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Dulce y sabrosa

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Por fin llovió, y con tal abundancia que acudir a la cita era ponerse hecho una sopa.

Se calzó fuerte, se puso el impermeable y bajó al Prado, yendo a colocarse ante la fuente de Neptuno, con los pies en un lago, el diluvio en torno y la imaginación barrenada por la impaciencia. Transcurrió media hora: según el reloj treinta miserables minutos; para el pensamiento, treinta siglos de malestar y desesperación. Repentinamente su espíritu se inundó de luz. A distancia de cien metros apareció Julia, paraguas en mano pisando adoquines, saltando charquitos, tan airosa como indecorosamente arremangada. Al llegar a cuatro pasos de él, dijo chulescamente:

– Oiga usted, señorito, ¿me tié usted que contar muchas cosas ú es que vamos a hacer de patos?

– Nos meteremos en un portal.

– ¿Y si pasa alguno que me conozga y lo cuenta?

– Tienes razón; vámonos a un café, sígueme.

Andando muy de prisa, llegaron a un cafetín cercano a la calle de Atocha, sentáronse y acercóseles el mozo:

– ¿Qué va a ser?

– ¿Qué quieres tomar? – preguntó don Juan a la muchacha.

– Café con media de abajo.

– Pues yo… chica de cerveza.

– Hasta en botella le gustan a usted.

– Si son como tú, ya lo creo.

– No me peino pa señores. Conque hable usted claro, que estamos lejos y cae agua.

El lugar era ignominioso: un café con tabladillo para cantadores, banquetas más destripadas que caballo de picador, el techo ennegrecido a fuerza de humo, el ambiente apestando a tabaco de colillas, el piso escurridizo y viscoso de saliva; al fondo, un mostrador lleno de vasijas sucias y, en último término, una entre cocina y cueva, especie de laboratorio infernal consagrado al dios Cólico. El local casi desierto. Sólo en un rincón una pareja de chula y chulo, a quienes se oía decir:

Él. – Tres pesetas…; anda rica, tres pelas.

Ella. – Tres pares de cuernos…, so gandul.

Él. – Te voy a cortar la cara.

Ella. – ¿La traes afilá?

Luego él cuchicheaba requiebros; la mujer sonreía lascivamente y, después, sobre el mármol del velador, sonaban cuartos.

Sirvió el mozo lo que le habían pedido; comenzó don Juan haciendo muecas al beber cerveza, quitó la chica un pelo que traía la tostada y, guardándose las sobras del azúcar, habló de este modo:

– Ya he dicho que vivo lejos.

– ¿Dónde?

– Es que si paece usted por allí y huele mi señorita que tengo yo la culpa, me planta en la calle.

– ¿Tu señora se llama doña Cristeta Moreruela?

– No señor, es decir, Cristeta sí que se llama, pero el apellido es Martínez.

– ¡Imposible!

– Pos si lo sabe usted, ¿pa qué he hecho yo esta caminata? El señor se llama Martínez, conque sacusté la consecuencia.

– De modo que está casada, ¿desde cuándo?

– Ende que le dijeron los latines, si se los han dicho.

– ¿No estás segura?

– Segura no, porque no me convidaron; lo que sé es que el señor está en Felipinas ú en la Habana, de cierto no sé… vamos, en América. Escribe toos los correos y manda el conquibus, y la señora no para de hablar del amo, y es buena, aunque tié el genio mu soberbio, y no se visita con nadie.

– ¿Hacía cuándo crees tú que se casaron?

– El niño tié veintiséis meses, conque…

– Y él en la Habana, ¿qué hace?

– ¿Qué ha de hacer? Empleao. En la primavera viene.

Al decir primavera, Julia sonrió sin que don Juan lo notase, porque se había quedado muy pensativo. De pronto, exclamó:

– Bueno, mujer. Pues… yo te pagaré bien, ¿entiendes?; pero desde hoy a quien sirves es a mí.

– Eso no pué ser.

– ¿Por qué?

– Porque me va usted a pedir cosas que… me tendré que ir de la casa y no me trae cuenta, porque el señor, cuando venga, va a emplear a mi papá en consumos.

– Yo emplearé a tu papá y a toda tu familia.

– ¡Qué fuerte se conoce que le ha entrao a usted! Por supuesto que no me extraña, porque a mi señorita toos los hombres se la comen con los ojos…; verdad que se quedan iguales, con las ganas.

