Seguir soñando historia

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Seguir soñando historia: una nueva antología de relatos



J.R.R. Oviedo



ISBN: 978-84-19198-17-4



1ª edición, julio de 2021.



Editorial Autografía



Calle de las Camèlies 109, 08024 Barcelona



www.autografia.es



Reservados todos los derechos.



Está prohibida la reproducción de este libro con fines comerciales sin el permiso de los autores y de la Editorial Autografía.




Índice





PREÁMBULO:







CONÓCETE A TI MISMO







ALEGORIA DE LA CUEVA







LA MONTAÑA







SUmer Y Egipto







UNA NUEVA OPORTUNIDAD







EL OJO DE CASANDRA







UNA GATA Y UN MENDIGO







ODA A DRUSO GERMÁNICO, EL ÚLTIMO HÉROE DE LA ANTIGÜEDAD







EL SUEÑO







DIOSA ES TU DESTINO, CLEOPATRA







LA JORNALERA Y LA PRINCESA







TEOTIHUACAN







EL BOSQUE







LOS TRES CICLOS DEL CABALLERO TEMPLARIO







METAMORFOSIS







MEVLANA RUMI







AL FINAL, DESDE LA CELDA







STÖRTEBECKER:







EL PIRATA SOLIDARIO







EL ASNO Y EL COMERCIANTE







TRES GRANDES MUJERES DEL REINO DE CASTILLA







SU CAMINO, TU CAMINO







LA REALIDAD DUAL, DE UN MAESTRO CANTERO







MIEDO







EL PUEBLO AGNI







ASESINATO EN LA CARAVANA







EL EXTRAÑO VIAJE:







RECUERDO DE EMMANUEL D’HOOGHVORST







LA ESCUELA







TITANIC:







UNA HISTORIA DE PREMONICIONES







FAMILIA







LAS BRUJAS DE PAPUA NUEVA GUINEA







LOS CINCO SENTIDOS







EL INDIO NORTEAMERICANO DE PIEL BLANCA







LA PANDEMIA







LA INFLUENCIA DE LA SOCIEDAD THULE







OSCURIDAD







UCHURACCAY: CUANDO EL SOL SANGRA







LA HORMIGA Y LA MOSCA







MI AMADA SIRIA: HOMENAJE







EL ÚLTIMO MENSAJE







EPILOGO: DIOSES







BIBLIOGRAFIA Y DOCUMENTACION:







PREÁMBULO:



CONÓCETE A TI MISMO



Aquel que no es capaz de mirarse a sí mismo no debería fijar su atención en los demás, aquel que no puede elegir su camino no debería indicar la ruta a sus semejantes. Pero incluso, siendo capaz de leer en tu interior y tener la sangre fría para elegir a menudo el sendero más adecuado, no hay ningún derecho o preeminencia sobre cualquier otro ser humano. La libertad es errar o acertar, pero deja de ser libertad cuando uno es juzgado o señalado, tampoco es libre el que juzga o señala pues está pendiente del prójimo de forma obsesiva. Jamás hubo ser humano, Dios o héroe en la tierra, que no cometiera algún error. Por tanto, ¿por qué insistimos, día tras día, en jactarnos del fallo ajeno?



La moralidad, el respeto y la responsabilidad deberían ser leyes sagradas para construir el honor de una persona y, sin embargo, nos basamos en otros valores para edificar la fachada que aparentamos ser ante los demás.



El día que caigan las máscaras quizás la luz alumbre un panorama parecido a lo que intenta transmitir este libro en su sentido más profundo.



Para todos aquellos que buscan la luz, para los que saben que esa antorcha eterna de vida y misterio se encontrará antes en las cuevas, donde nuestros antepasados dejaron sus primeras manifestaciones artísticas, que, en la relumbrante, y a la par deslumbrante, electricidad de cualquier ciudad moderna. Sí, con toda su potencia y desarrollo, no llega al espíritu y algunos, errados en una gran paradoja, caminan hacia esa falsa luz cuando en realidad lo hacen a la oscuridad.



