Historia del pensamiento político del siglo XIX

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From the series: Universitaria #377
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Gran parte de Du Sentiment podrían haberlo escrito Maistre mismo o un conocido de Ballanche, François-René de Chateaubriand, cuyo éxito de ventas El genio del cristianismo se publicó el 8 de abril de 1802, justo después de que se ratificara el concordato suscrito con el papa Pío VII, cuando hubo un rebrote de la fe cristiana en Francia (Chateaubriand, 1978b; Godechot, 1972, p. 134). En un momento posterior de su vida el voluble Chateaubriand se convirtió en un «ultra» vehemente, defensor de la monarquía y de la restauración. En su obra recalcaba que el cristianismo, además de ser hermoso, poético y fuente de todo el gran arte y literatura, era la base de la libertad política. En El genio del cristianismo habla del sentimiento religioso, no en calidad de base teocrática de la política, sino como garante de la libertad, de la política humana a favor de los «pobres y desafortunados, que constituyen la mayoría de la población del mundo» (Chateaubriand, 1978b, libro 6, cap. 5). En contraposición al ejecutor místico de Maistre, considera que el culto cristiano puede salvar a las masas de un recurso demasiado frecuente al hacha del verdugo. «En el estado actual de la sociedad, ¿podemos reprimir a una enorme masa de campesinos libres que están lejos de la vista de los magistrados? ¿Podemos evitar en los faubourgs de una gran capital que el populacho independiente cometa delitos en ausencia de una religión que predique a todos los deberes y virtudes? Si destruimos la fe religiosa necesitaremos policía, prisiones y verdugos en cada aldea» (citado en McMahon, 2001, p. 129). No obstante, el argumento de Chateaubriand no era predominantemente utilitario. Si el cristianismo era útil como mecanismo de control social, sólo era porque se trataba de la religión verdadera. El genio del cristianismo es un alegato a favor de la sinceridad contra aquellos hombres que «lo destruyen todo con una sonrisa en los labios» (Chateaubriand, 1978b, Introducción).

Ballanche compartía el apego de Rousseau a la sinceridad. Como Chateaubriand, defendía el sentimiento y el sufrimiento cristianos –algo de lo que sabía mucho, tras haber padecido una operación de trepanación terrible que lo dejó sumido en un dolor crónico– frente al falso y estéril racionalismo de los philosophes. El tema central de Du Sentiment es la expiación cristiana: ese saludable sacrificio que es lo único que conduce a la salvación. Como Maistre, Ballanche consideraba que la Revolución era un castigo divino por la impiedad de Francia. De nuevo, como Maistre, cuyas Consideraciones había leído cuidadosamente, Ballanche insistía en que las instituciones sociales y políticas tenían orígenes divinos y los hombres no podían fabricarlas. Condenaba a los «audaces políticos» que creían «que está en su mano clasificar a la raza humana a su capricho y crear imperios como quien dispone un jardín» (citado en McAlla, 1998, p. 43). Además, criticaba el individualismo del contrato social de Rousseau, puesto que el hombre «ha nacido para la sociedad». Ballanche consideraba a la Revolución un suceso totalmente profano, que sólo cabía redimir por medio del sufrimiento de sus víctimas (como los héroes del asedio a Lyon) y mediante la gracia de la Providencia divina. Hasta ese momento, Ballanche se había mantenido en sintonía con los primeros contrarrevolucionarios.

Pero en época de la Restauración, entre los años 1818 y 1820, modificó su teoría social en una dirección que le granjeó la desaprobación de Maistre y lo acercó a liberales como Constant. En su Essai sur les Constitutions Sociales dans leurs Rapports avec les Idées Nouvelles de 1818, Ballanche añadió un nuevo elemento de progreso a su teoría de la naturaleza divina de las instituciones sociales. Maistre lamentaba que «el excelente corazón de Ballanche» se hubiera corrompido a causa del «espíritu revolucionario». En realidad, Ballanche seguía siendo contrario a la soberanía popular, pero había añadido a su teoría política el elemento del consentimiento popular. Afirmaba que la Providencia iba incrementando gradualmente la igualdad en el ámbito civil, en la estela de la igualdad evangélica. La única forma que tenían los monarcas franceses de retener su legitimidad era moviéndose en la dirección del rey ideal de Fénelon y distanciándose del absolutismo. Los reyes más legítimos eran aquellos que mostraban el mayor amor «feneloniano» a su pueblo. Es sabido que Ballanche afirmó que Maistre era el «profeta del pasado», que quería devolver a Francia a un orden social cuyo tiempo ya había pasado, mientras que Fénelon era el «profeta del futuro» (citado en McAlla, 1998, p. 325).

