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Dulce y sabrosa

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Su vida fue desde entonces toda recogimiento y prudencia. Por la mañana temprano se alisaba el pelo, sin tufos, rizos, ni flequillo; se vestía modestamente, y comenzaba a despachar en el estanco sin más descanso que el preciso para almorzar y comer. Luego de cerrada la tienda, se retiraba a su cuarto y allí poblaba de recuerdos su triste soledad, o lloraba, doliéndole como a verdadera enamorada, antes la injusticia del abandono, que la crueldad de la deshonra. Otras veces, embriagándose de esperanzas, acariciaba proyectos, y soñando juntamente con lo porvenir y lo pasado, le parecía que las lágrimas que le resbalaban desde las mejillas a los labios, tenían el sabor dulcísimo de los besos perdidos. ¡La deshonra! ¿Qué le importaba? ¿Ni a qué echar de menos el encanto de la doncellez sí jamás había de sentir no poder ofrecérselo a otro hombre?… ¡Qué días tan largos! ¡Qué noches tan tristes! Comparaba las de ahora, con las pasadas, y aunque exenta de grosera sensualidad, veía que la almohada de su cama era para ella sola demasiado grande. Como de hoguera encendida en campo raso que cuando parece apagada, de pronto se aviva y chisporrotea al menor soplo de aire, así en su mente se iban alzando los recuerdos. Largas y turbulentas veladas de amor, estabais lejanas, pero no olvidadas. ¡Qué impaciencia en la espera! ¡Qué alegría cuando llegaba! ¡En la posesión, qué completa entrega de alma y cuerpo! ¡Qué dulce laxitud en el reposo! Y en la despedida, ¡qué dulcísima pena! ¿Quién hacía la última caricia? Esto sí que era irrecordable. Las escenas y momentos que Cristeta se complacía en evocar, no le venían a la memoria como delirio de imaginación viciosa obstinada en reproducir mentalmente lo que aun para el pensamiento debe ser pudoroso; eran reminiscencias espontáneas, dispersas e incompletas, rememoradas como versos sueltos de un poema leído en días venturosos. ¡Cuánto gozaba él sepultando las manos entre sus rizos de oro, y con qué delicia aspiraba la leve ráfaga de perfume que de ellos se escapaba! Después venía el ruido rápido que producen las trencillas del corsé al deslizarse por entre los ojetes metálicos; luego caían sobre la alfombra las ropas, con gemir de ola en playa, oíase el murmullo de las frases ahogadas en besos, y en seguida comenzaban esos primores de refinamiento amoroso que condenan los hipócritas y disculpan los sabios. ¡Cómo los recordaba! Juan tenía la costumbre de colocar la luz sobre la mesa de noche, porque no le gustaba poseerla sin mirarla; durante los primeros abrazos charlaban mucho, boca con oído. Después… un pecho anheloso sirviendo de almohada palpitante a un rostro agradecido, y, por fin, el resplandor del alba que, como virgen pálida y envidiosa, llamaba temblando en los vidrios del balcón para decir a los felices amantes: «¡Basta!» Mas no todo lo que Cristeta sentía era deliciosamente impuro, no; que junto a la involuntaria tentación del deseo también bullían en su alma ideas ajenas al placer. Sí; cien cuerpos quisiera tener para que él, como señor, los poseyera, y cada noche una virginidad para entregársela; pero al mismo tiempo, si enfermase, ¡con qué sincera abnegación le cuidaría! Si el dolor le postrara dejándole años y años sin fuerza para oprimirla ni voluptuosidad para besarla, ¡cuán tranquila y resignadamente se trocaría de querida en enfermera! Entonces vendría la lujuria del cariño, el no dormir para velarle, el contar los minutos para darle a su tiempo los remedios, el espiar el hervor de su respiración y el ardor de la frente y la transpiración de la piel; y los bajos oficios que a otras personas fueran repugnantes y que ella haría gozosa saboreando su triste y voluntaria servidumbre. Le amaba mucho, pero aún le quería más. Capaz era de sorberle la vida y destrozarle la salud a fuerza de pedirle amor; pero también tenía en el alma un tesoro de cariño, donde, como en un Jordán, podían purificarse sus caricias y sus besos.