– Debe de ser muy buena.

– Mal genio; pero tocante a… vamos, a eso que usted anda buscando, me paece a mí que es perder el tiempo. En fin, yo haré lo que usted me mande, con una sola condición: que no parezga usted por donde vivimos, a lo menos hasta que…

– ¿Hasta que nos arreglemos?

– Cabalito.

– Te lo prometo; me ayudas, te pago bien, y por ahora no pongo los pies en vuestro barrio. Otra cosa: ¿son ricos? ¿Cómo tienen puesta la casa? Aunque yo no haya de ir… ¿dónde vive?

– Vaya… pues… la calle no se la digo a usted, vamos, que tengo mucho miedo a que me despidan.

Don Juan fingió resignarse con la negativa, y formó propósito de irse luego siguiendo de lejos a Julia. Ésta continuó:

– El cuarto es manífico, de casa grande, muy hermoso, con vistas a un jardín antiguo. Los muebles buenos; pa la compra dan cuatro ú cinco duros diarios, y la señorita gasta unas ropas blancas muy ricas.

Don Juan permaneció un instante silencioso y luego dijo:

– Bueno, pues lo primero es que me averigües, con seguridad, si están casados, y el punto, el pueblo donde está él, y qué empleo tiene. Además, le entregarás esta carta a la señorita… y esto para ti.

Dicho lo cual, alargando la mano por bajo de la mesa, colocó sobre la falda de Julia cinco monedas de a duro. El mágico efecto que causaron se reflejó en la respuesta:

– ¿Y cuándo nos golvemos a ver? – dijo embolsando carta y dinero.

– Si contestara…

– ¡Están verdes!

– Pues cuando le des la carta o la hayas puesto donde la coja, al otro día haces una escapada.

– Muy tempranito ha de ser.

La perspectiva de un madrugón disgustó a don Juan; pero repuso bravamente:

– ¡No importa!

– ¿Sabe usted el jardinillo de la Plaza Mayor? Pues… pasado mañana a las siete y media.

– De siete y media a ocho.

– Corriente.

– Adiós.

Julia salió del café arrebujándose en el mantón; don Juan pagó en un abrir y cerrar de ojos, se echó a la calle, miró en todas direcciones deseoso de ver a la muchacha para seguirla y… nada; como si se la hubiese tragado la tierra. Se acercó a una esquina cercana, luego a otra un poco más distante, se paró, tornó a mirar hacia los lados, de frente; todo fue inútil.

La grandísima pícara estaba escondida en una tienda de ultramarinos inmediata al café: desde allí observó los movimientos de don Juan hasta que le vio marcharse despacio, tan mohíno y preocupado, que, a pesar de la lluvia, llevaba el impermeable sin abotonar, y la cabeza tan caída sobre el pecho, que el agua le iba entrando por el cogote.

Luego que le perdió de vista salió ella de su escondrijo. La risa le retozaba en el cuerpo, con los dedos metidos en la faltriquera iba palpando los duros, y de trecho en trecho, temerosa de ser seguida, volvía la cara. Precaución inútil. Don Juan marchaba en dirección contraria, y de tan mal humor, que ni siquiera dirigía una mirada a las mujeres que, al cruzar las calles enlodadas, se recogían las faldas, enseñando algo de lo que a él tanto le gustaba.

Capítulo XVI

Donde se prosigue la demostración de que el amor puede hacer astuta a la engañada y crédulo al engañador

La carta confiada por don Juan a Julia y leída con avidez por Cristeta, decía lo siguiente:

«Sé que no tengo derecho a pedirte nada, ni lo merezco, pero es necesario que hablemos una sola vez; cinco minutos, donde tú quieras. Puedes escribirme a mi casa con entera confianza. Creo inútil firmar.»

Cristeta pensó: «¡Qué lacónico y qué escamado! Lo que él quiere es visita, entrevista para empezar a mentir, ponerse cariñoso y volverme loca. No, pues todavía no.»

