Historia del pensamiento político del siglo XIX

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From the series: Universitaria #377
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Aunque Southey hacía hincapié en los rasgos coercitivos y protectores del Estado, no eran más que aspectos de una forma de organización social y política «patriarcal, es decir, paternal» (Southey, 1829, I, p. 105). En sus excursiones por la historia, Southey creyó que lo más parecido a una forma de gobierno de este tenor era la vigente en la Inglaterra de la Baja Edad Media y el Renacimiento, pero la importancia que daba al control, a la protección y al desarrollo humanos se desvela en su obsesión por el «Sistema de Madrás» para la educación de las masas propuesto por Andrew Bell. Southey describe el sistema de Bell como un «ideal justo de república», basado en los principios de una jerarquía protectora y con capacidad reguladora (Southey, 1829, I, p. 105). En las escuelas de Bell, todo alumno estaba bajo la tutela de un «monitor» de más edad, mientras que, en la república ideal de Southey, cada clase social estaba sometida a la benévola supervisión de sus superiores en la escala social (Southey, 1832e, pp. 227-231).

Las instituciones tradicionales constituían la base de una república de ese tipo, y Southey insistía en que había que protegerlas de la corrosiva influencia de los agitadores radicales. En sus escritos de posguerra, Southey apelaba al Estado para que hiciera uso de su poder y metiera en cintura a la agitación radical, pero, además, quería debilitar la base del apoyo a los radicales permitiendo que las elites tradicionales tomaran la iniciativa. Southey urgía a las clases superiores a responsabilizarse del bienestar de las clases más bajas regulando las condiciones de trabajo, creando fondos de ayuda a los pobres, mejorando la educación laica y religiosa de los más desfavorecidos y fomentando la migración interna e internacional (Southey, 1832c; Eastwood, 1989). Estas medidas, unidas al cambio de actitud de las elites necesario para implementarlas, garantizarían que las clases bajas recibieran no sólo lo justo para cubrir sus necesidades materiales cotidianas, sino asimismo control y guía. La supervisión de las elites iría dirigida a mejorar el desarrollo intelectual y moral del pueblo y a garantizar su lealtad al Estado. El apego a este no habría de basarse exclusivamente en el quid pro quo. Para Southey, al igual que para otros escritores románticos, los beneficios dispensados por el Estado no tenían su origen en una obligación política. Eran aspectos de una relación compleja sustentada en cualidades morales y afectivas. Para convertir al Estado en el foco de toda lealtad, había que restablecer los vínculos positivos entre la autoridad social y política y la cultura intelectual, moral y religiosa (Southey, 1829, I, p. 94; II, p. 265).

Si Wordsworth creía que la constitución tradicional era un modelo de rectitud moral y política, y Southey quería apuntalar esa estructura con las concepciones paternalistas que había hallado en el Estado renacentista y barroco, Coleridge alababa las virtudes de los neoplatónicos del siglo XVII. Decía haber hallado en sus escritos la distinción entre «razón» y «entendimiento», tan crucial para su propia filosofía. También identificó a un grupo de estadistas platónicos –Harrington, Milton, Neville y Sidney– que habían resistido a la primera oleada de materialismo político y cuyas acciones se habían inspirado en la apreciación de los fines morales del Estado (Coleridge, 1976, p. 96; Morrow, 1988). La reverencia de Coleridge hacia estos «nombres señalados» daban un aire distintivo a su teoría política: aunque reconocía las virtudes de la constitución tradicional de Iglesia y Estado, había trazas de republicanismo antiguo en todo su sistema. Hacía hincapié en la importancia moral y religiosa de la libertad de conciencia, se mostraba crítico con la Iglesia laudiana y especulaba con la idea de que Cromwell pudiera haber sido la cabeza de un «reino republicano, de una gloriosa Commonwealth con un rey como símbolo de su Majestad y pilar de su Unidad» (Coleridge, 1980-, II, pp. 1200-1201)[5]. Además, Coleridge quería someter a las instituciones y prácticas tradicionales al escrutinio de la «razón», para asegurarse de que el Estado desempeñaba el papel de promoción de la perfección moral e intelectual que le correspondía. Este escrutinio formaba parte de una teoría del Estado crítica y sofisticada, que poco tenía que ver con el apoyo complaciente de Southey y Wordsworth al elixir constitucional propuesto por los tories a principios del siglo XIX.

