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Dulce y sabrosa

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– Diga usted.

– Haga usted una prueba… doble. La empresa está ya convencida de que usted sirve, y de que el público ha de quererla más cada día. En cuanto usted lo intente, verá cómo le guardan ciertas consideraciones. Niéguese usted a hacer el papel de la pieza nueva… ese de la estatua. ¿A que no le tuercen a usted la voluntad? Si es usted franca al decir que le disgustan las mallas, saldrá usted ganando no tener que ponérselas. Y de paso se convencerá usted de la alegría que yo experimentaré al saber que no han de verla otra vez medio desnuda… y reflexione usted un poco sobre qué clase de sentimiento será el que me inspira para que yo piense todo esto.

– Pero… ¿qué diablos le importará a usted que salga así o de otro modo? – le interrumpió Cristeta con dureza; y en seguida, deseando apurar la situación, añadió – : ¿Imagina usted que voy a creer en esas delicadezas? ¿Se le dicen de veras semejantes cosas a una actriz de este teatro?

No deseaba ella sino que don Juan cayese en el lazo y hablara más claro. Y como está escrito que todo Hércules tropiece con su Onfalia, don Juan cogió una mano a Cristeta y siguió hablando de este modo:

– La temporada va a concluir; evite usted hacer ahora ese papel; nos trataremos durante el verano, procuraré que me conozca usted a fondo, que seamos verdaderos amigos… y ¡quién sabe! tal vez para el otoño empiece usted a pensar en si le conviene renunciar al teatro.

Entonces no experimentó Cristeta lo que las pastorcillas solicitadas por príncipes, sino que sintió agitársele su viva sangre madrileña, y encarándose con don Juan, repuso ásperamente:

– Sí, que renuncie al teatro, donde al fin y al cabo puedo ser buena, aunque no lo parezca, para dejar de serlo a beneficio de usted. Luego se cansa usted de mí, y me deja. Lo de siempre, usted a otra… y yo…

– Es usted injusta, cruel y mal pensada – dijo don Juan, poniéndose en pie y haciendo ademán de coger el sombrero para irse.

Cristeta le detuvo con una sonrisa, y mirándole con la más hechicera mezcla que imaginarse puede de tristeza y ternura, repuso:

– ¡Si hablara usted de veras! ¡Bah!… ¡Imposible!… Además, tengo una contrata para salir fuera este verano.

– Pero no irá usted sola.

– Probablemente con mi tío.

– Y yo detrás.

– Veremos…; pero crea usted que desde ahora hasta el verano ya se le habrá quitado a usted eso de la cabeza.

– No vaya usted a creer que es un capricho.

Cristeta le miró algo severa, frunció el ceño y respondió:

– Nunca he creído yo que pudiera servir para satisfacer caprichos.

* * *

Aquella misma semana tuvieron varias conversaciones parecidas. Por fin, una noche, dando pasto a la murmuración, Cristeta y su tío salieron del teatro acompañados de don Juan: delante iba la pareja enamorada y detrás el estanquero.

Nadie hubo en el teatro que no diera por cierta la caída y perdición de la Morteruelo; y, sin embargo, el diablo no tenía todavía motivo para regocijarse. Lo único grave que pasó entre ella y su adorador fue que una noche, mientras el tío había salido a comprar un periódico, llegó don Juan, entró en el cuarto, se acercó de puntillas y la besó en el cuello. Cristeta le vio por el espejo aproximarse, pero ni esquivó el cuerpo ni mostró enfado, y mirándole con mayor dulzura que severidad, le dijo:

– Pase… como extraordinario.

Quien presenciase el atrevimiento de él y la indulgencia de ella, acaso imaginara que ya habían trocado el amor platónico por el experimental: y sin embargo, Cristeta estaba tan limpia de pecado, como la madre Eva antes de verse obligada a estrenar el primer vestido de hojas de parra entretejidas.