Llegado el día de la segunda cita entre Julia y don Juan, éste acudió primero. A las siete y cinco estaba embozado en la capa y dando vueltas por el jardinillo de la Plaza Mayor, que aparecía envuelta en la neblina llorona y gris de la mañana. Paseo arriba, paseo abajo, empezó a monologuear como todo el que espera:

«Esto es levantarse con el sol; estoy convertido en pájaro; no me falta más que trinar…, todo se andará. ¡Cuánto tiempo hacía que no madrugaba!; desde que troné con la devota. ¡Buen catarro me hizo pescar en las Jerónimas! ¡Y qué habilidad tenía para entrar y salir en una iglesia sin que la conociesen! Cualquiera hubiese creído que eran dos mujeres distintas; entraba muy de prisa, inclinada la cabeza sobre el pecho, recogida la falda, tan caído el velo que no se le veía más que la punta de la nariz; salía derecha, irguiéndose para parecer más alta, suelta la falda, el velo echado hacia atrás y pisando fuerte; nada, dos personas distintas. Recuerdo que usaba un escapulario tamaño casi como un ladrillo, pero muy perfumado con heliotropo blanco, y dentro del cual escondía el retrato de su primer amante. Yo creo que era sinceramente religiosa. Una tarde, mientras se quitaba el corsé, me dijo: «Mira tú si el Señor es bueno que, según la doctrina, lo primero es amar a Dios sobre todas las cosas, y fíjate en que no dice sobre todos los hombres.» Los días en que se confesaba me decía entre caricias y besos: «Chico, esto es coser por la mañana y deshacer la labor por la noche.» ¡Pobre muchacha! Luego quiso seducirla un cura, y se hizo escéptica. ¡Con qué poco se pierde la fe! ¡Bah! Aquello pasó… Ya tenía yo olvidado el Madrid de por la mañana. Lo mismo está hoy que cuando iba yo a la Universidad. Puestos de buñoleras, burras de leche, traperos, cocineras, albañiles con blusa y tartera, el carro de la basura con un barrendero encima que parece un cónsul romano preparándose para entrar en triunfo, alguna pareja de estudiante y modista… ¡quién fuera él!… y yo aquí hecho un imbécil esperando a una niñera…, ni más ni menos que un soldado… Esa es la estatua de Felipe III o Felipe IV, no estoy seguro… igual da. ¡Aquella sí que era buena época! Capa, espada, linterna, escala, un buen criado, en las comedias antiguas les llaman lacayos, el bolsillo bien repleto de doblas… y a perseguir tapadas. ¡Famosa debía de estar la corte! Libertad no habría; pero en cuanto a divertirse, cada oveja con su pareja…, mejor que ahora. Ellas siempre encerradas como monjas; así que cuando podían salir o meterle a uno en casa, se volvían locas. Y eso que había frailes. ¡Los frailes! Eran sabios que en materia de agricultura recogían sin sembrar, y en amor sembraban sin recoger. Yo tengo la preocupación de creer que no hay español que no tenga en las venas sangre de fraile… Siempre que se me ocurre una idea mala, digo: esto, esto es atavismo, reminiscencia del padre Tal o Cual, que debió de tener algo con alguna de mis abuelas… El Madrid de hoy es insoportable. Todos los pisos bajos son tiendas, apenas hay rejas. ¿Cómo se las arreglarían ahora aquellos galanes? ¡Qué cosas se les ocurrirían a Villamediana y a Quevedo, viendo este Madrid, que tiene la Plaza de Oriente al Norte, la estatua de la Comedia delante del teatro italiano, y aquí en la Plaza de la Constitución la estatua de un rey absoluto! ¡Cuánto disparate!… Pero, ¿no vendrá esa chiquilla? ¿Se estarán burlando de mí? No: Cristeta no es capaz… ¿Estará realmente casada?… Importarme, no me importa nada; pero me mortificaría que conmigo presumiese de incorruptible…»

 

A las ocho menos cuarto apareció Julia bajo el arco que da a la calle de Toledo. Al verla, se dirigió hacia ella con mal disimulada impaciencia:

– ¿Qué hay, buena pieza?

– Pos verá usted. Lo primero que se me ocurrió fue decir a la señorita que, estando yo en el portal, yegó un cabayero a dejar una carta, y que como no estaba la portera, la tomé yo. Por lo pronto no se malició nada; pero luego en cuantito que la leyó, se tragó la partida.

– ¿Y qué cara puso?

– Sabe más que Lepe, Lepijo y toda su parentela. Me llamó, se encaró conmigo, y me dijo que la carta me la habían dao a mí diretamente, y que si tomaba otra, me plantaba en la calle.

– Bueno; pero ¿crees tú que fue pamema o que se incomodó de veras?