En 1827, Ballanche llevó aún más lejos su idea del progreso social gracias a su nuevo concepto de «palingenesia social»: un intento, muy consciente, de vincular la libertad de los liberales a la unidad de los ultras de derechas (Ballanche, 1833, IV; cfr. asimismo McAlla, 1998, Parte III, «Palingenesia social»). En biología, la palingenesia era una teoría asociada a Charles Bonnet, según la cual los seres vivos contienen en sí mismos una estructura cuidadosamente predefinida a la que sólo hay que fertilizar para que empiece a desarrollarse. Esta idea, junto con algunas corrientes iluministas de historia esotérica, hizo pensar a Ballanche que cada época histórica contenía en sí el germen de la siguiente. Así podía sostener, a la vez, la noción de la divina Providencia (puesto que todo germen procede de Dios) y la del progreso humano, porque, supuestamente, ciertos individuos (a los que Ballanche denominaba «iniciadores») eran capaces de hacer fructificar esos gérmenes. Además, la historia avanzaba hacia la democracia: cada era llevaba a una mayor emancipación gradual de toda la especie humana. El héroe de la historia de Ballanche no era el rey sino el plebeyo. Ballanche reincorporó el elemento de la voluntad individual a la volonté générale. Cuando hubo nuevas revoluciones en Europa, en la década de 1820 (en España, Grecia, Nápoles y el Piamonte), Ballanche les dio la bienvenida al interpretarlas como signos de una evolución social guiada por la Providencia. Al contrario que Maistre, consideraba a las revoluciones parte de la historia cristiana, no un distanciamiento de ella. Lo que Maistre y Bonald no habían logrado entender, escribió, «son los hechos nuevos» de la «sociedad nueva» (Ballanche, 1833, II, p. 348).

A finales de la década de 1820, cuando ya estaba en marcha la Restauración, surgió en Francia una nueva tradición del pensamiento social católico, a la que en ocasiones se ha denominado «neocatolicismo», que acabó con la simpatía que había suscitado en muchos antiguos contrarrevolucionarios la década de 1790. En los días que siguieron a la Monarquía de Julio de 1830, el abate Lamennais, que había sido ultramonárquico en su día y ahora era demócrata, hizo un llamamiento a «Dios y a la libertad», fusionando democracia y religión. Era una nueva fe progresista, alabada por personajes como Victor Hugo o el poeta Alphonse de Lamartine, quien exigía un parti social que trascendiera las clases y representara a la sociedad en su conjunto (cfr. Bénichou, 1977; Berenson, 1989). En aquella era de renacimiento de ideas religiosas socialistas mezcladas con Romanticismo católico, Louis Blanc se preguntaba: «¿Qué es el socialismo?». La respuesta era: «el Evangelio en acción» (Berenson, 1989, p. 545). Como bien ha señalado Edward Berenson, este acercamiento entre el cristianismo y la izquierda se debió, en parte, al fracaso de la tradición revolucionaria. Las insurrecciones abortadas de 1834 y 1839 llevaron a los defensores de la izquierda a rechazar la «política conspirativa y violenta» de los revolucionarios y a virar hacia «una nueva fuente de cambio amante de la paz, unificadora y de corte espiritual» (Berenson, 1989, p. 544). Al mismo tiempo, parte de la derecha empezó a ver el potencial democrático albergado en los ideales evangélicos de la Iglesia primitiva.

Ballanche –quien cosechó admiradores entre los saint-simonianos y fourieristas– consideraba que, en Francia, el periodo comprendido entre 1789 y 1830 había sido una «época palingenésica», que desembocaría en una nueva fase de unidad social pacífica basada en un cristianismo progresista. A Ballanche le horrorizaba la insistencia de Maistre en que la pena capital era un rasgo eterno de la sociedad política. Creía que toda Europa odiaba esa práctica y que la sociedad debía dejar de imponer castigos sangrientos (Ballanche, 1833, IV, pp. 316-317). Tampoco seguía estando de acuerdo con la idea de Maistre sobre la irreligiosidad de la Revolución. Al contrario, en su opinión había promovido el cambio hacia una nueva religión, hacia un cristianismo renovado. Al igual que Bonald y Maistre, estos católicos progresistas de la década de 1830 querían acabar con la Revolución, pero, al contrario que ellos, no querían negarla sino completarla.