Capítulo VI

En el cual don Juan despliega su astucia, y don Quintín se hace la ilusión de que pueden volver «aquellos tiempos»

La noticia del viaje a provincias llenó al pronto de júbilo a don Juan, quedando luego su alegría algo mermada con la perspectiva de que Cristeta fuese bajo la guarda de don Quintín; así que resolvió evitar a todo trance dicha compañía, pero sin contar con la complicidad de aquélla.

Don Juan decidió poner en práctica uno de sus más profundos axiomas, que dice: «Conviene a veces, para lograr una mujer buena, utilizar los servicios de otra maleada». No se crea por esto que pensó en recurrir a ninguna corredora de alhajas, prendera a domicilio, o cualquiera otra congénere de la famosa vieja que perdió a Melibea: no buscó quien hiciese de demonio tentador, sino simplemente quien le despejase el camino.

Se propuso que don Quintín no saliese a provincias con Cristeta, y he aquí cómo lo consiguió.

Una tarde en que su amada no tenía ensayo, fue a la puerta del teatro, esperó a que saliesen las coristas, y siguió de lejos a una con quien en otro tiempo tuvo una aventurilla, y de la cual, por haberse mostrado generoso y conocerla bien, podía fiarse.

Iba la muchacha a entrar en el portal de su casa, cuando la detuvo llamándola por su nombre: volvió el rostro la chica, acercose el caballero y cambiaron unas cuantas frases, que denotaban gran confianza. Hablaron en broma de lo pasado, como quien revuelve cenizas sin temor a encontrar rescoldo, y, por fin, don Juan, con aquel tono autoritario, propio del hombre que tiene seguridad de haberse portado bien con la mujer a quien habla, le dijo:

– La verdad: ¿tienes algún lío? Porque no quiero comprometerte.

– ¡No pasa un alma! Suba usted y hablaremos.

– ¿Aún me llamas de usted?

– Ya sabe usted que nunca pude acostumbrarme a otra cosa. Vamos arriba.

Y comenzaron a subir la escalera, no con la impaciencia de antaño, sino como dos buenos amigos que traen entre manos un negocio. Media hora duró la conversación, y debieron de entenderse, porque al despedirse, don Juan decía:

– Marearle un poco, mucha conversación, nada de hacerle concesiones, de cuando en cuando una dedadita de miel… y, sobre todo, que lo sepa su mujer.

– Vaya usted descuidado: le voy a volver tarumba.

* * *

Aquella misma noche, en un momento en que don Quintín salió del cuarto de Cristeta para que ésta se mudase de traje, y mientras estaba sentado leyendo el periódico bajo el mechero de gas que había en el corredor, se le acercó la corista a quien por la tarde habló don Juan.

Venía hecha la caricatura de una gran señora, con traje de baile muy escotado y guantes hasta el codo, uno de ellos sin abotonar.

– Vamos, don Quintín, hágame usted el favor de echarme estos botoncitos – dijo al estanquero, presentándole la mano y acercándosele mucho.

No tuvo más remedio que acceder: púsose en pie, y cruzando las piernas y sujetando entre ellas el periódico, comenzó a meter botones en los ojales.

Sus dedos eran demasiado gruesos y torpes para aquella operación: además, ojales y botones, aquéllos por chicos y éstos por grandes, parecían preparados con diabólica astucia; y entretanto sus miradas venían a caer precisamente en medio del escote de la corista, cuyos rizos le rozaban al menor movimiento, cosquilleándole en la frente.

Nunca había visto tan de cerca mujer engalanada de aquel modo. A lo que más se asemejaba era a las figuras de grandes damas que adornaban algunas novelas de las que él solía leer en sus ratos de ocio. Doña Frasquita fue en sus buenos tiempos una real moza; varias criadas que logró conquistar le dejaron recuerdos de índole picaresca; pero jamás soñó, en sus largos monólogos de estanquero aburrido, tener tan cerca de sí una señora como aquélla. Si Mariquita, que así se llamaba, no era pura ni a juzgar por su aspecto podía ceñirse justificadamente la corona de azahar, en cambio estaba guapísima. Sus ojos eran tan expresivos, que parecían habladores; su boca tenía sonrisas entre mimosas y burlonas; y en conjunto, por su talle y rostro recordaba los tipos de aquellas muchachas diabólicamente hermosas que algunos pintores han trazado en torno de los santos combatidos de voluptuosas tentaciones.