– Le diré a usted; yo salí del gabinete haciendo como que me largaba a la cocina, y me planté detrás de la puerta, y por una rendija miré… Se quedó más blanca que el papel…, luego se sentó de espaldas; pero me pareció que yoraba, lo cual que no me lo explico.

– Vamos por partes: ¿te preguntó las señas del caballero de quien tomaste la carta?

– Sí, y dije: buen mozo, con barba corta y bigote largo, bien plantao, mu fino… en fin, usted.

– Gracias, prenda. Pues mañana tienes que venir aquí para que te dé otra carta.

– Mire usted que me despiden.

– Calla, y escucha. Te daré la carta y la dejas sobre un mueble donde ella la vea, Si riñe, hemos concluido, y pensaremos otra cosa: si calla, ya sabemos a qué atenernos. Tú sírveme bien, y no te importe lo demás. Toma, para ti. – La propina fue respetable.

– Me paece a mí que me está usted metiendo en un berenjenal. A ver si usted se come el queso y yo pierdo el pan.

– Yo lo remediaría. Otra cosa. Por lo que pueda ocurrir, es indispensable que me digas dónde vivís.

– Bueno, pues mire usted, yo se lo diré a usted en cuanto huela que la señorita está por usté; antes no porque me quedo en mitá de la calle: luego ustés harán lo que quieran; pero le azvierto a usted una cosa, y es que…, la verdad, yo no sé si la señorita el día de mañana le pondrá a usted buenos ojos, no la conozgo bastante… y ya sabe usted lo que son las señoras…; lo que sé, de seguro, es que tiene mucho miedo a la vecindaz, que está llena de amigas y conocías suyas por toos laos; en casa no entra dengún señor… y, en fin, que en cuanto se asome usted por allí, ha perdío usted el pleito. Como veo que es usted una persona decente, no le quiero engañar. ¿Sabe usted lo que le digo? Y mire usted, que aquí donde me ve usted tan joven, he servío en muchas casas.

– Habla mujer.

– Pues que de yevar el gato al agua tié que ser en otro barrio; pero mu lejos. Con el caráter y las cercunstancias de mi señorita, tié usted que ir a robar lejos, como los gitanos.

– Puede que tengas razón. En fin, por ahora seguiré tu consejo. Sin embargo, a pesar de esto, quiero resueltamente que me digas dónde vivís; yo no pareceré por allí, pero necesito saberlo. Y vive tranquila; lo que a ti te trae cuenta es estar a bien conmigo. Conque habla, pimpollo.

Julia fingió vacilar, y por fin repuso:

– Bueno, pues vivimos en la calle de Don Pedro, número 20, la única casa que tié jardín con tapias mu altas que dan a otra calleja estrechisma. Pero ya le diré yo a usted cuándo tié que dir por allí, no vaya usted a ensuciarlo too por pricipitación.

– Corriente. ¿Vendrás mañana por la carta?

– Sí: agur, que se va a levantar el ama.

– Adiós, salerosa. ¿Sabes que me gustas?

– ¿También le gustan a usted las sirvientas? Pa mucha gente quiere usted servir a la vez.

La segunda carta fue redactada en estos términos:

«Cristeta: No quiero resignarme a que conserves mal recuerdo de mí. Es necesario que te explique muchas cosas. Concédeme unos cuantos minutos, y no volveré a molestarte nunca. Sé que la única persona a quien puedes temer no está en Madrid. Espero con impaciencia un recado o dos líneas tuyas. Recibe un respetuoso saludo de J.»

Nuevo intervalo de veinticuatro horas, y nueva entrevista de la niñera con don Juan al pie de la estatua de Felipe III. ¡Triste cosa, ser rey y presenciar alcahueterías!

La mañana, extremadamente fría; lluvia mentidita de calabobos; don Juan ojeroso y falto de sueño; la chica burlona, desenfadada y alegre.

– ¿Qué hay?

– Rigular.

– Explícate.

– Dejé la carta encima del tocador, entré poco después y la estaba leyendo mu seria. En seguida la rompió en pedacitos y la tiró a la chimenea, diciendo, como para que yo me hiciese cargo: «Ya se cansará.» Después me se quedó mirando clavá, y dijo: «Muchacha, ¿tú te has empeñao en irte a servir a otro lao?»

Don Juan hizo un gesto de disgusto: Julia prosiguió.

