Free

Dulce y sabrosa

Text
iOSAndroidWindows Phone
Where should the link to the app be sent?
Do not close this window until you have entered the code on your mobile device
RetryLink sent

At the request of the copyright holder, this book is not available to be downloaded as a file.

However, you can read it in our mobile apps (even offline) and online on the LitRes website

Mark as finished
Font:Smaller АаLarger Aa

Efectivamente; el carruaje avanzaba de prisa por el centro del paseo. Don Juan se hizo a un lado, ocultándose tras el grueso tronco de un álamo. Cristeta, que le había visto desde lejos, mandó parar, y se apeó.

Por su figura y traje venía primorosa. Llevaba falda lisa de paño gris, formando grandes pliegues, corta para lucir los pies, calzados con medias negras y zapatitos a la francesa, abrigo muy oscuro, ceñido al talle con cordones de seda que pendían hasta el suelo, y forro de felpa roja que se descubría a cada paso; sombrerillo de terciopelo ceniciento con velito y lazos encarnados; cuello largo de piel que culebreaba sobre el pecho, y manguito. Tenía la tez algo carminosa, como excitada por el aire fresco de la mañana; los ojos acusando insomnio y llanto, contorneados de un livor apenas perceptible; el garbo, la esbeltez, la manera de andar, eran una delicia.

No estaba todavía lo bastante cerca de don Juan para que pudiera desmenuzarla con los ojos, pero la presintió; el corazón le brincaba dentro del pecho como pájaro inquieto en jaula estrecha. Un hombre ducho, corrido y experimentado en tales lances, ¡temblar de aquel modo, ni más ni menos que un estudiantillo! ¡Qué vergüenza!

El coche dio la vuelta y quedó parado. Ella cruzó ante el árbol tras el que don Juan estaba escondido y pasó de largo; él, entonces, salió, llamándola en voz baja:

– ¡Cristeta, Cristeta mía!

Sin detenerse, repuso:

– Anda… anda hasta que perdamos de vista el coche.

Uno tras otro, a veinte pasos de distancia, siguieron cosa de cien metros, internándose luego hacia la derecha en los jardinillos donde hay una plazoleta con macizos de boj y bancos de piedra en torno de una fuente. Allí se detuvo Cristeta, y volviéndose, aguardó al galán; éste avanzó rápidamente, al llegar junto a ella se desembozó, y mirándola con ternura, sin desplegar los labios, le tendió las manos. Ella no sacó las suyas del manguito, y bajando los párpados quedó silenciosa, impasible e inmóvil, como deidad que se dignase escuchar a un mortal. Viéndola don Juan en actitud tan indiferente y desdeñosa se amilanó por completo. Cristeta, después de complacerse unos segundos en saborear aquella turbación, dijo fríamente:

– Aquí me tienes.

– ¡Cuánto te agradezco… vida mía!

– No, Juan, tuya no. He venido y he hecho mal, lo sé; ahora lo siento. Pero quería suplicarte de rodillas, exigirte, si es necesario, que no vuelvas a pensar en mí.

– ¡Imposible!

– ¡Calla! No sabes lo que te dices. En ti sería una locura, en mí una infamia.

Don Juan, sin dejarla seguir, preguntó dolorosamente:

– ¿Luego estás casada?

Cristeta, en vez de contestar categóricamente, dejó caer los brazos rectos a lo largo del cuerpo, con ademán de profunda resignación, y sin desplegar los labios inclinó la cabeza sobre el pecho.

Entonces él exclamó:

– ¡Mentira parece que hayas tenido valor!

– No tienes derecho a reconvenirme. Te gusté, era libre, y además tonta: te creí… ¿qué había de suceder? Después me abandonaste sin el más leve motivo de queja.

Al llegar aquí, don Juan creyó notar que los ojos de Cristeta brillaban humedecidos en llanto, y que su voz acusaba profunda turbación de espíritu.

En cuanto a él, no sabía cómo disculparse para salir del paso.

– Mi situación… aquel maldito negocio… – dijo apartando la mirada.

– Todo mentira; ya lo sé. Me dejaste a sangre fría, con una perfidia inconcebible… Ahora… ¡tú lo has querido! Nada puede haber entre nosotros.