Lo que a don Quintín le producía más turbadora impresión era el olor que de ella se desprendía: tal vez fuese perfume barato, pero a él se le antojaba efluvio de diosa.

Entre aspirar aquellas que le parecían suavísimas emanaciones y hacer esfuerzos por ajustarle el guante, lo menos tardó diez minutos en meter los catorce botones por sus correspondientes ojales; hecho lo cual se dejó caer sudoroso sobre la silla, diciendo:

– ¡Qué trabajos!

A lo que ella repuso:

– Para otras fatigas tendrá usted más habilidad.

Y sentándosele de golpe en las rodillas, como niña juguetona, permaneció encima de él un instante: en seguida se levantó, y, alzándose la falda, echó a correr, mientras el pobre hombre se quedaba pasmado, semejante a devoto fanático que imaginase haberse visto favorecido por una aparición sagrada. En las manos sentía el calor de los brazos desnudos que acababa de tocar, ante los ojos creía tener aún el escote tentador, y el olorcillo a hembra le andaba escarabajeando en el olfato, como el dejo de una sensación gratísima. Hubo un momento en que enderezando el cuerpo sobre el asiento, soltó el periódico y se irguió, a modo de caballo viejo que ha guerreado mucho y se engalla y estira el pescuezo al percibir ruido de trompetas lejanas. ¡Oh, memoria, qué dulces recuerdos trajiste! ¡Oh, fantasía, cómo los poetizaste! Mozuela que allá en el pobre lugarejo le esperabas en el pajar; sabrosa luna de miel pasada con Frasquita; cocinerilla vencida en la trastienda, en una sofocante siesta de verano; dichosas y felices aventuras, ¡cómo y con qué fuerza surgisteis en la imaginación del estanquero, poblándola de halagadoras reminiscencias que le inspiraron deseos de nuevos triunfos!

El episodio del guante fue prólogo de otros conmovedores sucesos.

Al día siguiente la corista tuvo que ponerse, por razón de una de las obras en que cantaba, el más caprichoso traje que imaginarse puede. A modo de antenas, llevaba entre el revuelto peinado dos cuernecillos; el arca del cuerpo, encerrada en un corsé de terciopelo casi negro tornasolado, a listas pardas y de oro; y en lo restante de su persona, o, mejor dicho, personilla, porque era pequeña y traviesa, malla del color de la carne; las eternas mallas, que eran como el alma y principal aliciente de aquel templo de Talía. Así ataviada, y en todo semejante a una avispa, la gentil muchacha anduvo largo rato por un pasillo, hasta que, viendo a don Quintín sentado bajo el mechero de gas y enfrascado en la lectura, se le acercó y le dijo, aludiendo al periódico que tenía en las manos:

 

– Si ve usted en los anuncios que alguien busque casa para vivir en compañía, dígamelo usted, que tengo un gabinete muy mono.

Don Quintín no pudo reprimir el atrevido pensamiento, y repuso:

– Monina, ¿me quieres a mí de huésped?

– No, porque vivo solita; un señor mayor, sí; pero hombres de buena edad, así como usted… ¡nones!

¡De buena edad! ¿Qué cosa podía lisonjearle más? Una mujer joven y bonita le consideraba peligroso. Se atusó el áspero bigote, tosió con fuerza, se acordó de las asonadas del cuarenta y del cincuenta, de las formaciones en que lucía el gallardo cuerpo, hasta de las barricadas, y recobrando el pasado ardimiento, cogió a la hechicera avispa las manos, que ella tuvo buen cuidado en no retirar.

– Oye – le dijo – , gachoncita, pimpollo, ¿me tendrías miedo?

