridad

Una madrugada sin retorno

Presentación

El Concurso Nacional de Cuento Juan José Arreola está organizado por el Centro Universitario del Sur de la Universidad de Guadalajara, en colaboración con la Dirección de Artes Escénicas y Literatura de Cultura UdeG y la Editorial Universitaria. Este concurso nace como homenaje a la memoria y el trabajo literario de Juan José Arreola, escritor originario de Ciudad Guzmán, y por la necesidad de convocar desde su ciudad natal un premio en uno de los géneros literarios más interesantes: el cuento.

La Universidad de Guadalajara instituyó este concurso, que se ha ido consolidando a lo largo de estos años, con la finalidad de estimular el trabajo creativo de cuentistas mexicanos, el cual está abierto para obras inéditas de escritores residentes en el país.

La obra ganadora de esta XVII edición es Una madrugada sin retorno de Jaime Romero (Ciudad de México, 1975). El jurado estuvo integrado por Carlos Manuel Velázquez, Fernanda Melchor y Pedro Paloú, quienes otorgaron por unanimidad el premio “por tratarse de una voz sólida, con tramas bien construidas y por ser un trabajo consistente a lo largo de las once historias que lo conforman. Destaca su voluntad por encontrar el misterio detrás de situaciones cotidianas y por el buen manejo del lenguaje”.

Vía láctea

Me estaba quitando las botas cuando llegó la mujer de don Marcelino a tocar la puerta. Eran unos golpes fuertes que hacían sentir su urgencia en la lámina. Mi señora y mis dos chamacos estaban bien dormidos, pues ya era tarde. Yo venía llegando de dejar un pasaje a la terminal de autobuses y, para que no se me despertaran, me levanté rápido para ir a abrir.

—Buenas noches, doña —dije un poco molesto—. ¿Qué se le ofrece a estas horas?

—Buenas noches, Jacinto —respondió la señora y, ante mi sorpresa, de buenas a primeras me extendió tres mil pesos en billetes de quinientos—. Mi marido está muerto y quiero que lo lleve a Huitzuco con sus familiares —se me enchinó la piel al oír eso.

Acepté los billetes porque estaba en apuros económicos y, además, porque a don Marcelino tenía bastante tiempo de conocerlo; cada inicio de mes pasaba por él a su casa y lo llevaba a la minera de Mezcala donde trabajaba. Se había venido a vivir a tres calles de mi casa cuando se juntó con esta señora. Dejó a su familia en Huitzuco. Los hijos de don Marcelino nunca aceptaron una nueva mamá. Como le ayudaba con sus herramientas me pagaba bien. Le causaba gracia que yo hubiera estudiado historia en la Universidad Autónoma de Guerrero y por no titularme tuviera que trabajar por mi cuenta como transportista. A mí me parecía más gracioso que un amigo que había estudiado periodismo haya terminado vendiendo periódicos y revistas en un puesto cerca del Centro de Salud. En fin, sin hacer ruido me puse una chamarra y, como contagiado por el desasosiego de aquella mujer, agarré las llaves de la camioneta y nos dirigimos a su hogar.

Ella iba sentada a mi derecha, enfundada en un suéter negro y con los ojos enrojecidos. En silencio dimos vuelta por Valerio Trujano y ahí, a dos calles, estaba su casa. Aunque estaba cerca, me pareció una eternidad.

—¿Y de qué murió don Marcelino? —me atreví a averiguar con curiosidad casi morbosa.

—Estaciónese lo más cerca que pueda —en vez de contestarme, aseveró la señora cuando llegamos—, aunque se suba un poco a la banqueta.

Al alumbrar el sitio con las luces de la camioneta, algunos perros empezaron a ladrar. Pero cuando vieron a la señora bajar, como si le tuvieran miedo, los animales agacharon las orejas y chillando se hicieron a un lado. Al notar las luces apagadas del interior de la casa, me agarró un miedo canijo, de esos que hasta dan ganas de ir al baño. La señora entró, encendió la luz y, acomodándose el suéter, serenamente me invitó a pasar. Yo no me animaba del todo y me quedé en la entrada, sobándome las manos como si hiciera frío.

—¡No se quede ahí parado y venga a ayudarme! —gritó ella mientras movía unas sillas de madera que estorbaban el paso en medio de un pasillo.