De esta suerte, entre avivar recuerdos y esperanzas con espejismos del deseo, se le fue pasando el tiempo. Transcurrieron semanas, meses, y llegó el aniversario del día en que le conoció… No: no fue de día, fue de noche. Lo recordaba hasta en los menores detalles. Estaba vestida de gitana: falda de percal muy hueca, rizos en las sienes, moño bajo y la nuca acariciada por un manojillo de flores que parecían colocadas por el mismo diablo. Cuantos así la vieron la elogiaron achuladamente: sólo él tuvo valor para decir que todo aquello, por flamenco y grosero, desdecía de su tipo elegante y fino. ¡De cuántas cosas parecidas se acordaba!

Ansiosa de saber si Juan había llegado a Madrid, fue a los teatros en días de estreno, al primer turno del Real, y nada. Llegaba a primera hora, acompañada de su tío, se acomodaba en una galería alta, tendía la vista por la sala, y cuando se convencía de que Juan no estaba, se volvía a casa con las lágrimas agolpadas a los ojos y la esperanza refugiada en lo más hondo del alma. No era su propósito hacerse la encontradiza, ni hablarle, ni menos reconvenirle; lo que ansiaba era verle.

Acabó el invierno; pasaron la primavera y el verano siguiente sin que pudiese averiguar su paradero. Cada vez que don Quintín, enviado por ella, iba al portal de la casa en que vivía le daban la misma respuesta: «No sabemos nada; se plantará aquí sin avisar, como siempre; luego come unos días de fonda hasta que puede venir Mónica, su cocinera.» De cuando en cuando Cristeta leía en los periódicos las revistas de salones por ver si el nombre de Juan figuraba en la relación de algún baile; y si entraba en el estanco persona de quien ella supiese que le conocía, preguntaba con timidez mezclada de astucia. Todo era inútil: en los teatros no se le veía, la portera seguía esperándole, y los revisteros de salones sin nombrarle. ¿Cuál sería la causa de tan prolongada ausencia? ¿Por huir de ella? ¡Ojalá! Señal de que no la había olvidado. ¿Estaría preso en brazos de otra? Amarga era la suposición; pero no importaba gran cosa, porque Juan no permanecía nunca mucho tiempo en tal cautividad: se prendaba de un cuerpo hermoso hasta conocerlo poco a poco, beso a beso; pero enamorarse… ¡imposible! En esto precisamente fundaba Cristeta su esperanza. ¿Cuál era su plan? A nadie lo comunicó. Doña Franquista ignoraba que hubiese sido seducida y abandonada: don Quintín, merced a su pasada indiscreción, sabía la verdad incompleta; que don Juan se portó villanamente; pero del provecto que ella abrigase, ni palabra.

Mientras tanto don Juan continuaba en París haciendo vida de hombre alegre, libre y rico. ¿A qué narrar sus aventuras? Hoy, una pecadora más o menos cara, de esas cuyo amor gozado sin ilusión, deja en alma y cuerpo el descaecimiento y el hastío propios de todo lo forzado; mañana, una gran señora de aquellas a quienes se corteja por vanidad, cuyas caricias no valen el sobresalto que cuestan; otro día, una camarera de fonda de las que a primera vista parecen limpias y resultan insoportables; de cuando en cuando, la mujer con quien se tropieza en viaje, posesión de lo anónimo, encanto de lo desconocido, los besos en el túnel, la parada en la misma fonda, noche, almuerzo, regalo y despedida con tristeza falsificada. Pero entre tanto desatino amoroso, entre tanto deleite comprado, ni un solo latido de verdadera pasión. Ni en las almohadas recién puestas de la cortesana, que diariamente se mudan sin que su dueño sepa quién habrá de arrugarlas, ni en los cojines sedosos del gabinete de la gran señora, aún oprimidos por el peso de otro adulterio, ni en las camas de fonda cuyos muelles crujen hoy para uno y mañana para otro, en ninguna parte gozó don Juan aquel plácido y tranquilo deleite que le ofrecieron los brazos de Cristeta. No la echó de menos ni se arrepintió de haberla huido; pero la recordaba porque las otras mujeres se la traían a la memoria sugiriéndole involuntarias comparaciones de que siempre salía victoriosa. Ocurríale, sin embargo, que cuanto mayor era el encanto con que la recordaba, más intenso era también el desasosiego que le producía, porque la reflexión se hartaba de decirle que Cristeta no era flor de un día o estrella de una noche. Sólo pudo librarse de ella empleando el cobarde recurso de la fuga. ¿Qué sucedería si volviese a encontrarla en su camino? Aunque por propia voluntad nunca evocaba su recuerdo, muchas veces, en la impaciencia de una cita, en el ficticio entusiasmo de una parodia de amor, en medio del enojo que causa la posesión de lo que se ha deseado tibiamente, surgía en su pensamiento la imagen de Cristeta, única mujer que al entregársele le había dado, al par del cuerpo, algo del alma.