[1] Esta interpretación de Maistre como teórico de la violencia, más que partidario de la misma, está resumida en Bradley, 1999.

[2] Un examen de las diversas acepciones del término «Contrailustración», en Berlin, 1990; Garrand, 1994; Mali y Wokler, 2003; McMahon, 2001.

[3] De hecho, Louis de Bonald explicó su actitud ante Rousseau exactamente en estos términos, Bonald, 1864, II, p. 25; Bonald señala que Rousseau tenía razón al recordar a las madres que debían cumplir con sus obligaciones domésticas, pero se equivocaba al inflamar su imaginación con sus novelas. Sobre la importancia de Rousseau para el pensamiento contrarrevolucionario, cfr. asimismo Garrand, 1994; McNeil, 1953; Melzer, 1996.

[4] Prefacio a Théorie du pouvoir politique, Bonald, 1864, p. 1.

[5] La Décade Philosophique, 1789, n.o 23, p. 306.

 

[6] Es una observación de Goldstein, 1988, p. 7, aunque no extiende la discusión al pensamiento político alemán.

[7] Citado en Reiff, 1912, p. 47; de Aus dem Nachlasse.

[8] Sobre los orígenes religiosos de la volonté générale, cfr. Riley, 1986.

II

ROMANTICISMO Y PENSAMIENTO POLÍTICO A PRINCIPIOS DEL SIGLO XIX

John Morrow[1]

En las primeras décadas del siglo XIX, la vida intelectual europea se enriqueció gracias a las obras de compositores, pintores, poetas y escritores sobre los que influyó, de formas diversas, el espíritu del «Romanticismo» (Porter y Teich, 1988; Schenk, 1979). El pensamiento romántico hundía sus raíces en la cultura europea del Renacimiento y el Barroco, pero entre 1800 y 1850 desempeñó un papel especialmente significativo en la elaboración de marcos teóricos en torno a cuestiones políticas fundamentales. El problema de las definiciones y de la taxonomía dificulta el estudio del Romanticismo, pero, aun a riesgo de simplificar en exceso, cabe identificar tres cuestiones que interesaban a los representantes más destacados del Romanticismo político: la importancia epistemológica y moral de los sentimientos y de la imaginación, la noción concreta del individuo y la idea de comunidad.

Aunque es bastante común asociar el Romanticismo con el rechazo a la razón y el gusto por intuiciones de tipo estético, los escritores románticos, como Coleridge, constataban: «Sólo un hombre de hondos sentimientos puede dotar de profundidad al pensamiento; […] toda verdad es una suerte de revelación» (Coleridge, 1956-1971 [1801], II, p. 709). Una de las ideas importantes derivadas de esta revelación era una visión de los hombres como seres infinitos con un potencial afectivo, moral y religioso que el racionalismo ilustrado era incapaz de captar. Pensaban que ese potencial podía ser reconocido meramente en el seno de comunidades «orgánicas», es decir, ancladas en la historia, agrupaciones sociales complejas que reflejaban la interdependencia de sus miembros y encarnaban valores acordes con los requerimientos de su naturaleza. Las comunidades de este tipo se describían como entes holísticos, que reconocían el estatus moral de sus miembros y apelaban a valores afectivos compartidos por toda la humanidad, generando armonía y simetría en las relaciones sociales y en la vida espiritual de los individuos. De ahí que los escritores románticos acostumbraran a hablar de política en un lenguaje más propio del discurso estético.