La versión más completa de esta teoría se encuentra en On the Constitution of the Church and the State, According to the Idea of Each (1829), donde Coleridge analiza el Estado en relación con la «idea» de constitución, es decir, en términos de su objetivo último, que identificaba con la puesta en práctica de los fines morales esbozados en The Friend (Coleridge, 1976, p. 12; 1969, II, pp. 201-202). Era un enfoque valiente, porque Coleridge reconocía que los aspectos históricos del Estado podían impedirle hacer realidad sus fines. De manera que no se podía afirmar, con Southey, Wordsworth y muchos otros tories, que había que preservar el sistema de gobierno vigente en su totalidad (Coleridge, 1976, pp. 13, 19; Coates, 1977, p. 502; Morrow, 1990, pp. 131-132). El análisis que hacía Coleridge de la constitución se basaba en una distinción entre la «constitución del Estado» (las ramas ejecutiva y legislativa del gobierno y los «poderes libres» de las instituciones extraparlamentarias) y la «constitución de la nación», que abarcaba al Estado y a la Iglesia nacional. La «nación» formaba una unidad orgánica que se sostenía gracias al principio de equilibrio, pero este principio también funcionaba en el seno del «Estado». El Parlamento fijaba las metas y ponderaba los intereses vinculados con el capital comercial y la nobleza rural. Tales intereses encarnaban a fuerzas morales y sociales esenciales («progreso» y «estabilidad»), cuya interrelación permitía a la sociedad beneficiarse de la actividad comercial sin abandonar por ello los valores éticos que Coleridge, al igual que muchos de sus contemporáneos, atribuía a la nobleza rural propietaria (Coleridge, 1976, pp. 23-25). El equilibrio, socialmente beneficioso, entre los diferentes intereses propietarios debía impulsarse desde la Corona e incrementarse gracias a la interacción entre el Parlamento y las fuerzas extraparlamentarias, que ejercían una influencia estimulante pero potencialmente desestabilizadora (Coleridge, 1976, pp. 41-42; Morrow, 1990, pp. 133-140). «Estabilidad» y «progreso» no eran «intereses» en el sentido convencional del término y no formaban parte de un equilibrio mecánico. Eran, más bien, aspectos o momentos de un orden político y social orgánico, cuya importancia no residía en su masa física, sino en que encarnaban estados anímicos complementarios que reflejaban la existencia de fuerzas sociales «progresistas» y «defensoras de la estabilidad». Coleridge recurrió al lenguaje del electromagnetismo, obviando la metáfora mecanicista[6].

Coleridge hizo hincapié en la importancia moral de los propietarios de la tierra en su segundo Lay Sermon de 1817, una obra escrita en respuesta a la dureza y la dislocación experimentadas tras la paz de 1815. Afirmaba que los intereses de la propiedad rural y del Estado coincidían, y atribuía muchos de los males de la Gran Bretaña de la posguerra a un «desequilibrio» a favor del «espíritu comercial» (Coleridge, 1972, p. 169). Estas observaciones reflejaban la preocupación de Coleridge por el hecho de que los propietarios de la tierra se estuvieran haciendo eco de los valores comerciales, minando así un contrapeso esencial en el seno del Estado. La avaricia y extravagancia de la gentry adquiría un aire de plausibilidad intelectual gracias a la efímera «ciencia» de moda: la economía política. Pero Coleridge insistía en que esta disciplina no especificaba adecuadamente los deberes y responsabilidades de los hombres de Estado ni de los terratenientes (Coleridge, 1972, pp. 169-170, 210-216; Kennedy, 1958; Morrow, 1990, pp. 115-121).

El núcleo de su crítica a la economía política y a la seducción experimentada por la nobleza rural era su visión romántica de las implicaciones del racionalismo ilustrado. Coleridge, al igual que Southey y Wordsworth, creía que el materialismo práctico, ejercido en interés propio por parte de los terratenientes, era producto del clima filosófico de la sociedad moderna, de manera que buscó una solución de carácter intelectual. Seleccionó formas de acción y pensamiento del platonismo cristiano, pero resultaron ser poco serias intelectualmente hablando, estériles desde el punto de vista teológico, y social y políticamente desastrosas. Coleridge sugirió una vuelta de las clases educadas a «estudios más austeros», sobre todo de filosofía y teología, así como la difusión de una religión intelectualizada y de un intelecto moralizado que identificaba con el platonismo (Coleridge, 1972, pp. 24, 39, 105-107, 193-195, 199; Morrow, 1990, pp. 121-125).