Estaban solos; no había en torno paseantes, jardineros ni guardas; nadie. Don Juan hizo ademán de querer sentarse en un banco, y miró a Cristeta para que también lo hiciese; mas ella movió la cabeza negando, y aproximándose a la fuente, se apoyó de espalda en los sillares del pilón.

Los tibios rayos del sol, que ya iban haciendo jirones en la niebla, comenzaron a reverberar en la limpia superficie del agua, sobre la cual caía con rumor unísono y constante el chorrito del surtidor. De cuando en cuando venía una hoja seca revoloteando por el aire, como mariposa de oro, hasta quedar presa entre los pliegues de la falda de Cristeta, quien distraída, casi maquinalmente, la tomaba con las puntas de los dedos, dejándola sobre el haz del agua.

Viendo don Juan que no quería sentarse, permaneció en pie frente a ella sin atreverse a proferir palabra. Cristeta tornó al pasado juego de bajar la cabeza para evitar encuentro de miradas, hasta que pasados unos cuantos segundos, tendió con desconfianza la vista en torno, y dijo:

– Déjame, ingrato, déjame que me vaya… esto es una locura. – Y apartándose de la fuente, anduvo algunos pasos.

– ¡No, por Dios! – exclamó él suplicante – . Tenemos mucho que hablar. No puedo seguir así; ¿cómo quieres que me resigne a perderte?

– ¡Qué remedio! Juan, piénsalo; ni yo soy mujer capaz de cometer una infamia, ni tú transigirías con ciertas cosas…

– ¡Eso jamás!

– Entonces… ¡ya lo ves! Adiós, Juan. ¡Bien sabe Dios que la culpa no es mía!

– No me has querido nunca.

– ¡Qué sabes tú lo que es querer! Sí, con toda mi alma… es decir, te quise cuando podía quererte.

– No me hubieras olvidado tan pronto.

– ¿Merecías otra cosa? En fin, ni tú debes hablar más, ni yo escucharte. He venido, ¿qué se yo?, por debilidad, por miedo a que tuvieras el atrevimiento de plantarte en mi casa.

– Estaba resuelto.

– Pues si es verdad que me has querido, que aún me quieres, demuéstramelo… dejándome vivir tranquila y no te guardaré rencor, es más, te lo agradeceré con toda mi alma.

– Calla, eso no se le dice a un hombre como yo. ¿Crees que pueden quedar así las cosas?

– No te forjes ilusiones: aquello acabó para siempre. Ya que no supiste quererme, veremos si sabes respetarme. Adiós, adiós, Juan, que se hace tarde y puede venir gente.

Esto dijo con la voz penosamente entrecortada y los ojos nublados de las mal contenidas lágrimas.

Don Juan concibió, sin embargo, alguna esperanza. Indudablemente, aquella mujer había ido decidida a darlo todo por concluido; pero sus miradas, su turbación, el constante aludir a lo pasado, como echándolo de menos, indicaban que le costaba gran pena resignarse.

– Mira, Cristeta – dijo bajando los ojos, al modo de quien hace una confesión vergonzosa – , tienes razón. Mi conducta… tú no sabes lo que es la vida de un hombre… estaba en circunstancias excepcionales… podré haberme portado mal… pero caro lo estoy pagando.

– Y ahora que no tiene remedio – le interrumpió ella con un mohín delicioso – es cuando caes en la cuenta.

– ¡Si me quisieses de veras!

– ¡No sueñes! Nuestras relaciones fueron antes un juego peligroso en que yo salí perdiendo. Hoy, en cuanto a mí, serían un crimen, y por parte tuya una vileza. Concluiríamos aborreciéndonos.

– Bueno, como quieras, puede que tengas razón; pero yo no me conformo. ¡Qué impresión me causó encontrarte! ¡Cuánto me has hecho soñar! Ahora, ahora es cuando te adoro. ¡Idea, imagina, propón un medio, un recurso! Soy capaz…

– ¿De qué? No hables más, que me ofendes.

Don Juan miró rápidamente a todos lados, vio que nadie podía sorprenderles, y alargando los brazos, intentó coger las manos a Cristeta; mas ella, echándose hacia atrás, las esquivó temblorosa, exclamando:

– ¡No! ¡No me toques!… Adiós, adiós.