Pero, pese a la existencia de estas percepciones comunes, el Romanticismo no dio lugar a una teoría política unificada. Algunas de las divergencias en las implicaciones políticas del Romanticismo están muy relacionadas con la generación a la que pertenecían los distintos autores; otras tienen que ver con el contexto nacional. Por ejemplo, ciertos autores románticos ingleses y alemanes habían mostrado su simpatía por la Revolución francesa y propugnado un reformismo radical en política interior. Pero su teoría política de madurez (resultado de los años en los que Gran Bretaña y Alemania lucharon contra Napoleón) era conservadora y nacionalista. En cambio, algunos autores ingleses y franceses, que escribieron sus obras en los años de la posguerra, crearon variantes radicales y progresistas del Romanticismo. A las diferencias generacionales hay que sumar las divergencias relacionadas con el contexto nacional. Por ejemplo, los románticos conservadores ingleses estaban muy apegados a su constitución tradicional, mientras que los alemanes tenían que vérselas con un absolutismo que, en su opinión, había distorsionado la teoría y praxis del gobierno en los estados alemanes. De manera que su conservadurismo era, en cierta forma, «restaurador»: buscaron inspiración en un pasado distante y expresaron su hostilidad hacia las ideas y las prácticas de la política europea inmediatamente anterior a la Revolución (Saye y Löwy, 1984, pp. 63-64). Estos escritores no compartían el punto de vista de sus homólogos franceses, que habían reconciliado al Romanticismo con los cambios aportados por la Revolución y dirigido toda su energía intelectual a buscar instituciones que pudieran cubrir las necesidades de una cultura política moderna.

Puesto que generación y contexto se solapan en cierta medida, voy a estructurar la descripción del Romanticismo político teniendo en cuenta ambos aspectos. He dividido el artículo en tres secciones. En la primera analizaré el Romanticismo conservador de Samuel Taylor Coleridge, Rober Southey y William Wordsworth en Inglaterra, y de Adam Müller, Novalis, Friedrich Schlegel y Friedrich Schleiermacher en Alemania[2]. En la segunda sección haré un breve esbozo de la crítica radical al Romanticismo conservador planteada por Lord Byron, William Hazlitt y Percy Bysshe Shelley. Veremos, en la sección final de este capítulo, expresiones progresistas del Romanticismo político de la mano de Thomas Carlyle en Inglaterra y de François-René de Chateaubriand, Félicité de Lamennais y Alphonse de Lamartine en Francia. Sus testimonios son significativos porque relacionan cuestiones planteadas por el Romanticismo con los requerimientos de la modernidad.

EL ROMANTICISMO CONSERVADOR EN INGLATERRA Y ALEMANIA, 1800-1830

Aunque muchos románticos ingleses y alemanes adoptaron posturas conservadoras tras 1800[3], no fue una mera reacción a la Revolución ni un intento de restaurar lo que esta había puesto en peligro o destruido. Todo lo contrario: atribuían la seducción ejercida por las doctrinas revolucionarias a los defectos de las concepciones al uso sobre la naturaleza y el papel del gobierno. Querían insuflar nueva vida a las instituciones tradicionales mostrándolas a la luz de una visión del mundo romántica. De los dos grupos de escritores, los ingleses eran mucho menos críticos con las instituciones políticas heredadas, porque no habían tenido que vérselas con una historia reciente de gobierno absolutista. Pero se mostraban tan hostiles a muchos aspectos convencionales del siglo XVIII como a las concepciones salvajes y destructivas que asociaban a la Revolución. Coleridge, Southey y Wordsworth estaban profundamente alarmados por el hecho de que el materialismo político no fuera algo exclusivo de los ideólogos franceses y sus imitadores ingleses: había amueblado la cabeza moderna. Robert Southey, por ejemplo, despreciaba el último siglo y medio, una época en la que «los hombres buscan respuestas en la razón cuando lo que deberían hacer es sentir y creer», y tuvo que remontarse a la Baja Edad Media y al Renacimiento en Inglaterra para hallar un modelo de moralidad política y social libre del íncubo del materialismo (Southey, 1829, I, p. 5). William Wordsworth veneraba las instituciones tradicionales de la Inglaterra del siglo XVIII y apreciaba esos hábitos socialmente adquiridos, y no siempre basados en la razón, que conformaban la «segunda naturaleza» de Burke. En la teoría de la «segunda naturaleza» se hacía hincapié en la relación existente entre la estructura intrínseca de la mente humana y las experiencias institucionales, familiares y personales de los miembros de comunidades históricamente coherentes y tradicionales (Chandler, 1984, p. 162). Los valores tradicionales respondían a los «sentimientos elementales de la naturaleza humana», fomentaban la «sabiduría del corazón» y no sólo la «prudencia de la cabeza» que Wordsworth asociaba a la Ilustración (Wordsworth, 1974d, pp. 242, 240).