Entré cauteloso. Dos cortinas largas y rojas me produjeron ahogo. ¿De qué habrá muerto don Marcelino?, ¿por qué quiere que lo lleve yo y no un servicio de funeraria? Me puse alerta. Entré hasta la puerta de la recámara.

—Ahí está mi marido —me dijo la señora—. Lléveselo ahora mismo.

Me llené de sombras al ver un cuerpo completamente envuelto en una cobija de cuadros, tendido sobre la cama. Encima de una cómoda había un veladora ardiendo que iluminaba algo más oscuro que no alcanzaba a iluminar el foco. Ya iba yo a decir algo, pero las palabras se me atoraban como si se me amontonara el pensamiento.

—Está muerto, vea usted —aseveró la señora, como si en vez de decírmelo a mí se lo dijera a ella misma para terminar de convencerse.

—¿Y de qué murió? —volví a preguntar.

—¡Eso a usted no le importa! —reaccionó la vieja con enojo— ¿Se lo va a llevar o no?

Yo no me quería meter en problemas. Un muerto en el carro no es cualquier cosa, así que atiné a decir:

—Pues si no me dice de qué murió, lo lamento mucho pero no voy a llevarlo a ninguna parte.

La señora, un tanto contrariada, se quedó mirando al piso rojo.

—De tristeza —respondió al fin ella y, mientras se persignaba, se sentó en una silla al lado del difunto—. Murió de pura tristeza.

Por supuesto me pareció una respuesta ridícula. ¿Pero quién soy yo para juzgar? El corazón se me ablandó cuando vi a la mujer ponerse las manos en la cara y estallar en llanto. Como un reflejo me busqué la cartera en la chamarra para devolverle el dinero a la doña, pero ella se levantó y me dijo:

 

—No tenga usted preocupación —y se limpió las lágrimas—. Hágame el favor de llevarlo con su familia. Yo ya estoy vieja y quiero quedarme sola. Allá sus hijos se van a hacer cargo. Ya está todo arreglado. Usted es de su entera confianza.

Al escucharla me pareció sincera. De un pañuelo que traía bajo el brasier sacó un nuevo manojo de billetes.

—Tenga estos dos mil pesos más por el favor. Usted ya sabe dónde vive la familia de mi marido. Vaya nada más. Allá lo están esperando sus hijos. Mi esposo se lo va a saber agradecer. Esa fue su última voluntad.

“Mi esposo se lo va a saber agradecer”, me quedó retumbando esa frase en la mente. Agarré el dinero y me encomendé a la virgen de Guadalupe, que nos miraba desde un cuadro en la pared. Conocía bien a la familia de don Marcelino: gente trabajadora. Por ellos no me preocupaba. Me daba más miedo la propia señora y, por supuesto, también que me fuera a agarrar la policía. Pero me quedé pensando: ¿Cómo será la forma en que agradece un muerto?

—Está bien —le dije a la señora que se había ido a parar junto al muertito—, le voy a hacer el viaje, pero déjeme ver por última vez a don Marcelino.

La señora agachó la mirada y, con serenidad, le destapó la cara al difunto. Me acerqué. Lo primero que me impactó fue que tenía los ojos bien abiertos como si se aferrara al mundo de los vivos. ¿Con qué rapidez lo habrá sorprendió la muerte que ni le dio tiempo de cerrar los ojos? Aunque un poco gris verdoso, don Marcelino se veía igualito a la última vez que lo vi: con su bigote ancho, sus patillas recortadas a pata de cabra y una expresión de seriedad que le daba su ceño fruncido. La muerte es cosa seria, no cabe la menor duda. Pero en la expresión facial de don Marcelino se adivinaba hastío, aburrimiento, espanto. Acerqué mi mano temblorosa para cerrarle los ojos, pero no pude. Estaba tieso.

—Está bien, señora —comprometí mi palabra y eso para mí es sagrado—. Nada más porque le tengo mucho respeto a su marido y fue mi cliente mucho tiempo, lo voy a llevar con sus familiares.

La señora me miró con benevolencia. Asintió con la cabeza, se dio la vuelta y empezó a envolver bien al difunto. Ya no quise preguntar nada más. Las razones de su muerte dejaron de importarme en ese momento.