Para mis víctimas favoritas – permítanme expresarlo así – y más honradas: el pobre ser humano que falleció por el egoísmo y la vanidad de determinadas élites que no miraban más allá de su ombligo. Nada mejor que el Titanic para ilustrar y resumir, en un barco, la existencia humana. Ellos ya están en la luz, pero sigue habiendo ciudadanos de primera y tercera clase porque así lo dicta el dinero, ese elemento que como dijo Voltaire nos convierte a todos a la misma religión cuando se menciona.



Para todos en general, pues como decía al principio todos podemos errar, pero tenemos la suerte de poder volver a encontrar el camino correcto. En esto seguimos siendo libres al menos.





ALEGORIA DE LA CUEVA



El camino, sinuoso y estrecho, lleva directamente a la entrada de la cueva. Cuando uno llega, siente que está entre dos mundos: hacia fuera se extiende el mundo material y físico que podemos definir como tangible; más allá de la boca de entrada nos encontramos ante un universo espiritual donde se puede soñar sin necesidad de cerrar los ojos. Penetrar en una cueva poseedora de arte paleolítico es hacerlo en un santuario y, a la vez, en una biblioteca. Un lugar de lectura donde el lector no encontrará libros, un lugar sacro donde el posible adepto no encontrará sacerdotes.



Al dar los primeros pasos, recorremos recovecos donde nuestros padres descansaban, otros donde se comunicaban o se fusionaban físicamente perpetuando así nuestra existencia e incluso habrá abrigos rocosos, dentro de esa misma cueva, donde sufrían y lloraban. Esta sensibilidad es la que empuja a nuestros antepasados a transmitir y difundir arte en lo más profundo de la cueva, allá donde la humedad hace casi imposible morar.



Siempre hay un primer ser humano valiente o atrevido, pero la gran pregunta del arte paleolítico es: ¿por qué plasmar un dibujo cuando no se había hecho antes? ¿Qué sintió esa mente para llevarlo a cabo? misteriosa mente humana la que nos guía en este camino de existencia con su carga genética sin descifrar al completo. Se habla del cambio de Neanderthal a Sapiens y, por ende, de un cerebro más desarrollado y presto a sentir, pero... ¿por qué? no deja de ser una gran incógnita el porqué de ese primer dibujo y, sobre todo, el observar la influencia que tuvo expandiéndose el arte por todo el orbe, por miles de cuevas y abrigos rocosos en diferentes puntos del planeta.



Cuando caminamos por la cueva, no sin dificultad, buscamos con la luz el rastro de esos primeros hombres para así intentar asimilar nuestra concepción a la de aquella época. Pero la luz artificial no es la misma que la que producían sus antorchas; éstas eran capaces de darle movimiento a las pinturas por el baile que provoca la oscilación de la luz. En cambio, nuestra luz “moderna” no es capaz de apreciar esa viveza. Si teníamos dudas de su capacidad artística, no hay nada mejor que pararse y observar cómo dibujos y grabados estaban supeditados a la forma de la piedra para así formar cabezas de bisontes, caballos, etc... Quisieron controlar la caza mediante rituales y nada mejor que controlarla en el mundo espiritual para, con esa fuerza sobrenatural, salir al mundo material convertido en un semi-Dios. Figuras danzantes en torno a las diferentes presas animales nos transmiten valor, hombres con cabezas de animales nos ofrecen una sensación de superioridad del hombre sobre las bestias, al menos en ese plano metafísico.

 



Tenemos que arrastrarnos, manchando nuestras ropas de barro, como aquellos seres primitivos en clara alusión a la igualdad del hombre en la cueva, sea la época que sea, y podemos observar extraños dibujos antropomorfos: unos, claras figuras; otras, con alusiones a la fertilidad. Y aquí, importante subrayar como en algunas comunidades o clanes, destaca el papel primordial de la mujer invitándonos a creer en sociedades matriarcales. Sí, la mujer como centro de ese universo basado en ciclos lunares, los mismos que rigen su menstruación. En algunos casos llegaremos a ver representación de dicho ciclo menstrual de las mujeres del clan, como si todas ellas, de forma sagrada se ajustaran al mismo ciclo, a los mismos períodos. No deja de ser mágico hoy en día a pesar de nuestro conocimiento del cuerpo de la mujer.