Estos sentimientos se evocan en la poesía madura de Wordsworth, quien –al contrario que Southey, que proponía una dicotomía simple entre «cálculo y sentimiento»– quiso reemplazar las estériles concepciones del racionalismo por una fusión satisfactoria entre sentimiento y pensamiento. Así, por ejemplo, en el prefacio a las Baladas líricas afirma: «El desbordamiento espontáneo del sentimiento poderoso, producto de la buena poesía, es obra de quienes, aparte de poseer una sensibilidad más orgánica de lo usual, también piensan larga y profundamente» (Wordsworth, 1974e, p. 127). Más tarde Wordsworth constataría que la razón «movía sus afectos» y que siempre había ejercitado la imaginación «bajo la guía de la razón, y por y para la razón» (Wordsworth, 1974d, p. 258; cfr. Southey, 1829, I, p. 79). Estas citas revelan la existencia de una relación simbiótica entre el discurso racional y la segunda naturaleza: tanto la razón como la simpatía imaginativa se veían reforzadas por la sabiduría encarnada en instituciones heredadas y en el puro sentimiento de una humanidad incorrupta.

Aunque Wordsworth reservaba un lugar a la razón en la inteligencia poética, expresó un hondo rechazo hacia los sistemas filosóficos. Arremetía, sobre todo, contra los «metafísicos especulativos» que intentaban adecuar «las palabras a las cosas» (Wordsworth, 1974c, p. 103). En un pasaje notable de El preludio, Wordsworth realiza esta crítica desde un contexto biográfico:

Sutiles especulaciones, obras abstrusas

de los escolásticos y formas platónicas

repletas de ideas agrestes y pomposas, sacadas

de las cosas hechas bien o mal, palabras para decir las cosas,

sustento autocreado de una mente

privada de las imágenes vivas de la Naturaleza…

(Wordsworth, 1991 [¿1798?], I, Libro VI, versos 308-313, pp. 193-194.)

Algunos versos más adelante, la crítica de Wordsworth a la filosofía especulativa se agudiza. Le parecía pedante, oscurantista y relacionada con formas de pensamiento ilustradas que tendían a destruir las relaciones sociales y políticas tradicionales (Chandler, 1984, pp. 235 ss.). Estas acusaciones, que parecen dirigidas a Godwin o Helvetius, en realidad estaban pensadas para el amigo de Wordsworth, Coleridge, y reflejan una marcada divergencia de énfasis en torno a la mejor forma de combatir a la Ilustración. Mientras que Wordsworth pensaba que la razón podía ser capaz de percibir los sentimientos gracias a la imagen poética, Coleridge creía mejor construir una alternativa filosóficamente coherente al materialismo.

El núcleo del sistema de Coleridge era la distinción entre «entendimiento» y «razón». Con el primero de los términos hacía referencia a las facultades discursivas y de cálculo de los seres humanos, mientras que la segunda aludía a aquellas capacidades de la mente humana que ponían de manifiesto sus aspectos «espirituales y suprasensibles». El «entendimiento» se daba en diversos grados en los diferentes individuos, pero la «razón», fuente de los principios morales que rigen la justicia, la ley, el derecho y al Estado, era una característica común a toda la humanidad (Coleridge, 1969, II, p. 104 n.). En The Friend Coleridge afirmaba que el Estado era producto de la razón y que la obligación política surgía tras el reconocimiento (a menudo inconsciente) del papel que desempeñaba en la promoción de la perfección moral (Coleridge, 1969, II, p. 126). Pero, aunque insistía en que el Estado era un agente moral, Coleridge se resistía a aceptar la idea (muy rousseauniana y un eco de su pasado «jacobino») de que cabía determinar su estructura siguiendo los dictados de la moralidad (Coleridge, 1969, II, p. 127; cfr. Coleridge, 1971, pp. 217-229). Al contrario, opinaba que la estructura del gobierno y la concesión de derechos políticos estaban sujetas a la influencia de los tiempos y de las circunstancias, y que caían dentro del ámbito del «entendimiento». La moralidad determinaba los fines del Estado, pero los hombres debían hacer uso de las lecciones que brindaba la experiencia para decidir cómo lograr esos fines. Los sucesos recientes en Francia demostraban que la igualdad política desestabilizaba a las sociedades desigualitarias y minaba su capacidad para generar toda la gama de beneficios morales que podrían aportar (Coleridge, 1969, II, pp. 103-104; Morrow, 1990, pp. 83 ss.).

