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Dulce y sabrosa

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Se levantó temblando, se acercó de puntillas y quitó las ropas: la puerta estaba cerrada y tenía el pasador echado; pero… ¿podrían abrirla desde la parte opuesta? Mejor dicho: ¿podría Juan entrar por allí?

«No me acuesto», pensó; y volviendo a sentarse en la butaca, dejó pasar unos minutos, que le parecieron siglos.

¿Se habría equivocado? ¿Sería Juan, u otro cualquiera que se le pareciese en el modo de toser? Si fuese él, ¡qué dulcísimo miedo! Si no, ¡qué tranquilidad… y qué desilusión!

Era en verano, y el cuarto había permanecido todo el día cerrado; así que entre su propio sofoco y el calor de la habitación, Cristeta no respiraba a gusto.

Sin mover ruido fue al balcón y lo abrió.

¡Qué hermosa noche! La ciudad estaba dormida, el mar en calma, el aire diáfano, la atmósfera serena, y en el cielo brillaban millares de millones de estrellas. Cristeta se apoyó de codos en la barandilla y aspiró con delicia el aire que venía saturado de emanaciones salinas. En vano quería serenarse. El corazón le latía como avisando un peligro, y los oídos le zumbaban remedando una canción de amor.

De pronto oyó una voz suave y grata, que pronunciaba su nombre con sin igual ternura, y le pareció que ni antes, ni después, ni nunca en lo infinito del tiempo, se dijo ni dirá nombre de mujer con semejante acento.

En el balcón inmediato al que ocupaba Cristeta estaba don Juan. Alargando un brazo cada amante, pudieron estrecharse las manos.

– ¡Imprudente! – dijo ella – . ¡Quieres comprometerme!

– Nadie sabe que he venido. Peor sería ir al teatro no habiendo aquí nadie de tu familia. Ni siquiera el bobalicón de tu tío.

– ¡Pobrecillo! Bueno le dejé… El teatro le ha vuelto el juicio, o, mejor dicho, aquella corista… Mariquilla. Está loco. Pero el loco de atar eres tú. ¿Cómo te las has compuesto para que te den ese cuarto?

– El cómo, no lo sé; el para qué, figúratelo. Estoy harto de verte ante testigos. Tengo hambre de estar solo contigo, de cogerte una mano, nada más que una mano, ¿entiendes? y comérmela a besos.

– ¿Me quieres?

– Más que tú a mí.

– ¿Tú que sabes?

– ¡Rica mía!

– ¡Vida!

– ¡Cariño!

Y así siguieron largo rato, dulcísimamente entretenidos en aquel estupendo y delicioso dúo que por primera vez tuvieron Adán y Eva, y que probablemente sostendrán, pareciéndoles original, el postrer hombre y la última mujer que queden sobre el haz de la tierra.

El poético canto de la alondra avisaba a Julieta y Romeo que era llegada la hora de la separación; mas como allí no había pájaros, el aire fresco de la madrugada fue quien impuso la separación a los amantes, recogiéndose ambos a sus cuartos al despuntar el día; y conste que, en obsequio al lector, el autor prescinde de describir la llegada de la aurora. Cristeta se sintió más enamorada que nunca, y don Juan más esperanzado con la victoria, a semejanza de los grandes capitanes que no arriesgan ni proponen batalla hasta después de haber irritado al enemigo en largos días de desear la lucha, porque de esta suerte queden la sangre fría y la calma triunfantes del entusiasmo y del coraje.

* * *

Sabed ¡oh tímidas y pudorosas doncellas merecedoras del blanco azahar! que la puerta de comunicación no se abrió aquella noche.

Acostose Cristeta, y al apagar la bujía vio que por el ojo de la cerradura entraba un hilo de luz, al cual parecían dejar paso mal intencionadamente las prendas colgadas de la percha. Entonces, pensando que aquel agujerito podría convertirse en observatorio peligroso para su honestidad, se levantó a oscuras y lo tapó a tientas con la punta de una toalla, murmurando al meterse segunda vez entre las sábanas: «¡Válgame Dios lo que es la vida! ¡Todo Madrid me ha visto medio desnuda en el teatro, y ahora tomo precauciones para que no me vea el único hombre a quien quiero…!»