La mujer más allá de un bien sagrado al que hay que cuidar, como una Diosa. Y así se encuentran en muchos rincones, grabados o dibujados en piedra, figuras de mujeres con el vientre redondo, símbolo de embarazo y por tanto de ventura para esa comunidad que aseguraba la supervivencia de su clan.



Por último, al retroceder hacia la salida, entramos en un abrigo rocoso a la derecha y encontramos manos dibujadas. La comparamos con la nuestra y nos sentimos tan cerca de esos hombres de la prehistoria que nuestro corazón se encoje. Al acostumbrar nuestra mirada a la escasa luz nos volvemos a sobresaltar; manos de cuatro dedos que no han podido ser interpretadas con seguridad. Quizás dedos amputados, quizás al dibujarlas un dedo quedara fuera de la impresión o, porque no, representaciones de otra civilización, de unos seres superiores que dejaron su huella en todas las civilizaciones con halo místico mostrándonos el camino a seguir. Sociedades primitivas de todo el mundo han dibujado manos y en los lugares que se ha dejado esa huella ha sido en lugares sacros, inviolables, quizás reservados a una minoría o solamente al clan que dejaba su impronta en el mundo de los espíritus.



Salimos, con paso tan lento como la historia de la humanidad, y tenemos la sensación de haber vivido un sueño más que una realidad. Es probable que estas cuevas, poseedoras de pinturas y grabados paleolíticos, sean la última entrada al otro mundo. A ese mundo espiritual presente en todas las civilizaciones antiguas.



No puede ser que ese legado eterno ya no interese al hombre, al menos una sola vez deberíamos intentar acceder al reino de Morfeo.



Dice la leyenda que Morfeo, como Dios griego del sueño y de la noche, se transformó en un ser divino al dejar capturar su alma en una caverna, seguramente una con dibujos paleolíticos. El hombre se convirtió en Dios al captar el mensaje de sus antepasados





LA MONTAÑA



Un hombre tenía un sueño, quería ser el primero en subir a una montaña. No era una montaña sagrada ni la más transitada del orbe, sin embargo, desde pequeño anhelaba escalar a su cima y ser reconocido por ello.



Después de años preparando el reto se puso en camino, transitó por senderos cada vez más empinados y, cuando parecía que el esfuerzo le derrotaba, divisó el último tramo. Estaba tan exhausto que decidió hacer noche a los pies de la escalinata final.



En noche cerrada y cuando los párpados se caían, agotado pero preso de emoción por estar tan cerca de su sueño, oyó una voz femenina y otra más apagada que parecía infantil. Asombrado al ver lo que a todas luces parecía una mujer con su hija, se atrevió a entablar conversación:



– ¿Qué hacéis paseando a estas horas tan cerca de la cumbre de la montaña? – Preguntó algo timorato el hombre.



La mujer le miró con ojos cansados, la niña ni se inmutó. Por un momento creyó que estaba ante dos fantasmas hasta que la niña tiró de la mano a la madre y pareció romperse la ensoñación.



– Déjale mama – habló la niña con mucha más seguridad en sí misma de la que aparentaba por edad – no parece mal hombre, aunque es uno más de los soñadores. Lo de siempre.



– Tranquila hija – le dijo la madre a la pequeña mientras mantenía la mirada fija en el hombre – debemos ser respetuosas siempre. Caminamos hacia la cima como hacemos al final de todas las jornadas.



– ¿Hacia la cima? Creía que nadie había subido a ella – el hombre hablaba estupefacto sin entender nada – Acaso ¿no seré el primero en llegar?



La niña comenzó a reír a carcajadas, era una carcajada tan honda como sonora, terrorífica. Cuando pareció saciarle la risa se dirigió al hombre de nuevo:



– Todos creéis ser los primeros y sin embargo son incontables los que ya han conseguido esto que crees proeza. Yo la primera.



– Basta ya – apuntó la madre a la hija – te pido, una noche más, que desciendas el camino y lo vuelvas a retomar mañana al reflexionar.



Sorprendentemente la niña hizo caso y tomó el camino descendente. En un momento fugaz ya no se divisaba su figura ni siquiera a lo lejos.