Coleridge basaba su concepto de razón en los platónicos cristianos del siglo XVII, y afirmaba que muchos de los males de su propio tiempo eran producto del desplazamiento del platonismo por el materialismo filosófico. A principios del siglo XIX, el materialismo había dejado su huella hasta en los cristianos más fervientes (Coleridge, 1972, p. 43; 1983, I, p. 217; Morrow, 1988). Trató este tema en profundidad en su primer Lay Sermon. En esta obra, Coleridge describe a la Biblia como el «manual del hombre de Estado», pero insiste en que únicamente puede cumplir su función si se la lee desde el platonismo cristiano. Esta corriente filosófica llamaba la atención sobre las fuerzas eternas que convertían a la perfección moral en una meta para la humanidad; Coleridge creía que podía servir de correctivo al materialismo que campaba a sus anchas entre sus contemporáneos (Coleridge, 1972, pp. 43 ss.).

 

La reacción de los románticos ingleses ante el materialismo se centraba en sus perniciosos efectos sobre la moral social y política. Southey suscribía la afirmación de Coleridge de que la evolución de las facultades morales e intelectuales del hombre debía ser el objetivo de todo pacto social y político, y condenaba la visión mecanicista de la humanidad que adscribía a Adam Smith. La filosofía de Smith era indiferente ante el «destino moral de la humanidad» y se centraba exclusivamente en un «quantum de lucro que [convierte a los seres humanos] en instrumentos» (Southey, 1829, II, pp. 408-411; 1832f, p. 112). Wordsworth defendía posturas similares. Justificaba la caridad pública porque la exigían los «sentimientos elementales» que impulsaban a los seres humanos a exaltar a la naturaleza humana en vez de a degradarla (Wordsworth, 1974d, pp. 242, 246). Dado que eran las instituciones y prácticas tradicionales las que fomentaban estos sentimientos, Wordsworth se mostraba muy crítico con las propuestas radicales que exigían una reforma eclesiástica y del Parlamento.

Estas ideas fueron omnipresentes en la política de posguerra de Wordsworth, pero, aunque defendía los mismos puntos de vista que los ortodoxos tories «ultra» (la Iglesia de Inglaterra, un sistema electoral no reformado, un Estado paternalista basado en una estructura de sistemas de autoridad y deferencia perfectamente localizados), su enfoque llevaba el sello del Romanticismo. Por ejemplo, defendía a la Iglesia alegando que sus enseñanzas iban en contra de la presuntuosa idea de que había que decidir los asuntos concernientes al bien público recurriendo exclusivamente a «actos específicos y artilugios formales del entendimiento humano» (Wordsworth, 1974d, p. 250). En un discurso anterior (motivado por la irrupción de radicales metropolitanos en el coto electoral de los terratenientes de Westmorland), Wordsworth había defendido el «velo de la costumbre» y atacado las frívolas fruslerías de los whigs reformistas. Estos usaban su brillante talento oratorio para suscitar sentimientos apasionados, que vinculaban rápidamente a nuevas expectativas, cuando las únicas cualidades de provecho eran el sentido común, la experiencia no inquisitiva y una modesta fe en los viejos hábitos del juicio junto a la buena penetración filosófica (Wordsworth, 1974f, p. 158).

A veces, Wordsworth recurría al lenguaje del Romanticismo por motivos críticos e innovadores. Vemos esta faceta de su pensamiento político en The Convention of Cintra, escrita (con algo de ayuda de Southey) durante una infructuosa campaña para inducir al Parlamento británico a denunciar el tratado por el cual los franceses se habían comprometido a abandonar la península Ibérica tras su derrota en la batalla de Vimeiro (1808). Como otros románticos ingleses, Wordsworth creía que ese tratado era militar y políticamente innecesario, aparte de una vergüenza moral. Era un insulto a los patriotas ingleses, españoles y portugueses, cuyo heroísmo reflejaba el «vigor del alma humana» que resultaba de «lo externo y del porvenir». Los impulsos de la segunda naturaleza explicaban la difundida oposición a la Convención en Inglaterra:

Ha hecho gala de características tan discordantes, de tan inocente fatuidad y enorme culpa, que habría que forzar mucho las cosas para considerarla un indicio de la constitución general de las cosas, del país o del Gobierno; […] es una especie de lusus naturae en el mundo moral, solitaria y rezagada, excluida de los ciclos que cumplen las leyes de la naturaleza. Un monstruo que no debe propagarse ni gozar del derecho al nacimiento en el porvenir (Wordsworth, 1974b, p. 292).