Y al decir esto, se apartó muy despacio.

Entonces, envalentonado él por la soledad y aún mas por la emoción que el semblante de Cristeta revelaba, la alcanzó, cogiéndola por una manga del abrigo, al mismo tiempo que con voz trémula e intención resuelta, decía:

– ¡No te irás! Tú no puedes ser de nadie más que mía. ¿Entiendes? ¡Mía o de nadie!

– Te digo que me dejes. ¡No eres caballero!

– Aquí no hay caballero que valga; no hay más que un hombre que te quiere, que tiene derecho…

– ¡Calla, o me marcho!

– ¡Me oirás! ¿Conque has tenido valor de engañar a un pobre hombre y ahora quieres sentar plaza de virtud arisca? ¡Es tarde!

Aun pareciéndole a Cristeta dura y grosera la frase, se alegró de oírla, porque la energía con que don Juan la dijo denotaba sinceridad. Ningún halago de los que recibiera en otro tiempo fue tan de su gusto como aquel espontáneo arranque de despecho.

– Me abandonaste – replicó – , y lo que se tira por la ventana es de quien primero lo recoge.

– Eso será si yo lo consiento. ¡Buscaré a ese hombre…!

– ¡No, por Dios!

– Pues prométeme que… – y no siguió.

– ¿Ves? No puedes decirlo. ¿Qué he de prometer?

– Quiero verte…, nada más que verte alguna vez. ¡Mira que estoy dispuesto a todo!

Deseando ella cortar la entrevista, fingió ceder, y dirigiéndose hacia el sitio donde el coche la esperaba, echó a andar diciendo:

– Bueno…, ahora déjame…, procuraré que nos veamos, cuando pueda ser…, pero tú mismo te persuadirás de que no debemos…, sería indigno de nosotros…; por piedad, déjame marchar, que es tarde.

Don Juan insistió:

– Pues dime que nos veremos. ¿Dónde? ¿Cuándo? ¡Cristeta, tú no sabes cómo estoy!

– Una vez…, te lo prometo…; quédate aquí, no me acompañes más…, y luego ten prudencia y no me sigas.

– Te obedeceré…, lo que tú quieras…; pero júrame que nos veremos pronto, que no me has olvidado por completo. – Y con mezcla de solemnidad y enternecimiento, añadió, clavando en ella sus expresivos ojos – : ¡Cristeta…, júramelo…, por tu hijo!

– Bien; te lo juro por el niño, y ten prudencia, por la Virgen del Carmen.

Corrió hacia el coche, y don Juan se quedó mirándola embelesado.

Al arrancar la berlina se asomó a la ventanilla fingiendo que se incorporaba para acomodarse en el asiento. Un instante después, mientras el carruaje corría camino de Madrid, no pudo contener la risa pensando: «Pobrecito niño… ¡jurar en falso! ¡Válgame María Santísima!… aunque no es mío, no quisiera que le sucediese cosa mala. ¡Angelito de su madre!»

 