Esta propuesta de revitalización de las actitudes morales e intelectuales de las elites estaba muy relacionada con la insistencia de Coleridge en que la «idea de constitución» debía incluir una Iglesia nacional[7]. Afirmaba que, en el clima moral y político imperante en la Inglaterra de principios del siglo XIX, cobraba especial relieve el que se entendieran bien los rasgos esenciales de esta institución. No era ya que el país se viera amenazado por la terrible atracción ejercida por un espíritu de comercio fuera de control, sino que la institución cuya responsabilidad era encargarse de enderezar ese espíritu, la Iglesia de Inglaterra, se veía amenazada por la propuesta de eliminar los obstáculos impuestos a protestantes disidentes y católicos romanos para la adquisición de estatus político. Al contrario que Southey, Coleridge no se oponía a la derogación de las Test Acts [leyes penales que incapacitaban civilmente por motivos religiosos] ni a la emancipación católica, pero insistía en que estas medidas no debían constituir una amenaza para el estatus «nacional» de la Iglesia de Inglaterra (Coleridge, 1976, pp. 11-12, 147-161; cfr. Southey, 1832b).

 

Aunque las observaciones de Coleridge sobre las iglesias nacionales se basaban en gran medida en su forma de entender la historia y en la estructura de la Iglesia de Inglaterra, las consideraba rasgos necesarios de un Estado moral (Allen, 1985, pp. 90-91). La Iglesia aportaba la «clerecía» (clerisy), un cuerpo responsable de crear un clima intelectual y moral que incentivara a las elites laicas a cumplir su papel en el seno del Estado (Coleridge, 1976, pp. 42 ss.; Knights, 1978, cap. 2). Su participación era desinteresada y reflejo del propósito universal y moral del Estado (Coleridge, 1990, I, pp. 187-188; Gilmartin, 2007, pp. 207-252; Morrow, 1990, pp. 143-146). La clerecía debía identificarse con los intereses comunitarios sin preocuparse de intereses sectoriales. Para facilitar su tarea se la dotaba de propiedades que debía destinar a propósitos de corte nacional. Utilizando los argumentos habituales sobre la relación entre propiedad e independencia para defender las posesiones eclesiásticas, Coleridge afirmaba que los bienes materiales de la Iglesia protegían a los clérigos de los abusos del poder político. Dio nombre al estatus especial de la propiedad eclesial: constituía una «Nacionalidad» (Nacionality) mientras que la propiedad privada del resto conformaba una «Propiedad» (Property). Unidas, eran «los dos factores constituyentes, opuestos, que al ejercer de contrapeso se apoyan recíprocamente permitiendo el gobierno de la república». Una era condición necesaria para la existencia de la otra e indispensable para su perfeccionamiento (Coleridge, 1976, p. 35).

La «Nacionalidad» era un medio para actuar contra las fuentes intelectuales y morales del abuso de la propiedad individual. Por lo tanto, para Coleridge resultaba de vital importancia dotar financieramente a unas Iglesias nacionales llamadas a desempeñar un papel fundamental en la Europa de principios del siglo XIX, cuando la expansión comercial había incrementado las desigualdades y creado otras nuevas. Pero, incluso en ausencia de esas desigualdades, las iglesias nacionales eran un rasgo esencial de su concepción romántica del Estado, porque Coleridge hacía hincapié en el impacto de la clerecía sobre las elites. También justificaba su existencia y sus privilegios apelando a su papel educativo. La clerecía debía encargarse de «culturizar» a la población, propiciando el «desarrollo armonioso de las cualidades y facultades que caracterizan a nuestra humanidad» (Coleridge, 1976, pp. 42-43). Al ejercer como educadores e incidir en la visión del mundo de las elites, los clérigos nutrían los valores intelectuales, morales y religiosos que conformaban el núcleo de lo que Coleridge consideraba una situación social y política justa.