Entre los dos cargamos el cuerpo. Yo tenía prisa de terminar con el asunto. La señora se asomó al zaguán para ver que no hubiera nadie. Al salir, los perros se acercaban moviendo la cola, chillando, metiendo la nariz en la cobija que envolvía al difunto, como despidiéndose de su amo. Abrí la camioneta y, con mucho cuidado, lo metimos en los asientos de atrás. La señora se persignó y murmuró un pequeño rezo. Yo ya conocía a los familiares de don Marcelino; uno de sus hijos fue mi compañero en la escuela. Así que para apresurar las cosas encendí la camioneta y como rayo agarré la salida que lleva a la carretera.

Ya en pleno camino, con las luces de los faros veía las hileras de árboles que se movían por el aire. Iba a buena velocidad. Sentía las manos sudadas, pero estaba muy concentrado en el camino. Como adentro se empezó a sentir el olor a muerto, bajé una ventana y eso me reconfortó un poco. Puse la radio, pero me pareció una falta de respeto. Así que decidí acelerar y, sin más remedio, escuchar el silencio. Pero en vez de eso escuchaba cómo el muertito se movía y se pegaba contra los asientos.

—Usted disculpe, don Marcelino —dije mientras veía la carretera abierta; toda para mí solito.

Pasaron pocos carros en el sentido opuesto al que yo iba, pero para adelante nada más veía la línea blanca del camino y luego oscuridad. En menos de veinte minutos ya iba llegando a Mezcala. Casi a mitad del camino. Me dio ánimos. Pero los accidentes pasan en segundos. No sé de dónde chingados me salió un camión mordiendo la línea que divide los carriles. En milésimas de segundo volanteé para no estrellarme. Pensé en mi esposa y en mis chamaquitos. Superando el susto, seguí avanzando. No iba a detenerme por nada. El cuerpo de don Marcelino había azotado re feo contra la lámina. Eso me hizo recordar cuando meses atrás, justo en ese tramo de carretera, con unos amigos habíamos atropellado a una vaca, bueno, más bien chocado contra ella. El carro quedó en pérdida total. De milagro no nos matamos. La vaca duró tumbada como tres horas hasta que cinco señores llegaron con machetes y hachas y, sin decirnos nada, se la llevaron descuartizada en dos carretillas. Reinaldo, el que iba manejando aquella vez, sufrió un ataque de nervios y una pequeña contusión cervical, de la cual no se ha repuesto del todo. En eso estaba pensando cuando a lo lejos, con las luces altas, alcancé a ver una familia de vacas que aparecían en el camino. Iban lentas, como nubes pintas caminando en medio de la oscuridad. Por la impresión, casi me detuve. Reconocí que me pude haber matado. Dos becerros deslumbrados se apuraron a cruzar, pero la mamá vaca se paró frente a mí. Me miraba con sus ojos casi humanos; cristalinos. Por un momento pensé que me atacaría. Estaba a punto de tocarle el claxon. No sé por qué no traté de pasarle a un lado. Lo que me faltaba, pensé con cierta ansiedad. Avancé un poquito y la vaca no se movía. Nada más me miraba. Movía sus orejas, dispuesta a no quitarse. Me llegó una enorme tristeza. La contemplé. La vi majestuosa como una montaña caminante. Entonces avanzó a pasos lentos, pausados, como si el tiempo no le importara. Pensé en los miles de vacas que andan de un lado a otro, sin presentir el peligro de ser atropelladas. No era la vaca la que estorbaba; más bien, la carretera era la que partía su camino. Pensé en mi vida en las carreteras; siempre aprisa. Me entraron unas enormes ganas de tomarme un descanso. Hacer una pausa en el camino hacia la muerte, donde don Marcelino ya había tomado la delantera. ¡Qué se joda la policía!, me dije, no estoy haciendo nada malo. Motivado por el sosiego que me habían dejado las vacas, me orillé. Apagué el motor y, mágicamente, me vi envuelto en la oscuridad del monte. Las vacas se perdieron en la noche. A lo lejos se veía un puñado de lucecillas que supuse era un pueblo que no conocía. ¿Cuántas cosas no conoce uno por andar en la ruta que impone el trabajo? Me dieron ganas de regresar a la universidad y terminar la tesis. Ya nada más me faltaba eso. Aunque no me dieran ningún título. Lo sentí como una obligación conmigo mismo. El cielo abierto dejaba ver la Vía Láctea nítida; parecía un mapa bien dibujadito por las estrellas y su polvo brillante. Relacioné la Vía Láctea con la leche de las vacas. El silencio era casi musical cuando escuché un mugido que se perdía entre la oscuridad de los árboles. Adiós, vaca, dije y, entregado a lo bonito del paisaje nocturno, me subí al toldo de la camioneta para contemplarlo mejor. El cielo, a pesar de ser oscuro, dejaba ver una claridad; era como un agua limpia para lavarse las negruras de la mente. Luego miré al monte. Podía ver desde ahí una pequeña ciudad que dibujaban las luciérnagas en el llano oscurecido. Respiré con profundidad el aire fresco. Mis pulmones se llenaban de vida. Mirar al cielo me hacía sentir muy pequeñitos los problemas de la vida diaria. Voy a terminar mi tesis, me repetí ilusionado. Pensé en la cara que puso don Marcelino cuando le dije que había estudiado historia.