– Miedo no, porque no asustan más que los feos; pero no quisiera que nadie murmurase de mí…

Don Quintín creyó ver que el rostro de la chicuela se cubría de pudoroso carmín.

– ¿Te gustaría más un joven, un mocito?

– No quiero nada con chiquilicuatros, que no tienen pizca de formalidad.

– ¿Prefieres hombres serios…, por ejemplo, yo?

– Sí; pero usted no es para mí. La mujer debe buscar uno de su igual.

En seguida bajó los ojos, fingió turbarse, y terminó diciendo:

– Por Dios, don Quintín, déjeme usted vivir tranquila.

Claramente comprendió el vejete que aquella mujer le consideraba como caballero, y además como peligroso. No le faltó más que oírse llamar guapo.

En seguida sacó la chica un caramelo que llevaba oculto entre los pliegues del corpiño, le quitó el papel, se lo llevó a la boca, hizo como si quisiese y no pudiese partirlo con los dientes, y, por último, se lo presentó, húmedo todavía, a don Quintín, diciéndole:

– Pártalo usted y deme la mitad.

El estanquero no pudo más. Miró a uno y otro lado del pasillo, vio que nadie venía, y cogiendo a la avispa por el talle, a riesgo de quebrarle un ala, la atrajo hacia sí y le plantó en el cuello un beso como no se lo había dado a mujer alguna desde la regencia de Espartero, exclamando:

– ¡Tú vas a ser mi perdición!

– ¡Y usted la mía! – repuso ella con la voz trémula, como desposada que viera descorrerse las cortinas del tálamo.

El momento fue solemne. Los dedos del ex – miliciano oprimían la cintura de la corista, cuyo cuerpo temblaba como pájaro en poder de niño.

Mariquita murmuró con extraordinaria dulzura:

– ¡Por Dios, don Quintín!

– Él, estrechándola con más fuerza, dijo:

– ¡Llámame Quintín nada más!

– ¡No, no quiero! – repuso balbuciente y medrosa – . ¡No sea usted malo… no quiero perderme… no me pierda usted!

* * *

En los sucios pasillos del teatro comenzó a desarrollarse el idilio más conmovedor del mundo. ¿Dónde hay poesía tan intensa como la del tronco viejo que de improviso empieza a reverdecer y retoñar?

Don Quintín se relajó en el cuidado y vigilancia de Cristeta, quien, a decir verdad, no lo sentía, porque mientras estaba con don Juan, para nada se acordaba de su tío y éste, prescindiendo de su sobrina, como en justa reciprocidad, siempre andaba en busca o en espera de Mariquita.

La endiablada mozuela, ciñéndose a las instrucciones de don Juan, se hacía desear mucho, tardaba en acudir a las citas, luego venía armada de malicia, fingiendo estremecimientos, vacilaciones y sonrojos que la hacían más apetitosa; y si se dejaba tocar por el ex – miliciano remozado, en seguida se le escapaba de entre las manos, como si le tuviese condenado a eterna dedada de miel, sin esperanza de mayores goces. Las burlas de su amor eran muchas y frecuentes: las veras, escasas y tardías; de suerte que don Quintín pasaba, no las de Caín, sino las de Tántalo; pero era tal su pasión, que con un apretoncillo cada cuatro o seis días, con un abrazo de cuando en cuando, tenía bastante para seguir entusiasmado. No había cosa que no estuviera pronto a sacrificar por Mariquita: el estanco con anaquelería, puros, carteras de sellos, papeles de matrículas, todo se le antojaba poco para arrojarlo a los pies de aquella sirena. ¡Cuán horrible le parecía, al volver a casa, la severa figura de su esposa doña Frasquita! ¡Qué fea estaba con aquellos parches de alquitira en las sienes y aquella eterna labor de calceta azul entre las manos! Y no era lo malo que doña Frasquita hiciese medias, sino que luego se las ponía. ¡Qué diferencia entre aquellas groseras fundas de algodón, con que cubría sus escuálidas piernas, y las mallas que apretaban y contenían los bien formados encantos de Mariquita! ¡Oh amor, cómo pusiste al pobre don Quintín! ¡Desde la guerra de Troya no había hecho la pasión tan cruel estrago en un hogar como lo hizo en aquel estanco!