– Pero lo que yo me digo: cuando no me ha despedío ya…, es güena señal. Y ha de saber usted que no me lo esperaba yo; creí que la señorita sería más dura de pelar; pero desengáñese usted…, pa ver picardías no hay más que servir a las amas. Crea usted que nosotras nos vamos con un hortera o un soldao; pero lo que es las señoras, en viendo cabayeros… como si no fueran tales señoras.

– Tienes razón.

– Por supuesto que también los hombres son negaos: no lo tome usted a mala parte; pero ¿se le figura a usted que el marío de mi ama no está dejao de la mano de Dios pa dirse a la Habana ú donde sea, mientras ella está tan reguapa que da gloria, y más fresca que una rosa? Lo que yo digo: si él está en el otro mundo, ella como si estuviera viuda, y las viudas son del diablo.

– ¡Ah! Bueno, y ¿qué hay de eso? ¿Cuándo se casaron?

– Verá usted: me ha dicho la cocinera, que es la más antigua, que el señor es bastante mayor, no viejo, ¿eh?; pero la yeva veinte años, lo menos. Se conocieron fuera de Madrid, en un pueblo donde hay mar, ya va pa tres años, y el casarse fue por la posta. Vamos, que les entró muy fuerte… como a usted ahora.

– Sigue.

– Luego, hace tres meses, el señor, que estaba empleao aquí, se ha ido a la Habana; dicen que es pa tener no sé qué categoría o señorío, y golverse y cobrar más; después, si se muere habiendo estao allí, porque él ha estao antes también, pues, si se lo lleva Pateta, le deja mu buena orfandad a la señora.

– Viudedad, mujer, viudedad.

– ¡Ah! me se olvidaba lo mejor. A la cocinera le han dicho que la señorita había sido de las que trabajan en el treato.

– Eso debe de ser una paparrucha. No tiene trazas de cómica. Lo que has de averiguar es si tiene unos parientes estanqueros, y si habla de que vuelva pronto tu señor.

– De parientes nunca habla, como si fuera inclusera. El señor tié que estar allá un año… le faltan nueve meses. Ingénieselas usted ahora mientras él está allá…, en golviendo…, pues, entonces… ya ¡maldita la falta que le hace usted a ella!

– Bien, hija, bien. Eres jovencita; pero piensas claro.

– Lo que la enseñan a una. En fin, yo me tengo que largar. ¿Manda usted algo? ¡Ah, me se olvidaba una cosa que l’importa a usted mucho! Según la cocinera, el amo es muy bruto… ¡conque, ojo al Cristo!

– ¿Cómo?

– Que es hombre que gasta malas pulgas, y si se entera de que usted u otro cualisisquiera anda buscándole las vueltas pa torearle, pues, a la señorita y a usted, ú al que sea, lo hace polvo. El tal señor de Martínez es atroz de grosero y de mal hablao.

– Me tiene sin cuidado. Lo principal es que yo me haga simpático a la señorita…, luego…, si viene ya nos las compondremos como podamos. Vamos a lo que importa. Mira…, mañana…, no, mejor ahora mismo, espera. Vengo prevenido para ver si me ahorro otro madrugón.

Sacó de la petaca una tarjeta, un sobre pequeño y un lápiz; miró en torno, y convencido de que la gente que pasaba no era tal que pudiese conocerle, hizo ademán de escribir sosteniendo la tarjeta en la mano izquierda.

– Poco cabe ahí – dijo Julia mirando el pedazo de cartulina – . ¿Sabusté lo que le digo? Póngala usted a la señorita que si no contesta se plantifica usted en su casa pa hablar con ella, y apuesto las orejas a que, por miedo, contesta. En fin, así sabrá usted si da lumbre, porque hasta hoy está usted como alma en pena.

«¡Oh malicia, oh ingenio, hasta en los más humildes resplandeces!» – pensó don Juan y añadió en voz alta:

– Hablas como un libro.

En seguida escribió estas líneas:

«Cristeta: Esto y resuelto a que nos veamos. Si no me contestas, si no accedes a ello, pasado mañana, sin falta, me presentaré en tu casa. Date por avisada. Perdóname; pero ni puedo ni quiero estar más tiempo sin hablarte.

Tuyo, Juan.»

Metió en el sobre la tarjeta, se la dio a Julia, despidiéronse, y ya estaban a punto de separarse, cuando él, por precaución para lo sucesivo, dijo:

– Oye, por si yo te necesito o tú tienes algo nuevo que decirme, cada dos días por la mañana, a la misma hora de hoy, aquí nos veremos. ¿Vendrás?