—¿Y eso para qué sirve? —me preguntó legítimamente y se puso el casco de minero como si con ese acto me restregara en la cara que su trabajo era una labor de verdad.

Pinche don Marcelino, aquella vez no supe qué responderle.

Entonces me di cuenta de que estábamos cerquita de la minera de Mezcala. Sentí un poco de pena por él ya que, por la naturaleza de su trabajo, seguramente, había pasado mucho tiempo bajo la tierra. ¿De qué habrá muerto?, me volví a preguntar y consideré que su mujer no estaba mintiendo al decir que había muerto de tristeza. Al otro día don Marcelino se iba a llenar de tierra y gusanos. Pobre hombre: en la vida y en la muerte bajo la tierra. Me pareció horrible. Si me muero, pensé, que me avienten al río Balsas o al mar de Acapulco. Estaba pensando eso cuando pasó un carro. Me puse alerta. Pero el carro se fue de largo. Recordé la expresión de don Marcelino muerto con los ojos abiertos. Lo que me provocó una idea; un acto de conmiseración. Me bajé del toldo. Abrí la puerta trasera. Lo agarré con fuerza y, tratando que no se me fuera a caer, lo saqué despacio. Una vez afuera lo acosté en el pasto y le destapé la cara.

—¡Ándele, don Marcelino —le dije—, despídase del cielo.

Lo alumbré con mi lámpara para despedirme. Esa seriedad de su rostro y sus ojos abiertos me dejaba muy contrariado. El aire se sentía fresco. Me senté a su lado y encendí un cigarro. Como embrujado miré al cielo otra vez. La lucecita de un satélite atravesaba el firmamento lentamente; a su tiempo. Podía sentir el penetrante aroma a muerto. Pensé en una manada de zopilotes despertando de la noche, saboreándose las carnes de don Marcelino. Me espanté un poco. Volví a tomar aire para recobrar la paz. Me dieron ganas de orinar, me levanté y caminé unos pasos hacia unos arbustos. Al regresar volví a alumbrar a don Marcelino. Ahí estaba, frente al cielo con los ojos bien abiertos. Decidido a disfrutar del paisaje me tumbé a su lado. Se escuchaban los grillos y algunas aves. Vi una estrella fugaz, luego otra y otra más. Con cada estrella pedía un deseo. Mirar el cielo era lo más mágico que me había pasado desde que vi nacer a mi primer hijo. Entonces me llegó a la cabeza la respuesta a la pregunta de don Marcelino: ¿Para qué sirve la historia? Pensé en la profundidad del inmenso cielo, en el origen del universo y los misteriosos hoyos negros que se tragan todo hasta el olvido. La historia es como el cielo: sirven para recordarnos lo pequeños que somos los humanos. Me sentí reconfortado con la belleza de la naturaleza. Era como si el kilometraje de mi vida volviera a cero y tuviera una nueva oportunidad. Después de un rato me entró frío y me levanté para volver a agarrar camino.

—¡Ah, don Marcelino —todavía le dije al muertito y me sacudí la chamarra—, espero se hayan llenado sus ojos de cielo!

Al desviarme por la terracería para entrar a Huitzuco, me sentí ya muy tranquilo. Trabajo hecho. Habrán sido como las dos de la madrugada cuando llegué a la casa de los familiares. Apagué la camioneta. Eché un vistazo a los asientos traseros para cerciorarme que don Marcelino viniera bien. Ahí venía el bulto. Tieso. Toqué la puerta. Casi al instante me abrieron. Eran los hijos del difunto. En el interior se veían dos coronas de flores y cirios encendidos. A prisa, sin mayores ceremonias, entre varios fueron a bajar al cadáver. Yo me hice a un lado. Ya tenían su caja lista sobre una mesa de madera. Alguien me pasó una botella de aguardiente. Bebí. Pasé al baño. Me mojé la cara. Ya me iba.