Hubo antiguamente en tierra de Indias una princesa que poseyendo un arenal extenso, quiso convertirlo en jardín. A fuerza de gastar vidas de esclavos y talegos de monedas, pobló el arenal de flores maravillosamente raras cada una de las cuales representaba un tesoro. Y ocurrió, que estando un día la princesa apoyada de codos en la baranda de ágata que dominaba aquel campo de colores vivos y movibles, vio una flor sencillísima, blanca y ligeramente sonrosada como mejilla pudorosa, que había brotado espontáneamente sin costar una gota de sudor ni un hilo de agua. Y desde entonces, por mucho que la princesa se deleitase en contemplar las flores que representaban vidas de esclavos y montones de riquezas, siempre se le iban los ojos hacia la florecilla humilde, cuya semilla trajo el aire misterioso de regiones lejanas.

Lo mismo le pasaba a don Juan. Las ropas casi impalpables por lo finas, los perfumes más rebuscados, los corsés llenos de encajes no conseguían destronar de su memoria los lienzos que envolvían a Cristeta, el natural aroma de su limpio cuerpo y el modesto corsé blanco que tanto les hacía reír, entre impacientes y burlones, cuando se le hacía nudos la trencilla.

¡Misterio incomprensible! Las reminiscencias de don Juan no eran castas, y, sin embargo, al desvanecerse y borrarse le dejaban en el alma cierta serena placidez; semejantes al humo que cuando se alza de la tierra es vapor sucio, y que a veces acaba por parecer en el espacio nube resplandeciente y limpia.

 

Dos años y unos cuantos meses pasaron Cristeta y don Juan, viviendo de esta suerte, cada uno por su lado.

Recordaba él de tarde en tarde, sin querer; ella no dejó un solo día de esperarle.

Capítulo XIII

Hacen alianza el amor, que es niño, y la travesura, que es mujer

En el estanco hubo notables alteraciones originadas de aquella alborotada pasión que se apoderó del viejo; pues lo que le hubiera ocurrido con Mariquilla, si don Juan no lo estorbara, le sucedió con Carola. Comenzó yendo a verla una vez por semana, como periódico de modas o entrega de novelón patibulario; luego cada tres días, cual si su amor fuese terciana, y acabó visitándola casi diariamente; no siendo lo lastimoso que menudeara las visitas, sino que entre el desasosiego que las precedía y lo desmazalado y lacio que solían dejarle, ni fuerza le quedaba en la lengua para humedecer un sello. A consecuencia de las cenas, y particularmente de los postres, el infeliz no tenía cabeza para nada.

Doña Franquista, creyendo que su mal humor era rabia por habérsele frustrado la aventura que ella evitó, le oía refunfuñar y maldecir sin hacerle pizca de caso, hasta que irritado con aquella ofensiva indiferencia y envalentonado por su senil amor, llegó a convertirse en tiranuelo del hogar donde dos años antes tenía idéntica autoridad que el gato. En vano pretendió su mujer recobrar el perdido ascendiente: Quintín estaba desconocido: tan pronto se enfurecía por un quítame allá esas pajas, como respondía a las lágrimas con desdeñoso encogimiento de hombros, acabando por quedarse impasible, a modo de ídolo chino de los que se contemplan el ombligo, con lo cual ella llegaba al paroxismo de la cólera.