– Bueno, vendré; pero usted las lía de tanto madrugar.

Y cada uno se fue por su camino.

Poco después, don Juan, resuelto a seguir el consejo de Julia, quiso, para orientarse, conocer el terreno que acaso habría de pisar, y tomando un coche de punto, encargó al simón que pasase despacito por la calle de Don Pedro.

Se quedó asombrado. La casa de que Julia le hablara era la de los duques de Barbacana, una de las más antiguas y señoriales de Madrid, un edificio de mediados del siglo XVIII, caserón destartalado, con honores de palacio, formando esquina con una calleja inmediata y rodeado de altas tapias, tras las cuales se alzaban unas cuantas acacias. «No cabe duda – se dijo – , la casa de los de Barbacana. Pues les costará carísimo. ¿Con quién se habrá casado esa mujer? ¿Qué señor Martínez será ese? ¿A que está nadando en la opulencia y resulta inútil cuanto yo intente?»

Al tornar hacia el centro de Madrid, llevaba la cabeza llena de dudas, conjeturas y suposiciones. La vista de aquella fachada con grandes huecos, el portal enarenado y lleno de tiestos, el arranque de la escalera alfombrada, el farolón monumental y, sobre todo, la grave figura del portero augustamente envuelto en un levitón con cada botón como un platillo, y con gorra de cinta blasonada, aquel conjunto de señorío rancio y fortuna segura, le dejó estupefacto. «¡Qué barbaridad! Pues aunque los duques vivan en el principal y alquilen el segundo y sea interior, lo menos… ¡qué sé yo cuánto! ¿Se habrá casado con el administrador y les darán casa? No, porque no estaría él en América.»

Don Juan empezó a creer que la situación se complicaba. Cristeta debía de estar rica, y no necesitaría para nada de su antiguo amante; además, era mujer capaz de entregarse, pero incapaz de venderse; por último, también pudiera suceder que estuviese enamorada de su marido. Al ocurrírsele esta idea frunció el entrecejo, y pasándose la mano por la frente, pensó: «¿Enamorada del otro? ¡Imposible! Pero… ¿y a mí qué? Mejor. Lo esencial es que se ha puesto hermosísima, mucho más guapa que antes. En fin, tengo ese capricho y me da la gana. Ha engordado…, antes tenía el pecho como de ninfa jovencilla, hoy debe de tenerlo como la diosa de la abundancia. ¡Me da una ira pensar que el burro de Martínez!… No es que yo me arrepienta; pero la verdad es que anduve algo precipitado en dejarla.»