En torno a 1800, los románticos alemanes más destacados emprendieron una vía similar (en algunos aspectos) a la de sus contemporáneos ingleses. Es decir, desarrollaron enunciados políticos en los que repudiaban el radicalismo destructivo, que identificaron con la Revolución francesa, pero, a la vez, asumieron posturas críticas con el statu quo. Los románticos alemanes se resistían a aceptar las concepciones juridicistas y mecanicistas del gobierno, que asociaban al absolutismo del siglo XVIII y a las iniciativas de reforma lanzadas tras la derrota de los estados alemanes ante el poder militar francés (Krieger, 1972, pp. 139 ss.; Sheenan, 1989, pp. 260 ss.). De manera que, aunque la crítica a la Revolución francesa y sus frutos constituyera un tema nuclear del Romanticismo alemán, el modelo de monarquía promovido por los románticos conservadores era muy distinto al prevaleciente en el siglo XVIII. Novalis resalta este punto al afirmar que la monarquía había perdido todo sentido y propósito, y aun legitimidad, antes de 1789. En su opinión, los reyes de Francia y de la mayoría de los estados europeos habían sido «destronados» mucho antes de la Revolución francesa (Novalis, 1969c, p. 28). Los románticos rechazaban el Estado absoluto porque era incompatible con su ideal de comunidad; al no tener en cuenta los valores humanos, era incapaz de conservar la lealtad de sus miembros. El Estado «poético», como lo denominó Novalis, debía satisfacer tanto el corazón como la mente (O’Brien, 1995, p. 174). Respondiendo a este requerimiento, los románticos alemanes procuraron rehabilitar el Estado ante sus contemporáneos presentándolo como un reflejo de las fuerzas vitales que latían tras la vida humana; no como la consecuencia de un contrato ni del mero ejercicio del poder (Droz, 1963, p. 17). Pensaban que el Estado podría satisfacer anhelos que se habían manifestado, de manera distorsionada y destructiva, en la era revolucionaria incorporando el sentido estético y emotivo de comunidad que asociaban a la familia.

Al igual que sus contemporáneos ingleses, los escritores románticos alemanes achacaban los defectos de la mente dieciochesca a las limitaciones de la epistemología ilustrada, pero también criticaban la concepción jurídica del Estado que asociaban al absolutismo. Novalis capta muy bien la actitud romántica, en el caso de la primera de estas cuestiones, cuando afirma que a los pensadores ilustrados les fascinaba la refracción de la luz, pero ignoraban «el juego de color» que desprendía (Novalis, 1969b, pp. 508-509). Estas fuerzas «misteriosas» y «maravillosas» sólo podían apreciarse a través de las intuiciones de la inteligencia poética; la razón por sí misma no las captaba. Müller, que se mostró mucho más hostil hacia el racionalismo que otros románticos políticos, creía que esta capacidad intuitiva conllevaba la capacidad de «formar ideas», es decir, concepciones de las cosas inmersas en procesos de desarrollo y en calidad de partes de unidades «orgánicas» más completas. La imagen del mundo suministrada por las ideas era mucho más completa que la generada por «conceptos», que simplemente amalgamaban datos y no captaban las complejidades de los fenómenos naturales o humanos. Cabía aplicar esta distinción en diversos contextos. Por ejemplo, Müller alababa las prácticas retóricas de la Cámara de los Comunes británica, porque expresaban el espíritu de lo viviente, y criticaba tanto la mala oratoria como la «ciencia», porque no desvelaban ni descubrían ese espíritu vital (Müller, 1978, p. 185; Reiss 1955, p. 156). Esto no era baladí, pues Müller creía que los rasgos destructivos de la actividad revolucionaria eran el resultado de intentos malogrados de reconstruir la política sobre principios que atentaban contra las dimensiones espirituales de la vida humana (Reiss, 1955, p. 153).

Las críticas románticas a los frutos políticos de la Ilustración giraban en torno a los defectos de su concepción jurídica del Estado. Sobre todo, rechazaban la afirmación (tanto de los defensores del absolutismo dieciochesco como de los revolucionarios) de que el Estado era el resultado de un contrato celebrado entre poseedores de derechos naturales. En su opinión, el Estado debía apelar a los afectos de sus súbditos y no sólo a su interés individual (Beiser, 1992, pp. 236-239; Berdahl, 1988, pp. 99-103; Krieger, 1972, pp. 53 ss.; Scheuner, 1980, pp. 23-25). La advertencia de Novalis contra los peligros de un Estado que intentara «la cuadratura del círculo» del interés propio fue reelaborada por Schlegel en una serie de conferencias pronunciadas en 1804-1805 (Novalis, 1969c, n.o 36). En ellas Schlegel trazaba una estricta distinción entre la ley «racional» y la «natural», disociando a esta segunda del individualismo al convertirla en el semillero de un Estado orgánico.