Por contera, se hizo rumboso, y no para su casa. No podía regalar a su Circe piedras preciosas ni brocados; pero en la medida de sus posibles, le compraba los diamantes americanos por libras, y las telas de lanilla por kilómetros. En metálico le fue llevando primero poco a poco, y en seguida mucho a mucho, cuanto tenía ahorrado desde que vendió la primera tagarnina de a tres cuartos, y luego dio en la flor de sangrar el cajón de la venta diaria, dejándolo algunas veces sin cambio de dos pesetas. Si no trasladó al sotabanco de Carola cuanto había en la trastienda, fue por considerarlo indigno de tan gran señora; pero la única prenda lujosa que tenía Frasquita, un soberbio pañolón de Manila poblado de chinos y guacamayos multicolores, pasó del cofre marital al baúl del adulterio. Afortunadamente, la ultrajada esposa tardó mucho en saberlo.

En el estanco no se comía más que sopa, cocido, ensalada, y de postre fruta, cuando por barata hasta los soldados podían comprarla. La tacañería de Quintín suprimió los buñuelos de Todos los Santos, el besugo de Nochebuena y los panecillos de San Antón; en cambio para su daifa, pavo y perniles se le antojaban poco. Raro era el día que al ir a visitarla no le llevaba alguna golosina; unas veces jamón con huevos hilados, otras píos nonos rellenos de dulce crema, y en viéndola bostezar de aburrimiento, que le parecía flato, bajaba de tres en tres las escaleras para que del café cercano trajesen un bisté sepultado bajo un cerrillo de patatas. Su mayor delicia consistía en obsequiarla con merengues, que luego ambos comían a medias, mordiéndolos al mismo tiempo por opuestos extremos, hasta que, tropezándose las culpables bocas, sonaban escandalosos besos.

So pretexto de adecentarse por la mucha gente que entraba en el estanco, y en realidad por deseo de aparecer más elegante a los ojos de su amada, don Quintín se hizo casi gomoso. La americana pardusca, de codos raídos y solapas sebosas, fue sustituida con otra de paño fantasía a cuadros azul – verdoso y ocre; las corbatas de tres vueltas, contemporáneas de la vicalvarada, se trocaron en nudos a la marinera, ya morados como pellejo de ciruela damascena, ya blanquisucios como cuello de tórtola; con asombro de Frasquita, se acostumbró a mudarse de camisa dos veces por semana; y desafiando al reuma, en lugar de calzoncillos de bayeta amarilla, comenzó a usarlos de bombasí, que otros llaman fustán, tela peluda, con lo cual de medio cuerpo abajo, más que hombre parecía oso blanco. ¡Irracional y triste condición que le trajo la ponzoña de la sensualidad!

Lo peor fue que por tanto emperejilarse y tanto ir a casa de su querida, se relajó en la vigilancia y cuidado del despacho, de tal modo, que cuando no le faltaban cajetillas se le concluían los sellos; resultando que empezó por perder la confianza de los parroquianos a quienes escogía puros, y acabó por desacreditar la tienda en pocos meses.

Lo que sucedió entonces, fue horrible. Cierto individuo que ambicionaba el estanco y que servía de agente electoral a un personaje político, logró que para dárselo a él se lo quitaran a don Quintín, el cual al volver una tarde de casa de Carola, deshecho a puras caricias, se encontró sobre el mostrador un oficio en que la Dirección de Rentas Estancadas le desposeía de aquella concesión estanqueril, cambiándosela por otra en los barrios bajos, que seguramente produciría mucho menos.