Capítulo VIII

Lo que en éste sucede, mejor es para sentido que para escrito

Durante cuatro noches se hablaron de balcón a balcón. A la quinta descargó sobre la ciudad una tempestad horrible, y hubieron de suspender el diálogo. Tan fragorosos eran los truenos, tan frecuentes los relámpagos, que ambos amantes juzgaron prudente retirarse cada cual a su cuarto, don Juan maldiciendo de Júpiter y de Eolo, y Cristeta, que ignoraba la Mitología, renegando de su mala estrella.

Era la una de la madrugada, y acababan de recogerse cerrando persianas y vidrieras, cuando Cristeta oyó golpecitos dados en la puerta por donde comunicaban las dos habitaciones.

Aproximose al tabique, dio otros golpecitos, y acercando la boca al ojo de la cerradura preguntó:

– ¿Eres tú?

Pasaron unos cuantos segundos, y de pronto vio caer al suelo la toalla, que pocos días antes colocara con pudorosa cautela, a modo de tapón, notando al mismo tiempo que por el agujerito destinado a la llave asomaba un mango de pluma, con el cual don Juan había empujado el lienzo hasta tirarlo. Venirse abajo el paño de manos, retirarse el mango de pluma y mirar ella por el agujerito, todo fue uno. Al pronto no distinguió nada; pero apartándose un poco hacia atrás, volvió a mirar, y entonces vio una ceja; luego se quitó la ceja, y en su lugar aparecieron los labios de don Juan, cuya voz entraba por aquel estrecho conducto casi silbando, y decía:

– ¿Estás ahí, vida mía?

– Sí.

– ¿Quieres que hablemos por aquí?

– Bueno; ¡pero me da una risa!…

– ¡Qué angostos son a veces – dijo don Juan – los senderos que Dios nos deja para que caminemos hacia la dicha!

– Chico, parece que nos amamos por cerbatana.

– ¿Oyes bien?

– Sí, pero tengo que pegar la oreja a la cerradura.

– ¡Alma mía!

– ¡Juan de mis ojos! ¡Monín!

A la media docena de exclamaciones melosas sonaron simultáneamente dos carcajadas, y en seguida dijo don Juan:

– Cristeta, vida mía, esto me parece el colmo de la ridiculez.

– A mí también: tu voz suena como silbido de mirlo.

– Pues abre la puerta.

– ¡Calla, loco!

– Nada más que entornada.

– ¿Para qué?

– Tú lo has dicho: para no ponernos en ridículo ante nosotros mismos.

– Sí, pero, ¿y luego? Tengamos juicio.

– No seas tonta.

– ¿Quieres que sea loca?

– ¿No estoy yo loco por ti?

– Sí, pero tu locura buscará alivio en mi perdición, y para la mía no habría remedio.

– ¡Vaya un discreteo, y cómo se conoce que eres mujer de teatro!

– Y tú hombre de mucho mundo, que es uno de los tres enemigos del alma.

– Vamos, abre, paloma.

– ¿Y qué prometes?

– Cerrar cuando tú lo mandes.

– ¿Palabra de honor?

– Lo juro.

Oyose el estridente correrse del pestillo, entreabriose la puerta, y, merced a la luz que cada interlocutor tenía en su cuarto, pudieron ambos verse perfectamente.

La puerta quedó separada de su marco cosa de un palmo, y por aquel espacio alargó don Juan ambas manos, estrechando entre ellas una de Cristeta, que ésta tuvo la caridad de no retirar.

– ¡Parece mentira! – decía él – . La prueba de que te quiero está en la cobardía, en el temor de ofenderte con que te miro y te deseo.

– Sí, pero te agarras.