Don Juan, loco de contento, dio la vuelta hacia San Antonio, diciéndose mentalmente: «Es indudable que se ha casado por despecho; todavía me quiere…, ha consentido en que nos veamos, lo ha jurado por su hijo, ¡pobrecilla!, y después ha dicho ‘prudencia’, es decir, todo se arreglará. El arreglo corre de mi cuenta. La cosa no es tan fácil como parece. Vamos a cuentas. Aunque no se parece a ninguna otra, al fin es mujer. Está casada, y, sin embargo, ha consentido en que nos viéramos… luego es mía… en espíritu. El tiempo hará lo demás. Lo imposible, inútil y absurdo, dadas las circunstancias, sería repetir las citas al aire libre. Una vez, pase, por lo que tiene de poético. ¡Ya lo creo que tiene poesía! La mañana, la niebla, el miedo, el misterio, ¡hasta el sitio…! Aquí venían con sus amantes las damas de tiempo de Carlos IV; en este palacio de la Moncloa debían de tener sus citas Godoy y María Luisa. ¡Cuántas picardías habrán visto esos merenderos! ¡Si pudiese hablar esa ropa que hay tendida! ¡Pobre Manzanares, cuánta burla le han hecho!; arroyo aprendiz de río, dijo Quevedo; río con mal de piedra, le llamó Lope… ¡Si hubiese por aquí una casita decente! Pero ¡quiá!, no es mujer que se deje llevar a cualquier parte. De amigas no querrá fiarse, y hará bien. Tengo observado que cuando una mujer le presta a otra su casa, concluye por robarle el amante. Si consintiera en venir a mi casa, sería lo mejor. ¿Qué tiene de particular que una señora entre a cualquier hora del día en un portal de la calle de las Infantas? Nada. ¡Si fuese en sitio apartado, en barrio sospechoso! Cuanto más céntrica y frecuentada es una calle menos se escama la gente de ver a un hombre parado con una señora o acompañándola; lo que huele a pecado es encontrarse una pareja fuera de puertas o por calles extraviadas. Sólo el hecho de haberme citado en la Moncloa demuestra que esta pobre chica no tiene experiencia ni pizca de malicia. ¡Está monísima! Ahora, ahora que no está en Madrid el bestia de su marido, es cuando tengo que domesticarla. Y ha de ser en mi casita. ¡Venus a domicilio! ¡Vaya si vendrá! La verdad es que lo más cómodo es que ellas vengan a verle a uno. ¡Y cómo les gusta! Se hacen la ilusión de que se truecan los sexos y arrostran el peligro con más valor que nosotros… Me acuerdo de aquella que me decía sentada en el sillón de mí despacho: «Un día vas a poner en el balcón una muestra con un letrero que diga MODAS, para que yo me asome impunemente o para que me traiga mi marido hasta la puerta.» Cristeta no es capaz de semejante desvergüenza, pero vendrá. Esto es lo primero que hay que procurar. Si no quiere, buscaremos otro medio.»

* * *

Aquel mismo día por la noche Cristeta mandó recado a don Quintín rogándole que fuese a verla. Obedeció el vejete, y hablaron largo y tendido. La sobrina dio encargos e instrucciones; el tío, por la cuenta que le tenía, prometió obedecer.

Fue conferencia importantísima, pero secreta; semejante a esos consejos de ministros en que se tratan cosas graves, que sólo andando el tiempo se descubren.

Capítulo XVII

Donde el zorro se forja la ilusión de que la gallina puede venir a entregársele

Tanto se envalentonó don Juan a consecuencia de la entrevista en la Moncloa que, por conducto de Julia, envió a su hermosa deseada la carta siguiente:

«Cristeta de mi vida: No renuncio a que hablemos en lugar seguro. Tu marido está muy lejos de Madrid, y nada tiene de particular que una señora pase a cualquier hora del día por esta calle. Aquí en mi casa te aguardo mañana a las tres. No hay ni puede haber lugar más seguro. En lo porvenir acaso esto fuese imprudente: ahora no. Ven sin miedo. No tendrás necesidad de llamar porque estaré solo y al cuidado para recibirte, y al salir hallarás en la puerta un coche que te llevará hasta donde quieras. ¿Vendrás? Me dice el corazón que sí, y por supuesto, te doy palabra de honor de que no haré nada, absolutamente nada que pueda enojarte. Vienes a casa de un caballero. Te he querido, te quiero, y haré los imposibles por demostrarte que estoy resuelto a poner remedio a tan dolorosa y difícil situación. Piensa que vas a decidir de los dos para siempre y ven sin miedo y quema este papel. Por Dios, no faltes. Tuyo siempre,

Juan
Infantas, 80 duplicado, entresuelo.»

Luego de enviada la carta, cayó en la cuenta de que tal vez fuese demasiado expresiva y comprometedora; pero tal era la exaltación de su ánimo, que se dijo: «No importa; hoy por hoy no hay peligro y aunque estuviese aquí el marido, haría lo mismo. Lo esencial es que ella venga, y vendrá.»

Aquella noche durmió mal, tras madrugar mucho, almorzó sin gana y se vistió como quien pretende agradar.