El golpe fue tremendo. ¡Un estanco en la calle de la Pingarrona! «¡Un miserable tenducho donde sólo entrarían jornaleros y verduleras, donde no se despacharía un céntimo de escogidos, ni sobres, ni plumas, ni boquillas, ni más sellos que de a quince, ni apenas papel sellado! Además, derrochados los ahorros reunidos desde tiempo de Narváez, ¿con qué tesoros pagaría los caprichos de su adorada? ¡Adiós, regalos agradecidos con caricias de pantera enamorada! ¡Adiós, huevos hilados y bistés con patatas, y cafés con tostada como no los soñó ningún sátrapa de Oriente! Jamás ilusiones humanas se derrumbaron desde tan alto. ¡Infeliz estanquero, en quien la suerte hacía escarnio, mostrándole brutalmente que el amor, cuanto más caro cuesta, con mayor facilidad se pierde!

Le fue preciso resignarse, y aceptó el traslado desde el estanco céntrico al de la calle de la Pingarrona.

Antes de que se verificara la mudanza ocurrieron en la casa grandes novedades.

Hacía tiempo que don Quintín estaba cariñosísimo y muy servicial con Cristeta, impulsándole a ello, primero, el afán de influir en su ánimo para que tornase al teatro, de lo cual a él no podía menos de seguírsele provecho; y segundo, el haber adivinado que a la chica le bullía en el pensamiento alguna maquinación contra don Juan, empresa en que estaba dispuesto a favorecerla. «Si no tiene a ese maldito entre ceja y ceja – pensaba – , ¿a qué viene el encargarme cada tres días que averigüe si ha vuelto?» Ello fue que, por aquellos mismos días en que sobrevino la traslación del estanco, supo que don Juan estaba de regreso y acto continuo se lo comunicó a Cristeta.

¡Con qué dulcísima emoción recibió ésta la noticia! Ante la idea de verle, su alma se bañó en alegría, después frunció el lindo ceño, revelando perplejidad, y, por último, su actitud y la expresión de su rostro fueron los mismos que cuando dos años atrás quedó abandonada en la fonda de Santurroriaga. Como entonces, el ajuar de su cuarto era modestísimo; como entonces, ella, por su arrogancia y seriedad, tomó aspecto de reina destronada y resuelta a reconquistar el cetro. Lo que fraguaba era misterio impenetrable. Con nadie comunicó su designio, pero su plan debía de estar erizado de obstáculos, porque aquella noche durmió mal. No la desvelaron voluntarios ensueños de amor sino cálculos de presupuestos, cuentas y números.

A la mañana siguiente, hallándose con sus tíos en la trastienda, que todos habían de abandonar en breve, les habló de esta suerte:

– Tiítos, no crean ustedes que lo que les voy a decir es por falta de cariño…; pero en fin…, aquí todo va muy mal, y con la picardía que han hecho de quitarles a ustedes este estanco, comprendo que habrá que reducir mucho los gastos.

– Habla, que nos tienes con el alma en un hilo – dijo don Quintín.

– Si creen ustedes que hago lo que voy a hacer por no estar a las duras, como he estado a las maduras, que se les quite eso de la cabeza. Yo seguiré ayudándoles a ustedes en lo que pueda; por de pronto, aquí están estos treinta duros para la mudanza. Y como doña Frasquita abriese más boca que un horno, Cristeta prosiguió: – Déjenme ustedes concluir. No quiero serles gravosa y me voy.

– ¡Muchacha!

– ¿Estás en tu juicio?

– Nada, nada; quiero vivir sola. Además, tal vez vuelva al teatro, y como ustedes comprenderán, no puedo ser artista y vivir en la calle de la Pingarrona, donde ustedes van a parar.

La conversación fue larga, mostrándose Cristeta tan firme en su propósito, que los vicios bajaron la cabeza. Doña Frasquita tembló ante la idea de que, si su sobrina volvía al teatro, tornase su marido a las pasadas liviandades: don Quintín, barruntando que en aquello andaba Juan, calló seguro de que Cristeta le hablaría luego reservadamente.