—Buenas noches a todos —dije y me encaminé hacia la puerta.

Varios de los presentes me devolvieron el saludo.

Al lado de la caja estaban sus dos hijos contemplando a su difunto padre. Consideré prudente ir a despedirme de ellos con un abrazo.

—Lo siento mucho —les dije a ambos—. Descanse en paz don Marcelino.

—Gracias, Jacinto —respondió el más grande—. Espéranos un minuto, vamos a darte una pequeña propina.

Los vi caminar hacia uno de los cuartos.

Al quedarme solo con don Marcelino, me reí por la aventura cósmica que me acababa de pasar con el difunto. Me acerqué despacio para despedirme. Olía a flores. Al ver a don Marcelino con los ojos cerrados, se me enchinó la piel. Tenía una sonrisa que le atravesaba la cara de oreja a oreja, como si estuviera muy complacido.


¿Quién soy yo para juzgar?

Aunque la señora de la palapa me advirtió que no me fuera lejos por mi seguridad, yo no le hice caso y caminé tranquilamente todo el borde de la playa hasta llegar al final, donde se juntan el mar vivo y la laguna en Boca del Cielo.

Ahí estaba yo, bajo la tímida sombra que improvisé con una toalla y unos palos que me había encontrado en el camino. Un sol abrumador, abrazándolo todo con su luz, proyectaba muy bien lo solitario del lugar. Además de pasto seco, plantas espinosas y pequeñas palmas había dos palmeras enormes ahí paradas, como guardianas del lugar. Boca del cielo era una playa virgen que me habían recomendado unos amigos. Se tenía que cruzar la laguna en lancha para llegar ahí. A la distancia veía los manglares impenetrables, verdes y frondosos. Me habían dicho que tuviera cuidado con los cocodrilos, lo que me pareció muy sugestivo. De mi mochila saqué una botella de Jack Daniel’s que había comprado en el aeropuerto. Tenía un termo con hielos, agua mineral y dos vasos de vidrio grueso que venían de regalo con la botella. Me iba a tomar ese whiskito a gusto, como si estuviera en el mejor de los hoteles. Ese era mi propósito. Al ir sirviendo mi trago, mientras escuchaba el sonido del alcohol cayendo sobre los hielos, me sentía muy complacido. Di un sorbo pequeño. Me supo a gloria. Con el vaso sudando entre mis manos, me quedé mirando a un grupo de pelícanos parados sobre unas rocas enormes frente a mí, como a doscientos metros mar adentro. ¡Qué bonito sería volar!, pensé al ver un grupo de esas aves atravesar el cielo y bordear el mar en formación casi militar. Se fueron a parar sobre otras rocas a mi izquierda, pasando la bocabarra, donde la laguna se confunde con el mar vivo y el agua parece tranquila. ¿Los cocodrilos podrán nadar en mar abierto?, me pregunté al reconocer que en las aguas tranquilas habitan peligros insospechados. Una vez, un amigo casi muere del susto por meterse a un río de agua dulce que se veía tranquilo, pero tenía sanguijuelas. Hasta se me enchinó la piel al pensar eso. El sonido de una lancha cruzando me sacó de ese trance. Una brisa tiró mi toalla. De inmediato la coloqué otra vez. Fantaseé con una buena sombrilla y un camastro. Tal vez un servicio de bar. Pero no había nada de eso. Lo que me puso a pensar en el grupo de gente que juntaba firmas para continuar con la construcción de un hotel. Yo iba llegando apenas. Habrán sido como las ocho de la mañana. Dejé mi mochila recargada sobre la barda de una pequeña tienda y me puse a escuchar la conversación mientras esperaba que llegara la lancha para cruzar. Los hombres se acercaban a los lancheros, tratando de convencerlos de que el hotel significaba desarrollo. Algunos se decían cosas al oído y se reían. “Con la llegada del hotel van a tener empleos seguros y esto se va a llenar de turistas”, decía un hombre de lentes oscuros que, al mismo tiempo que hablaba, les extendía unas hojas para que firmaran. Para mi sorpresa nadie firmó. “Acá no necesitamos ningún hotel; así estamos bien, eso ya está decidido, métaselo bien en la cabeza”, dijo una señora que vendía empanadas y refrescos. Cuando llegó la lancha me subí; ya no escuché en qué terminó el asunto. El mar y el cielo unidos me hacían pensar en un espejo vivo. Al ver los impresionantes manglares verdes, la arena blanca y el agua casi transparente reconocí que un paisaje virginal era más mágico y encantador que un horizonte contaminado con hoteles y turistas. No sé dónde salieron, pero se me acercaron dos niños y me dijeron: ¿Me da una moneda para comer?