El hombre salió de su perplejidad y se encaró con la madre:



– No deberías dejarla hablar así, tan hiriente, sobre todo con desconocidos. Es demasiado pequeña para ello. No ha conseguido hundirme porque no era más que una niña y yo soy fuerte, tan fuerte como el único de los hombres que va a llegar a esa cima. Tampoco tú podrás impedírmelo.



La madre pareció ignorarle y se puso a caminar hacia la escalinata final a la cota más alta de la montaña. Sus pasos parecían contarse por zancadas de gigantes. El hombre, al verlo, se puso ciego de ira y cuando le había sacado cierta ventaja, trató de correr hacia la mujer advirtiendo:



– No podrás hacerlo antes que yo ¡es mi sueño y sólo mío!, nadie podrá vencerme a mi… – de repente se oyó un traspiés y el hombre se encontró que el camino se había desgarrado y abierto a un precipicio que la noche ocultaba. Sólo una fina rama de arbusto le servía para agarrarse.



La mujer, oyendo los gritos detrás, sonreía mientras ascendía a la cima. Sabía que no debía auxiliarle y que necesitaba estar colgado un buen rato de esa rama para sentir lo endeble que puede llegar a ser uno. Mientras, con firmeza y seguridad, la mujer llegaba a la cima para cerrar los ojos y dejarse bañar por la fuerte brisa que allí existía. Al abrirlos ya no divisiva al hombre ni a su hija, sólo veía un mundo maravilloso a sus pies. Un mundo por explorar. Entonces sintió que hacia él descendería tratando de ayudar a otros seres a encontrar su camino.



Ni el hombre, ni la mujer, ni su hija, son una persona por sí solas. El hombre es tu ego, la niña es tu envidia y la mujer tu conciencia. Y sí, la frágil rama, es la esperanza que, en realidad, no es tan endeble como a veces creemos.





SUmer Y Egipto



El faraón Jufu pidió que el comerciante sumerio, recién llegado a Egipto, se presentara ante él. Quería despejar de primera mano las dudas que sus escribas le habían ido presentando a lo largo de su vida. Llevaba meses pensando en ello y, en consecuencia, había pedido a sus soldados que estuvieran atentos y le trajeran a audiencia real al siguiente comerciante venido de Sumer.



– ¿Es cierto que eres hombre venido de tierras sumerias? – preguntó el faraón-



– Mi señor Keops, no le entiendo – contestó el comerciante – soy un sag-giga, el pueblo de las cabezas negras.



Un escriba se acercó al faraón y le susurró algo al oído. Este continuó hablando:



– Bueno sag-giga, sumerio… Es lo mismo. Pero dime, ¿por qué te refieres a mí como Keops? ¿Es una palabra de vuestro pueblo para realzar mi divinidad o grandeza?



– Antes de llegar a su reino, he estado comerciando en Creta, donde se referían a su señor como Keops. Pensé que era su nombre de gobernante.



– ¡Qué absurdo! ¡Keops! – reía el faraón a carcajadas – difícil de entonar y un nombre extraño para dejar huella en la posteridad. Recuerda y transmítelo a tu pueblo y a todos con los que comercies: Jufu, ese será mi nombre en los astros.



– Como usted quiera, mi señor Jufu. Igualmente es un placer estar ante su presencia, su grandeza es sabida en todos los puertos y rutas de comercio.



– Bien, gracias, pero basta ya de presentaciones y halagos. ¿Qué comercias en mi reino?



– Traigo artesanía de mi pueblo, sobre todo, nuestro afamado sello cilíndrico donde se puede ver la idiosincrasia de nuestras gentes. A cambio busco metales, piedras preciosas y madera para nuestras tierras.



– En esos sellos cilíndricos – comentaba intrigado el faraón Jufu – ¿aparece vuestra escritura?



– No mi señor, en los sellos plasmamos escenas de nuestro pueblo o de nuestros dioses, no dejan de ser un elemento decorativo con el que comerciamos entre nosotros, los sag-giga o fuera de nuestras fronteras, como entre los dignatarios de su pueblo. Si mi señor quiere conocer nuestra escritura, para ello tiene las tablillas de arcilla donde dejamos constancia de leyes, acciones a subrayar o llevamos la administración de nuestros negocios.