No se había equivocado. Cuando tío y sobrina se quedaron solos, dijo ella con la energía de quien no admite contradicción:

– Óigame usted bien, tío. Quiero irme a vivir solita, porque me conviene; no hay fuerzas humanas que me hagan desistir. Y le advierto a usted una cosa: que sé todo lo que se trae usted con la Carolina, la que estaba de corista cuando yo trabajaba. Y hasta me malicio que si le han quitado a usted el estanco, es porque no piensa usted más que en ella ni se cuida usted de nada, y a eso se han agarrao.

Don Quintín abrió desmesuradamente los ojos.

– Bueno – continuó Cristeta – ; pues no quiero que nadie, ¿lo entiende usted?, que absolutamente nadie sepa dónde voy a vivir. Venga quien venga, usted como si no supiese jota. Mientras yo no disponga otra cosa.

– ¿Y si viene don Juan?

– A ése menos que a nadie.

– ¿Pero qué líos traes entre manos?

– A su tiempo se sabrá todo; ahora no. Y le advierto a usted que ya puede enseñar bien la lección a la tía. Compónganselas ustedes como quieran; pero en cuantito que digan a alguien, sea quien fuere, mi paradero, vengo y le cuento a la tía de pe a pa todas sus trapisondas de usted; lo de Mariquilla, que si no fue… no quedó por usted, y lo de esta mala pécora de ahora, que le tiene a usted sorbido el seso.

– ¡Chiquilla! Yo hago de mi capa…

– Usted no hace más que tonterías. Clarito; armo la de Dios es Cristo, y entre la tía y Carola le sacan a usted los ojos. Usted verá lo que ha de hacer para tenerme contenta; en cambio, le daré a usted de cuando en cuando lo que pueda, no por ayudarle a mantener vicios, ¿estamos? sino para que no meta usted mano al cajón y evitar disgustos a la tía, porque esa chifladura de hacerse el enamorado no habrá medio de quitársela a usted de la cabeza… es cosa de los años.

– Muchacha… ¿es que vas a darme lecciones? ¿Te has vuelto loca?

– Usted sí que está chocho; pero yo no puedo evitarlo. ¿Qué adelantaría con tirar de la manta? La tía se moría del sofocón.

– O me ahogaba.

– Pues lo dicho. En cuanto alguien sepa, por culpa de usted, dónde vivo yo, sabrá doña Frasquita dónde tiene usted la querida.

Tan vanidoso es el hombre, que la palabra querida sonó en los oídos de don Quintín como una música deliciosa. Luego, por la cuenta que le traía, convenció a su mujer de que a Cristeta le era indispensable vivir sola. Ambos viejos, medio en serio, medio en broma, la llamaron descastada, ingratona y mala cabeza; pero se conformaron, quedando resuelto que a nadie dirían su paradero.

Aquella tarde Cristeta permaneció encerrada en su cuarto arreglando ropas y baúles, y al día siguiente salió muy de mañana, tan pobremente vestida, que parecía una modistilla. Desde la Plaza Mayor bajó por la calle de Toledo, torció luego hacia la derecha, a los pocos minutos de marcha se detuvo en una calle cercana a San Francisco el Grande, miró el número de una casa, entró en el portal sin vacilar, subió la escalera, y en uno de los pisos altos llamó. A los pocos segundos le abría la puerta una joven, guapetona y de fisonomía inteligente. Se llamaba Inés, y había sido criada de doña Frasquita, de cuya casa salió para casarse con un ex – cochero que, tras haber servido a un grande, con la protección de éste y sus propios ahorros, estableció un servicio de carruajes por abono.

Mientras duró el noviazgo de Inés y Manolo, que así se llamaba el mozo, Cristeta compadecida de ellos, les protegió cuanto pudo, facilitando salidas a la muchacha, disculpándola si tardaba, y hasta espumando el puchero cuando la enamorada se entretenía un rato en la esquina inmediata. Por último, al celebrarse la boda se prestó a ser madrina, en nombre de una condesa a quien había servido el novio, y desde entonces, agradecida la pareja, aunque parezca inverosímil, mostró siempre cariño a la señorita Cristeta, sin parar mientes en que, a pesar de este señorío, eran ellos casi ricos con relación a la sobrina de los estanqueros.