Sobre la chimenea del despacho colocó dos jarroncillos llenos de flores; en seguida, por si era curiosa y le revolvía los papeles, como habían hecho otras, escondió varias cartas en una sombrerera vieja, arrojándola encima de un armario, y quitó de la vista dos retratos de antiguas conocidas y otro de una cómica fotografiada en ademán provocativo. En un veladorcito puso un sortijero con alfileres, horquillas, agujas, imperdibles y un gran frasco de agua de Colonia sin destapar, con su caperuza de pergamino y sus cordones de colores. Pero, de allí a poco, pensándolo mejor, e imaginando que aquello, además de estar en contradicción con su carta, denotaba práctica de libertino a sangre fría, solamente dejó el perfume y las flores.

Según las manecillas del reloj iban avanzando despacito, comenzó a recapacitar si todo estaba dispuesto y en su punto. Nada ni nadie podría turbarles. Los criados fueron alejados engañosamente, y la portera advertida de que sólo dejase subir a la señora que había de llegar a las tres.

Comenzó don Juan a dar paseos por el cuarto, y cada vez que llegaba hasta la puerta de la escalera, aguzaba el oído, esforzándose en distinguir y diferenciar los pasos de las gentes que subían… Los peldaños crujen… ¡no es ella!; debe de ser una mujer muy gorda; luego un chico que baja de estampía; después la pausada y ruidosa ascensión del… De pronto sonó un campanillazo; tornó de puntillas hasta la puerta, descorrió con gran tiento el ventanillo, y por una rendija imperceptible, conteniendo la respiración, miró. Era un amigo: la portera se había descuidado. Otro campanillazo, dos más, el último a la desesperada, mucho más fuerte… y el inoportuno bajó lentamente la escalera como quien da tiempo a que abran y le llamen.

Las tres menos diez. Hasta las flores, mal puestas en los búcaros, caídas y doblados los tallos, parecían cansadas de esperar. Silencio completo. De repente don Juan se dirige hacia la alcoba, porque más allá del hueco que la separa del despacho, se ve la cama cubierta de un rico paño japonés.

«Esto está mal; no debe verse tanto» pensó, y desplegando un biombo de telas antiguas, ocultó el lecho, del cual sólo quedaron visibles las almohadas, blancas, limpísimas, aún cuadriculadas por los dobleces del planchado.

Al pasar ante un espejo se miró un instante y sonrió satisfecho. Tenía la barba sedosa y muy cuidada; los ojos algo tristes, como de quien espera una dicha, desconfiando lograrla porque no cree merecerla… El gozo, la alegría, serán luego, cuando ella entre, porque no ha de faltar. El marido no está en Madrid, el sitio es seguro, la impunidad completa. Por otra parte, él se ha resignado de antemano a portarse como caballero, a estar casi platónico para inspirar confianza. Lo demás vendrá con el tiempo.

De cuatro miradas examinó el cuarto y le pareció que no estaba mal. Alejando toda sospecha de ocio y frivolidad, había sobre una mesa varios libros con señales interpoladas entre las hojas, y páginas dobladas. En un testero de pared, llenando un hueco entre dos cuadros, se veían brillar dos espadas de duelo que representaban la dignidad y el valor. La alfombra no tenía motas, ni manchas de ceniza de cigarro; ni un átomo de polvo empañaba los muebles.

¡Menos cinco! Se dirigió al balcón, y apoyando la frente contra el vidrio, miró hacia la calle que enfilaba con el portal, por donde ella probablemente vendría. Así permaneció un rato, que se le antojó muy largo; mas al consultar de nuevo el reloj, vio que apenas se había movido el minutero.

«Es difícil que una señora sea puntual; ¡tardan tanto en emperejilarse!»

Quiso distraerse leyendo periódicos; pero su imaginación tomó rumbo hacia Cristeta y comenzó a fingírsela presente deleitándose en ella igual que si la tuviese ante los ojos. Ensimismado y desprendido de cuanto le rodeaba, creyó verla mientras en su casa se vestía, desazonada y trémula, engalanándose con premeditación para venir a rendírsele. ¡Oh portentosa fuerza de abstracción! ¡Oh bienhechora potencia imaginativa!, ¡sed benditas, porque dais al hombre la visión de la dicha deseada cuando aún la tiene lejos… cuando acaso jamás ha de llegar!…

* * *

No, no es visión, es realidad; no imagina verla, sino que la está mirando.