Evocando recuerdos se le vinieron a la imaginación muchas cosas. Ninguna mujer poseyó que fuese tan cariñosa. ¡Qué modo de echarle al cuello los brazos! ¡Pues y aquella lánguida monería con que se le ceñía al cuerpo, posando la gentil cabeza sobre su hombro! Sin saber cómo, se le caían las horquillas, y el pelo suelto, rizoso y perfumado le rozaba la frente. Lo particular era que la sensualidad, la parte grosera del amor, permanecía en ella velada por un pudor admirable. Jamás habló de resistencia, ni de perdición, ni echó en cara lo que daba, ni tuvo miedo, ni alardeó de doncellez. Se dejó poseer con prodigiosa naturalidad, como quien tiene sed y bebe agua, pareciéndole que la entrega de su cuerpo era lógica, fatal e ineludible consecuencia de haber sometido el alma. ¡Qué momentos tan dulces! La verdad es que todo el mundo se ríe de estas cosas cuando las ve escritas; pero cuando las trae uno mismo a la propia memoria, parece que saltan chispas de los nervios y que ruedan lagrimones por las mejillas. Lo inolvidable para don Juan era el modo que Cristeta tenía de besarle. A la llegada, un beso repentino, brusco y rápido; el desahogo de la impaciencia. Luego, según el momento y la situación de ánimo, variedad infinita; todo un curso espontáneo de filosofía sentimental. Si le veía triste, besos de cariño dulces y desinteresados, como caricias aniñadas. Si estaba contento, besos juguetones y mimosos, algo lentos. Cuando quería marcharse, besos prietos y tercos, en que la húmeda tersura de los labios palpitaba con deliciosa laxitud, queriendo sorberle el alma. Nada de grosería ni lujuria. Estos besos eran el maravilloso límite que separa lo físico de lo inmaterial. Las bocas se unían como si tuvieran vida propia, e independiente del resto del cuerpo. La confusión de los alientos era símbolo del maridaje de las almas. ¿Quién ha dicho que esto es pecaminoso? Si Dios ha desparramado en los labios, con infinito arte, las papilas nerviosas que perciben y sutilizan la sensibilidad, y no sirven para besar, entonces, ¿para qué sirven? El principal encanto de las caricias de Cristeta consistía en que no permitían precisar dónde acababa el amor puro y dónde empezaba la sensualidad. Tenía los enlaces perezosos y movimientos lánguidos con que ciertos animales mitológicos, mitad mujeres, mitad serpientes, se ciñen a los troncos de árbol; pero al mismo tiempo sus miradas permanecían limpias y exentas de lascivia. El cuerpo era blanco, no con la blancura mate, yesosa y seca de la gardenia, ni con el tono marfilesco sucio de la magnolia, sino ligeramente carminoso como el de una rosa blanca que tuviera pudor y se ruborizase. En punto a modales no era una duquesa de tiempo de Luis XV, mas poseía en grado superlativo esa aptitud femenina, merced a la cual la muchacha que por primera vez se enrosca al cuello un collar de perlas, parece que las ha llevado toda la vida. «Bueno – todo esto lo pensaba don Juan – ; pues dé usted a una mujer así trapos, galas, joyas, ropas interiores finísimas, casa lujosa, criados, perfumes, blondas, muebles cómodos, lámparas que adormezcan la luz… y ¡a morir los caballeros! A pesar de todo lo cual, Cristeta ha venido a parar en esposa de un señor Martínez. ¿Quién será él…? empleado en Cuba…, no quisiera pensar mal; pero probablemente un ladrón…, es decir, un hombre sin delicadeza. Ella, juzgándose perdida ¡por culpa mía!, habrá transigido; no puede ser feliz. Un hombre que la deja sola por sumar años de servicios y adquirir categoría, es un bestia.» Había momentos en que don Juan se ponía malo a fuerza de recordar, discurrir, esperanzarse y darse a los diablos.

 

Al día siguiente de haber confiado a Julia la tarjeta escrita con lápiz, recibió una carta. El papel, finísimo, pliego pequeño, algo perfumado, sin cifra ni sello: la letra desfigurada y temblorosa, no decía más que esto:

«Tú lo as querido. No tienes derecho de comprometer con tantas imprudencias a una pobre mujer que ningún daño te a causado. Mañana, por única vez, para despedirnos, a las ocho de la mañana en la Moncloa, entrando por la parte de la Bombilla iré en coche y por la Birgen rompe este papel.

C.»
* * *

¡Dios santo, qué noche! Averiguó, porque no lo sabía, hacia dónde estaba la Bombilla, ajustó y citó un carruaje para las seis y media de la mañana, pensando en tener, si éste faltaba, tiempo de buscar otro; estuvo leyendo, sin enterarse, hasta las dos; intentó dormir, no pudo, y desconfiando de que le despertasen oportunamente, se levantó antes de que amaneciese. A las siete en punto tenía la capa puesta.

Poco después se apeaba ante la ermita de San Antonio de la Florida, y deseoso de que nadie fuese testigo de lo que ocurriera, dijo al cochero que le aguardase, y se internó andando por las alamedas de la Moncloa.

La mañana estaba fría, el paseo triste y solitario. Hacia el fondo, en la lejanía del paisaje, visto a trozos entre grupos de troncos, la niebla, aún no disipada por el sol pálido y débil, formaba un tenue velo gris, sobre el cual destacaban los intrincados arabescos del ramaje seco, los cipreses, cuyo vértice mecía el aire, y las apretadas copas de los pinos. Una nubecilla brumosa pegada al suelo marcaba el sitio de un estanque terso como un espejo negro. En los sitios sombríos la escarcha, no derretida todavía, brillaba como polvo diamantino sobre el musgo aterciopelado. Las hojas caídas, secas y abarquilladas, se arremolinaban al menor soplo del viento en torno de los hoyos y socavas. A los lados de las alamedas, en las cunetas del riego, había charquitos de agua helada. De largo en largo se retorcían en la atmósfera las espirales azuladas que formaba el humo de las hoguerillas encendidas por los guardas. El silencio era tan completo que hasta se percibía el aleteo de los pájaros al desprenderse de las temblorosas ramas, y de cuando en cuando, a gran distancia, sonaba el silbato de una locomotora, o el rechinar de las ruedas de algún carro que pasaba por el camino del Pardo.