– ¡Maldita tormenta! ¡Estábamos tan bien en el balcón!…

La alegría retratada en el rostro de don Juan le acusaba claramente de mentiroso. Había empezado por no tomar a Cristeta más que una mano; después fue subiendo las suyas hasta cogerle la mórbida y delicada carnosidad del brazo, que mostraba desnudo fuera de la manga de la bata, y acabó por dar un golpecillo a la puerta con el pecho, dejándola medio abierta; de suerte que pudo acercarse mucho más a su novia y cogerle amorosamente la cintura, aunque sin oprimírsela con demasiada libertad.

– ¿Qué es esto? – exclamó ella fingiendo un enojo que no sentía, y moviendo la puerta con un pie.

– ¿Qué ha de ser? Que con esta maldita puerta me hago daño. ¿Pero qué tienes? ¿Desconfías de mí? ¿No hemos estado solos mil veces en tu cuarto del teatro en Madrid?

– Es verdad… esto es bufo, y vamos a concluir burlándonos uno de otro.

– Y en amor – añadió don Juan – no hay cosa peor que el ridículo.

Estaban en lo cierto. La situación era propia de sainete. Cristeta tenía el cuerpo echado hacia adelante, para que don Juan pudiera estrecharla el talle, y él, ansioso de no perder lo conquistado, había metido medio cuerpo por entre puerta y marco; con lo cual, en vez de personas formales, parecían chiquillos jugando al escondite.

– Basta de niñerías – dijo don Juan de repente, atrayendo hacia sí la puerta y abriéndola de par en par – . Entra en mi cuarto, o déjame que entre en el tuyo, y hablaremos tranquilamente.

– ¿Tranquilamente?

– ¿Lo dudas?

– ¡Como no me has avisado que venías, y luego has tomado ese cuarto!

– ¿Había de irme lejos pudiendo estar cerca? ¡Dilo, alma mía!

Don Juan se había ya entrado a la habitación de Cristeta, y con la mayor naturalidad, sin arranque de enamorado fogoso ni señal de ataque a lo que debía respetar, fue a sentarse en el sofá, ni más ni menos que si llegara de visita. Ella, sonriente, monísima, se colocó frente a él, en una silla baja, y durante unos segundos ambos permanecieron callados.

Don Juan pensaba: «Todavía no». Cristeta se decía: «¡Veremos!»

Luego hablaron de cómo hizo cada cual el viaje, del tiempo que Cristeta había de estar allí, de cuándo partiría él, hasta que, según costumbre en tales casos, sin saber por dónde, volvieron al eterno dúo en que las promesas de amor se resuelven en suspiros, y se acaban en mimos las frases comenzadas con palabras. Sin duda que andaba cerca de allí un diablo ocioso, y quiso atormentarles, que es, según San Macario, lo más grave que puede acaecer a cristianos, porque al poco rato sucedió que don Juan, alzando suavemente a Cristeta de la silla baja donde estaba y sentándosela muy junto a sí en el sofá, comenzó a decirle miles de cosas amorosísimas, que ella escuchaba dándole gracias con los ojos. No pretendió el diablo tentarles más, o don Juan quiso dejar la tentación para otro día, porque levantándose de repente, como quien se aparta de un grave peligro, se pasó las manos por el rostro, y dijo:

 

– No, Cristeta, esto es una locura… Adiós, hasta mañana; estás hermosísima y te quiero demasiado. – Y echando a andar hacía su cuarto, entró y cerró la puerta, mientras Cristeta quedaba en el sofá confusa y asombrada, no sabiendo qué sentimiento dominaba en su espíritu, si pena de amor contrariado o gratitud por el respeto que recibía.

Al encerrarse don Juan en su habitación se dejó caer sobre una silla, admirado de su propia heroicidad. No hubo en aquel momento rasgo de casta entereza que no recordara con desprecio. ¿Qué José, huyendo de la mujer de Putifar? ¿Qué Octavio, esquivando a Cleopatra, podían comparársele? Porque estas dos damas fueron caprichosas pervertidas, y estaban cansadas de darse a quien quisiera disfrutarlas; mas Cristeta era la juventud no estrenada, la belleza por nadie poseída, que espontáneamente se le brindaban en el silencio de la noche, como en la soledad de un campo se ofrecen al sediento peregrino los jugosos racimos de la vid.