Porque sucedió que mientras don Quintín y Mariquita pudieron verse en el teatro, de nada se enteró la esposa engañada; pero luego, al terminar el año cómico, ni él tuvo pretexto para salir a callejear todas las noches, ni su enamoramiento quiso transigir con la ausencia del bien amado. La corista entonces, cumpliendo órdenes de don Juan, tan bien dispuestas como generosamente pagadas, empezó a enviar misivas a don Quintín.

En vano rogó éste a la que consideraba su amante que no le mandase chicos con recaditos, ni mozos de cordel con cartas.

Mariquita llegó a decirle:

– ¡Eres un mandria; anda, bayeta, si me quisieras de veras, no tendrías miedo a la estantigua de tu mujer!

Por fin, la catástrofe se vino encima.

Uno de aquellos billetes amorosos cayó en manos de doña Frasquita. ¡Y en qué momentos! Precisamente cuando era cosa resuelta que don Quintín acompañase a Cristeta en su campaña de verano. La carta interceptada estaba escrita con la peor intención del mundo; la fraguó don Juan, dijo luego a Mariquilla cuál había de ser su contenido, y después ella misma la redactó con espantables faltas de ortografía. Sus párrafos no dejaban lugar a duda. Doña Frasquita supo de un golpe que la querida de su marido era corista, que habían tenido sus diálogos pecadores en el teatro, y que, según ella le ofrecía, en el punto donde durante el verano había de trabajar Cristeta continuarían aquellos vergonzosos desórdenes. Para que nada faltase, la individua debía de ser una desuellabolsas y sacadineros, porque la epístola concluía de este modo:

Quintín mío, esta es para decirte que no se te olbide benir a buscarme pronto una noche, para yevarme a desempeñar el mantón, que me lo as ofrecido, y a ber si me traes o me compras, para trabajar afuera este berano, media dozena de pares de medias muy vistosos, mono mío. Adiós, pichón, y es tullo el corazón de esta que te quiere y verte desea y no te olbida.

Mariquita.

La cólera de Jehová cuando supo los retozos de Adán y Eva, fue cosa de risa comparada con el furor de la estanquera. No bastaron a torcer la resolución que adoptó ni el temor a que se malease la sobrina ni siquiera los cuatro duros diarios que llevaba de sueldo. Doña Frasquita era algo avara; pero antes de tolerar que su marido acabase de corromperse y perderse comprando medias a una sinvergüenza, consintió en que Cristeta saliese de Madrid acompañada de una doncella, costara lo que costara. Menos ruinosa resultaría la doncella que la pérdida de su marido. La escena que pasó entre los cónyuges fue trágica. Primero Frasquita rogó, suplicó y lloró, mientras don Quintín aguantó, cruzado de brazos, jurando y perjurando que el origen de aquello debía de ser una broma pesada de algún mal intencionado; por último, exasperada la esposa, empuñó un formón viejo que servía para desclavar cajones, y amenazó enérgicamente a su marido, diciéndole:

– ¡Te mato cuando estés durmiendo, y luego me mato yo! ¡Vamos a salir en los papeles!

El pobre don Quintín cedió amedrentado.

La maquinación del conquistador estaba bien urdida. El mismo día y en el mismo tren en que partió Cristeta para Santurroriaga salió el utilísimo Benigno, el ayuda de cámara de don Juan, destinado por éste a servicios análogos a los que el padre de los dioses exigía de Mercurio. Benigno iba vestido a lo burgués, llevaba instrucciones reservadas, y Cristeta no le conocía.

Capítulo VII

En el cual hay viaje, separación, monólogo y principio de algo más grave

No queriendo don Juan que su amada viajase en compañía de los demás cómicos ni en coche de segunda, como correspondía a su categoría artística, le proporcionó para sí y la doncella un reservado y fue a despedirla a la estación, donde cubrió el asiento que debía ocupar con un precioso ramillete de flores y una cestilla llena de exquisitas provisiones de boca.