Su tocador, ni grande ni lujoso, respira limpieza y elegancia. Cristeta, en pie, frente al espejo, pincha en el rodete rubio la última horquilla, y con la yema de los dedos se arregla los ensortijados ricillos de la nuca. Estremecida de pudor y de frío, se quita la bata y la tira sobre un sofá. Las ropas interiores son finísimas; están adornadas de estrechas cintas de tonos pálidos, y trascienden suavemente a verbena. Las medias son negras, como exige la impúdica perversión de la moda; las ligas, de color de rosa. Ya se calza los bien formados pies. Ahora se pone el corsé, lleno de vistosos pespuntes, y encima el cuerpo de suave batista para no ensuciarlo. En seguida el vestido que, arrugando el canesú de la camisa, oculta el nacimiento del pecho y los hermosos brazos. La falda cae, resbalando a lo largo de la enagua; se abrocha de prisa; busca entre varias horquillas un alfiler largo para sujetar el sombrero, y se lo prende, dejando que el velo caiga, sombreándola el rostro dulcemente. Los guantes…, una pulsera…, la lisa de plata, nada que tenga pedrería. Se acabó. Algo falta: pudorosa, aunque nadie puede verla, se vuelve de espaldas a la puerta y se estira una media.

«¡Qué hermosa es! ¡Cuánta cosa bonita y elegante se ha puesto! ¡Y pensar que tal vez yo se lo vaya quitando todo poco a poco, con mimo, lentamente, lazo a lazo, botón a botón, broche a broche, sin que oponga resistencia ni enfado! Pero sabe Dios lo que sucederá, porque es una mujer excepcional, capaz, aunque venga, de no dejarse besar ni las yemas de los dedos. Sería desesperante y ridículo que sólo viniese para que tuviéramos una escena romántica… con lágrimas.»

El reloj marca las tres en punto, la máquina produce un quejido metálico y el timbre suena pausadamente. ¡Qué espacio tan largo entre una y otra campanada! Hasta los objetos parece que aguardan impacientes. Don Juan vuelve de nuevo a pasear, atento el oído hacía la puerta y fruncido el entrecejo por el enojo. Empieza a desconfiar.

«¡No viene! ¿Qué ridículo miedo, qué recelo se le habrá metido en el alma? ¡Virtud de última hora!»

Torna al balcón, apoya la cabeza en la vidriera, que se empaña con el vaho de su aliento, y exclama, hablando solo:

– ¡Gracias a Dios! ¡Allí está!

Cristeta viene por lo alto de la calle, vestida como él la soñó. Sus enguantadas manos oprimen un grueso devocionario, sujeto con un elástico rojo, y bajo el tul del velo brillan sus rizos de oro. A cada instante vuelve la cabeza hacia atrás. Entonces, don Juan sonríe con orgullo y se dirige lentamente a la puerta.

Al cruzar el despacho, lo inspecciona todo por última vez. Nada falta. Para ella la butaca en que descansará su cuerpo agitado por la emoción y el miedo, ¡quizá por el amor! En el suelo, el almohadón, bordado por otra mujer ya olvidada, y muy cerca, la silla baja de fumar, que él tomará para sí, cogiéndola como al descuido, procurando tener la presa al alcance de la mano.

Pero en la escalera no suena el esperado taconeo ni el roce crujiente de la falda.

«¿Qué será esto?»

Vuelve precipitadamente al balcón, alza el visillo y la ve en la acera opuesta parada ante un escaparate, como si con disimulo se contemplara en su cristal. En realidad, lo que hace es mirar con terror a derecha e izquierda; hasta se nota la respiración alterada que levanta y deprime su hermosísimo pecho, Don Juan piensa:

«Esta es la última vacilación.»

De pronto, Cristeta se vuelve, avanza en dirección al portal… se detiene para dejar paso a un hombre que va cargado, y en seguida, obedeciendo a un impulso inesperado, con un movimiento nervioso, se vuelve de espaldas y echa a andar muy de prisa, calle arriba, por donde vino. Pero aún queda esperanza: de repente acorta el paso, sigue despacio, parece que duda, vacilando entre la cita y el deber… Por fin acelera la marcha, se aleja casi corriendo, y allá, en lo alto de la calle, se pierde confundida en un grupo de gente, mientras don Juan, humillado y rabioso, murmura entre dientes, rasgando el visillo del balcón:

 

– ¡Cobarde! ¡Bribona!