Don Juan se portó así, seguro de que aquello no era renunciar a la victoria, sino asegurarla, dilatándola; prefirió sitiar la plaza por hambre a tomarla por asalto.

Aunque a la noche siguiente estuvieron el cielo sereno y el aire templado, no se le ocurrió a ninguno de ambos amantes ponerse al balcón ni entornar la puerta. Cristeta fue la primera que, al volver del teatro, como viese el hilillo de luz que penetraba por el agujerito de la cerradura, despidió a la doncella lo más presto que pudo, y apenas la oyó subirse al piso en que dormía, tosió para que don Juan supiese que era esperado, y descorrió el cerrojillo. Sonar la falsa tos, rechinar el hierro y abrirse la puerta, apareciendo en ella el galán, fue obra de un momento.

A estar Cristeta menos enamorada, habría podido, durante las veinticuatro horas transcurridas desde la entrevista anterior, reflexionar sobre la conducta que le convenía seguir; pero ya no discurría tan frescamente como al salir de Madrid. Primero el alejamiento de su amado, luego los diálogos de balcón a balcón, y por último el peligroso encanto de aquella misteriosa proximidad, acaloraron su imaginación, haciéndola sentir mucho y pensar poco; así que, en vez de apercibirse contra la cita, no supo sino esperarla con impaciencia. Al dirigirse hacia la puerta miró al sofá con miedo, a la cama con terror, y, sin embargo… abrió gozosa.

Don Juan adelantó dos pasos, la cogió amorosamente por el talle y la besó en una mejilla con aparente inocencia, reanudando el dúo de la noche pasada con aquella misma naturalidad que emplearía Fray Luis de León al exclamar: «Decíamos ayer…» Cristeta, sin rehuir el beso, habló de este modo:

– ¡Vaya una temeridad! ¡No sabes qué cavilosa he pasado el día!

– ¿Por qué, vida?

– No debemos continuar viéndonos de esta manera. Si alguien lo sabe, estoy perdida.

– Tú podrás perderte, pero yo lo estoy ya; perdido de amor por ti, que ni descanso, ni duermo, ni sosiego, ni hago cosa a derechas; todo el día estoy contando minutos y esperando que llegue este momento para decirte que te quiero… ¡Qué hermosa estás!

– ¿De veras? ¡Nunca lo he oído con gusto hasta que tú me lo has dicho!

– Como que nadie te lo ha dicho queriéndote: con esa cara y ese cuerpo que tienes, ¡claro! alguno habrá habido chiflado por ti, pero… no sé de qué modo expresártelo, no por cariño, como yo… sino… en fin, por lo guapa y por lo mareante que eres, vamos, con hambre de abrazarte… Ya me entiendes… ¡Quita, quita; no me mires así, que me vuelves loco!

– Y tú ¿me quieres de otro modo?

– ¿Yo? De los dos. Cuando no te tengo al lado soy dueño de mí, pienso fríamente, y recordándote, siento un placer grandísimo… y tranquilo… vamos, como sí gozara sólo con el entendimiento, como si en vez de ser hombre fuese un ser maravilloso incapaz de… ¿Comprendes?…

– Se me figura que sí.

– Bueno; pero luego, en cuanto me acerco a ti, ¡adiós frialdad! Tú no habrás estado nunca borracha, ya me lo figuro; pero alguna vez, el día del santo de tu tía, o de una amiga, habrás bebido una copita de licor que se te haya subido a la cabeza… No se pierden la voluntad ni el sentido, pero se exalta la imaginación, todo lo demás flaquea y desmaya; parece que los ojos no ven sino lo que quieren ver, lo que da gusto al alma, y se queda uno soñando despierto, perdido de ideas… ¡Se me ocurren unas cosas!…

– Juan, calla, o vete. ¡Déjame!