Cristeta se presentó en el andén vestida con elegante sencillez. Ya no era la chiquilla que años antes salía muy de mañana con un pañuelo a la cabeza y un vestidillo de percal a comprar buñuelos para que sus tíos tomaran chocolate, ni recordaba en nada la humilde comiquilla de los primeros meses de contrata, en que iba a los ensayos con velo negro, como van al taller las oficialas de modista. Ahora parecía un figurín francés: llevaba un magnífico abrigo gris, largo y muy ajustado al talle; sombrero de anchas alas, adornado con lazos negros; en la mano un saquillo de piel de Rusia, y al subir al vagón mostró que, según su costumbre, iba primorosamente calzada. La doncella vestía con decencia, pero de modo que nadie pudiera dudar que fuese criada.

Ella sentada dentro del vagón, y él de pie en el estribo, Cristeta y don Juan estuvieron hablando un buen rato y sin testigos enojosos, porque doña Frasquita no permitió que su marido fuese a la estación para despedir a su sobrina.

– ¿Qué día vendrás? – preguntó ella a su amante.

– Lo antes posible.

– Piénsalo bien – dijo luego Cristeta mirándole con severidad no exenta de cariño – . Te agradezco mucho todas tus finezas; pero…, no puedo adivinar qué fin va a tener esto. Conozco que te quiero, y éste es un mal… ¡sabe Dios! Ahora estamos a tiempo… Si te has de portar mal conmigo… déjame. Por lo menos, el recuerdo que conserve de ti no tendrá nada de rencor.

– ¡Tonta mía! ¡Qué cavilosa eres!

– Es que… entiéndelo bien… nunca me resignaré a que mi amor sea cosa de juego. Yo podré no tener exigencias ridículas; pero tampoco me dejaré tratar como… ya me comprendes.

Don Juan, no sabiendo qué responder a tan sinceros avisos, se contentaba con mirarla rendidamente.

De pronto silbó la locomotora, lanzó tremendos resoplidos, crujieron los herrajes, arrancó el tren, dejando al galán en el andén con un «adiós, vida mía», en la boca y Cristeta permaneció asomada a la ventanilla hasta que le perdió de vista, agitando el pañuelo en la mano.

Durante el viaje adquirió el convencimiento de que aquel hombre se le había entrado al corazón más de lo que acaso conviniera. Todo el camino fue pensando en lo distinto que era Juan de cuantos pretendientes tuvo.