Schlegel afirmaba que, aunque la ley racional deificaba la libertad, no explicaba por qué era tan sacrosanta. Como consideraba que las entidades colectivas –la familia, la comunidad o el Estado– eran una amenaza para la libertad, la ley racional generaba desunión y disolución en vez de armonía y unidad. En cambio, la ley natural surgía de una entidad social unificadora: la familia patriarcal. Esta institución encarnaba un sistema de autoridad basado en el amor y en la lealtad. Fomentaba por ello la moral, más que las relaciones puramente naturales representadas en el estatus de los patriarcas: unas figuras que no eran sólo cabezas de familia, sino asimismo símbolos de Dios y representaciones de la justicia de la condición natural (Schlegel, 1964, pp. 104-106; 1966, p. 549). Sus posibilidades se veían limitadas por el escaso alcance de la familia y por los conflictos resultantes del ejercicio unilateral del derecho natural a la venganza (Schlegel, 1964, p. 123). Aunque el Estado eliminaba estas tensiones, Schlegel consideraba que su función reguladora tenía una importancia menor. El rasgo más significativo del Estado era que encarnaba «la idea de moralidad», es decir, «la educación moral y la perfectibilidad de la humanidad» (Schlegel, 1964, pp. 111, 122; cfr. Beiser, 1992, pp. 255-260). Como meta guardaba cierta similitud con las ideas cosmopolitas del primer Romanticismo pero, tras 1800, Schlegel la asoció a esa forma de comunidad expandida y unificada posibilitada por el Estado, cuyo papel en el desarrollo humano lo convertía en una necesidad moral; los súbditos lo reconocían y de ahí que le brindaran su lealtad.

La insistencia de los románticos en que la relación entre el Estado y sus súbditos era consecuencia de la fe, no de un contrato ni del temor, fue un elemento clave para su intento de reemplazar la concepción legalista del Estado por otra basada en un sentimiento de identidad comunitaria. El Estado como comunidad se basaba en valores afectivos y solidarios, como el amor, y no en fórmulas jurídicas diseñadas para proteger el interés individual. Para Schlegel, el Estado era «un gran individuo moral», forjado en el afecto y en la fe; no era un artilugio mecanicista generado por contrato y mantenido gracias al poder de un monarca absoluto o de un pueblo soberano (Schlegel, 1964, pp. 122-124; cfr. Faber, 1978, p. 60).

Müller era partidario de estos sentimientos, pero consideraba al Estado una totalidad autárquica y no lo relacionaba con la meta universal de la perfección humana. Inscribió este relato del Estado en su concepción de la estructura bipolar del mundo natural y el mundo social (Müller, 1804; Berdahl, 1988, pp. 165-166; Klaus, 1985, pp. 40-41; Koehler, 1980, pp. 20, 53, 59, 79-80, 86, 98; Reiss, 1955, pp. 29-30). En política, el principio conservador y el innovador, la edad avanzada y la juventud, generaban, junto al principio masculino de la ley y el femenino del amor, una unidad centrada en la «idea de Estado», definido por Müller como «la íntima asociación de todo el patrimonio físico y espiritual [en un] todo grandemente energético, infinitamente activo y vivo. El Estado es ese punto en el que coinciden todos los intereses físicos y mentales de un ser humano» (Müller, 1922, I, p. 39; Reiss, 1955, p. 150; cfr. Immer­wahr, 1970, p. 34).

Al igual que otros románticos alemanes, Müller rechazaba la imagen del Estado como máquina, que implicaba que funcionaba según estándares mecánicos[8]. Tampoco le gustaban los intentos de aplicar al Estado la doctrina del derecho natural. La «idea de derecho» resultaba de la oposición entre un elemento físico o positivo, de un lado, y, de otro, un elemento «espiritual o universal, y universalmente válido». La coexistencia de lo positivo y de lo universal producía un sistema regulador que reflejaba el carácter fluido, expansivo, del Estado. La «idea de derecho nunca concluye ni se completa, sino que se mantiene siempre en un proceso de expansión viva e infinita» (Müller, 1922, I, pp. 41-42; Gottfried, 1967, pp. 236-237). El derecho expresaba, como el Estado mismo, la conciencia de una comunidad orgánica. Era producto de la conciencia, no una creación arbitraria del soberano (cfr. Zilkowski, 1990, pp. 95-96).