– La culpa es tuya. Tienes un modo de mirar que me estremece. Como cuando pasa un pájaro aleteando sobre el agua, y parece que el agua tiembla… ¡No te rías! Pues agallado.

– No digas tontunas: ¡ni que estuviéramos en escena en el teatro!

– ¿Qué teatro? ¿Quién te ha hablado nunca con la sinceridad que yo? Si hasta se me olvida lo que pienso lejos de ti. Mientras no te veo, se me ocurren cien mil cosas con que volverte loca; me siento más poeta que Dios, y en cuanto te tengo al lado, me quedo tonto, inútil, como un muñeco descompuesto.

Cristeta respiraba penosamente, y en lo interior del pecho sentía una sensación extraña, como de hervor latente. Las palabras de Juan se le iban entrando al alma, haciendo escala en los sentidos. Por fin, igual que otras veces, le dijo, mirándole con melancólica ternura:

– ¡Si fuera verdad!…

– ¿Y qué derecho tienes para dudarlo?

– No lo sé. Corazonadas… miedo. Vamos a ver; apártate un poquito y hablemos fríamente. No dudo de tu sinceridad; pero no confundamos las cosas. ¿Es que me quieres, o es que te parezco bonita? Piénsalo bien: ¿qué soy yo para ti?

– ¡Mi vida! ¡Mi cielo!

– ¡Quiá! Una mujer que te gusta… una más. Y por otra parte, ¿qué puedo yo esperar de ti? ¡Nada! ¿No conoces que, aunque te quiera como te quiero, no debo hacerme ilusiones? Vamos, calla, calla. ¡Si no puede ser! Un hombre como tú, tan distinto de mi clase… Yo, que no he pisado alfombras más que en escena… No tendríamos perdón de Dios: yo, por vanidosa; tú, por creer que es amor eso… que es otra cosa.

– ¿Y qué es? – preguntó Juan con extraordinaria vehemencia.

Cristeta se puso roja como la grana.

– ¿Lo ves? – añadió él – . Hasta te da vergüenza lo que se te ocurre. Dilo claro: ¿crees que yo no siento por ti más que un deseo… un capricho?…

– Ya te he dicho otra vez que me lastima esa idea; yo no he nacido para satisfacer caprichos. Sólo la palabra me ofende y me repugna. Lo que quiero decirte es que tú confundes lo poco que me puedas querer con… lo otro.

– Tú sí que me ofendes. ¿Cuándo se te ha acercado un hombre que te respete más que yo?

– Es que yo sé hacerme respetar.

– Pues conmigo no tienes necesidad de eso.

Cristeta sostenía el diálogo con dificultad: sus frases eran diversas de sus pensamientos y contrarias a sus deseos; semejaba un sofista ansioso de dejarse convencer.

Juan no había llevado la vela de su cuarto; en el de ella, aunque espacioso, puesto como de fonda, con pocos y baratos muebles, no lucía más que la llama temblorosa de una bujía, colocada sobre un veladorcito, en tal disposición, que dejando en sombra los rincones, daba de lleno en el rostro de Cristeta, iluminaba la cama, la mesa de noche y el sofá en que estaban sentados los amantes. Pendientes de perchas y sobre varias sillas, se veían ropas de calle y de escena, resaltando entre éstas una faldilla de seda a listas de colores vivos y tan corta, que habría de dejar las piernas al descubierto. Encima de un baúl había un par de botas altas de raso blanco con cordones de oro.

La calle estaba desierta, al través de los visillos del balcón se divisaba el centelleo de las estrellas y a lo lejos sonaba el bramido ronco y tenaz que subía de la playa.