Echada en el fondo del vagón, sin dormir ni cambiar palabra con la doncella, se quedó como ensimismada. Unos ratos sus reflexiones semejaban examen de conciencia: mentalmente se hacía reproches por haber dado oídos al amor; otros momentos parecía complacerse en los recuerdos que su memoria iba evocando… En verdad que las galanterías de Juan habían sido de extraordinaria delicadeza: fue el único que, al dirigirse a ella, no tuvo en cuenta exclusivamente su belleza: no cabía duda de que le parecía, no hermosa, sino hermosísima; pero jamás se lo expresó con osadía ni se permitió atrevimientos de mal gusto… algún beso, eso sí; pero un beso casi respetuoso. Nunca mostró desconocer ni olvidarse del decoro debido a la mujer amada. Otros procuraron seducirla fingiéndose enloquecidos por su belleza, no elogiando más que sus encantos materiales: Juan le había dado a entender muchas veces que también apreciaba en ella el ingenio y la bondad: además, había hecho lo posible por despertar en su ánimo aversión a la vida teatral, en lo que tenía de peligrosa. Y sobre esto último pensó mucho Cristeta, porque el teatro y el arte que ella se había fingido leyendo dramas y comedias en la trastienda del estanco o apoyada de codos en el mostrador, no eran el arte y el teatro que la realidad le presentaba. Soñó con una vida toda poesía y encanto, y tropezó con una existencia llena de vulgaridad y desilusión. Por otra parte, ya no podía confundir su afición con su disposición: ya sabía que sus facultades no eran bastantes a eternizar su fama, ni muchísimo menos. Acaso estuviera predestinada a tener que contentarse con ser actriz mediana, de aquellas a quienes nadie echa de menos cuando mueren o se retiran. Era aplaudida por elegante, picaresca, graciosa y bonita, o por salir medio desnuda: todos decían al verla: «¡qué guapa!», rara vez la celebraban como artista. Harto lo comprendía ella, sin forjarse esas dañosas ilusiones con que el amor propio ciega y pierde a los vanidosos… y, además, recordaba que la única persona que había contribuido a promover estas ideas era Juan. Por supuesto, que sus indicaciones fueron hechas con exquisita discreción. Sí; aquel hombre lo tenía todo: galante, fino, cariñoso, espléndido, inteligente, bien educado… hasta guapo mozo, que es la última de las condiciones que debe exigir la mujer. ¡Vaya si era guapo! ¡Qué modo tenía de mirarla! Sus expresivos ojos sabían decir cuanto callaba su comedida lengua. Pero lo que causaba a Cristeta verdadera delicia era la convicción de que don Juan se apenaba cada vez que la veía salir a escena ligera de ropa. Indudablemente tenía celos del público, y por lo mismo que el seductor puso empeño en alejar del pensamiento de la mujer toda idea de pasión exclusivamente sensual, la mujer se obstinaba en persuadirse de que, no sólo con sus perfecciones morales, sino también con sus encantos físicos, le había enamorado.

 

Toda la noche soñó despierta con don Juan, experimentando dulzura inefable ante la idea de que él compartiese el sentimiento que había inspirado. El monólogo fue muy largo, e innumerables las ideas que mientras duró se encadenaron y sucedieron, quedando al término de todas evidenciada la existencia de un grave peligro para Cristeta. Don Juan era hombre de posición social muy superior a la suya; ella no lo ignoraba, y a pesar de esto le había rendido el albedrío. Don Juan no se aventuró a una sola demostración que indicase atrevimiento, ni dio un paso en el camino de la conquista material; nunca tuvo ella que decirle: «las manos quietas», pero ¿qué pasaría si llegasen las cosas a este terreno? ¿Cómo ponerle a raya, si tal aconteciera? Pensar en boda, sería bobada: don Juan no había de casarse con una comiquilla. ¿Qué quedaba, pues, en el fondo de aquella mutua inclinación sino la perspectiva de unas relaciones predestinadas a morir sin madurar o a convertirse en contrato pasajero?

Cristeta no quería acostumbrarse a la idea de que su pasión creciese fuera de la Iglesia y a espaldas del Registro civil; pero aún le repugnaba más la posibilidad de perder a don Juan.

Mirando tristemente el ramo que le había dado al salir de Madrid, imaginaba que a veces el amor tiene igual destino que las flores: se cortan con mimo, se les quitan las espinas con cuidado, se agrupan con arte, se aspira su aroma con delicia, se conservan artificialmente unas cuantas horas, y luego quien las deseó con vehemencia, las tira con desprecio.

En suma, Cristeta desconfiaba sinceramente de saber ni poder ni querer resistir a don Juan, y al mismo tiempo su dignidad femenina se sublevaba, temiendo que el abandono pudiera ser para ella el mismo despeñadero que para tantas otras. Acaso llegase a conformarse con la idea de perderse por amor; mas no podía transigir con la perspectiva de ser una pérdida. Amar y entregar el alma, y, considerándolo como miserable esclavo del alma, hacer también regalo de su cuerpo… tal vez; pero a un solo hombre, y ese había de ser él.

* * *

Llegada que fue a Santurroriaga se hospedó en el piso segundo de la Fonda de España. El criado de don Juan, que no la perdió de vista desde que se apeó del tren, se albergó en el mismo establecimiento, y después de saber dónde se había alojado, a fuerza de propinas, consiguió que le trasladasen a una pieza contigua a la que ella ocupaba: en seguida de lo cual dirigió a su amo un telegrama. Después aquel hombre utilísimo, más digno de mandar que de servir, esperó a don Juan, el cual llegó a las cuarenta y ocho horas.