Los promotores y partidarios de la Convención no percibían el principio de justicia: ni «sienten ni ven». No entendían «los rudimentos de la naturaleza tal y como se aprecian en el transcurso ordinario de la vida» (Wordsworth, 1974b, pp. 281, 306). Wordsworth comparaba esta ceguera moral con lo mucho que ven quienes usan los impulsos naturales para reforzar el sentido de la identidad humana y de la lealtad política. Estos sentimientos eran un antídoto eficaz contra el materialismo, y una base viable para la política, porque las impresiones derivadas de la segunda naturaleza simbolizaban verdades fundamentales y tranquilizadoras sobre la condición humana. Gracias a las ideas y conductas transmitidas por la tradición, el presente se convertía en un momento sin costuras, basado afectivamente en la armonía entre pasado, presente y futuro:

Basta con que algo salido de nuestras manos

viva, actúe y sirva en horas futuras;

cuando avanzamos hacia la tumba silenciosa,

gracias al amor, la esperanza y el don trascendente de la fe,

sentimos que somos más grandes de lo que sabemos.

(Wordsworth, 1946, III, versos 10-14, p. 261.)

El rechazo de Wordsworth al código de protocolo militar que permitía a un enemigo vencido dejar la escena, sugiere que establecía una distinción entre aspectos de la tradición vivos y moribundos. Las elites militares y civiles se ocultaban tras el pasado en vez de usarlo como base para el porvenir. Sus «formas, impedimentos, costumbres corruptas y antecedentes, su estrechez de miras y su miedo ciego a la acción» resultaban repugnantes, tanto para quienes habían aprendido en la escuela de la vida como para la mente filosófica que reflexionaba sobre los frutos de la experiencia humana (Wordsworth, 1974b, p. 300). Estas observaciones podían haber allanado el camino a una perspectiva crítica (o al menos analítica) de las instituciones y prácticas heredadas, pero Wordsworth no elige esa opción. En su apoyo posterior a los estados-nación queda alguna traza de las implicaciones críticas de The Convention, pero en aquel periodo se adoptaba a menudo un lenguaje patriótico para marcar distancias con el lenguaje progresista de la ciudadanía asociado a la Revolución francesa (Cronin, 2002, pp. 144-145). Si alguna vez Wordsworth tuvo veleidades reformistas, estas fueron dejando paso al conservadurismo (Cobbam, 1960, pp. 149-151). La reticencia de Wordsworth a permitir que la acción humana acabara con instituciones y prácticas moribundas refleja esa tendencia. Estas reliquias, a las que describe como trasfondos estéticamente valiosos de la vida humana, eran comparables a

un roble majestuoso en la etapa de decadencia final, o a un magnífico edificio en ruinas. Ambos merecen admiración y respeto, y deberíamos considerar una profanación tanto que se tale al primero como que se proceda a la demolición del segundo. Pero no nos deben enviar por ello a los árboles secos en busca de guirnaldas de mayo ni recriminarnos porque no convertimos a las enmohecidas ruinas en nuestro hogar […] El tiempo deposita suavemente lo que resulta inútil o dañino en un segundo plano (Wordsworth, 1974f, p. 173).

Southey, como Wordsworth, afirmaba que las reformas constitucionales propuestas por los publicistas radicales dañarían la estructura del Estado. Sin embargo, sus jeremiadas sobre la emancipación católica y la reforma parlamentaria iban acompañadas de expresiones de alarma ante el impacto de los rápidos y profundos cambios sociales y económicos (Mendilow, 1986, pp. 69-79). Southey afirmaba que el clima intelectual y moral de finales del siglo XVIII y principios del XIX, unido al rápido crecimiento de las manufacturas, habían dado lugar a una población económica, intelectual y espiritualmente depauperada. Esta degradación era una afrenta a la moral cristiana y minaba la base de un cuerpo político estable. En opinión de Southey, el Estado se mantenía gracias a una reciprocidad que entendía a la manera romántica, no en términos contractuales o racionales. La privación material minaba la identidad personal en la que se basaba el Estado. También reflejaba una indiferencia generalizada (cuyo epítome, según Southey, era el ejemplo de Malthus de la mesa ocupada por todos los comensales) hacia las necesidades intelectuales, morales y espirituales de población. Las nuevas ciudades industriales y los descuidados pueblos de la Inglaterra rural eran campos de cría fétidos, en los que nacía la deslealtad hacia las autoridades políticas y la hostilidad hacia el resto de la sociedad (Southey, 1832d, pp. 68-107; 1832e; 1832f)[4].