En la fonda y su proximidad el silencio era completo. Mientras Cristeta hablaba o escuchaba, su propia voz y la de Juan parecían infundirle tranquilidad y sosiego: pero en los breves intervalos en que permanecían callados, entre frase y frase, aquel silencio era para ella un nuevo y peligroso incentivo, añadido a la fascinación que en su ánimo juntamente levantaban la sed de amor y las palabras del hombre. Medrosa por la ocasión y medio rendida ante la idea del amor, fijaba de cuando en cuando la mirada en Juan, cual si pretendiese adivinarle los pensamientos; otras veces dirigía la vista hacia el faldellín y botas de raso, que simbolizaban su peligrosa vida artística, y luego desviaba con desdén los ojos. En los del hombre no descubría presagio de infortunio; antes al contrario, estaban expresivos, atrayentes, llenos de promesas dulcísimas. En cambio – ¡hay momentos en que las cosas hablan! – el faldellín y las botas de raso parecían augurar más sinsabores que el coro de la tragedia antigua.

Un reloj de cuco que había en el pasillo inmediato, dio pausadamente las tres de la madrugada. Cristeta, retirando una mano que don Juan le tenía cogida entre las suyas, se puso en pie como tocada de un resorte. No hizo ademán de resistencia premeditada, ni fue el suyo acto sugerido por la voluntad, sino movimiento instintivo con que, sintiéndose flaquear, se apercibió a la defensa, viendo inevitable y cercana su amorosa derrota.

Al verla levantarse, don Juan se puso también en pie, comprendiendo que en aquel instante podía intentar un asalto decisivo. La noche, el sitio, la soledad, el silencio, la excitabilidad de que Cristeta parecía poseída, hacían apetitosa y deleitable la ocasión; mas ¿a qué atacar una fortaleza a la cual faltaba tan poco para rendirse voluntariamente? Don Juan sabía que gozar una mujer, en el más noble y lato sentido de la palabra, no es descerrajar una puerta. La violencia es el peor enemigo del amor. El viento huracanado y raudo roba brutalmente su perfume a las flores y lo esparce sin disfrutarlo; en cambio el aura suave, el céfiro que dicen los poetas, vuela apacible y manso sobre los plantíos y aspira voluptuosamente sus delicadísimos efluvios. Don Juan prefería lo último.

– Adiós, alma mía, hasta mañana… Anda, busca otro hombre que a esta hora, estando así, a tu lado, sea tan…

– Sí, ya lo sé; tan caballero. Nunca esperé menos de ti.

– Hay momentos en que caballero y tonto son sinónimos – dijo él.

– No lo creas – repuso ella tendiéndole ambas manos en señal de despedida, y añadió – Quien sabe amar sabe agradecer.

«Ya me las pagarás todas juntas», pensó don Juan. Y al mismo tiempo, según la tenía cogida por las yemas de los dedos, la atrajo contra sí hasta juntarse ambos cuerpos, y le dio un beso sonoro, largo y apretado, uno de esos besos que despiertan en los ángeles deseo de pedir licencia para venirse al mundo.

En seguida, dejándola presa de aquella impresión, como si la caricia fuese la flecha que arrojaban los partos al huir, se entró en su habitación. Al verse Cristeta sola en la suya y cerrada la puerta, comprendió que había triunfado, mejor dicho, que se había vencido a sí misma. ¡Triunfo efímero y pobre vencimiento que dejaron su imaginación poblada de dudas!; porque aquella aparente victoria, aquel momentáneo éxito de castidad, era pan para hoy y hambre para mañana.

No faltarán almas ruines y fantasías pervertidas que al llegar aquí tachen a don Juan de estúpido y a la pobre Cristeta de fácil y liviana. Los mismos que tal piensen no habrían vacilado en explotar su amorosa turbación. Así es el hombre, pronto a censurar toda flaqueza que no redunda en su provecho. Dios, que cuando tiene tiempo penetra en el corazón de los mortales, sabe que Cristeta no era fácil ni liviana: lo que pasaba era que le había llegado su hora.

Su amor era semejante al agua que se desliza secreta y soterrada, hasta que llega un punto donde surge y brota, trocándose la inútil e ignorada corriente en manantial fresco y fecundo. ¿Sería don Juan quien en él apagara su sed? ¿Lo enturbiaría luego? Ello fue que tampoco aquella noche perdió el pudor sus fueros ni tuvieron por qué regocijarse los diablos. Lejos de darse a ellos, como hubiese hecho cualquier adorador impaciente – y conste que la impaciencia es el error que malogra más victorias amorosas – , don Juan se recogió a reflexionar con frialdad sobre la situación, ni más ni menos que podría un filósofo meditar sobre la ruina de un imperio.