Así urdida la trama, amo y criado se encontraron casualmente en la puerta del hospedaje, y ante el encargado de la fonda, como amigos a quienes el azar reúne, hablaron de este modo:

El criado. – Si va usted a estar aquí muchos días, pida usted que le den el cuarto que yo tengo, porque la vista del mar es una delicia… Yo me voy pasado mañana.

El señor. – Hombre, se lo agradezco a usted mucho. Y luego, dirigiéndose al encargado:

– ¿Hay inconveniente en que ocupe la habitación de este caballero?

El de la fonda. – Ninguno. ¿Qué más nos da?

Don Juan tomó posesión del cuarto inmediato al de Cristeta.

Un conquistador principiante o adocenado, hubiera incurrido en la inexperiencia de ir aquella misma noche al teatro de la villa en busca de la mujer asediada, para demostrarle su amor haciendo valer la presteza del viaje. Don Juan, con maquiavélica sagacidad, no se dejó ver. Salía de la fonda muy de mañana, comía fuera, paseaba lejos y regresaba tarde. No hubo compañero de Cristeta que tropezase con él.

Luego transcurrieron unos cuantos días sin que ella recibiese cartas de su amartelado caballero, lo cual estimuló su impaciencia, y ya comenzaba a darse casi por olvidada, cuando una noche el desasosiego se le trocó en alegría.

Regresaba del teatro y subía de prisa la escalera, seguida de la doncella, que por llevar un lío de ropa andaba más despacio, cuando al llegar al descansillo que separaba dos tramos, vio a un hombre que, palmatoria en mano, entraba rápidamente en una habitación. No pudo distinguir bien la figura del desconocido, que abrió y cerró la puerta con extraordinaria precipitación; pero le pareció que aquel hombre era don Juan.

«¡Dios mío!», murmuró la enamorada muchacha; y dándole un vuelco el corazón, quedó parada, sintiendo que comenzaban a temblarle las piernas. Haciendo un esfuerzo llegó a su cuarto, aguardó a que subiese la doncella, despidiola en seguida sin consentir en que la desnudase, y apenas se vio sola, cerró la puerta con llave y la aseguró con el pestillo.

No se había repuesto de la emoción sufrida, cuando una tosecilla seca y entrecortada confirmó sus sospechas. Aquella era la seña que tenían concertada en el teatro de Madrid, para conocer que él había llegado y que esperaba en el pasillo.

Cristeta, entre acobardada y gozosa, se dejó caer en una butaca. Estaba sola, y don Juan a dos pasos. Sólo les separaba un miserable pestillo, que con el dedo meñique podía descorrerse. Su turbación fue grande: estaba segura de que había de venir a pasar algún tiempo en la misma ciudad, y le aguardaba impaciente, no por días, sino por horas; pero no imaginaba que viniese a la misma fonda, ni que se alojase en el cuarto de al lado.

La sacudida nerviosa que experimentó fue indefinible mezcla de pudor alarmado y esperanza satisfecha. Miró con recelo hacia la puerta, y viéndola cerrada y asegurada, se le serenaron algo los ojos, como si juzgase alejado el peligro. En seguida oyó otra vez sonar la tosecilla y sonrió orgullosa diciéndose: «¡Hasta el fin del mundo es capaz de ir por mí!»

De repente se puso pálida como la cera; quiso suspirar, no pudo, y se le vino al rostro una oleada de sangre. La cosa no era para menos. Acababa de fijarse en una puerta de que hasta entonces no hizo caso, o en que no reparó, por hallarse clavada en ella, según es frecuente en las fondas, una percha, de la cual su doncella había colgado varías faldas y otras ropas largas ocultando la entrada; y era lo terrible que esta puerta ponía en comunicación el cuarto de Cristeta con el inmediato.