Don Juan andaba despacio, pisando hojarasca, que crujía bajo sus pies como quejándose. Aguijoneado por la impaciencia se desembozaba frecuentemente para mirar el reloj; y pareciéndole que las manecillas estaban inmóviles, se lo aplicaba al oído. De pronto se detenía, y volviendo pies atrás, desandaba parte de lo andado; parábase de nuevo, ávido de oír el acercarse de algún coche…, y nada.

¿Sería posible que no viniese? ¿Habría sido capaz de citarle sólo por dar largas al asunto? ¿Acaso para exasperarle? Si tal sucediera, él se tendría la culpa por la amenaza de plantarse en su casa. Para una mujer casada el lance podía resultar comprometido. Sin embargo, como su marido estaba tan lejos… También para él era…, no enojosa, sino delicada la entrevista. ¿Cómo no pensó antes en esto? ¿Qué iba a decir para disculparse de la infamia pasada? ¿Por dónde iba a comenzar? ¿Qué táctica seguiría? Si aquella mujer por él inicuamente… – no cabía negarlo, inicuamente seducida y abandonada – , encontró después un hombre, un filósofo que, mediante matrimonio, o fuese como fuese, aseguró su porvenir, ¿con qué derecho iba él a turbar su reposo? Si le dijese, que ciertamente se lo diría: «yo no tengo la culpa», ¿qué contestaría? Además, ¿qué iba a solicitar? ¿Amor platónico? ¡Absurdo! El amor platónico es la falsa resignación de los que no pueden besarse. Cuando una mujer y un hombre se han devorado a caricias, ya no hay platonismo posible. ¿Volver a las andadas? ¿Para qué? ¿Para cansarse al cabo de un par de meses, sentir el mismo hastío de la vez primera, y portarse de nuevo como un charrán?

No estaba seguro de poder reanudar el idilio, y ya entreveía la contingencia de tener que romperlo. Sin embargo, ni por un momento se le ocurrió la idea de salirse fuera del paseo y volverse a casa, renunciando a la cita. Sólo la idea de mirar a Cristeta cerca de sí, de contemplar su hermosura y oír el timbre de su voz, bastaba para que olvidase todo lo demás. Lo peor que le podía ocurrir era quedar en ridículo. ¿En ridículo él? ¡Imposible! La escena tomaría sin duda tono romántico, al menos al principio. Después… según. Su papel era rogar mucho, mostrándose arrepentido, en pocas y bien sentidas palabras. Ella se negaría rotundamente.... ¡pero le oiría! Tal vez trajese el ánimo dispuesto a concesiones. ¿Cuáles? ¿Citarle nuevamente? ¿Dónde ni con qué objeto? ¿Para entregársele renovando en perjuicio de otro las venturas pasadas? Don Juan lo deseaba… y lo temía. Reconquistarla, estrecharla contra su pecho, volverla loca…, bueno; pero arriesgarse a tener algún día que esconderse cobardemente, ¡eso no! por muy bravo que fuese el señor Martínez. En el momento en que ella, casada o libre, accediese a la consumación del engaño, ya fuese real y positivamente adúltera, ya tan sólo traidora, dejaría de ser la mujer que le agradaba; seguiría siendo hermosa…; pero le parecería falsa, viciosa, vulgar. Suponiendo que se arreglaran, palabra vil en este sentido, ¿cómo ponerse de acuerdo? ¿Pertenecía legítimamente a otro? Pues habría que andar a salto de mata, recatándose, escondiéndose. Cuando el marido volviese, la humillación sería completa. Lo raro, el síntoma grave, consistía en que otras veces no paró mientes ante la perspectiva del placer robado, y ahora sí. ¡Ruin cosa sería verse obligado a guardar respetos a un marido! Por supuesto que si no estuviera realmente casada ¡ah!, entonces, aun transigiría menos. Ocultarse de un legítimo esposo…, tal vez; pero de un simple poseedor, ¡jamás! No había que perder la esperanza. En el mero hecho de citarle… ¡Tendría chiste que no viniese! Pero sí; un coche se acerca; su berlina.