 

Al verse Inés y Cristeta cruzaron unas cuantas frases llanamente afectuosas, y según hablaban fueron entrando a un cuarto, en cuyas paredes se veía hasta media docena de litografías con color que representaban caballos y carruajes de distintas formas, láminas arrancadas sin duda del catálogo de algún constructor de coches. Componían el modesto mueblaje una consola, sillas de tapicería muy usadas, procedentes de casa de los condes, y un sofá de gutapercha en plena decrepitud. Sobre la consola había un santo bajo fanal, dos floreros de loza con ramos de mano y varias fotografías; el retrato de la condesa con galas de baile, haciendo pareja a éste el de Cristeta en traje de teatro, el del conde a caballo y, por último, los de Manolo e Inés, él con capa y ella con mantilla de casco.

Grave y trascendental debió de ser lo que trataron ambas mujeres, porque a pesar de hallarse solas, Cristeta bajó la voz cuanto pudo, limitándose Inés a contestar con inclinaciones de cabeza y caídas de párpados, que denotaban conformidad y sumisión. Después el diálogo se hizo más entrecortado, pero tan a la sordina, que quien hubiese estado cerca habría oído unas palabras sí y otras no, quedando, por lo tanto, incompleto y truncado el sentido de las frases. Por ejemplo:

Cristeta. – No sé…, dos, tres meses… Esencial…, niñera.

Inés. – Sí…, doña Jesualda…, don Pedro, casa vieja…, el administrador conocido… Chico… mañana iremos juntas.

Cristeta. – Berlina…, tu marido. Los sitios convenidos de antemano… ¿Comprendes?

Inés. – Hablarán ustedes.

La conversación se prolongó mucho, y al final hablaron un poco más alto, refiriéndose a lo anteriormente dicho.

Inés. – Todo se arreglará.

Cristeta. – Convéncele tú.

Inés. – Mañana sin falta.

Cristeta. – No tengo más esperanza.

Inés. – ¿Quién sabe?

Cristeta. – Tómalo con empeño.

Inés. – Vaya usted tranquila, y hasta mañana…; pero, la verdad.... ¡qué granujas son los hombres!

Cristeta. – Y nosotras, ¡qué simples!

Inés. – No, pues si todas fuéramos tan listas come usted, ¡pobrecitos!

Cristeta. – Con eso y con que no me sirva de nada…

Inés. – Adiós, señorita.

Aquella misma noche discutieron marido y mujer el caso, hasta que él cedió a los deseos que tenía ella de complacer a la que fue protectora de su amor.

Volvió Cristeta al día siguiente, y en la misma salita de la víspera fue recibida por Inés, que la estaba esperando, acompañada de una mujer entrada en años, corpulenta, ex – guapa, muy achulada y al parecer amable. Inés dijo presentándolas mutuamente:

– Esta es la señorita de quien hemos hablado, aquí tiene usted a doña Jesualda. A ver si se entienden ustedes.

La Jesualda habitaba un cuarto tercero interior de una casa de la calle de Don Pedro; había sido prestamista, pero se le torcieron los negocios y tuvo que renunciar al comercio. Entonces quiso vivir en compañía de alguien que le ayudase a pagar el inquilinato, mas por lo apartado de aquel barrio no halló gente de la condición que deseaba. Al oír la proposición de Cristeta, comenzó presentando obstáculos y haciendo aspavientos, luego sonrió maliciosamente, después fingió sentirse súbitamente movida de simpatía, y concluyó aceptando el trato previo ajuste del pago y otras condiciones. Hubo aquello de «con tal que no haya escándalo…, yo no quiero líos…, usted parece persona decente, etc., etc.». Todo lo cual oyó Cristeta violentándose para no enviar a la Jesualda noramala.

En conclusión: por una cantidad módica dispondría de una alcoba y un gabinetito con cuatro sillas, cómoda y un sofá de Vitoria; daría un tanto para la comida, y habían de correr por cuenta suya el lavado y el planchado de su ropa. Al final menudearon las promesas de fidelidad y complacencia. Cuando se despidieron, Cristeta pensaba: «¡Bah!…, por dos o tres meses…» Jesualda se decía: «Ahora rompe a volar…; pero esta mocita se pierde de vista. Puede que sea una mina.»