 

Eran unos niños que juzgué un poco flacos. El más grandecito, como de 7 años, tenía un short rojo. El más pequeño, como de 4 años, traía un pantalón azul marino recortado de las piernas. Ambos sin playera ni chanclas. Me pareció muy extraño porque no había nadie más alrededor. Alcanzaba a ver a lo lejos las palapas, una montaña y el cielo. Nada más. Pensé con amargura en la pobreza que orilla a los niños a pedir limosna. Vi sus piecitos de dedos anchos metidos en la arena, adaptados al medio marino. Estaba a punto de decirles que se fueran a estudiar en vez de andar pidiendo dinero, que el dinero envilece el espíritu y esas cosas, pero no pude. Bebí de un jalón el whisky para pensar mejor. Ese sabor dulzón me trajo de vuelta el espíritu. Los niños me miraban expectantes. Al voltear al mar, inesperadamente vi brincar un delfín o algo parecido. ¿Lo vieron?, les pregunté a los niños con emoción. Ellos alzaron los hombros como si no les importara. Me entristeció muchísimo. ¿Por qué habrán parado las obras para finalizar el hotel? No podía entender la cerrazón de la gente. Era cierto que un hotel era una buena oportunidad de salir adelante. Me reproché por no haberme ido a Mazatlán o a las Bahías de Huatulco. Allá la gente es más civilizada, pensé con cierta amargura. Recordé que la señora de la palapa donde llegué me había dicho, literal: Joven, no se vaya a pasear tan lejos porque los seres del mar le pueden dar un susto. Hay cocodrilos acá, ¿verdad?, pregunté pensando que se refería a eso. ¡No, qué va!, dijo la señora dejándome ver que le faltaban dos dientes a su sonrisa, acá hay duendes. El pensamiento mágico es producto de la ignorancia, deduje en ese momento y me fui. Pero ver a los niños frente a mí pidiendo limosna me produjo rabia. No podía alimentar su mendicidad. Estaba en ese dilema, cuando vi pasar a una muchacha rubia, recogiendo caracoles a la orilla de la playa. Entonces se me ocurrió una solución más justa. Mira, le dije al más grandecito, ¿ves aquella güera? Ambos niños voltearon a verla. Si haces que se venga a tomar un trago acá conmigo, te doy este billete de cincuenta pesotes. El niño miró el billete como sintiéndolo suyo y arrancó aleteando hacia la muchacha. El otro más pequeño se agarró los pantalones, dio dos vueltas y corrió detrás, de la misma manera, meneando sus bracitos como si fueran alas. Me dio mucha ternura. Cuando era niño y me mandaban a la tienda, yo me iba como si fuera un carro, acelerando y rebasando a los demás peatones. Cada quien su entorno. Al sentir una ligera brisa de mar acariciarme la nuca recobré un poco de buen ánimo. Me quité la playera y me tumbé de panza sobre la arena. Sentía el calor del sol como una mano tibia en la espalda. Miraba desde ahí cómo aquellos niños brincaban alrededor de la güera y ella reía y les acariciaba la cabeza. Una parvada de gaviotas pasó graznando sobre sus cabezas. El cielo tenía un azul profundo, sin nubes. Me senté y me serví otro trago. No sé qué le dijeron, pero la muchacha volteó a verme. Desde ahí, le dije salud con el vaso levantado. Ella me sonrió y, mirando hacia la arena mojada, lentamente caminó hacia mí. Los niños, agarrados del hombro, como buenos hermanos, contemplaban su trabajo realizado. ¡Hola, amiga! le dije a la muchacha y le ofrecí un trago. Hola, me respondió ella y, como si viniera del desierto, se bebió casi todo el vaso. Los niños nos seguían mirando desde la orilla del mar vivo, y se decían cosas al oído. Yo miraba a la güera y apenas lo podía creer. Tenía el cabello descolorido y los hombros muy bronceados, casi quemados, lo que me hizo pensar que llevaba mucho tiempo por ahí. Se sentó a mi lado en silencio. Todo estaba en orden otra vez. Miraba a los niños meterse al mar y salir como expertos nadadores. El niño más grandecito, metido hasta la cintura en el agua, me llamó con la mano. Advertí con justicia su demanda. Ahorita regreso, le