Si la coge en aquel momento, la mata.

* * *

Al anochecer se presentó en la casa un mozo de cuerda, mostrando tal empeño por entregar al señor una carta en propia mano, que para tomarla de la suya don Juan, todavía mohíno, salió al recibimiento.

Rasgó el sobre: lo que dentro venía era una tarjeta: el nombre litografiado decía: Cristeta Moreruela de Martínez, y encima, escritas con lápiz y mano temblorosa, estas palabras:

«He ido asta la puerta de tu casa, y me a faltado balor. No pidas lo imposible. Perdona a esta pobre mujer que sufre mucho, y holbídame adiós para sienpre.

CRISTA.»

Al releer aquellas cuatro líneas, luego de ido el mozo, don Juan sonrió como si contemplara un billete de lotería premiado.

«No me esperaba esta satisfacción, que casi es una promesa – se decía paseando desde la sala al despacho y viceversa – : nos acercamos al momento supremo de la crisis. Lo que me figuré: casada por despecho, y arrepentida. Me quiere… y le falta valor… lo cual prueba que no es mala. Yo tengo la culpa de todo. ¡Qué lucha habrá sostenido la pobre consigo misma! ¡Qué noche habrá pasado! Porque… vamos a cuentas: si se ha casado, aunque me quiera, por fuerza ha de costarle trabajo hacer traición… traición, no; pero, en fin, engañar al otro. Lo que en realidad no es más que la vuelta al primer amor, creerá ella que es una liviandad imperdonable, y no le faltará razón, pero ¿a mí qué? Yo no soy el marido. Por supuesto que si no hay tal marido, si sólo se trata de un amante, y le deja por mí, ella tiene que considerarse como una mujer que va de hombre a hombre, como hueso de perro a perro, o baraja de mano en mano. En fin, me parece que está al caer. Lo cierto es que nosotros somos responsables de todos los pecados, desórdenes y zorrerías que cometen las pobres mujeres. Ésta, por ejemplo, me gustó; preparé las cosas… y ¡mía! Luego la dejo plantada, y ella encuentra modo de remediarse o redimirse, y lo acepta: vuelvo a verla, me encapricho de nuevo y ¡seamos justos! ¿qué derecho tengo para quejarme ni para llamarle las cuatro letras porque también ella vuelva a encapricharse conmigo? Indudablemente ha experimentado al verme lo mismo que yo he sentido al mirarla… ¡Cómo se habrá acordado de las noches de Santurroriaga! Yo estaba enviciado con amores de otra clase. La verdad es que cuantas se me han entregado, lo han hecho por interés o por lo otro: cuando no he sido pagano, he sido apagafuegos, casi un bombero del amor. Con Crista, no. Esta tarde la hubiera matado… Y el caso es que ha venido, ha llegado hasta la puerta… después debió de darle miedo, es decir, no precisamente de mí, sino de sí misma, de verse conmigo a solas. No podríamos contenernos. Mientras nos veamos al aire libre, todo va bueno; pero como lleguemos a encontrarnos entre cuatro paredes ¡solos! del primer beso la dejo los labios descoloridos. Ella sí que cuando me besaba, parecía que me sorbía el alma. Hablaba más con los ojos que con los labios. Me sucedía respecto de ella una cosa enteramente nueva: con todas las mujeres, el verdadero encanto es antes; con ella, la verdadera delicia era después, porque cuando se le adormece la voluptuosidad, se le despierta la ternura. A pesar de lo cual, me largué por cobardía, pero sin hastío. Lo cierto es que si, uno pensara mucho en estas cosas, se volvería loco. En toda posesión hay un momento terrible, un instante en que, al separarse las cabezas, cada uno quiere respirar solo, a gusto, como si no hubiera pasado nada: con Crista, no… jamás sentí a su lado el egoísmo del reposo. Los últimos besos me sabían mejor que los primeros. Entonces, ¿por qué hice la burrada de marcharme, humillándola y dejándola mil duros, es decir, lo que cuesta en ramos, palcos y dijes cualquier señora de las que no tienen vergüenza? Sin embargo, esa mujer ha venido hasta la puerta de mi casa. Por codicia no es; basta ver la elegancia con que viste para comprender que no necesita nada: por lujuria tampoco, porque no es viciosa. ¡Pues si ha venido, señal de que sufre y me quiere! ¡Daría el alma por saberlo! ¿Qué habrá hecho, qué habrá pensado antes de decidirse a venir? La chica, Julia, me dará detalles; ataré cabos, y por el hilo sacaré el ovillo. Mañana lo sabré.»