Pasado un rato, Inés y Cristeta salieron juntas dirigiéndose a una casa de la calle de San Lucas, que tenía un portalón, sobre el cual se leía este letrero:

COCHES DE LUJO

ABONOS POR MESES

Se admiten caballos a pupilo

– Aquí es – dijo Inesilla al llegar, cediendo el paso a la señorita.

«La Virgen me ayude», – pensó Cristeta, que iba muy preocupada.

Entraron: al fondo, bajo cobertizo, había varios coches; a la derecha una gran cuadra; a la izquierda, un cuartito con una mesa, sobre la cual se veían un tintero, varias plumas y dos gruesos cuadernos: era el sitio donde Inés ayudaba a su marido tomando apuntación de los encargos y reclamaciones.

Manolo, que estaba esperándolas, salió a recibirlas, y como lo tenía todo hablado con su mujer, en seguida se entendió con Cristeta. A cuanto ella decía contestaba:

– Con usted no quiero ganar; en no perdiendo, lo que usted mande; como que es usted más buena que el pan.

Al despedirse estaban de acuerdo.

Cristeta e Inés quedaron juntas en el cuartito; la segunda decía:

– Con la Jesualda no estará usted mal; es formalota y no tiene mala vecindad; abajo, una viuda y su hija que cosen para el corte; en el segundo, una tal Mónica, que tiene huéspedes de medio pelo, ¡figúrese usted en aquel barrio qué huéspedes ha de haber!; arriba, un militar retirao que vive con una que dicen si es sobrina u lo otro; y en el sotabanco, la madre del niño y la sobrina, que ahora las llamaré. Toda esta gente en lo interior; la parte que tié vistas a la calle, ya lo sabe usted, es de los señores dueños de la casa. Lo prencipal es que yo estoy cerca, y si se pone usted mala no ha de faltarle ná. Yo no acabo de hacerme cargo de lo que usted prepara; en fin, cuando usted lo hace, sus motivos tendrá. En cuanto a mi Manolo… es callao, no lo sabrá ni la tierra, y como él arree un cabayo…, ya puén golverse locos los que la busquen a usted.

En seguida llamó a la mujer de un mozo, la cual se presentó a los pocos momentos acompañada de una sobrina, de dieciséis años, graciosa, esbelta, vivaracha, al parecer muy inteligente, y que traía de la mano a un niño de dos años. Aunque desarrapado, sucio y mocoso, el chiquitín parecía un angelito. Muchos lores ingleses hubieran dado sus bosques de Escocia y sus rentas de la India por ser padres de un muñeco como aquél. La chiquilla tenía trazas de descarada.

Cristeta habló en voz baja con ella y con su tía. Ésta dijo:

– Ya má enterao la señá Inés de lo que usted desea. No hay deficultad, mayormente. De cuartos, lo que diga la señá Inés, porque yo la debo el pan… La chica es ésta…, ya la ve usted, ¡más lista!, parte un pelo en el aire, como que la querían en un taller pá ir a la cobranza de cuentas atrasás a las señoras que no pagan…, y el niño, aunque sea mío…, velay que paece un capuyo de rosa. Por supuesto, que ha de dormir en mi casa.

Cristeta cogió al niño, hízole fiestas y, mirando a la sobrina, preguntó:

– ¿Cómo te llamas?

– Julia, para servir a Dios y a ustéz.

– Bueno, pues tú y yo hablaremos despacio. ¿Harás todo lo que te mande?

– Ya lo verá ustéz; todo.

Intentó Cristeta dar a la muchacha instrucciones detalladas, pero la tía interrumpió la explicación, que amenazaba ser larga, con estas palabras:

– Eso mañana, en su casa de ustéz, o lo que es lo mesmo, en la nuestra, porque va le habrá esplicao a ustéz la señorita Inés que nosotras vivimos encima de doña Jesualda, en el sotabanco. En cuanto a la chica, es obediente, espabilá y tóo lo ha de hacer a satisfación.