dije a la güera y me arremangué el pantalón hasta la rodilla. Está bien, respondió ella. Fui hacia el niño y, bajo el pretexto de un saludo, le puse el billete de cincuenta pesos en la mano. ¡Gracias, amiguito!, le dije y sentí la caricia espumosa del mar en mis pies. Ya me iba, pero me detuve al sentir que el niño más pequeño me jalaba del pantalón y también extendía la mano. Una manita pequeña exigiendo su retribución. Ya no era una limosna; era el pago por un trabajo realizado. Saqué otro billete y se lo pasé. El niño se puso tan contento que brincaba en una pata. Podía escuchar sus risas y el sonido del mar como la mezcla de un arrullo hermoso. Yo regresé a donde estaba la muchacha. Los niños se quedaron jugando ahí. Todos contentos. La güera me miraba con cierta prudencia. Me contó, con un español bastante bueno, algo sobre el lugar donde se estaba quedando, y que pagaba quince pesos por una hamaca y derecho al baño y agua potable. No se necesita más para vivir bien aquí, dijo. Yo no estuve de acuerdo del todo. Aunque, pensé, estaríamos mejor con un refrigerador, un plato de ceviche y una mesa para jugar a las cartas. Mientras la escuchaba, no podía dejar de mirar una pulsera de caracoles colgando de su tobillo. ¿Te gusta?, me preguntó. Claro, le dije y, como esquivándola, volteé a ver a los niños zambullirse en el mar. Me quedé con la boca abierta al ver que el más grandecito me enseñaba, entre sus dos manos, un pescado que había atrapado. Era un pez con las aletas rosadas, bastante grande. ¿Cómo le habría hecho sin red ni caña de pescar? Esos niños podrían vivir del mar sin ningún problema. Me sentí más pobre yo, que ni siquiera sabía nadar. La muchacha estaba tumbada en la arena, con los ojos cerrados. Ni se dio cuenta. Yo me tumbé también. Así nos quedamos un rato, bajo el cobijo del silencio compartido, mirando a los pelícanos disfrutar de su vida marina, sobre las rocas y bajo el sol. El aroma a mar era como una nube invisible de tranquilidad que lo invadía todo. Sírveme otro, anda, dijo la güera intempestivamente y se levantó sobre sus codos. Pude ver algo de tristeza en sus ojos claros. Le serví. Sonrió. Oye, ¿puedo saber qué te dijeron los niños para que te acercaras?, pregunté por curiosidad. ¿Qué niños?, respondió ella un tanto desconcertada y sonriendo se puso un mechón de pelo detrás de la oreja. Esos que están ahí, dije y señalé hacia el mar vivo. A la derecha estaba la laguna, casi a nuestras espaldas. Ella volteó, se puso una mano sobre los ojos y trató de buscarlos. No veo nada, dijo. Yo tampoco los veía ya. ¿Te sientes bien?, dijo ella y se levantó. Yo me sentí muy nervioso. ¡Espera un momento!, no estoy loco, acá había unos niños, le dije y traté de tocarle el hombro como si buscara que ella misma fuera real. Al notar mi sobresalto, la güera se hizo para atrás y, diciendo algo en alemán, supongo, se empezó a morir de risa. En lugar de los dos niños había dos pelícanos jugueteando en la orilla. Chapoteaban como preparando el vuelo; salpicando el agua con sus alas y sus patas. Corrí hacia allá. Al darse cuenta de que me acercaba, las aves aletearon y en segundos ya planeaban hacia las rocas con los otros de su especie. Eran unas aves bastante grandes. Asombrado como un imbécil, casi a punto del espanto, vi los dos billetes de cincuenta pesos flotando en el agua. Inevitablemente pensé en los cocodrilos y la sangre se me congeló. Me salí del mar corriendo y desde la orilla me puse a gritar como loco. La güera se me acercó y trató de calmarme. ¡Los niños, puta madre, los niños!, decía yo. ¡Cálmate, amigo, tranquilízate!, me decía ella y trataba de agarrarme el hombro. Por un momento, por el lenguaje, pensé que no me había entendido. ¡Acá había unos niños!, aseveré. La güera me agarró de los hombros con fuerza y, mirándome a los ojos, me dijo con suavidad: Tranquilo.

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