Toda la noche se pasó en claro el pobre don Juan haciendo planes, ideando recursos y arrostrando mentalmente las consecuencias de cuanto se le ocurría, que era gravísimo, porque en sus pensamientos, cálculos y temores, ya no figuraba él solo frente a la irresoluta Cristeta, sino que entre ambos se alzaba, misterioso y tremendo, un nuevo personaje: el señor Martínez, propietario legítimo de aquel cuerpo adorable, dueño legal de la mujer amada.

«¿Amada? – se decía – . No, esto no es amor, es obcecación, empeño, vanidad, capricho: tiene que ser mía veinticuatro horas o lo que me dé la gana…: si quiero, toda la vida: pero mía y remía como mis ideas, como mis pensamientos. ¿Qué puede suceder? ¿Que me encapriche seriamente? Así como así, ninguna vale lo que ella; y además, si ésta es buena, ¿voy a pasar años y más años cambiando de mujeres?»

Muy de mañana, yerto de frío y nervioso de impaciencia, esperó a Julia en la Plaza Mayor, viéndola llegar como el reo de muerte a quien le trae el indulto. La chica venía esperanzada en que sus palabras se trocarían pronto en buena propina, y sin dar tiempo a que él desplegase los labios, dijo:

– Hoy sí que tengo cosas que hablar con usted. Pero ¿qué le ha hecho usted a mi señorita? Razón tenía yo pa maliciarme que iba usted a meternos en un lío mú gordo.

– Cuenta, cuenta. ¿Qué ha pasado? Dímelo todo; ya sabes que tu señorito soy yo.

– ¿Lo que ha pasado? La mar de lágrimas. Cuando el otro día golví a casa con la tarjeta de usted, me dije: «Suceda lo que quiera, no ando con tapujos»; y se la di como si fuera cosa corriente. Ni chistó: endispués de leerla se puso pálida, como amortajá, ¡y le entró un temblor! ¡Me daba una lástima! ¡Y miusté que pa darme a mí lástima una señorita! La noche… ¡ha tomao más tila! Cá vez que una mujer tié que tomar tila, le debían dar rejalgar a un hombre. Al otro día, es decir, ayer, comenzó a vestirse a las doce: se puso maja de veras. En enaguas… un ángel. Pidió el coche pa las dos. Luego supe yo, por el cochero, que lo dejó esperando junto al oratorio de la calle de Valverde, y se fue sola, y tardó… menos de media hora. Poco tiempo es pa cosa mala.

– Sigue, sigue.

– Yo creí, pues, que había ido enonde usted, a buscarle; pero me chocó que volviera demasiao pronto: y lo mismo fue entrar en casa, que ir y tirarse llorando encima de la cama. Y llora que te llora la tié usted. Esto acabará mú remal. En fin, que golvió hecha una Madalena. Si sigue así, se pone mala de verdad. Por supuesto, el día que venga el amo, no paro en la casa ni pa tomar dulces.

– De modo que tú crees que ella… está interesada.

– Ella está por usted, pero tiene un miedo atroz…; lo cual que el miedo puede más que usted.

– Pues adelante con los faroles, y ya sabes que todos estos paseos yo te los pagaré bien.

– Es que… hay más, y gordo. Usted me dijo que averiguara aquello de cuándo se había casao, y del treato, y de si tenía unos parientes con tienda.

– Todo ello importantísimo.

– Pues la cocinera m’a dicho que la señorita ha sío cómica, que una vez la vio de trabajar, pero que ahora está desconocía, porque está muchísimo más guapa; y que fuera de Madrid tomó relaciones con un señor y se casó; pero algunos dicen que no están casaos, y que por eso no la quién ver sus tíos, que son estanqueros; y otros dicen que ella es la que no le da la gana de ajuntarse con ellos, porque le da vergüenza de que son gente ordinaria; y me extraña, porque la señorita es buena.