Y consideró lo siguiente:

Que era hombre aguerrido en aquellas luchas, pero que estaba colocado en circunstancias enteramente nuevas. Había rendido mujeres sosas de las que caen sin lucha ni gracia, como fardos abandonados a su propio peso; señoritas imbéciles, tocadas de fría sensualidad; mozuelas que ceden por cálculo y se equivocan en la cuenta; casadas de las que se visten con gajes del adulterio; viudas aventureras, semejantes a los aros de circo con el papel ya roto, en que no deja señal un salto más o menos; pecadoras por hambre, que soportan los besos haciendo números de desempeños y deudas; lascivas por codicia que ponen el cuerpo a interés compuesto; y también disfrutó alguna de esas mujeres inocentemente viciosas, alocadas, que se entregan sin pensarlo, y a quienes se goza de improviso cortando la monotonía de la vida, como esas ráfagas de aire fresco que interrumpen de pronto el bochorno asfixiante de un día abrasador.

 

Cristeta era un caso enteramente distinto. Sus encantos físicos podían calificarse de excepcionales. En estado normal era una de esas beldades serenas, de aspecto castísimo, en cuya contemplación se deleita el alma; y luego, cuando menos podía esperarse, aquella placidez y decoro dejaban el puesto a una sonrisa picaresca, hija de una sensualidad mimosa y dulce, natural y espontánea, que le resplandecía en los ojos abrillantándole las miradas, o parecía florecer en la humedad rojiza de los labios. Era imposible que su lenguaje fuese muy escogido, porque no es dado usar términos elegantes y frases primorosas a la que nace pobre, crece en una trastienda y entra en la vida social por el proscenio de un teatrucho; mas, en desquite de esta falta de atildamiento, en sus ideas se transparentaba siempre un fondo de delicadeza y honradez de sentimientos, que la hacían en extremo simpática. Aun con palabras mal empleadas revelaba pensamientos sanos. Un clásico hubiese dicho de ella que era hermosa como Diana, amante como Alcestes, compasiva como Antígona, y, sobre todo, enamorada como Cloe. Además, sin ser ignorante ni cándida, tampoco resultaba sosa ni simplona: no creía que los niños se encargan a París, pero el altar de su pureza no había recibido ofrendas, y, su misma reflexiva castidad le daba conciencia del valor de lo que podía perder. De todo lo cual colegía don Juan que no se trataba de una mujer vulgar, buena para poseída una temporadita, a quien se pudiese luego echar o devolver a la circulación como se compra y revende un caballo de lujo.

Resumen: primero: Cristeta era una verdadera conquista, inapreciable, sabrosísima, pero también un origen de pavorosa responsabilidad. Segundo: en esto mismo radicaba la fascinadora atracción que sobre él ejercía. Y tercero: tratándose de una mujer excepcional, era necesario emplear medios extraordinarios para lograrla.

Don Juan se durmió pensando en estas cosas y en sus derivados.

Ella monologueó bastante menos. Luego de cerrar la puerta y tapar con el paño de manos el ojo de la cerradura, se quitó las horquillas, lavose a chapuz la cara porque estaba muy acalorada, y se acostó.

Ambos soñaron disparatadamente, porque como durante el sueño trabaja el espíritu abandonado a sí propio, no crea sino desatinos y extravagancias. Sin duda por esto quiso Dios que el espíritu tuviese como base de operaciones, el cuerpo, la vil materia, tan calumniada por los espiritualistas. Además, ¿quien sería capaz de comprender o interpretar los ensueños de una doncella?

Dijo Zenón que nunca desentrañará el hombre la esencia de las cosas; mas se le olvidó añadir que el sumo grado de lo imposible es descifrar lo que sueña la mujer.