– Enséñame alguna si las tuvieras en tu poder.



El hombre de Sumer, acató con la cabeza afirmativamente. Se retiró momentáneamente, pidiendo permiso para ello, dirigiéndose a la puerta para comunicarse con un esclavo al que pidió ir al puerto y tomar alguna de las tablillas que llevaban en la embarcación. Esto llevaría un rato, pero el faraón no quería perder la oportunidad, cuando el comerciante sumerio volvió a la audiencia y siguió hablando:



– Dime, hombre de Sumer, ¿la escritura se inventó en tu pueblo u os enseñan que la inventamos nosotros?



– No tengo respuesta a eso, mi señor. Las personas que aprendemos a escribir recibimos la idea que somos el primer pueblo que se asentó en ciudades y con ello, con todas las derivadas administrativas que surgen de dejar de ser nómadas, se hace necesaria la escritura, las leyes, un sistema de gobierno, la propiedad privada y así podría seguir repasando una lista innumerable de inventos.



– Ya veo ya – comentaba pensativo el faraón Jufu – nosotros también pasamos ese tránsito a las ciudades y escribimos para dejar constancia de leyes, tratados de culto religioso o de carácter administrativo. Con todo ello somos capaces de construir algo tan grandioso como la pirámide que se está construyendo y habrás visto antes de llegar a palacio. Veo que es como decían mis escribas, vuestro pueblo cree haber inventado lo que somos el resto. Pero sigue hablándome de esa lista innumerable de inventos…



– Como ordene su señor. En nuestro pueblo hemos creado un sistema giratorio para modelar la cerámica sin mucho esfuerzo, un calendario para tener claro los periodos de cosecha, un reloj para fijar las horas del día y con ello mejorar la burocracia de mi país, el mismo carro de guerra con el que me consta su pueblo combate con bravura o la cerveza, esa bebida que…



Fue imposible seguir, las carcajadas del faraón y sus escribas fueron bastante sonoras.



– Nada de lo que dices, escúchame bien hombre de Sumer, es algo que los egipcios hayamos importado de vuestras tierras. Nosotros hemos generado todo ello de forma autóctona.



– Lo siento mi señor si le he ofendido, como le decía es una transmisión que recibimos, pero lógicamente yo no he inventado nada.



– Me encantaría que mis escribas dialogaran con esos que dices os transmiten para que fueran conscientes de otro punto de vista. No obstante, ya me ha quedado claro lo que buscaba y veo que el debate sería estéril, ambos tenemos nuestra propia idea de creación de todo. A la espera de ver vuestra escritura, tómate un descanso, come algo y se bienvenido a mi morada.



Cuando llegaron las tablillas era ya de noche. El comerciante sumerio, acatando órdenes y ayudado por su esclavo que transportaba las tablillas, se acercó a la estancia donde el faraón reposaba tras la cena.



– Oh, ya estás aquí de nuevo, acércame esas tabillas – pidió el faraón-. Vaya, vaya – comentó tras verlas – diferente a la nuestra, escribís en forma de cuña lo que lo hace ilegible a los que estamos acostumbrados a escribir con pictogramas.



– Sí, mi señor, antaño usábamos también pictogramas, como su pueblo, pero evolucionamos al cuneiforme ya que así podíamos registrar de forma sencilla los intercambios comerciales, las pérdidas y ganancias del comercio.

 



El faraón llamó a sus escribas y estuvo departiendo unos minutos con ellos. Continuó hablando tras ello:



– Mis sabios y yo, te concedemos la duda de la escritura. Vuestra evolución puede indicar que sois la primera civilización en registrar por escrito una lengua, pero los otros inventos que nos comentaste los ponemos más que en duda. No dudamos de tu honradez, pero si lo hacemos por nuestro propio desarrollo como pueblo. Tenlo presente cuando vuelvas a tu país y comercies con otros pueblos, relata a todos la grandeza de nuestro reino.



– Así lo haré mi señor, no tenga duda.