Existen grandes paralelismos entre la crítica que hace Müller a la base contractual del individualismo político y la aplicación (con claros tintes antiindividualistas) de la tradición del derecho común defendida por Edmund Burke en la década de 1790. Las ideas de Burke eran bien conocidas en Alemania, donde era admirado por Müller y otros contemporáneos suyos. Pero los románticos alemanes combinaban su idea historicista del derecho con elementos que guardaban cierta afinidad con las teorías patriarcales del gobierno (Kraus, 2004, p. 203; Sweet, 1941, pp. 20-23). Müller, por ejemplo, negaba que las relaciones entre los miembros del estado fueran estrictamente jurídicas. Había que equilibrar el derecho con amor para dotar al Estado de un aura de afecto familiar y convertirlo en un objeto bello (Koehler, 1980, p. 29). Müller creía que las familias reales eran la máxima expresión de estos sentimientos, pero la idea fue descrita más vívidamente en un panegírico de Novalis al joven rey y la joven reina titulado Glauben und Liebe oder Der König und die Königin:

 

Una auténtica pareja regia es para la persona lo que la constitución es para su razón. El único interés que suscita una constitución es el mismo que provoca una letra del alfabeto. Si el signo no es una imagen hermosa, un canto, depender de ella es la más perversa de las inclinaciones. ¿Qué es el derecho si no es la expresión de una persona amada y respetada? ¿Acaso el monarca místico no precisa, como cualquier idea, un símbolo? ¿Y qué mejor símbolo que una persona espléndida, digna de ser amada? (Novalis, 1969c, n.o 15).

Novalis dotaba al rey y a su consorte de cualidades místicas ante las que los súbditos respondían como un acto de fe. Derivaba la autoridad política de las cualidades personales y del «carisma» del gobernante (Beiser, 1992, pp. 264, 272; Gooch, 1965, pp. 235-236; Scheuner, 1978, pp. 72, 76). El interés que despertaba la individualidad activa, cuestión central del primer Romanticismo, estaba relacionado con la concepción de la monarquía y con la idea de que el Estado debía ser amado por sus miembros (Beiser, 1992, p. 230). Vemos otros vestigios de esta preocupación en las despectivas referencias a la «indolencia» fomentada por el absolutismo, y en el comentario de Müller de que el soberano debía «estimular» a la par que coaccionar a sus súbditos (Meinecke, 1970, pp. 53, 103-104; Reiss, 1955, p. 148). El análisis más concienzudo de este problema es el de Schleiermacher, quien creía que la comunidad era el resultado de una «sociabilidad libre» (de una interacción espontánea e informal), capaz de fomentar la integración de los individuos que emprendían la senda de la perfectibilidad persiguiendo diversos objetivos (Schleiermacher, 1988, pp. 183-184, 1967, II, pp. 129-130; Bruford, 1975, pp. 82-84; Hoover, 1990, p. 252). Se precisaba una estructura política pluralista y descentralizada para dar cabida a la diversidad, de ahí que Schleiermacher rechazara la forma de monarquía absoluta propia del siglo XVIII. Sin embargo, no tenía objeciones contra la monarquía en sí, al contrario; en su opinión, el monarca podía ser un órgano vinculado al inconsciente colectivo por medio de una forma de gobierno descentralizada. La rígida centralización del Estado absoluto era consecuencia del debilitamiento de la conciencia colectiva de los súbditos. Tras aniquilar las bases mismas de la sociabilidad, el Estado del siglo XVIII se había visto obligado a generar, externamente, elaboradas manifestaciones de unidad (Schleiermacher, 1845, pp. 139, 111-112; Dawson, 1966, pp. 148-149; Hoover, 1989, p. 310).

El hecho de que la monarquía auténtica de Schleiermacher fuera un símbolo de la conciencia colectiva y no una unión holística, como la familia, daba un aire claramente «liberal» a esta forma de Romanticismo político. Para otros románticos alemanes, sin embargo, la analogía entre la familia y el Estado no estaba pensada para favorecer al Estado absoluto con ayuda de imágenes de la teoría política patriarcal convencional. El hincapié que hacía Novalis en la fe, la idea de Schlegel de que la base del Estado era la creencia, y el interés de Müller por la estimulación sugieren que, en su opinión, las relaciones políticas debían hacer gala de ciertas cualidades específicas para ser satisfactorias. El poder personal del monarca no derivaba del consentimiento, pero su relación con otros miembros del Estado era cualitativamente diferente a la existente entre un monarca absoluto y sus súbditos emocionalmente aletargados. Al relacionar a la monarquía con las intuiciones de la inteligencia poética, los románticos alemanes procuraban transformar la severidad fría y mecánica del monarca Hohenzollern en una figura autoritaria pero emocionalmente atractiva: un patriarca regio idealizado. Al hacerlo, se centraron en las necesidades afectivas y estéticas de los seres humanos; no recurrían a la imagen de la familia para evocar el poder del Padre. La novedad de su enfoque se aprecia en el papel adscrito a la cabeza femenina de la familia real por Novalis (Novalis, 1969c, n.os 30-32, 42), así como en la observación de Schlegel de que «una familia sólo puede surgir en torno a una mujer amorosa» (Schlegel, 1996b, n.o 126; Beiser, 1996, p. 136).

Los románticos parecían creer, que redescribiendo la relación entre el monarca y sus súbditos podrían casar una concepción fuerte de la soberanía con la dignidad moral del gobernado (Scheuner, 1980, p. 71). Pasaron por alto las cuestiones mecánicas, relacionadas con el peso y la dirección del poder soberano, así como con las fuerzas capaces de constreñirlo, y se centraron, en cambio, en el estrecho vínculo existente entre las potencialidades del monarca y las necesidades estéticas y afectivas de la humanidad. También analizaron el sentido individual de pertenencia a la comunidad y la participación en ella. En el momento álgido de su radicalismo político, Schlegel llegó a identificar a la auténtica republica con la democracia, y afirmó que la monarquía debía ser coherente con el auge o declive de las culturas políticas republicanas (Schlegel, 1996a, pp. 102-106). Novalis, en cambio, quiso promover la idea de un gobierno republicano que no fuera hostil a la monarquía. Su enfoque recordaba a formulaciones más antiguas de la res publica y prefería la identificación emocional y psicológica a la representación y a la soberanía popular. En las crípticas palabras de Novalis: «El rey auténtico se convierte en una república y la auténtica república se vuelve rey» (Novalis, 1969b, n.o 23).

La idea de Schleiermacher de dotar a la monarquía de un papel simbólico era parecida a la postura de Coleridge, pero los autores románticos alemanes analizaron las monarquías mucho más detalladamente que sus homólogos ingleses. Puede que se debiera a la preeminencia teórica y práctica de la monarquía en la política alemana. Como los románticos alemanes no querían convertir a la cabeza del Estado en una figura constitucional, hubieron de formular una alternativa radical a la concepción del rey como parte de la mecánica del Estado, a la que identificaban con el absolutismo dieciochesco. Podemos comparar la novedad y dificultad de esta tarea con la que esperaba a los románticos ingleses, quienes, en general, se decantaban por la tradición representativa del gobierno británico y, en muchos casos, daban por sentada la posición constitucional y el estatus de la Corona. El único inglés que ofreció una imagen de la monarquía en forma de patriarcalismo emotivo fue Robert Southey, y, para hacerlo, podía apelar tanto a la historia como a aspectos de la práctica de su presente. Su apego al culto a Carlos I en calidad de «mártir regio» marcó un precedente y, en A Vision of Judgement (1821), el manto de la auténtica realeza había pasado a Jorge III (Southey, 1825, caps. XVI-XVIII).

También había diferencias entre la perspectiva alemana y la inglesa en otras aplicaciones institucionales del Romanticismo. A principios del siglo XIX, Schlegel había hecho un retrato de la Iglesia nacional muy similar al de Coleridge, pero, tras su conversión al catolicismo en 1809, empezó a hablar del papel juridisccional y protector ejercido por el papa como cabeza de la Iglesia universal (Schlegel, 1964, pp. 148, 169-170; cfr. Schlegel, 1966, p. 589). Estas ideas, que cabe retrotraer a la sugerencia de Novalis de que la «belleza» de la fe medieval y la «beneficiosa» influencia de la Iglesia deberían utilizarse para devolver cierta unidad a una Europa fragmentada, denotaban la búsqueda de unos ideales políticos no mancillados por el mundo moderno (Novalis, 1969b, pp. 500-501, 512-513).